En la
actualidad, el adiestramiento de los pilotos de aviación no sólo
gira en torno a la competencia técnica sino que también presta
atención a los rudimentos mismos de la inteligencia social
(la importancia del trabajo en equipo, la apertura de vías de
comunicación, la colaboración, la escucha y el diálogo interno con
uno mismo).
La
cabina de un avión constituye un microcosmos de cualquier tipo de
organización laboral. Pero, aunque no dispongamos de la evidencia
dramática que supone un accidente de aviación, no deberíamos pensar
que una moral mezquina, unos trabajadores atemorizados, un jefe
tiránico y, en suma, cualquiera de las muchas posibles combinaciones
de deficiencias emocionales en el puesto de trabajo,
carezca de consecuencias destructivas. En realidad, los costes de
esta situación se traducen en un descenso de la productividad, un
aumento de los accidentes laborales, omisiones y errores que no
llegan a tener consecuencias mortales y el éxodo de los empleados a
otros entornos laborales más agradables. Este es, a fin de cuentas,
el precio inevitable que hay que pagar por un bajo nivel de
inteligencia emocional en el mundo laboral, un precio que puede
terminar conduciendo a la quiebra de la empresa.
El
hecho de que la falta de inteligencia emocional tiene un coste es
una idea relativamente nueva en el mundo laboral, una idea que
algunos empresarios sólo aceptan con muchas reservas.
Un
estudio realizado sobre doscientos cincuenta ejecutivos descubrió
que la mayoría de ellos sentía que su trabajo exigía «la
participación de su cabeza pero no de su corazón». Muchos de
estos ejecutivos manifestaron su temor a que la empatía y la
compasión por sus compañeros de trabajo interfirieran con los
objetivos de la empresa. Uno de ellos llegó incluso a decir que
consideraba absurda la idea misma de tener en cuenta los
sentimientos de sus subordinados porque, a su juicio, «es
imposible relacionarse con la gente». Otros se disculparon
diciendo que, si no permanecieran emocionalmente distantes, serían
incapaces de asumir las «duras» decisiones propias del mundo
empresarial, aunque lo cierto es que les gustaría poder tomar esas
decisiones de una manera más humana. Ese estudio se realizó en los
años setenta, una época en la que el ambiente del mundo empresarial
era muy distinto del actual. En mi opinión, estas actitudes, hoy en
día, están pasadas de moda y se está abriendo paso una nueva
realidad que sitúa a la inteligencia emocional en el lugar que le
corresponde dentro del mundo empresarial. Como me dijo Shoshona
Zuboff, psicóloga de la Harvard Business School, «en este siglo
las empresas han experimentado una verdadera revolución, una
revolución que ha transformado correlativamente nuestro paisaje
emocional. Hubo un largo tiempo durante el cual la empresa premiaba
al jefe manipulador, al luchador que se movía en el mundo laboral
como si se hallara en la selva. Pero, en los años ochenta, esta
rígida jerarquía comenzó a descomponerse bajo las presiones de la
globalización y de las tecnologías de la información. La lucha en la
selva representa el pasado de la vida corporativa, mientras que el
futuro está simbolizado por la persona experta en las habilidades
interpersonales».
Algunas de las razones de esta situación son bien patentes,
imaginemos, si no, las consecuencias de un equipo de trabajo en el
que alguien fuera incapaz de reprimir una explosión de cólera o que
careciera de la sensibilidad necesaria para captar lo que siente la
gente que le rodea. Todos los efectos nefastos de la alteración
sobre el pensamiento que hemos mencionado en el capitulo 6 operan
también en el mundo laboral. Cuando la gente se encuentra
emocionalmente tensa no puede recordar, atender, aprender ni tomar
decisiones con claridad. Como dijo un empresario: «el estrés
estupidiza a la gente».
Imaginemos, por otra parte, los efectos beneficiosos del dominio de
las habilidades emocionales fundamentales (ser capaces de sintonizar
con los sentimientos de las personas que nos rodean, poder manejar
los desacuerdos antes de que se conviertan en abismos insalvables,
tener la capacidad de entrar en el estado de «flujo» mientras
trabajamos, etcétera). El liderazgo no tiene que ver con el control
de los demás sino con el arte de persuadirles para colaborar en la
construcción de un objetivo común. Y, en lo que respecta a nuestro
propio mundo interior, nada hay más esencial que poder reconocer
nuestros sentimientos más profundos y saber lo que tenemos que hacer
para estar más satisfechos con nuestro trabajo.
Existen otras razones menos evidentes que reflejan los importantes
cambios que están aconteciendo en el mundo empresarial y que
contribuyen a situar las aptitudes emocionales en un lugar
preponderante. Permítanme ahora destacar tres facetas diferentes de
la inteligencia emocional: la capacidad de expresar las quejas en
forma de críticas positivas, la creación de un clima que valore la
diversidad y no la convierta en una fuente de fricción y el hecho de
saber establecer redes eficaces.
LA CRITICA
ES NUESTRO PRIMER QUEHACER
Él era
un maduro ingeniero que dirigía un proyecto de desarrollo de
software y que estaba presentando al vicepresidente de desarrollo de
producto de la compañía el resultado de meses de trabajo logrado por
su equipo. Con él se hallaban el hombre y la mujer con los que había
trabajado codo con codo durante tantas semanas, orgullosos de
presentar al fin el fruto de su labor.
Pero
cuando el ingeniero hubo terminado su presentación, el
vicepresidente le espetó irónicamente: «¿Cuánto tiempo hace que han
terminado la carrera? Sus especificaciones son ridículas. Ni
siquiera vale la pena echarles un vistazo».
Después de eso, el ingeniero, completamente abatido, permaneció
sentado y en silencio el resto de la reunión. Sus dos acompañantes
hicieron entonces un alegato —ciertamente algo hostil— sin orden ni
concierto en defensa de su proyecto. Finalmente, el vicepresidente
recibió una llamada telefónica que puso fin bruscamente a la
reunión, dejando un poso de amargura e ira.
Durante las dos semanas siguientes el ingeniero estuvo obsesionado
por los comentarios del vicepresidente. Desalentado y deprimido,
estaba convencido de que nunca más se le asignaría ningún proyecto
de importancia y, aunque estaba contento con su trabajo, llegó a
pensar incluso en abandonar la compañía.
Finalmente fue a visitar al vicepresidente y le habló de la reunión,
de sus críticas y de su desánimo. Fue entonces cuando le preguntó:
«Estoy algo confundido con lo que usted trataba de hacer. No
comprendo cuáles eran sus intenciones. ¿Le importaría decirme qué
era lo que pretendía?»
El
vicepresidente se quedó perplejo, pues no tenía la menor idea de que
sus observaciones hubieran tenido un efecto tan devastador. De
hecho, en modo alguno había desestimado el proyecto sino que, por el
contrario, opinaba que era prometedor, pero que todavía debía seguir
perfeccionándose. Y lo que menos había pretendido era herir los
sentimientos de nadie. Luego, tardíamente, pidió perdón por lo
ocurrido.
Éste,
en realidad, es un problema de feedback, un problema
de dar la información exacta necesaria para que la otra persona siga
por un determinado camino. El feedback, en su sentido
original en la teoría de sistemas, implica el intercambio de datos
sobre cómo está funcionando una parte de un sistema, con la
comprensión de que todas las partes están interrelacionadas, de modo
que la transformación de una parte puede terminar afectando a la
totalidad. En una empresa, todo el mundo forma parte del sistema, y
el feedback es el alma de la organización, el intercambio de
información que permite que la gente sepa si está haciendo bien su
trabajo o si, por el contrario, debe mejorarlo, efectuar algunos
cambios o reorientarlo por completo. Sin feedback la gente
permanece en la oscuridad y no tiene la menor idea de la forma en
que debe relacionarse con su jefe o con sus compañeros, lo que se
espera de ellos y qué problemas empeorarán a medida que pase el
tiempo.
En
cierto sentido, la crítica es una de las funciones más importantes
de un jefe aunque es también una de las más temidas y soslayadas.
Como ocurría con el sarcástico vicepresidente del ejemplo con el que
comenzábamos esta sección, los jefes no suelen ser especialmente
diestros en el arte crucial del feedback. Y esta deficiencia
tiene un coste realmente extraordinario porque, del mismo modo que
la salud emocional de una pareja depende de la forma en que expresen
sus quejas, la eficacia, la satisfacción y la productividad de la
empresa dependen también de la forma en que se hable de los
problemas que se presenten. En realidad, la forma en que se expresan
y se reciben las críticas constituye un elemento determinante en la
satisfacción del trabajador con su cometido, con sus compañeros y
con sus superiores.
La peor
forma de motivar a alguien
Las
vicisitudes emocionales que operan en el seno del matrimonio también
lo hacen en el mundo laboral, donde asumen formas similares. En
ambos casos, las críticas suelen expresarse en forma de quejas
personales más que como quejas sobre las que se puede actuar, en
forma de acusaciones personales cargadas de disgusto, sarcasmo y
desprecio y, en consecuencia, también dan lugar a reacciones de
defensa, de declinación de la responsabilidad y finalmente al
pasotismo o a la amarga resistencia pasiva que provoca el hecho de
sentirse maltratado. De hecho, como nos dijo un ejecutivo, una de
las formas más comunes de crítica destructiva consiste
en una afirmación generalizada y universal —como, por
ejemplo: «¡tú lo confundes todo!», expresada en un tono duro,
sarcástico y enojado— que no propone una forma mejor de hacer las
cosas ni tampoco deja abierta la menor posibilidad de respuesta.
Este tipo de afirmación, en suma, despierta los sentimientos de
impotencia y de enojo. Desde el punto de vista de la inteligencia
emocional, estas críticas manifiestan una flagrante ignorancia de
los sentimientos que puede llegar a tener un efecto devastador en la
motivación, la energía y la confianza de quien las recibe.
Esta
dinámica destructiva quedó clara en una investigación en la que se
pidió a una serie de ejecutivos que recordaran algún momento en el
que una amonestación a sus subordinados hubiera terminado
convirtiéndose en un ataque personal. El hecho es que estos ataques
tienen efectos muy similares a los que ocurren en el seno del
matrimonio puesto que, la mayor parte de las veces, los empleados
que los recibieron reaccionaron poniéndose a la defensiva,
disculpándose, eludiendo la responsabilidad o cerrándose
completamente en banda (que no es sino una forma de tratar de evitar
todo contacto con la persona que le está regañando). No cabe la
menor duda de que, si se les hubiera sometido al mismo tipo de
microscopio emocional que John Gottman utilizó con las parejas
casadas, se habrían descubierto en aquellos atribulados empleados
los mismos pensamientos de víctima inocente o de justa
indignación propios de los maridos o esposas que se sentían
injustamente atacados y lo mismo habría ocurrido si se hubieran
medido sus reacciones fisiológicas. Y esta respuesta pone en marcha
un ciclo que, en el mundo empresarial, suele abocar al equivalente
laboral del divorcio: la renuncia al trabajo o el despido.
En un
estudio realizado sobre 108 jefes y trabajadores de cuello blanco,
las críticas inadecuadas estaban por delante de la desconfianza, los
problemas personales y las luchas por el poder y el salario como uno
de los principales motivos de conflicto en el mundo laboral.
Un
experimento llevado a cabo en el Rensselaer Polytechnic Institute
demostró claramente el efecto pernicioso de la crítica mordaz sobre
las relaciones laborales. El experimento consistía en elaborar un
anuncio para un nuevo champú, una tarea que fue encomendada a un
grupo de voluntarios. Otro voluntario (confabulado con los
experimentadores) era el encargado de valorar —mediante dos tipos de
críticas predeterminadas— los anuncios que se proponían. Una de las
críticas era considerada y concreta, pero la otra incluía
acusaciones sobre supuestas deficiencias innatas de la persona (con
comentarios tales como «no merece la pena que vuelvas a
intentarlo. No puedes hacer nada bien» o «tal vez sea falta
de talento. Se lo pediré a otro»).
Comprensiblemente, quienes se sentían atacados se ponían a la
defensiva, se enojaban y rehusaban colaborar en futuros proyectos
con la persona que les había criticado. Muchos dijeron que no
volverían a relacionarse con ella; en otras palabras, se cerraron
completamente a ellos. Este tipo de crítica resultaba tan
desalentador que, quienes la recibían, abandonaban toda nueva
tentativa y —tal vez lo más perjudicial— afirmaban sentirse
incapaces de hacer las cosas bien. El ataque personal, en suma,
tiene un efecto devastador sobre el estado de ánimo.
La
mayor parte de los ejecutivos son muy proclives a la crítica y muy
comedidos, en cambio, con las alabanzas, dejando así que sus
subordinados sólo reciban un feedback cuando han cometido un
error. Esto es lo que suele ocurrir en el caso de los ejecutivos que
permanecen sin dar ningún tipo de feedback durante largos
períodos de tiempo. «Casi todos los problemas de rendimiento de los
trabajadores no aparecen súbitamente sino que van desarrollándose a
lo largo del tiempo», señala J.R. Larson, un psicólogo de la
Universidad de Illinois (Urbana), quien luego prosigue diciendo: «si
un jefe no expresa prontamente sus sentimientos, su frustración irá
lentamente en aumento hasta que, el día más inesperado, estalle de
golpe. Si, por el contrario, manifiesta sus críticas, el empleado
tendrá, al menos, la posibilidad de corregir el problema. Con
demasiada frecuencia, la gente sólo expresa sus críticas cuando las
cosas han llegado ya a un punto extremo; en otras palabras, cuando
están demasiado enfadados como para poder controlar lo que dicen. Y
lo que ocurre entonces es que las críticas se vierten del peor modo
posible, con un tono de amargo sarcasmo, sacando a la luz la larga
lista de agravios que han ido acumulando, agrediendo con ella a sus
empleados. Pero este tipo de ataques no hace más que desencadenar
una guerra, porque quien los recibe se siente agredido y termina
enojándose. Esta es, en resumen, la peor forma de motivar a alguien».
La
estrategia adecuada
Veamos
ahora una posible alternativa a la situación que acabamos de
describir, porque la crítica adecuada puede ser una de las
herramientas más poderosas con las que cuenta un jefe. Por ejemplo,
el despectivo vicepresidente del que hablábamos al comienzo de este
capítulo podría haber dicho —pero no dijo— al ingeniero de software
algo así como: «el principal problema con el que nos encontramos
en este estadio es que su plan requiere mucho tiempo, lo cual
encarecería demasiado los costes. Me gustaría que pensara más en su
propuesta, especialmente en los detalles concretos del software,
para ver si puede encontrar una forma de hacer el mismo trabajo más
rápidamente». Este mensaje hubiera tenido un efecto
completamente opuesto al de la crítica destructiva puesto que, en
lugar de generar impotencia, rabia y desaliento, habría alimentado
la esperanza de hacerlo mejor y también habría sugerido el modo más
adecuado de acometer esta actividad.
Las
críticas adecuadas no se ocupan tanto de atribuir los errores a un
rasgo de carácter como de centrarse en lo que la persona ha hecho y
puede hacer. Como observa Larson: «los ataques al carácter
—llamarle a alguien estúpido o incompetente, por ejemplo- yerran por
completo el objetivo. Así, lo único que se consigue es poner
inmediatamente a la otra persona a la defensiva, con lo cual deja de
estar receptivo a sus recomendaciones sobre la forma de mejorar la
situación». Este consejo, obviamente, es también aplicable a la
expresión de las quejas en el seno del matrimonio.
Y, en
términos de motivación, cuando las personas consideran que sus
fracasos se deben a alguna carencia innata, pierden toda esperanza
de transformar las cosas y dejan de intentar cambiarlas.
Recordemos que la creencia básica que conduce al optimismo es que
los contratiempos y los fracasos se deben a las circunstancias y que
siempre podremos hacer algo para cambiar éstas.
Harry
Levinson, un antiguo psicoanalista que se ha pasado al campo
empresarial, da los siguientes consejos sobre el arte de la crítica
(que curiosamente también están inextricablemente ligados al arte
del elogio):
«Sea
concreto. Concéntrese en algún incidente significativo, en algún
acontecimiento que ilustre un problema clave que deba cambiar o en
alguna pauta deficiente (como, por ejemplo, la incapacidad de
realizar adecuadamente determinados aspectos de un trabajo). Saber
que uno está haciendo «algo» mal sin saber de qué se trata
concretamente resulta sumamente descorazonador. Limitese a lo
concreto, señalando también lo que la persona hace bien, lo que no
hace tan bien y cómo podría cambiarlo. No vaya con rodeos y evite
las ambigüedades y las evasivas porque eso podría enmascarar el
mensaje real.» (Esto, evidentemente, se asemeja mucho al consejo
que suele darse a las parejas a la hora de expresar sus quejas: diga
exactamente cuál es el problema, lo que está equivocado, cómo le
hace sentir y qué es lo que podría cambiarse.)
«La
concreción —señala Levinson— es tan importante para los
elogios como para las criticas. Con ello no quiero decir que los
elogios difusos no tengan efecto sobre el estado de ánimo y que no
se pueda aprender de ellos.». Ofrezca soluciones. La crítica,
como todo feedback útil, debería apuntar a una forma de
resolver el problema. De otro modo, el receptor puede quedar
frustrado, desmoralizado o desmotivado. La crítica puede abrir la
puerta a posibilidades y alternativas que la persona ignoraba o
simplemente sensibilizaría a ciertas deficiencias que requieren
atención pero, en cualquier caso, debe incluir sugerencias sobre la
forma más adecuada de afrontar estos problemas.
Permanezca presente. Las críticas, al igual que las alabanzas, son
más eficaces cara a cara y en privado. Es muy probable que las
personas a quienes no les agrada criticar —ni alabar— tiendan a
hacerlo a distancia pero, de ese modo, la comunicación resulta
demasiado impersonal y escamotea al receptor la oportunidad de
responder o de solicitar alguna aclaración.
Permanezca sensible. Esta es una llamada a la empatía, a
tratar de sintonizar con el impacto que tienen sus palabras y su
forma de expresión sobre el receptor. Según Levinson, los ejecutivos
poco empáticos tienden a dar feedbacks demasiado hirientes y
humillantes. Pero el efecto de este tipo de críticas resulta
destructivo porque, en lugar de abrir un camino para mejorar las
cosas, despierta la respuesta emocional del resentimiento, la
amargura, las actitudes defensivas y el distanciamiento.
Levinson también ofrece algunas recomendaciones emocionales para
quienes se encuentran en el polo receptivo de la crítica. Una de
ellas consiste en considerar a la crítica no como un ataque personal
sino como una información sumamente valiosa para mejorar las cosas.
Otra consiste en darse cuenta de que uno responde de manera
defensiva en lugar de asumir la responsabilidad. Y, si esto le
resulta demasiado difícil, puede ser útil pedir un tiempo para
tranquilizarse y asimilar el mensaje antes de proseguir. Finalmente,
Levinson recomienda considerar las críticas como una oportunidad
para trabajar junto a la persona que critica y resolver el problema
en lugar de tomarlo como un enfrentamiento personal. Todos estos
sabios consejos, obviamente, constituyen también sugerencias muy
adecuadas para que las parejas casadas traten de expresar sus quejas
sin dañar a la relación. No debemos olvidar que lo que resulta
válido en el mundo del matrimonio también es aplicable al mundo
laboral.
ACEPTAR LA
DIVERSIDAD
Sylvia
Skeeter, ex—capitán del ejército de unos treinta años de edad, era
gerente de un restaurante Denny’s en Columbia (Carolina del Sur).
Una tranquila noche, un grupo de clientes negros —un ministro
presbiteriano, un pastor y dos cantantes de gospel— entraron y se
sentaron dispuestos a cenar mientras las camareras les ignoraban.
«Las camareras —recordaba Skeeter— comenzaron entonces a hablar, con
las manos en las caderas, como si las personas que acababan de
sentarse a un par de metros no existieran».
Skeeter, indignada, se enfrentó entonces a las camareras y se quejó
al director, quien se encogió de hombros respondiendo: «así es como
han sido educadas y no hay nada que yo pueda hacer por cambiar las
cosas». Skeeter, que era negra, renunció entonces a su trabajo.
Si se
hubiera tratado de un incidente aislado esta situación hubiera
podido pasar completamente inadvertida. Pero el hecho es que Sylvia
Skeeter fue una de las muchas personas que fueron llamadas a
declarar como testigo en un juicio por prejuicios raciales seguido
contra la cadena Denny’s cuyo veredicto final les obligó a pagar 54
millones de dólares en concepto de indemnización a los miles de
clientes negros que habían sufrido este tipo de vejaciones.
Entre
los muchos demandantes se encontraban siete agentes afroamericanos
del servicio secreto que, en un viaje que hicieron como agentes de
seguridad del presidente Clinton cuando éste visitó la Academia
Naval de Annapolis, tuvieron que esperar cerca de una hora su
desayuno mientras sus colegas de la mesa de al lado eran servidos al
momento. Otra de las demandantes fue una mujer negra paralítica de
Tampa (Florida), quien permaneció esperando en su silla de ruedas
durante un par de horas a que le sirvieran el postre después de una
cena de fin de curso. A lo largo del juicio seguido por esta
manifiesta discriminación, quedó demostrado que el origen del
problema radicaba en la creencia —especialmente al nivel de los
gerentes del distrito y de las distintas secciones— de que los
clientes negros eran malos para el negocio.
Hoy en
día, como resultado de la condena y de la publicidad que ha rodeado
a todo el caso, la cadena Denny’s está tratando de compensar su
anterior discriminación hacia la comunidad negra.
Y
todos los empleados, especialmente los jefes, están obligados a
asistir a sesiones de formación en las que se consideran las
ventajas de una clientela multirracial.
Este
tipo de seminarios se ha convertido en moneda corriente en el seno
de multitud de empresas de todos los Estados Unidos y cada vez
resulta más claro que, aunque la gente tenga prejuicios, debe
aprender a actuar como si no los tuviera. Y los motivos de esta
actitud no son tan sólo de tipo humano sino también pragmáticos. Uno
de ellos es el nuevo rostro que está asumiendo la fuerza laboral
dominante, en donde los varones blancos están convirtiéndose en una
franca minoría. Un estudio realizado en varios cientos de empresas
norteamericanas ha puesto de relieve que más del 75% de la nueva
fuerza del trabajo no es de raza blanca, un auténtico cambio
demográfico que tiene también su reflejo en el mundo del consumo.
Otra de las razones es la creciente necesidad de las empresas
multinacionales de empleados que no sólo dejen de lado todo
prejuicio y respeten a la gente de diferentes culturas (y mercados)
sino que también tengan en cuenta las ventajas competitivas que
conlleva esta actitud. Un tercer motivo es el fruto potencial de la
diversidad, en términos de mayor creatividad colectiva y energía
empresarial.
Todo
esto significa que la cultura de la empresa debe fomentar la
tolerancia aun en el caso de que persistan los prejuicios
individuales. Pero ¿cómo puede hacer esto una empresa? Lo cierto es
que los cursos de un día, el pase de un vídeo o los cursillos de
«entrenamiento en la diversidad» de fin de semana no parecen servir
para eliminar realmente los prejuicios de quienes asisten a ellos,
ya sea de los blancos contra los negros, de los negros contra los
asiáticos o de los asiáticos contra los hispanos. De hecho, el
efecto de ciertos cursos inadecuados de entrenamiento en la
diversidad —aquéllos que prometen demasiado y despiertan falsas
esperanzas o que simplemente fomentan la atmósfera de confrontación
en lugar de alentar la comprensión— puede ser precisamente el
contrario del deseado al llamar la atención sobre las diferencias y
fomentar de ese modo las tensiones que dividen a los grupos en el
puesto de trabajo. La comprensión de las posibilidades de que uno
dispone ayuda a comprender la naturaleza del prejuicio mismo.
Las raices
del prejuicio
El
doctor Vamik Volkan es un psiquiatra de la Universidad de Virginia
que todavía recuerda su infancia en el seno de una familia turca de
la isla de Chipre, amargamente dividida entre dos comunidades, la
griega y la turca. Cuando era niño. el doctor Volkan oyó rumores de
que cada uno de los nudos del cinturón del sacerdote griego de la
localidad representaba a niños turcos que había estrangulado con sus
propias manos y todavía recuerda el tono de consternación con el que
le contaron la forma en que sus vecinos griegos comían cerdo, una
carne considerada impura por la cultura turca. Hoy en día, como
estudioso de los conflictos étnicos, Volkan ilustra con sus
recuerdos infantiles la forma en que los odios y los prejuicios
intergrupales se perpetúan de generación en generación. En
ocasiones, especialmente en aquellos casos en los que exista una
larga historia de enemistad, la fidelidad al propio grupo exige el
precio psicológico de la hostilidad hacía otro grupo.
El
aprendizaje del componente emocional de los prejuicios tiene lugar a
una edad tan temprana que hasta quienes comprenden que se trata de
un error tienen dificultades para erradicarlo por completo. Según
afirma Thomas Pettigrew, un psicólogo social de la Universidad de
California en Santa Cruz que se ha dedicado durante varias décadas
al estudio de los prejuicios: «las emociones propias de los
prejuicios se consolidan durante la infancia mientras que las
creencias que los justifican se aprenden muy posteriormente. Si
usted quiere abandonar sus prejuicios advertirá que le resulta mucho
más fácil cambiar sus creencias intelectuales al respecto que
transformar sus sentimientos más profundos. No son pocos los sureños
que me han confesado que, aunque sus mentes ya no sigan alimentando
el odio en contra de los negros, no por ello dejan de experimentar
una cierta repugnancia cuando estrechan sus manos. Los sentimientos
son un residuo del aprendizaje al que fueron sometidos siendo niños
en el seno de sus familias».
El
poder de los estereotipos sobre los que se asientan los prejuicios
procede de la misma dinámica mental que los convierte en una especie
de profecía autocumplida. En este sentido, las personas recuerdan
más fácilmente los ejemplos que confirman un estereotipo que
aquéllos otros que tienden a refutarlo. Por esto cuando en una
fiesta, por ejemplo, nos presentan a un inglés abierto y cordial —un
hecho que desmiente el estereotipo del británico frío y reservado—
la gente suele decirse a sí misma que es una excepción o que «ha
estado bebiendo».
La
persistencia de los prejuicios sutiles puede explicar el hecho por
el cual, aunque durante los últimos cuarenta años la actitud de los
norteamericanos blancos hacia los negros haya sido cada vez más
tolerante y las personas repudien cada vez mas abiertamente las
actitudes racistas, todavía siguen subsistiendo formas encubiertas y
sutiles de prejuicio. Cuando a este tipo de personas se les pregunta
por el motivo de su conducta afirman no tener prejuicios, pero lo
cierto es que, digan lo que digan, en situaciones ambiguas siguen
comportándose de un modo racista.
Éste
es el caso, por ejemplo, del jefe que cree no tener prejuicios pero
que se niega a contratar a un trabajador negro —no por motivos
racistas, en su opinión, sino porque su educación y su experiencia
«no son idóneas para el trabajo»—, pero que no tiene los mismos
remilgos a la hora de contratar a un blanco que posea la misma
formación. O también puede asumir la forma de colaborar con un
vendedor blanco y negarse a hacer lo mismo con un vendedor de origen
negro o hispano.
Ninguna
tolerancia hacia la intolerancia
Pero,
si bien los prejuicios largamente sostenidos no pueden ser
desarraigados con facilidad, sí que es posible, no obstante, hacer
algo distinto con ellos. En el caso de Denny’s, por ejemplo, hubiera
tenido que amonestarse a las camareras o a los directores de sección
que se dedicaban a discriminar a los negros. Pero, en lugar de eso,
algunos jefes parecen haberles alentado, al menos tácitamente, a
ejercer la discriminación (porque algunas de las políticas seguidas
por la empresa —como exigir que los clientes negros pagaran por
anticipado o negarse a enviar felicitaciones de cumpleaños a sus
clientes negros, por ejemplo— eran abiertamente racistas). Como dijo
John P. Relman, el abogado que presentó la demanda contra Denny’s en
nombre de los agentes negros del servicio secreto: «el equipo
directivo de Denny’s no quiso darse cuenta de lo que el personal
estaba haciendo. Debe haber habido algún mensaje que permitió a los
directores de sección actuar siguiendo sus impulsos racistas». Pero
todo lo que sabemos sobre las raíces de los prejuicios y sobre la
forma de eliminarlos sugiere que es precisamente esta actitud —la de
hacer oídos sordos— la que consiente la discriminación. En este
contexto, no hacer nada significa dejar que el virus del prejuicio
se propague sin ofrecer resistencia alguna. Más fundamental todavía
que los cursos de entrenamiento en la diversidad —o tal vez esencial
para que éstos logren su objetivo— es la posibilidad de cambiar de
manera decisiva las normas de funcionamiento de un grupo asumiendo,
desde la cúspide del organigrama hacia abajo, una postura activa en
contra de cualquier forma de discriminación. Tal vez, de este modo,
los prejuicios no puedan erradicarse, pero lo que sí que puede
eliminarse son los actos de prejuicio. Como dijo un ejecutivo de
IBM: «no podemos tolerar ningún tipo de menosprecio ni de
insulto. El respeto por los derechos de los individuos constituye un
elemento capital de la cultura de IBM». Si la investigación
sobre los prejuicios tiene alguna lección que ofrecernos para
contribuir a establecer una cultura laboral más tolerante, ésta es
la de animar a las personas a manifestarse claramente en contra de
los más pequeños actos de discriminación o acoso (contar chistes
ofensivos o colgar calendarios de chicas ligeras de ropa que
resultan degradantes para la mujer, por ejemplo). Un estudio
descubrió que, cuando las personas de un grupo escuchan a alguien
expresar prejuicios étnicos, los miembros del grupo tienden a hacer
lo mismo. El simple acto de llamar a los prejuicios por su nombre o
de oponerse francamente a ellos establece una atmósfera social que
los desalienta mientras que, por el contrario, hacer como si no
ocurriera nada equivale a autorizarlos. En este quehacer, quienes se
hallan en una posición de autoridad desempeñan un papel fundamental,
porque el hecho de no condenar los actos de prejuicio transmite el
mensaje tácito de que tales actos son adecuados. Por el contrario,
responder a esas acciones con una reprimenda transmite el poderoso
mensaje de que los prejuicios no son algo intrascendente sino que
tienen consecuencias muy reales (y, por cierto, muy negativas).
Aquí
también son beneficiosas las habilidades que proporciona la
inteligencia emocional, no sólo en lo que se refiere a cuándo hay
que hablar claro sino también en cuanto a saber como hacerlo. De
hecho, este tipo de feedback debería transmitirse con toda la
sutileza de una crítica eficaz que pudiera escucharse sin despertar
las resistencias del receptor. Cuando los jefes y los compañeros
hacen esto —o aprenden a hacerlo— de manera natural, los actos de
prejuicio terminan desvaneciéndose.
Los
más eficaces cursos de entrenamiento en la diversidad imponen un
nuevo contexto explicito de reglas que deja los prejuicios fuera de
lugar, alentando a los espectadores silenciosos a manifestar sus
malestares y sus objeciones. Otro ingrediente activo de los cursos
de entrenamiento en la diversidad consiste en asumir el punto de
vista del otro, una postura que fomenta la empatía y la
tolerancia, porque es más probable que uno se manifieste claramente
en contra de algo cuando ha podido experimentarlo directamente en
carne propia.
En
resumen, pues, es más práctico tratar de eliminar la expresión de
los prejuicios que intentar cambiar esa actitud, puesto que los
estereotipos cambian muy lentamente (si es que lo hacen).
Como
lo demuestran aquellos casos en los que se ha tratado de eliminar la
discriminación escolar y que terminaron generando más hostilidad
intergrupal, el simple hecho de reunir a la gente procedente de
diferentes grupos contribuye poco o nada a menoscabar la
intolerancia. La multitud de programas de entrenamiento en la
diversidad que se han generalizado en el ámbito empresarial ha
puesto de relieve que un objetivo realista consiste en cambiar las
normas de funcionamiento de un grupo en el que operan los
prejuicios. Este tipo de programas sirven para promover en la
conciencia colectiva la idea de que la intolerancia o el acoso no
son aceptables y no serán tolerados. Pero de eso a tener la
esperanza poco realista de que esta clase de programas erradicará
los prejuicios media un abismo.
Además, dado que los prejuicios constituyen una variedad del
aprendizaje emocional, el reaprendizaje es posible, aunque necesite
tiempo y no pueda ser el resultado de un simple cursillo de
entrenamiento en la diversidad. Lo que sí puede servir, en cambio,
es la cooperación sostenida día tras día y el esfuerzo cotidiano
hacia un objetivo común entre personas procedentes de sustratos
diferentes. Lo que nos enseñan las escuelas que promueven la
integración racial es que, cuando el grupo fracasa en este intento,
se forman pandillas hostiles y se intensifican los estereotipos
negativos. Pero cuando los estudiantes trabajan en equipo como
iguales en la búsqueda de un objetivo común, como ocurre en los
equipos deportivos o en las bandas de música —y como también sucede
naturalmente en el mundo laboral cuando las personas trabajan codo
con codo a lo largo de los años— los estereotipos terminan
rompiéndose. No luchar en contra de los prejuicios en el puesto de
trabajo supone además perder la ocasión de aprovechar las
oportunidades creativas y empresariales que ofrece una fuerza de
trabajo diversificada. Como veremos en la próxima sección, cuando un
equipo de trabajo en el que participan recursos y perspectivas
diferentes funciona armónicamente, es más probable que alcance
soluciones más creativas y más eficaces que cuando esas mismas
personas trabajan aisladamente.
LA SABIDURIA
DE LAS ORGANIZACIONES Y EL CI COLECTIVO
A
finales de este siglo, un tercio de la población laboral activa de
los Estados Unidos serán «trabajadores del conocimiento», es
decir, personas cuya productividad estará orientada hacia el aumento
del valor de la información (va sea como analistas de mercado,
escritores o programadores de ordenador). Peter Drucker, el eminente
experto del mundo empresarial que acuñó el término «trabajadores del
conocimiento», señala que la experiencia de estos trabajadores es
altamente especializada y, dado que los escritores no son editores
ni los programadores de ordenadores son distribuidores de software,
su productividad depende de la adecuada coordinación de los
esfuerzos individuales en el seno de un equipo. Hasta ahora, la
gente siempre ha trabajado en cadena pero, según Drucker, en el caso
de los trabajadores del conocimiento «la unidad de trabajo no
será el individuo sino el equipo». Por ese mismo motivo es por
lo que la inteligencia emocional —las habilidades que fomentan la
armonía entre las personas— será un bien cada vez más preciado en el
mundo laboral.
La
forma más rudimentaria de equipo de trabajo organizativo es la
reunión —ya sea en una sala de juntas, en una sala de conferencias o
en una oficina—, un elemento insoslayable del trabajo de cualquier
grupo de ejecutivos. La reunión —la confluencia de personas en una
misma habitación— no es sino una forma evidente y algo anticuada de
trabajo, dado que las redes electrónicas, el correo electrónico, las
teleconferencias, los equipos de trabajo, las redes informales,
etcétera, están convirtiéndose en nuevas entidades funcionales
dentro del mundo empresarial. Bien podríamos decir que si el
organigrama jerárquico constituye el esqueleto de una organización,
estos componentes humanos constituyen su sistema nervioso central.
Dondequiera que la gente se reúna a colaborar, ya sea en una reunión
de planificación organizativa o en un equipo de trabajo que aspira a
la creación de un producto común, existe una sensación muy real de
una especie de CI grupal que constituye la suma total de los
talentos y habilidades de todos los implicados. Y es este CI el que
determina lo bien que cumplen con su cometido.
Pero
el factor más importante de la inteligencia colectiva
no es tanto el promedio de los CI académicos de sus componentes
individuales como su inteligencia emocional. En realidad, la
verdadera clave del elevado CI de un grupo es su armonía social. Es
precisamente la capacidad de armonizar la que determina el que,
manteniendo constantes todas las demás variables, un determinado
grupo sea especialmente diestro, productivo y eficaz mientras que
otro —compuesto por individuos cuyos talentos sean equiparables—
obtenga resultados más pobres.
La
idea de que existe una inteligencia grupal procede de Robert
Sternberg, un psicólogo de Yale, y de Wendy Williams, una estudiante
graduada, que llevaron a cabo una investigación para tratar de
comprender los elementos que contribuyen a la eficacia de un
determinado grupo.« Después de todo, cuando las personas se
reúnen para trabajar en equipo, cada una de ellas aporta
determinados talentos (como, por ejemplo, la fluidez verbal, la
creatividad, la empatía o la experiencia técnica). Y, si bien un
grupo no puede ser «más inteligente» que la suma total de los
talentos de los individuos que lo componen, si que puede, en cambio,
ser mucho más estúpido en el caso de que su dinámica interna no
potencie los talentos de los implicados». Este axioma resultó
evidente cuando Sternberg y Williams reclutaron a diversas personas
para formar grupos que debían enfrentarse al reto creativo de
diseñar una campaña publicitaria eficaz para un edulcorante ficticio
que se presentaba como un prometedor sustituto del azúcar.
Uno de
los hallazgos más sorprendentes de aquella investigación fue que las
personas que estaban demasiado ansiosas por formar parte del grupo
terminaron convirtiéndose en un lastre que enlentecía su rendimiento
global, porque eran demasiado controladores y dominantes. Estas
personas parecían carecer de uno de los componentes fundamentales de
la inteligencia social, la capacidad de reconocer lo que es
apropiado y lo que no lo es en el toma y daca de la relación social.
Otro factor claramente negativo fueron los pesos muertos, los
individuos que no participaban.
El
factor individual más importante para maximizar la excelencia del
funcionamiento de un grupo fue su capacidad de crear un estado de
armonía que les permitiera sacar el máximo rendimiento del talento
de cada uno de sus miembros. En este sentido, el rendimiento global
de los grupos armoniosos era mayor cuando alguno de sus integrantes
era especialmente diestro, algo que en los otros grupos en los que
existía mayor fricción interindividual parecía resultar más difícil
de capitalizar. El ruido emocional y social —el ruido
provocado por el miedo, la ira, la rivalidad o el resentimiento—
disminuye el rendimiento del grupo mientras que la armonía, en
cambio, permite que un grupo saque el máximo provecho posible de las
aptitudes de sus miembros más talentosos y creativos.
La
moraleja de este cuento es muy clara en lo que respecta al trabajo
en equipo, pero también tiene implicaciones más generales para
cualquiera que trabaje en el seno de una organización.
Muchas
de las cosas que la gente hace en su trabajo dependen de su
capacidad para organizar una red difusa de compañeros, y diferentes
tareas pueden exigir la participación de diferentes componentes de
esa red. Y esto, a su vez, permite la creación de grupos ad hoc,
grupos compuestos especialmente para sacar el máximo rendimiento
posible de los talentos, la experiencia y la situación de sus
integrantes. En este sentido, la forma en que la gente puede
«trabajar» una red —es decir, convertirla en un equipo provisional
ad hoc— constituye un factor crucial en el éxito en el mundo
laboral.
Veamos, por ejemplo, un estudio sobre trabajadores «estrella»
realizado en los mundialmente famosos Laboratorios Bell. de
Princeton, un lugar que concentra una densidad de talentos difícil
de igualar. Ahí trabajan ingenieros y científicos cuyo CI académico
es extraordinariamente elevado. Pero dentro de este pozo de
talentos, algunos son verdaderas «estrellas» mientras que otros sólo
alcanzan resultados más bien mediocres. Pues bien, la investigación
demostró que la diferencia entre unos y otros no radica tanto en su
CI académico como en su CI emocional y que los trabajadores
«estrella» eran personas más capaces de motivarse a sí mismas y más
dispuestas a organizar sus redes informales en equipos ad hoc.
Los
trabajadores «estrella» estudiados trabajaban en una división de la
empresa que se dedicaba a crear y diseñar los dispositivos
electrónicos que controlan los sistemas telefónicos, un instrumento
muy complicado de la ingeniería electrónica. La elevada complejidad
de la tarea superaba tanto a la capacidad de cualquier individuo
aislado que debía realizarse en equipos de 5 a 150 ingenieros,
puesto que ningún ingeniero aislado sabía lo suficiente como para
realizar a solas su trabajo y necesitaba la colaboración y la
experiencia de otras personas. Para descubrir la diferencia
existente entre los muy productivos y aquéllos otros que eran
mediocres, Robert Kelley y Janet Caplan pidieron a los jefes y a los
empleados que seleccionaran entre el 10 y el 15% de los ingenieros
que destacaban como «estrellas».
Como
señalaron luego en la Harvard Business Review, cuando Kelley y
Caplan compararon los resultados obtenidos por los trabajadores
«estrella» «en lo que respecta a un amplio espectro de medidas
cognitivas y sociales (desde la valoración del CI hasta los
inventarios de personalidad)» con los resultados logrados por los
demás, no lograron detectar la menor diferencia innata significativa
entre los dos grupos. «La investigación demuestra, pues, que el
talento académico —o el CI— no es un buen predictor de la
productividad en el puesto de trabajo.» Pero después de llevar a
cabo detalladas entrevistas comenzó a vislumbrarse que las
diferencias criticas tenían que ver con las estrategias internas e
interpersonales utilizadas por los «estrella» para realizar su
trabajo. Una de las más importantes resultó ser el tipo de
relación que se establece con una red de personas clave.
Las
cosas van mucho mejor para las personas «estrella» porque éstas
dedican más tiempo a cultivar buenas relaciones con las personas
cuyos servicios pueden resultar más críticamente necesarios. «Un
trabajador medio en los Laboratorios Bell hablaba de quedarse
perplejo por un problema técnico.» Según Kelley y Calan: «él llamó
entonces a varios gurús técnicos y luego esperó su respuesta postal
o electrónica, perdiendo así un tiempo valiosísimo». Los
trabajadores «estrella», por su parte, pocas veces deben enfrentarse
a estas situaciones porque se ocupan de establecer esas redes
fiables antes de que realmente las necesiten y cuando piden consejo
a alguien casi siempre obtienen una respuesta más rápida».
Las
redes informales son especialmente interesantes para
resolver problemas imprevistos. «La organización formal se establece
para solucionar problemas fácilmente anticipables —afirma un estudio
de este tipo de redes—, pero cuando aparecen los problemas
inesperados, la organización informal suele volverse inoperante. La
red compleja de vínculos sociales informales se formaliza a lo largo
del tiempo en redes sorprendentemente estables. Altamente
adaptativas, las redes informales se mueven diagonal y
elípticamente, saltándose pasos enteros del organigrama para
conseguir que las cosas funcionen debidamente.»
El
análisis de las redes informales muestra que, del mismo modo que
quienes trabajan codo con codo no necesariamente se confían
información especialmente sensible (como, por ejemplo, el deseo de
cambiar de trabajo o el resentimiento sobre el comportamiento de los
jefes o de otros compañeros), menos lo harán todavía en caso de
situaciones críticas. En realidad, un examen más preciso muestra que
al menos existen tres variedades de redes informales: las redes de
comunicación (quién habla con quién); las redes de experiencia
(basadas en las personas a quienes se pide consejo) y las redes de
confianza. Los nudos principales de las redes de experiencia suelen
ser las personas que tienen una reputación de excelencia técnica que
a menudo les conduce al ascenso en el escalafón laboral. Pero no hay
mucha relación entre ser un experto y ser considerado como alguien a
quien confiar los secretos, las dudas y las debilidades. Un jefe
mezquino o tiránico puede ser alguien sumamente experto pero la
confianza que despertará en sus subordinados será tan baja que
saboteará su capacidad directiva y quedará excluido de las redes
informales. Los trabajadores «estrella» de una organización suelen
ser aquéllos que han establecido sólidas conexiones en todas las
redes, sean de comunicación, de experiencia o de confianza.
Además
del dominio de estas redes convencionales, existen también otras
formas de sabiduría organizativa. Por ejemplo, los trabajadores
«estrella» de los Laboratorios Bell han conseguido coordinar
eficazmente sus esfuerzos en el trabajo en equipo; son los mejores
en lograr el consenso; son capaces de ver las cosas desde la
perspectiva de los demás (como los clientes u otros compañeros
de trabajo), y son persuasivos y promueven la cooperación al tiempo
que evitan los conflictos. Mientras todo esto descansa en las
habilidades sociales, los trabajadores «estrella» también
desplegaron otro tipo de maestría: tomar iniciativas —tener la
suficiente motivación como para asumir las responsabilidades
derivadas de su trabajo y más allá de él— y disponer del autocontrol
necesario como para organizar adecuadamente su tiempo y su trabajo.
Todas estas habilidades, obviamente, forman parte de la inteligencia
emocional.
Existe, por tanto, una fuerte evidencia de que el descubrimiento
realizado en los Laboratorios Bell augura un futuro en el que las
habilidades básicas de la inteligencia emocional —el trabajo en
equipo, la colaboración entre los individuos y el aprendizaje de una
mayor eficacia colectiva— serán cada vez más importantes.