A
primera vista tal vez pensemos que nuestros sentimientos son
evidentes, pero una reflexión más cuidadosa nos recordará las muchas
ocasiones en las que realmente no hemos reparado —o hemos reparado
demasiado tarde— en lo que sentíamos con respecto a algo. Los
psicólogos utilizan el engorroso término metafórico cognición para
hablar de la conciencia de los procesos del pensamiento y el de
metaestado para referirse a la conciencia de las propias emociones.
Yo, por mi parte, prefiero la expresión conciencia de uno mismo,
la atención continua a los propios estados internos. Esa conciencia
autorreflexiva en la que la mente se ocupa de observar e investigar
la experiencia misma, incluidas las emociones: Esta cualidad en la
que la atención admite de manera imparcial y no reactiva todo cuanto
discurre por la conciencia, como si se tratara de un testigo, se
asemeja al tipo de atención que Freud recomendaba a quienes querían
dedicarse al psicoanálisis, la llamada «atención neutra flotante».
Algunos psicoanalistas denominan «ego observador» a esta
capacidad que permite al analista percibir lo que el proceso de la
asociación libre despierta en el paciente y sus propias reacciones
ante los comentarios del paciente.
Este
tipo de conciencia de uno mismo parece requerir una activación del
neocórtex, especialmente de las áreas del lenguaje destinadas a
identificar y nombrar las emociones. La conciencia de uno mismo no
es un tipo de atención que se vea fácilmente arrastrada por las
emociones, que reaccione en demasía o que amplifique lo que se
perciba sino que, por el contrario, constituye una actividad neutra
que mantiene la atención sobre uno mismo aun en medio de la más
turbulenta agitación emocional. William Styron parece describir esta
facultad cuando, al hablar de su profunda depresión, menciona la
sensación de «estar acompañado por una especie de segundo yo, un
observador espectral que, sin compartir la demencia de su doble, es
capaz de darse cuenta, con desapasionada curiosidad, de sus
profundos desasosiegos». En el mejor de los casos, la
observación de uno mismo permite la toma de conciencia ecuánime de
los sentimientos apasionados o turbulentos. En el peor, constituye
una especie de paso atrás que permite distanciarse de la experiencia
y ubicarse en una corriente paralela de conciencia que es «meta»,
—que flota por encima, o que está junto— a la corriente principal y,
en consecuencia, impide sumergirse por completo en lo que está
ocurriendo y perderse en ello, y, en cambio, favorece la toma de
conciencia. Esta, por ejemplo, es la diferencia que existe entre
estar violentamente enojado con alguien y tener, aun en medio del
enojo, la conciencia autorreflexiva de que «estoy enojado». En
términos de la mecánica neural de la conciencia, es muy posible que
este cambio sutil en la actividad mental constituya una señal
evidente de que el neocórtex está controlando activamente la
emoción, un primer paso en el camino hacia el control. La toma de
conciencia de las emociones constituye la habilidad emocional
fundamental, el cimiento sobre el que se edifican otras habilidades
de este tipo, como el autocontrol emocional, por ejemplo.
En
palabras de John Mayer, un psicólogo de Universidad of New Hampshire
que, junto a Peter Salovey, de Yale, ha formulado la teoría de la
inteligencia emocional, ser consciente de uno mismo significa
«ser consciente de nuestros estados de ánimo y de los
pensamientos que tenemos acerca de esos estados de ánimo».> Ser
consciente de uno mismo, en suma, es estar atento a los estados
internos sin reaccionar ante ellos y sin juzgarlos. Pero Mayer
también descubrió que esta sensibilidad puede no ser tan ecuánime,
como ocurre, por ejemplo, en el caso de los típicos pensamientos en
los que uno, dándose cuenta de sus propias emociones, dice «no
debería sentir esto», «estoy pensando en cosas positivas para
animarme» o, en el caso de una conciencia más restringida de uno
mismo, el pensamiento fugaz de que «no debería pensar en estas
cosas».
Aunque
haya una diferencia lógica entre ser consciente de los sentimientos
e intentar transformarlos, Mayer ha descubierto que, para todo
propósito práctico, ambas cuestiones van de la mano y que tomar
conciencia de un estado de ánimo negativo conlleva también el
intento de desembarazamos de él. Pero el hecho es que la toma de
conciencia de los sentimientos no tiene nada que ver con tratar de
desembarazamos de los impulsos emocionales. Cuando gritamos
«¡basta!» a un niño cuya ira le ha llevado a golpear a un compañero,
tal vez podamos detener la pelea pero con ello no anularemos la ira,
porque el pensamiento del niño sigue todavía fijado al
desencadenante de su enfado («¡pero él me ha quitado mi juguete!»)
y, de ese modo, jamás lograremos erradicar la cólera. En cualquier
caso, la comprensión que acompaña a la conciencia de uno mismo tiene
un poderoso efecto sobre los sentimientos negativos intensos y no
sólo nos brinda la posibilidad de no quedar sometidos a su influjo
sino que también nos proporciona la oportunidad de liberamos de
ellos, de conseguir, en suma, un mayor grado de libertad.
En
opinión de Mayer, existen varios estilos diferentes de personas en
cuanto a la forma de atender o tratar con sus emociones:
•La
persona consciente de si misma. Como es comprensible, la persona
que es consciente de sus estados de ánimo mientras los está
experimentando goza de una vida emocional más desarrollada. Son
personas cuya claridad emocional impregna todas las facetas de su
personalidad; personas autónomas y seguras de sus propias fronteras;
personas psicológicamente sanas que tienden a tener una visión
positiva de la vida; personas que, cuando caen en un estado de ánimo
negativo, no le dan vueltas obsesivamente y, en consecuencia, no
tardan en salir de él. Su atención, en suma, les ayuda a controlar
sus emociones.
•Las
personas atrapadas en sus emociones. Son personas que suelen
sentirse desbordadas por sus emociones y que son incapaces de
escapar de ellas, como si fueran esclavos de sus estados de ánimo.
Son personas muy volubles y no muy conscientes de sus sentimientos,
y esa misma falta de perspectiva les hace sentirse abrumados y
perdidos en las emociones y, en consecuencia, sienten que no pueden
controlar su vida emocional y no tratan de escapar de los estados de
ánimo negativos.
•Las
personas que aceptan resignadamente sus emociones. Son personas
que, si bien suelen percibir con claridad lo que están sintiendo,
también tienden a aceptar pasivamente sus estados de ánimo y, por
ello mismo, no suelen tratar de cambiarlos. Parece haber dos tipos
de aceptadores, los que suelen estar de buen humor y se hallan poco
motivados para cambiar su estado de ánimo y los que, a pesar de su
claridad, son proclives a los estados de ánimo negativos y los
aceptan con una actitud de laissez-faire que les lleva a no
tratar de cambiarlos a pesar de la molestia que suponen (una pauta
que suele encontrarse entre aquellas personas deprimidas que están
resignadas con la situación en que se encuentran).
EL
APASIONADO Y EL INDIFERENTE
Imagine, por un momento, que está volando entre Nueva York y San
Francisco. El vuelo ha sido muy tranquilo pero, al aproximarse a las
montañas Rocosas, se escucha la voz del piloto advirtiendo: «Señoras
y caballeros, estamos a punto de atravesar una zona de turbulencia
atmosférica. Les rogamos que regresen a sus asientos y se abrochen
los cinturones». Luego el avión entra en la turbulencia y se ve
sacudido de arriba a abajo y de un lado al otro como una pelota de
playa a merced de las olas.
¿Qué
es lo que usted haría en esa situación? ¿Es el tipo de persona que
se desconectaría de todo y seguiría ensimismado en un libro, una
revista o la película que en aquel momento estuviera proyectándose,
o acaso echaría mano rápidamente a la hoja de instrucciones a seguir
en caso de emergencia, escudriñaría el rostro de las azafatas y los
auxiliares de vuelo en busca de algún signo de pánico o prestaría
atención al sonido de los motores tratando de advertir en ellos
algún sonido alarmante’?
El
tipo de respuesta natural que tengamos ante esta situación refleja
la actitud de nuestra atención ante el estrés. En realidad, esta
misma escena forma parte de una de las pruebas de un test
desarrollado por Suzanne Miller, una psicóloga de la Temple
University, para determinar si, en una situación angustiante, la
persona tiende a centrar minuciosamente su atención en todos los
detalles de la situación o si, por el contrario, afronta esos
momentos de ansiedad tratando de distraerse. Porque el hecho es que
estas dos actitudes atencionales hacia el peligro tienen
consecuencias muy diferentes en la forma en que la gente experimenta
sus propias reacciones emocionales. Quienes atienden a los detalles,
por este mismo motivo tienden a amplificar inconscientemente la
magnitud de sus propias reacciones (especialmente en el caso de que
su atención esté despojada de la ecuanimidad que proporciona la
conciencia de uno mismo) con el resultado de que sus emociones
parecen más intensas. Quienes, por el contrario, se desconectan y se
distraen, perciben menos sus propias reacciones, y así no sólo
minimizan sino que también disminuyen la intensidad de su respuesta
emocional.
Y esto
significa que, en los casos extremos, la conciencia emocional
de algunas personas es abrumadora mientras que la de otras es casi
inexistente. Considere, si no, el caso de aquel estudiante interno
que, cierta noche, al descubrir un fuego en su dormitorio, cogió un
extintor y lo apagó. No hay nada especialmente extraño en su
conducta, a excepción del hecho de que, en lugar de correr a apagar
el fuego, nuestro estudiante lo hizo caminando tranquilamente
porque, para él, no existía ninguna situación de peligro.
Esta
anécdota me fue contada por Edward Diener, un psicólogo de la
Universidad de Illinois, en Urbana, que se ha dedicado a estudiar la
intensidad con la que la gente experimenta sus emociones. El
estudiante del que hablábamos destacaba entre todos los casos
estudiados por Diener como uno de los menos intensos con los que se
había encontrado, una persona completamente desapasionada, alguien
que atravesaba la vida sintiendo poco o nada, aun en medio de una
situación de peligro de incendio como la descrita.
Consideremos ahora, en el otro extremo del espectro de Diener, el
caso de una mujer que quedó muy consternada durante varios días por
haber perdido su pluma estilográfica favorita. En otra ocasión, esta
misma mujer se emocionó tanto al ver un anuncio de rebajas de
zapatos que dejó todo lo que estaba haciendo, montó a toda prisa en
su coche y condujo sin parar durante tres horas hasta llegar a
Chicago, donde se hallaba la zapatería en cuestión.
Según
Diener, las mujeres suelen experimentar las emociones en general,
tanto positivas como negativas, con más intensidad que los hombres.
En cualquier caso, y dejando de lado las diferencias de sexo, la
vida emocional es más rica para quienes perciben más. Por otra
parte, el exceso de sensibilidad emocional supone una verdadera
tormenta emocional —ya sea celestial o infernal— para las personas
situadas en uno de los extremos del continuo de Diener, mientras que
quienes se hallan en el otro polo apenas si experimentan sentimiento
alguno aun en las circunstancias más extremas.
EL HOMBRE
SIN SENTIMIENTOS
Gary
era un cirujano de éxito, inteligente y solícito, pero su novia,
Ellen, estaba exasperada porque, en el terreno emocional, Gary era
una persona chata y sumamente reservada. Podía hablar brillantemente
de cuestiones científicas y artísticas pero, en lo tocante a sus
sentimientos, era —aun con Ellen— absolutamente inexpresivo. Y, por
más que ella tratara de mover sus emociones, Gary permanecía
indiferente e impasible y no cesaba de repetir: «yo no expreso mis
sentimientos» al terapeuta a quien visitó a instancias de Ellen y,
cuando llegó el momento de hablar de su vida emocional, Gary
concluyó: «no sé de qué hablar. No tengo sentimientos intensos, ni
positivos ni negativos».
Pero
Ellen no era la única en estar frustrada con el mutismo emocional de
Gary porque, como le confió a su terapeuta, era completamente
incapaz de hablar abiertamente con nadie de sus sentimientos. Y el
motivo fundamental de aquella incapacidad era, en primer lugar, que
ni siquiera sabía lo que sentía, lo único que sabía era que él no se
enfadaba; era alguien sin tristezas pero también sin alegrías. Como
observó su terapeuta, la impasibilidad emocional convierte a la
gente como Gary en personas sosas y blandas, personas que «aburren a
cualquiera. Es por ello por lo que sus esposas suelen aconsejarles
que emprendan un tratamiento psicológico».
La
monotonía emocional de Gary es un ejemplo de lo que los psiquiatras
denominan alexitimia, —del griego a, un prefijo que indica
negación, lexis , que significa «palabra» y thymos, que significa
«emoción»—, la incapacidad para expresar con palabras sus propios
sentimientos. En realidad, los alexitímicos parecen carecer de todo
tipo de sentimientos aunque el hecho es que, más que hablar de una
ausencia de sentimientos, habría que hablar de una incapacidad de
expresar las emociones. Los psicoanalistas fueron quienes primero
advirtieron la existencia de este tipo de personas refractarias al
tratamiento porque no proporcionaban sentimientos, fantasías ni
sueños de ningún tipo, porque no aportaban, en suma, ninguna vida
emocional interna acerca de la cual hablar. Los rasgos clínicos más
sobresalientes de los alexitímicos son la dificultad para describir
los sentimientos —tanto los propios como los ajenos— y un
vocabulario emocional sumamente restringido. Es más, se trata de
personas que hasta tienen dificultades para discriminar las
emociones de las sensaciones corporales, así que tal vez puedan
decir que tienen mariposas en el estómago, palpitaciones, sudores y
vértigos, pero son ciertamente incapaces de reconocer que lo que
sienten es ansiedad.
El
término alexitimia , fue acuñado en 1972 por el doctor Peter Sifneos,
un psiquiatra de Harvard, para referirse a un tipo de pacientes que
«dan la impresión de ser diferentes, seres extraños que provienen
de un mundo completamente distinto al nuestro, seres que viven en
medio de una sociedad gobernada por los sentimientos». Los
alexitímicos, por ejemplo, rara vez lloran pero, cuando lo hacen,
sus lágrimas son copiosas y se quedan desconcertados si se les
pregunta por el motivo de su llanto. Una paciente alexitímica, por
ejemplo, quedó tan apesadumbrada después de haber visto una película
de una mujer con ocho hijos que estaba muriendo de cáncer, que
aquella misma noche se despertó llorando. Cuando el terapeuta le
sugirió que tal vez estuviera preocupada porque la película le
recordara a su propia madre —que, por cierto, también se hallaba a
punto de morir de cáncer—, la mujer se sentó inmóvil, desconcertada
y en silencio. Luego, cuando el terapeuta le preguntó qué era lo que
sentía, lo único que pudo articular fue que se sentía «muy mal» y
agregó que, a pesar de las ganas de llorar que experimentaba,
ignoraba cuál era el verdadero motivo de su llanto. Ése es
precisamente el nudo del problema. No es que los alexitimicos no
sientan, sino que son incapaces de saber y especialmente incapaces
de poner en palabras lo que sienten. Se trata de personas que
carecen de la habilidad fundamental de la inteligencia emocional, la
conciencia de uno mismo, el conocimiento de lo que están sintiendo
en el mismo momento en que las emociones bullen en su interior. Los
alexitímicos ni siquiera tienen una idea de lo que están sintiendo
y, en este sentido, son un ejemplo que refuta claramente la creencia
de que todos sabemos cuáles son nuestros sentimientos. Cuando algo
—o, más exactamente, alguien— les hace sentir, se quedan tan
conmovidos y perplejos, que tratan de evitar esta situación a toda
costa. Los sentimientos llegan a ellos, cuando lo hacen, como un
desconcertante manojo de tensiones y, como ocurría en el caso de la
paciente que acabamos de mencionar, se sienten «muy mal» pero no
pueden decir exactamente qué tipo de mal es el que sienten.
Esta
confusión básica de sentimientos suele llevarles a quejarse de
problemas clínicos difusos, a confundir el sufrimiento emocional con
el dolor físico, una condición conocida en psiquiatría con el nombre
de somatización (algo, por cierto, muy distinto a la
enfermedad psicosomática. en la que los problemas emocionales
terminan originando auténticas complicaciones médicas). De hecho,
gran parte del interés psiquiátrico en los alexitímicos consiste en
el reconocimiento de los pacientes que acuden al médico en busca de
ayuda porque son sumamente proclives a la búsqueda infructuosa de un
diagnóstico y de un tratamiento médico para lo que, en realidad, es
un problema emocional.
Aunque
la causa de la alexitimia todavía no esté claramente establecida, el
doctor Sifneos apunta la posibilidad de que radique en una
desconexión entre el sistema límbico y el neocórtex (especialmente
los centros verbales), lo cual parece coincidir perfectamente con lo
que hemos visto con respecto al cerebro emocional. Según Sifneos,
aquellos pacientes a quienes, para aliviarles de algún tipo de
ataques graves, se ha seccionado esa conexión, terminan liberándose
de sus síntomas pero se convierten en personas parecidas a los
alexitímicos, personas emocionalmente chatas, incapaces de poner sus
sentimientos en palabras y súbitamente despojados de toda
imaginación. En resumen, pues, aunque los circuitos emocionales del
cerebro puedan reaccionar a los sentimientos, el neocórtex de los
alexitimicos no parece capaz de clasificar esos sentimientos y
hablar sobre ellos. Y, como dice Henry Roth en su novela Call It
Sleep sobre el poder del lenguaje:
«Cuando
puedas poner palabras a lo que sientes te apropiarás de ello».
Ese,
precisamente, es el dilema en el que se encuentra atrapado el
alexitímico, porque carecer de palabras para referirse a los
sentimientos significa no poder apropiarse de ellos.
ELOGIO DE
LAS SENSACIONES VISCERALES
Una
operación quirúrgica extirpó por completo el tumor que Elliot tenía
inmediatamente detrás de la frente, un tumor del tamaño de una
naranja pequeña. Pero, aunque la operación había sido todo un éxito,
los conocidos advirtieron un cambio tal de personalidad que les
resultaba difícil reconocer que se trataba de la misma persona.
Antes había sido un abogado de éxito pero ahora ya no podía mantener
su trabajo, su esposa terminó por abandonarle, dilapidó todos sus
ahorros en inversiones improductivas y se vio obligado a vivir
recluido en la habitación de huéspedes de casa de su hermano.
Algo
en Elliot resultaba desconcertante porque, si bien intelectualmente
seguía siendo tan brillante como siempre, malgastaba inútilmente el
tiempo perdiéndose en los detalles más insignificantes, como sí
hubiera perdido toda sensación de prioridad. Y los consejos no
tenían el menor efecto sobre él y le despedían sistemáticamente de
todos los trabajos. Los tests intelectuales no parecían encontrar
nada extraño en sus facultades mentales, pero Elliot decidió visitar
a un neurobiólogo con la esperanza de descubrir la existencia de
algún problema neurológico que justificara su incapacidad porque, de
no ser así, debía concluir lógicamente que su enfermedad era
meramente inexistente.
Antonio Damasio, el neurólogo al que consultó, se quedó
completamente atónito ante el hecho de que, aunque la capacidad
lógica, la memoria, la atención y otras habilidades cognitivas se
hallaran intactas, Elliot no parecía darse cuenta de sus
sentimientos con respecto a lo que le estaba ocurriendo. Podía
hablar de los acontecimientos más trágicos de su vida con una
ausencia completa de emociones, como sí fuera un mero espectador de
las pérdidas y los fracasos de su pasado, sin mostrar la menor
desazón, tristeza, frustración o enojo por la injusticia de la vida.
Su propia tragedia parecía causarle tan poco sufrimiento que hasta
el mismo Damasio parecía más preocupado que él.
Damasio llegó a la conclusión de que la causa de aquella ignorancia
emocional había que buscarla en la intervención quirúrgica, ya que
la extirpación del tumor cerebral debería haber afectado
parcialmente a los lóbulos prefrontales. Efectivamente, la operación
había seccionado algunas de las conexiones nerviosas existentes
entre los centros inferiores del cerebro emocional, (en panicular,
la amígdala y otras regiones adyacentes) y las regiones pensantes
del neocórtex. De este modo, su pensamiento se había convertido en
una especie de ordenador, completamente capaz de dar los pasos
necesarios para tomar una decisión, pero absolutamente incapaz de
asignar valores a cada una de las posibles alternativas. Todas las
posibilidades que le ofrecía su mente resultaban, así, igualmente
neutras. Ese razonamiento francamente desapasionado era, en opinión
de Damasio, el núcleo de los problemas de Elliot, ya que la falta de
conciencia de sus propios sentimientos sobre las cosas era
precisamente lo que hacía defectuoso su proceso de razonamiento.
Las
dificultades de Elliot se presentaban incluso en las decisiones más
nimias. Cuando Damasio trató de concertar un día y una hora para la
próxima cita, Elliot se convirtió en un amasijo de dudas porque
encontraba pros y contras para cada uno de los días y de las horas
que le proponía Damasio y no acertaba a elegir entre ninguna de
ellas. Los motivos que aducía para aceptar u objetar cualquiera de
las alternativas eran sumamente razonables, pero era incapaz de
darse cuenta de cómo se sentía con cualquiera de ellas. Y aquella
falta de conciencia de sus propios sentimientos era precisamente lo
que le convertía en alguien completamente apático.
Los
sentimientos desempeñan un papel fundamental para navegar a través
de la incesante corriente de las decisiones personales que la vida
nos obliga a tomar. Es cierto que los sentimientos muy intensos
pueden crear estragos en el razonamiento, pero también lo es que la
falta de conciencia de los sentimientos puede ser absolutamente
desastrosa, especialmente en aquellos casos en los que tenemos que
sopesar cuidadosamente decisiones de las que, en gran medida,
depende nuestro futuro (como la carrera que estudiaremos, la
necesidad de mantener un trabajo estable o de arriesgarnos a
cambiarlo por otro más interesante, con quién casamos, dónde vivir,
qué apartamento alquilar, qué casa comprar, etcétera). Estas son
decisiones que no pueden tomarse exclusivamente con la razón sino
que también requieren del concurso de las sensaciones viscerales y
de la sabiduría emocional acumulada por la experiencia pasada. La
lógica formal por sí sola no sirve para decidir con quién casamos,
en quién confiar o qué trabajo desempeñar porque, en esos dominios,
la razón carente de sentimientos es ciega.
Las
señales intuitivas que nos guían en esos momentos llegan en forma de
impulsos límbicos que Damasio denomina «indicadores somáticos»,
sensaciones viscerales, un tipo de alarma automática que llama la
atención sobre el posible peligro de un determinado curso de acción.
Estos indicadores suelen orientarnos en contra de determinadas
decisiones y también pueden alertamos de la presencia de alguna
oportunidad interesante. En esos momentos no solemos recordar la
experiencia concreta que determina esa sensación negativa, aunque en
realidad lo único que nos interesa es la señal de que un determinado
curso de acción puede conducimos al desastre. De este modo, la
presencia de esta sensación visceral confiere una seguridad que nos
permite renunciar o proseguir con un determinado curso de acción,
reduciendo así la gama de posibles alternativas a una lista mucho
más manejable. La llave que favorece la toma de decisiones
personales consiste, en suma, en permanecer en contacto con nuestras
propias sensaciones.
SONDEANDO EL
INCONSCIENTE
La
vacuidad emocional de Elliot patentiza la existencia de todo un
abanico de capacidades personales para darse cuenta de las emociones
en el mismo momento en que se están experimentando. Según la lógica
de la neurociencia, si la ausencia de un determinado circuito
neuronal conduce a una deficiencia en una capacidad concreta, la
fortaleza o debilidad relativa de ese mismo circuito en personas
cuyos cerebros se hallan intactos debería conducir a niveles
comparables de competencia en esa misma capacidad. Esto significa
que existen motivos neurológicos —ligados al papel que desempeñan
los circuitos prefrontales en la toma de conciencia de las
emociones— que justifican que determinadas personas puedan detectar
con más facilidad que otras la excitación propia del miedo o la
alegría y así ser más conscientes de sus emociones.
Tal
vez la capacidad para la introspección psicológica
esté relacionada con estos circuitos neuronales. Hay personas que
naturalmente se hallan más sintonizadas con las modalidades
simbólicas propias de la mente emocional, como, por ejemplo, la
metáfora, la analogía, la poesía, la canción y la fábula escritos
todos ellos en el lenguaje del corazón. Y lo mismo ocurre en el caso
de los sueños y los mitos, en los que el flujo narrativo está
determinado por asociaciones difusas que siguen la lógica de la
mente emocional. Quienes sintonizan naturalmente con la voz de su
propio corazón -con el lenguaje de la emoción— son más proclives a
escuchar sus mensajes, ya sea como novelistas, compositores o
psicoterapeutas. Esta sintonía interna les hace más aptos para
escuchar la voz de «la sabiduría del inconsciente» y captar así el
significado que sienten sobre sus sueños y sus fantasías, los
símbolos que encaman nuestros deseos más profundos.
La
conciencia de uno mismo —la facultad que trata de fortalecer la
psicoterapia— es fundamental para la introspección psicológica. De
hecho, el modelo de la inteligencia intrapsíquica que sigue Howard
Gardner es el propuesto por Sigmund Freud, el gran cartógrafo de la
dinámica oculta del psiquismo. Como señaló claramente Freíd, gran
parte de nuestra vida emocional es inconsciente, y nuestros
sentimientos no siempre logran cruzar el umbral de la conciencia. La
verificación empírica de este axioma psicológico procede, por
ejemplo, de los experimentos sobre las emociones inconscientes, como
el descubrimiento de que las personas relacionan concretamente cosas
que ni siquiera saben que han visto anteriormente. Cualquier emoción
puede ser —y normalmente es— inconsciente.
El
correlato fisiológico de la emoción suele tener lugar antes de
que la persona sea consciente del sentimiento que le corresponde.
Cuando, por ejemplo, a las personas que temen a las serpientes se
les muestra la imagen de una serpiente, sensores convenientemente
colocados en su piel detectan el sudor —un signo de ansiedad— antes
de que los sujetos afirmen experimentar miedo. Y esta respuesta
tiene lugar aun en el caso de que el sujeto se vea expuesto a la
imagen una fracción tan corta de tiempo que no tenga la menor idea
consciente de lo que ha visto y que sólo sepa que está comenzando a
sentirse ansioso. Sin embargo, en la medida en que esa emoción
preconsciente sigue intensificándose, llega un momento en el que
logra atravesar el umbral y emerge en la conciencia. Existen, pues,
dos niveles de la emoción, un nivel consciente y otro inconsciente,
y el momento en que llega a la conciencia constituye el jalón que
indica su registro por el córtex frontal.
Pero.
aunque no tengamos la menor idea de ellas, el hecho es que las
emociones que bullen bajo el umbral de la conciencia pueden tener un
poderoso impacto en nuestra forma de percibir y de reaccionar.
Tornemos, por ejemplo, el caso de alguien que haya tenido un
encuentro desagradable y que luego permanezca irritable durante
muchas horas, sintiéndose insultado por el menor motivo y
respondiendo mal a la menor insinuación. El sujeto puede ser
completamente inconsciente de su susceptibilidad y sorprenderse
mucho si alguien le llama la atención a este respecto, aunque no
cabe la menor duda de que las emociones están bullendo en su
interior y son las que dictan sus ariscas respuestas.