El
médico se había limitado a hacer su trabajo tratando de rastrear
todas las posibles ramificaciones que le permitieran emitir un buen
diagnóstico. Poco importaba, en aquel momento, que la probabilidad
racional de padecer cáncer fuera mínima, porque el reino de la
enfermedad está dominado por la emoción y por el miedo. Nuestra
fragilidad emocional ante la enfermedad se asienta en la creencia de
que somos invulnerables, una creencia que la enfermedad
-especialmente la enfermedad grave— hace añicos, destruyendo así la
seguridad e invulnerabilidad de nuestro universo privado y
volviéndonos súbitamente débiles, desamparados e indefensos.
El
problema estriba en que el personal sanitario se ocupa de las
dolencias físicas pero suele descuidar las reacciones emocionales de
sus pacientes. Y esta falta de atención hacia la realidad emocional
del enfermo soslaya la creciente evidencia que demuestra el papel
fundamental que desempeña el estado emocional en la vulnerabilidad a
la enfermedad y en la prontitud del proceso de recuperación.
Lamentablemente, sin embargo, la atención médica moderna no suele
caracterizarse por ser emocionalmente muy inteligente.
El
hecho es que la entrevista con una enfermera o con un médico debería
ser una oportunidad para obtener una información tranquilizadora,
amable y afectuosa y no, como suele ocurrir, una invitación a la
desesperanza. No es infrecuente que los profesionales clínicos
tengan demasiada prisa o se muestren indiferentes ante la angustia
de sus pacientes. A decir verdad, también hay enfermeras y médicos
compasivos que dedican tiempo a tranquilizar, informar y medicar de
la manera adecuada, pero la tendencia general parece abocarnos a un
universo profesional en el que los imperativos institucionales
transforman al personal sanitario en alguien demasiado indiferente a
la vulnerabilidad de sus pacientes o demasiado presionado como para
poder hacer algo al respecto. Y, si tenemos en cuenta la cruda
realidad de un sistema sanitario cada vez más mediatizado por las
cuestiones económicas, no parece que las cosas vayan a mejorar.
Más
allá de las motivaciones humanitarias de que la labor del médico
consiste tanto en cuidar como en curar, existen otras importantes
razones que nos inducen a pensar que la realidad psicológica y
sociológica de los pacientes compete también al dominio de la
medicina. Existen pruebas claras de que la eficacia preventiva y
curativa de la medicina podría verse potenciada si no se limitara a
la condición clínica de los pacientes sino que tuviera también en
cuenta su estado emocional. Obviamente, esto no es aplicable a todos
los individuos y a todas las condiciones, pero el análisis de los
datos procedentes de miles de casos nos permite afirmar hoy, sin
ningún género de dudas, las ventajas clínicas que conlleva una
intervención emocional en el tratamiento médico de las enfermedades
graves.
Históricamente hablando, la medicina moderna se ha ocupado de la
curación de la enfermedad (del desorden clínico) dejando de lado el
sufrimiento (la vivencia que el paciente tiene de su enfermedad).
Los pacientes, por su parte, se han visto obligados a compartir este
punto de vista y a sumarse a una conspiración silenciosa que trata
de ocultar las reacciones emocionales suscitadas por la enfermedad o
a desdeñarías como algo completamente irrelevante para el curso de
la misma, una actitud que se ve reforzada, asimismo, por un modelo
médico que rechaza de pleno la idea misma de que la mente tenga
alguna influencia significativa sobre el cuerpo.
No
obstante, en el polo opuesto nos encontramos con una ideología
igualmente contraproducente, la creencia de que somos los
principales artífices de nuestras enfermedades, la creencia de que
basta con afirmar que somos felices y salmodiar una retahíla de
afirmaciones positivas para curarnos de las más graves dolencias.
Pero esta panacea retórica que magnifica la influencia de la mente
sobre la enfermedad no hace sino crear más confusión y aumentar la
sensación de culpabilidad del paciente, como si la enfermedad fuera
el testimonio palpable de un estigma moral o de una falta de valía
espiritual.
La
actitud justa está entre ambos extremos. Trataré, a continuación, de
revisar la información científica disponible para poner de relieve
estas contradicciones y aclarar con más precisión el peso de las
emociones —y, en consecuencia, de la inteligencia emocional— en el
curso de la salud y de la enfermedad.
«LA MENTE
DEL CUERPO»: RELACIÓN ENTRE LAS EMOCIONES Y LA SALUD
Un
descubrimiento realizado en 1974 en el laboratorio de la Facultad de
Medicina y Odontología de la Universidad de Rochester nos obligó a
recomponer el mapa biológico que hasta aquel momento teníamos sobre
el cuerpo. El psicólogo Robert Ader descubrió que, al igual que el
cerebro, el sistema inmunológico también es capaz de aprender, un
hallazgo ciertamente sorprendente porque el conocimiento médico
imperante por aquel entonces sostenía que el cerebro y el sistema
nervioso central eran los únicos capaces de adaptarse a las
exigencias del medio modificando su comportamiento. El hallazgo
realizado por Ader inauguró una investigación que permitió descubrir
las múltiples vías de comunicación existentes entre el sistema
nervioso y el sistema inmunológico, las miles de conexiones
biológicas que mantienen estrechamente relacionados la mente, las
emociones y el cuerpo.
En
este experimento, Ader administró a varias ratas blancas una
medicación —que iba acompañada de la ingesta de agua edulcorada con
sacarina— que disminuía artificialmente la cantidad de leucocitos T
(destinados a combatir la enfermedad). Pero Ader descubrió, no
obstante, que la mera administración de agua con sacarina —sin
ningún tipo, por tanto, de medicación inhibidora— seguía provocando
un descenso tal del número de células que algunas ratas terminaron
enfermando y muriendo. Este experimento demostró que el sistema
inmunológico había aprendido a responder al agua con sacarina, algo
que, según el criterio científico prevalente, carecía de todo
sentido.
Según
el neurocientífico Francisco Varela, de la Escuela Politécnica de
Paris, el sistema inmunológico constituye el «cerebro del cuerpo»,
el que define su sensación de identidad, de lo que le pertenece y lo
que no le pertenece.’ Las células inmunológicas se desplazan por
todo el cuerpo con el torrente sanguíneo, estableciendo contacto con
casi todas las células del organismo y atacándolas cuando no las
reconoce, cumpliendo así con la función de defendernos de los virus,
las bacterias o el cáncer. Pero también puede darse el caso de que
las células inmunológicas interpreten equivocadamente el mensaje de
ciertas células del cuerpo y terminen ocasionando una enfermedad
autoinmune, como la alergia o el lupus, por ejemplo. Hasta el día en
que Ader realizó su imprevisto descubrimiento, los fisiólogos, los
médicos y hasta los biólogos consideraban que el cerebro (con sus
diferentes ramificaciones a través del cuerpo vía sistema nervioso
central) y el sistema inmunológico eran entidades independientes y.
por tanto, incapaces de influirse mutuamente. Según los
conocimientos disponibles desde hacía un siglo, no existía ningún
tipo de comunicación entre los centros cerebrales que controlan el
sabor y aquellas regiones de la médula ósea encargadas de la
fabricación de leucocitos.
En los
años transcurridos desde entonces, el modesto descubrimiento
realizado por Ader ha obligado a cambiar radicalmente nuestro
criterio sobre las relaciones existentes entre el sistema
inmunológico y el sistema nervioso central, dando origen a una nueva
ciencia, la psiconeuroinmunologia (o PNI), actualmente en la
vanguardia de la medicina. El mismo nombre de esta nueva ciencia da
cuenta del vinculo existente entre la «mente» (psico), el sistema
neuroendocrino (neuro) —que subsume el sistema nervioso y el sistema
hormonal— y el término inmunología, que se refiere, obviamente, al
sistema inmunológico.
A
partir de entonces, una serie de investigadores ha descubierto que
los mensajeros químicos más activos, tanto en el cerebro como en el
sistema inmunológico, se concentran en las regiones nerviosas
encargadas del control de las emociones? David Felten, colega de
Ader, nos ha proporcionado algunas de las pruebas más concluyentes a
favor de la existencia de un vinculo fisiológico directo entre las
emociones y el sistema inmunológico. Felten comenzó observando que
las emociones tienen un efecto muy poderoso sobre el sistema
nervioso autónomo (encargado, entre otras cosas, de regular la
cantidad de insulina liberada en la sangre y la tensión arterial).
Trabajando con su esposa Suzanne y otros colegas, Felten logró
determinar el lugar concreto en el que, por decirlo así, el sistema
nervioso se comunica directamente con los linfocitos y las células
macrófagas del sistema inmunológico. En sus observaciones realizadas
con el microscopio electrónico, Felten descubrió también la
existencia de conexiones directas entre las terminaciones nerviosas
del sistema nervioso autónomo y las células del sistema
inmunológico. Este punto físico de contacto permite a las células
nerviosas liberar los neurotransmisores que regulan la actividad de
las células inmunológicas (aunque, en realidad, la comunicación se
establece en ambos sentidos), un hallazgo ciertamente revolucionario
porque hasta la fecha nadie había sospechado siquiera que las
células del sistema inmunológico pudieran ser el blanco de mensajes
procedentes del sistema nervioso.
Para
determinar con mayor precisión la importancia de estas terminaciones
nerviosas en el funcionamiento del sistema inmunológico, Felten dio
un paso más allá y llevó a cabo diferentes experimentos con animales
a los que extrajo algunos de los nervios de los nódulos linfáticos y
del bazo, en donde se elaboran y almacenan las células
inmunológicas, y luego les inoculó varios virus para tratar de
verificar la respuesta de su sistema inmunológico. El resultado de
esta investigación constató un espectacular descenso en la respuesta
inmunológica frente al ataque vírico. La conclusión de Felten es
que, a falta de estas terminaciones nerviosas, el sistema
inmunológico es incapaz de responder como debiera ante una invasión
vírica o bacteriana. Así pues, en resumen, el sistema nervioso no
sólo está relacionado con el sistema inmunológico sino que cumple
con un papel esencial para que éste desempeñe adecuadamente su
función.
Otro
factor fundamental en la relación existente entre las emociones y el
sistema inmunológico está ligado a las hormonas liberadas en
situaciones de estrés. Las catecolaminas (epinefrina y norepinefrina,
llamadas también adrenalina y noradrenalina), el cortisol, la
prolactina y los opiáceos naturales (como, por ejemplo, la-endorfina
y la encefalina) son algunas de las hormonas liberadas en
situaciones de tensión que tienen una gran influencia sobre las
células del sistema inmunológico. Aunque las relaciones concretas
existentes entre estas hormonas y el sistema inmunológico resultan
muy difíciles de precisar, no cabe la menor duda de que su presencia
entorpece el adecuado funcionamiento de las células inmunológicas.
El estrés, por consiguiente, disminuye la resistencia
inmunológica, al menos de forma provisional, tal vez como una
estrategia de conservación de la energía necesaria para hacer frente
a una situación que parece amenazadora para la supervivencia del
individuo. Pero, en el caso de que el estrés sea intenso y
prolongado, la inhibición puede terminar convirtiéndose en una
condición permanente. ¿A partir del momento en que se hizo evidente
la relación entre el sistema nervioso y el sistema inmunológico? los
microbiólogos y otros científicos en general han seguido
descubriendo cada vez más conexiones entre el cerebro, el sistema
cardiovascular y el sistema inmunológico.
LAS
EMOCIONES TOXICAS: DATOS CLINICOS
Pero,
a pesar de tales pruebas, la inmensa mayoría de los médicos siguen
mostrándose renuentes a aceptar la relevancia clínica de las
emociones. Si bien es cierto que existen numerosas investigaciones
que demuestran que el estrés y las emociones negativas debilitan la
eficacia de distintos tipos de células inmunológicas, no siempre
queda claro que su alcance establezca algún tipo de diferencia
clínica.
Pero
el hecho es que cada vez son más los médicos que reconocen la
incidencia de las emociones en el desarrollo de la enfermedad. El
doctor Camran Nezhat, eminente cirujano ginecológico de la
Universidad de Stanford, afirma que «cuando una mujer a quien voy a
intervenir quirúrgicamente me dice que tiene miedo, postergo de
inmediato la intervención», y luego prosigue diciendo «todos los
cirujanos saben que la gente muy asustada no responde adecuadamente
a una intervención quirúrgica, ya que tienden a sangrar en exceso,
son más propensos a las infecciones y a las complicaciones y tardan
más tiempo en recuperarse. Es mucho mejor, por tanto, que el
paciente se halle completamente sereno».
Es
evidente que el pánico y la ansiedad aumentan la tensión arterial y
que, en consecuencia, las venas dilatadas por la presión sanguínea
sangran más profusamente cuando son seccionadas por el bisturí del
cirujano. El sangrado excesivo —recordémoslo— constituye una de las
principales complicaciones a las que se enfrenta toda intervención
quirúrgica, una complicación que a veces puede terminar conduciendo
hasta la misma muerte.
Pero
más allá de estos datos anecdóticos cada vez es mayor la información
que subraya la importancia clínica de las emocines. Es posible que
los datos más convincentes al respecto procedan de un metaanálisis
que revisa los resultados de 101 investigaciones llevadas a cabo con
miles de personas. Este metaestudio confirma hasta qué punto
resultan nocivas para la salud las emociones perturbadoras « y
demuestra que las personas que sufren de ansiedad crónica, largos
episodios de melancolía y pesimismo, tensión excesiva, irritación
constante, y escepticismo y desconfianza extrema, son doblemente
propensas a contraer enfermedades como el asma, la artritis, la
jaqueca, la úlcera péptica y las enfermedades cardíacas (cada una de
la cuales engloba un amplio abanico de dolencias)». Las
emociones negativas son, pues, un factor de riesgo para el
desarrollo de la enfermedad, similar al tabaquismo o al colesterol
en lo que concierne a las enfermedades cardíacas. En resumen, pues,
las emociones negativas constituyen una seria amenaza para la
salud.
Habría
que matizar, por último, que la presencia de una amplia correlación
estadística no significa, en modo alguno, que todas las personas que
experimentan estos sentimientos crónicos terminen siendo presa de
alguna de estas enfermedades, pero la evidencia del papel que
desempeñan las emociones es, con mucho, más amplia de lo que nos
sugiere este metaestudio. Si prestamos atención a los datos
relativos a emociones concretas, especialmente a las tres
principales —la ira, la ansiedad y la depresión—, no cabe la menor
duda de la relevancia clínica de las emociones, aun cuando los
mecanismos biológicos concretos mediante los cuales actúan todavía
no hayan sido completamente elucidados.
Cuando la
ira resulta suicida
Un
golpe lateral en su vehículo le llevó a emprender una frustrante y
estéril peregrinación. Primero tuvo que cumplimentar tediosos
formularios en la compañía de seguros y, después de demostrar que la
carrocería de su coche había resultado seriamente dañada y que el
responsable del accidente era el conductor del otro vehículo,
todavía tuvo que pagar 800 dólares. Después de aquel incidente llegó
a sentirse tan mal que el simple hecho de coger el coche bastaba
para enojarle. Finalmente se vio en la obligación de vender su
automóvil. Años más tarde, el mero recuerdo de aquella situación
bastaba para hacerle palidecer de rabia.
Este
desagradable incidente forma parte de un estudio llevado a cabo en
la Facultad de Medicina de la Universidad de Stanford sobre los
efectos de la irritabilidad en los pacientes aquejados de una
enfermedad cardiaca. El objeto del estudio —realizado sobre
sujetos que, al igual que el hombre que acabamos de mencionar,
habían padecido un ataque cardíaco— era el de averiguar el impacto
del enfado sobre la actividad cardiaca. El resultado fue
sorprendente porque, en el mismo momento en que los pacientes
relataban los incidentes que les habían hecho sentirse furiosos, la
eficacia de su bombeo cardíaco (denominada también, en ocasiones,
«fracción de eyección») descendió un 5% y, en algunos casos, hasta
el 7% o incluso más, un indicador que los cardiólogos consideran un
síntoma de isquemia del miocardio, un peligroso descenso en la
cantidad de sangre que llega al corazón.
Este
descenso en la eficacia del bombeo cardíaco no ha sido constatado,
en cambio, en presencia de otras sensaciones perturbadoras, como la
ansiedad, por ejemplo, ni tampoco durante el ejercicio físico. El
enojo, pues, parece ser una de las emociones más dañinas para el
corazón. Y eso que, según relataron los afectados, el recuerdo del
incidente problemático no les enfurecía ni la mitad de lo que lo
habían estado cuando sucedió el incidente, un dato que demuestra
que, en el curso de la situación real, su corazón se hallaba mucho
más afectado.
Este
descubrimiento se inserta en un conjunto de pruebas mucho más amplio
extraído de una docena de estudios que subrayan el efecto dañino del
enfado para el corazón. El antiguo punto de vista al respecto no
aceptaba fácilmente que la personalidad tipo A —la persona que
siempre tiene prisa y que padece una elevada tensión sanguínea—
constituye un grave factor de riesgo para las enfermedades
cardíacas, pero los nuevos descubrimientos realizados al respecto
demuestran hoy que la irritabilidad constituye un claro factor de
riesgo.
Muchos
de los datos de que disponemos sobre la irritabilidad proceden de la
investigación realizada por el doctor Redford Williams de la
Universidad de Duke. Por ejemplo, Williams descubrió que los médicos
que obtuvieron las puntuaciones más elevadas en un test de
hostilidad realizado cuando todavía eran estudiantes mostraban,
alrededor de los cincuenta años, un índice de mortalidad siete veces
mayor que quienes habían obtenido puntuaciones más bajas. La
tendencia al enfado constituye, pues, un predictor mejor del índice
de mortalidad temprana que otros factores de riesgo tales como
fumar, un nivel elevado de tensión arterial o el índice de
colesterol en la sangre. Por su parte, las angiografías —una
operación en la que se inserta un catéter en la arteria coronaria
para cuantificar sus posibles lesiones— realizadas por el doctor
John Barefoot, de la Universidad de Carolina del Norte, ayudaron a
demostrar la existencia de una elevada correlación entre los
resultados del test de hostilidad y la gravedad de la lesión
coronaria.
Con
ello no estamos afirmando en modo alguno que la irritabilidad
termine ocasionando una enfermedad coronaria, sino sólo que
constituye un factor de riesgo más que tener en cuenta.
Como
me explicó Peter Kaufman, director interino del Behavioral Medicine
Branch of the National Heart. Lung, and Blood lnstitute: «aún no
estamos en condiciones de afirmar rotundamente que el enfado y la
hostilidad desempeñan un papel determinante en las primeras fases
del desarrollo de una enfermedad coronaría, si contribuyen a
intensificar el problema una vez que éste se ha manifestado o ambas
cosas a la vez.» Tengamos en cuenta que cada nueva explosión de ira
aumenta la frecuencia cardiaca y la tensión arterial, forzando así
al corazón a un sobreesfuerzo adicional que, en el caso de repetirse
asiduamente, puede terminar resultando sumamente perjudicial,
especialmente si consideramos también que la fuerza del flujo
sanguíneo que discurre por la arteria coronaria a cada latido en
estas circunstancias «puede dar lugar a microdesgarros de los vasos
sanguíneos, que favorecen el desarrollo de la placa. En el caso de
las personas crónicamente enojadas, la aceleración habitual del
ritmo cardíaco y la elevada presión arterial pueden terminar
consolidando, en un período aproximado de treinta años, una placa
arterial que contribuya a la aparición de la enfermedad coronaria».
Como
lo demuestra el estudio de los recuerdos irritantes de este tipo de
enfermos, los mecanismos desencadenados por el enojo afectan
directamente a la eficacia del bombeo cardíaco, una situación que
convierte al enfado en un factor especialmente nocivo para las
personas que se hallan aquejadas de una enfermedad coronaria. Un
estudio realizado en la Facultad de Medicina de Stanford sobre 1.110
personas que, tras padecer un primer ataque cardíaco fueron
sometidas a un seguimiento de más de ocho anos. puso de manifiesto
que la propensión a la agresividad y a la irritabilidad aumenta el
riesgo de sufrir nuevos ataques. Este resultado fue confirmado
posteriormente por otra investigación realizada en la Facultad de
Medicina de Yale sobre 999 personas que habían sufrido un ataque
cardíaco y que también fueron sometidas a un seguimiento, esta vez
de diez años. El resultado de esta investigación demostró que las
personas especialmente susceptibles al enfado eran tres veces más
proclives —y cinco veces mas, en el caso de que su nivel de
colesterol fuera también elevado— a experimentar un paro cardíaco
que las personas más tranquilas.
No
obstante, los investigadores de Yale señalan que la irritabilidad no
es el único factor que aumenta el riesgo de muerte por enfermedad
cardiaca, sino que también lo son las emociones negativas intensas
de todo tipo que regularmente liberan hormonas estresantes en el
torrente sanguíneo. Pero hay que decir que, como demuestra un
estudio realizado en la Facultad de Medicina de Harvard en el que se
pidió a más de mil quinientas personas que habían sufrido un ataque
al corazón que describieran el estado emocional en que se hallaban
en las horas previas al ataque, la irritabilidad representa el caso
más evidente de la estrecha relación existente entre las emociones y
las enfermedades del corazón. Este estudio demostró que el enfado
duplica las probabilidades de que quienes sufren una enfermedad del
corazón experimenten un paro cardiaco, y que este incremento del
riesgo perdura hasta unas dos horas después de que el enfado haya
desparecido.
Pero
este descubrimiento no implica que debamos tratar de eliminar el
enfado cuando éste resulte apropiado, puesto que también existen
pruebas de que su represión aumenta la agitación corporal y la
tensión arteriales Por otro lado, como hemos visto en el capítulo 5,
el hecho de expresar el enfado contribuye a alimentarlo, haciendo
más probable este tipo de respuesta frente a cualquier situación
problemática. En opinión de Williams, la aparente paradoja existente
entre el hecho de expresar o no el enfado carece de toda
importancia, porque lo verdaderamente importante radica en la
cronicidad o no de este estado de ánimo. La expresión ocasional de
la hostilidad no resulta peligrosa para la salud; el problema surge
cuando la irritabilidad se hace tan constante como para permitirnos
adscribir al sujeto a un tipo de personalidad hostil, un estilo
personal anclado en la desconfianza y el escepticismo y propenso a
las críticas sarcásticas y humillantes, así como a los accesos de
mal humor. Pero el hecho es que la irritabilidad crónica no supone
necesariamente una sentencia de muerte sino que, por el contrario,
constituye un hábito y que, como tal, puede ser modificado. En este
sentido, resulta relevante el resultado de un programa desarrollado
en la Facultad de Medicina de la Universidad de Stanford y dirigido
a un grupo de pacientes que habían sufrido un ataque cardíaco con la
intención de ayudarles a moderar las actitudes que les hacían
proclives al mal genio. Este entrenamiento en el control del enfado
condujo a una disminución del 44% en la incidencia de nuevos ataques
cardíacos en comparación con aquellos otros pacientes que no se
habían sometido a él. Otro programa concebido por Williams arrojó
resultados igualmente esperanzadores El programa de Williams, al
igual que el de Stanford, tiene por objeto enseñar los rudimentos
básicos de la inteligencia emocional, especialmente en lo que
concierne al desarrollo de la empatía y a la atención a los
síntomas menores del enfado apenas se advierta su presencia.
Este programa pide a los participantes que hagan el esfuerzo
decidido de anotar los pensamientos escépticos u hostiles en el
mismo momento en que se presenten. En el caso de que éstos
persistan, el sujeto debe tratar de interrumpirlos diciendo (o
pensando) «¡alto!» y, a continuación, debe tratar de reemplazarlos
por otros más positivos. En el caso, por ejemplo, de que el ascensor
se retrase, uno debería tratar de buscar una explicación positiva en
lugar de enojarse por la falta de cuidado de la persona a quien uno
supone responsable y, por ejemplo, en lo que respecta a los
encuentros interpersonales frustrantes, los pacientes deben
desarrollar la capacidad de ver las cosas desde el punto de vista de
la otra persona. La empatía, en suma, constituye un auténtico
bálsamo para el enfado.
Como
me dijo Williams: «el antídoto más adecuado contra la
irritabilidad consiste en el desarrollo de una actitud más confiada.
Todo lo que se requiere es una motivación adecuada, pero cuando las
personas comprenden que su irritación puede conducirles rápidamente
a la tumba, se encuentran mucho más predispuestas a intentarlo».
El estrés:
la ansiedad desproporcionada e inoportuna
«Me
sentía continuamente ansiosa y tensa, una situación que empezó
mientras estaba en el instituto y era una excelente estudiante.
Entonces comencé a preocuparme por las notas, los horarios y la
relación con los profesores y mis compañeros. Mis padres me
presionaban para que me esforzara todavía más y para que me
convirtiera en una estudiante modelo... Supongo que entonces
sencillamente me derrumbé ante tanta presión, porque mis problemas
digestivos comenzaron durante el último año de instituto. Desde
aquella época he tenido que evitar el café y las comidas picantes. y
cuando me siento inquieta o tensa, noto como si el estómago me
ardiera, y cada vez que estoy preocupada siento náuseas».
Según
la experiencia científica disponible, es muy posible que la ansiedad
—la angustia ocasionada por las presiones de la vida— sea la emoción
que se halle más relacionada con el inicio y el proceso de
recuperación de una enfermedad. Desde un punto de vista evolutivo,
la ansiedad tal vez resultara útil cuando cumplía con la función de
predisponemos a afrontar algún tipo de peligro, pero en la vida
moderna suele manifestarse de forma desproporcionada e inoportuna.
En tal caso, la angustia no constituye tanto una respuesta de
activación ante un peligro real como una reacción ante una situación
cotidiana o que no es más que el producto de nuestra imaginación. En
este sentido, los ataques repetidos de ansiedad constituyen un
indicador de un elevado nivel de estrés que, en casos como el
descrito en el párrafo anterior, son un ejemplo de la forma en que
la ansiedad y el estrés contribuyen a incrementar los problemas
médicos.
En
1993, la revista Archives of Internal Medicine publicó una extensa
investigación realizada por el psicólogo de Yale Bruce McEwen, en la
que refería las consecuencias de la relación existente entre el
estrés y la enfermedad, una relación que compromete a la función
inmunológica hasta el punto de acelerar la metástasis, aumentar
la vulnerabilidad ante las infecciones víricas, incrementar la
formación de placa que conduce a la arteriosclerosis, acelerar la
formación de trombos que pueden causar un infarto de miocardio,
fomentar la manifestación de la diabetes de tipo I y el curso de la
diabetes de tipo II, y desencadenar o agravar los ataques de asma.
El estrés también puede contribuir a la ulceración del tracto
gastrointestinal y a empeorar los síntomas de la colitis ulcerosa y
la inflamación intestinal. Hasta el mismo cerebro, a largo plazo, es
susceptible a los efectos del estrés sostenido, incluyendo las
lesiones del hipocampo y afectando, en consecuencia, a la memoria.
Según McEwen: «cada vez hay más pruebas que demuestran que las
experiencias estresantes afectan directamente al sistema nervioso».
Los estudios realizados sobre enfermedades infecciosas como la
gripe, el resfriado y el herpes, proporcionan una evidencia médica
particularmente relevante a este respecto. Continuamente nos
hallamos expuestos a la acción de estos virus, pero nuestro sistema
inmunológico suele mantenerlos a raya, excepto en aquellos momentos
en los que el estrés emocional mina nuestras defensas. Ciertos
experimentos han demostrado que el estrés y la ansiedad debilitan
la fortaleza del sistema inmunológico, aunque no queda
suficientemente claro si el alcance de esta merma tiene alguna
relevancia clínica, es decir, si resulta tan decisiva como para
dejar expedito el camino a la enfermedad. De hecho, la relación
científica más evidente existente entre el estrés y la ansiedad y la
vulnerabilidad clínica procede de las investigaciones prospectivas,
es decir, de aquellas investigaciones realizadas con personas sanas,
en las que se registra el aumento de la ansiedad y luego se observa
si se ha producido un debilitamiento del sistema inmunológico y la
posterior manifestación de la enfermedad.
Un
estudio realizado por Sheldon Cohen, psicólogo de la Universidad de
Carnegie-Mellon, y otros científicos, en una unidad especializada en
resfriados situada en Sheffield, Inglaterra, cuantificó la magnitud
del estrés que experimentaba la gente en sus vidas y luego los
expuso sistemáticamente a la acción del virus del resfriado. El
hecho es que no todos los sujetos expuestos al virus cayeron
enfermos porque un sistema inmunológico fuerte puede —y así lo hace
continuamente— resistirse a la acción del virus del resfriado. El
resultado del experimento demostró que cuanta más tensión
experimenta la persona en su vida cotidiana, mayor es su
predisposición a contraer un resfriado. Sólo el 27% de quienes
presentaban un bajo nivel de estrés contrajeron la enfermedad
después de haber sido expuestos a la acción del virus; cosa que, por
el contrario, ocurrió en el 47% de quienes tenían una vida más
estresante. Esta parece una prueba irrefutable de que el estrés
debilita el sistema inmunológico. (Hay que decir también que ésta
podría ser una de esas investigaciones que confirma lo que todo el
mundo sospechaba, una hipótesis elevada ahora a la categoría de
conclusión científica por el rigor metodológico con que se ha
realizado.)
Otro
estudio similar, realizado, en este caso con matrimonios que durante
tres meses fueron sometidos a un seguimiento para determinar los
acontecimientos problemáticos a los que estaban sujetos (como peleas
matrimoniales, por ejemplo) demostró fehacientemente que tres o
cuatro días después de una disputa particularmente intensa,
contraían un resfriado o una infección de las vías respiratorias.
Este lapso suele ser, precisamente, el tiempo de incubación de la
mayor parte de los virus, sugiriéndonos que la exposición a éstos
mientras se hallaban preocupados y alterados les volvió
especialmente vulnerables. La misma pauta de estrés-infección es
aplicable también al virus del herpes (tanto al que afecta a la zona
de los labios como al genital). Después de que una persona haya sido
afectada por el virus, éste permanece en el cuerpo en estado
latente, manifestándose tan sólo de manera ocasional. Si éste fuera
el caso, el nivel de anticuerpos en el torrente sanguíneo nos
permite determinarla y próxima incidencia del virus. Este indicador
ha permitido predecir la reactivación del virus del herpes en
estudiantes de medicina que deben afrontar los exámenes finales, en
mujeres recién separadas y en personas sometidas a la presión
constante de tener que cuidar a un familiar aquejado de la
enfermedad de Alzheimer. Otras investigaciones han demostrado que la
ansiedad no sólo provoca una disminución de la respuesta
inmunológica sino que también tiene efectos negativos sobre el
sistema cardiovascular.
Mientras la irritabilidad crónica y los episodios repetidos de
cólera parecen aumentar el riesgo de enfermedad coronaria en los
hombres, las emociones más letales para las mujeres son la ansiedad
y el miedo. Un estudio llevado a cabo en la Facultad de Medicina de
la Universidad de Stanford sobre más de mil personas que habían
padecido un ataque al corazón demostró que las mujeres que habían
sufrido un segundo ataque presentaban un elevado índice de miedo y
ansiedad que, en la mayoría de los casos, adoptaba la forma de
fobias paralizantes que, tras el primer ataque, las llevaba a dejar
de conducir, abandonar el trabajo y encerrarse en su casa. Los
efectos fisiológicos perniciosos que acompañan al estrés y la
ansiedad mental —el tipo de estrés provocado por los trabajos en que
uno se halla sometido a una presión constante o a condiciones
vitales difíciles (como, por ejemplo, las que aquejan a las madres
que viven solas con sus hijos y tienen que arreglárselas para
trabajar y cuidar de su familia) — están siendo estudiados
minuciosamente. Stephen Manuck, psicólogo de la Universidad de
Pittsburgh, llevó a cabo un experimento en el que sometió a treinta
voluntarios a condiciones de estrés mientras controlaba la tasa en
sangre de ATP (adenosintrifosfato, una sustancia secretada por los
trombocitos que es capaz de provocar cambios en los vasos sanguíneos
y ocasionar un ataque de apoplejía). El experimento demostró que
cuanto más intenso era el estrés mayor era el nivel de ATP, así como
el latido cardiaco y la tensión arterial.
Es
comprensible, pues, que los riesgos para la salud aumenten en el
caso de aquellos oficios cuyo desempeño exija un esfuerzo y una
eficacia extremos sin que el sujeto tenga la menor posibilidad de
controlar las condiciones de trabajo (una situación que hace que los
conductores de autobús, por ejemplo, presenten un elevado índice de
hipertensión arterial). En un estudio llevado a cabo con 569
pacientes aquejados de cáncer colorrectal en el que se utilizó un
grupo de control similar, quienes habían experimentado un deterioro
manifiesto de sus condiciones laborales durante los diez años
anteriores demostraron ser cinco veces y media más proclives a
desarrollar cáncer que aquéllos otros que no se hallaban sometidos
al mismo nivel de estrés. La importancia médica del estrés es tal
que las técnicas de relajación —orientadas a reducir directamente el
grado de excitación fisiológica— se están utilizando clínicamente
para aliviar los síntomas de numerosas enfermedades crónicas (entre
las que se incluyen, por citar sólo unas pocas, las enfermedades
cardiovasculares, ciertos tipos de diabetes, la artritis, el asma,
los desórdenes gastrointestinales y el dolor crónico). El
aprendizaje de la relajación proporciona a los pacientes la ocasión
de controlar sus sensaciones y de evitar así un posible
empeoramiento de su condición debido al estrés y la angustia
emocional.
El coste
médico de la depresión
Años
después de haber sido sometida a una intervención quirúrgica para
extirparle un tumor maligno se le detectó una metástasis en el
pecho. Su médico ya no le habló de curación y le dijo que la
quimioterapia sólo prolongaría —como mucho— unos pocos meses más su
vida. Comprensiblemente, se sumió en una profunda depresión y
siempre que acudía al oncólogo acababa estallando en lágrimas. Sin
embargo, la única respuesta que recibía del facultativo cada vez que
esto ocurría era pedirle que abandonara la consulta.
Dejando de lado el daño motivado por la desconsiderada actitud del
oncólogo ¿tenía acaso alguna relevancia clínica el hecho de que éste
no supiera relacionarse con el desconsuelo de su paciente? A partir
del momento en que una enfermedad alcanza ese grado de virulencia no
parece probable que las emociones puedan tener algún tipo de efecto
apreciable en su desarrollo. Aunque es evidente que la cualidad de
los últimos meses de vida de esta mujer se vio ensombrecida por la
depresión, todavía no está claro el efecto de la tristeza sobre el
curso del cáncer. Pero el hecho es que hay muchas investigaciones
que apuntan a la conclusión de que la depresión desempeña un papel
relevante en otras condiciones clínicas, especialmente en lo que
concierne a la fase de empeoramiento de la enfermedad. Cada vez es
mayor la evidencia de que los pacientes deprimidos que se hallan
aquejados de una enfermedad grave también deberían recibir
tratamiento para su depresión.
Una de
las complicaciones que conlleva el tratamiento de la depresión es
que sus síntomas, entre los que se incluye el letargo y la pérdida
de apetito, suelen confundirse con los síntomas de otras
enfermedades, especialmente en el caso de que sean tratados por
médicos que tengan poca experiencia en el diagnóstico psiquiátrico.
Y esa incapacidad para diagnosticar y tratar la depresión que puede
acompañar a una enfermedad grave (como ocurría en el caso de la
mujer aquejada de cáncer de mama) puede constituir, en si misma, un
riesgo añadido para su desarrollo.
Doce
de los trece pacientes aquejados de depresión que formaban parte de
un grupo de cien que habían sido sometidos a un trasplante de médula
ósea fallecieron antes del primer año, mientras que 34 de los 87
restantes todavía seguían con vida dos años después. Por otra parte,
la probabilidad de que los pacientes aquejados de insuficiencia
renal crónica que eran sometidos a diálisis y a quienes se había
diagnosticado una depresión mayor falleciera en los dos años
posteriores era mucho mayor que la de aquellos otros que no estaban
deprimidos, un hecho que demuestra que la depresión es un mejor
predictor que cualquier otro síntoma clínico. Pero la vía que
conecta la emoción con la condición médica no es biológica sino
actitudinal; dicho de otro modo, los pacientes depresivos están
menos predispuestos a colaborar con el tratamiento y pueden mentir
sobre la dieta, lo cual, obviamente, les expone a un riesgo todavía
mayor.
La
depresión también parece tener cierta incidencia sobre las
enfermedades cardiacas. En un estudio realizado con 2.832 personas
de mediana edad que fueron sometidas a un seguimiento de doce años,
quienes experimentaban una sensación de permanente abatimiento y
desesperación presentaban una tasa más elevada de mortalidad debida
a enfermedades cardíacas y en el 3% de los casos aquejados de una
depresión mayor, esa tasa era cuatro veces superior.
La
depresión parece suponer un riesgo médico especialmente grave para
los supervivientes de un ataque cardíaco. En una investigación
realizada en un hospital de Montreal, los pacientes deprimidos que
fueron dados de alta después de haber padecido un primer ataque al
corazón presentaron un índice de mortalidad muy elevado durante los
seis meses siguientes. La tasa de mortalidad de uno de cada ocho
pacientes de los mas seriamente deprimidos de ese estudio era cinco
veces superior a la de otros pacientes aquejados de una enfermedad
similar, un factor de riesgo tan importante como las principales
causas de muerte por ataque cardiaco, como la disfunción del
ventrículo izquierdo o la existencia de un historial previo en este
sentido. Uno de los posibles mecanismos que explicaría esta
situación es que la depresión incide directamente en la variabilidad
del latido cardíaco, incrementando así el riesgo de arritmias
fatales.
También se ha constatado que la depresión puede obstaculizar el
proceso de recuperación de las fracturas de cadera. En un
determinado estudio llevado a cabo con varios miles de ancianas
aquejadas de este tipo de lesión, todas ellas fueron objeto de un
diagnóstico psiquiátrico en el momento de ingresar en el hospital.
Las que fueron diagnosticadas de depresión no sólo permanecieron
ingresadas una media de ocho días más que aquéllas otras que
padecían lesiones similares pero que no presentaban ningún síntoma
de depresión, sino que tan sólo un tercio de ellas logró volver a
caminar de nuevo. Por su parte, las mujeres deprimidas que, además
de la atención médica correspondiente, recibieron ayuda psiquiátrica
para tratar de superar su depresión, necesitaron menos fisioterapia
para poder volver a caminar y tuvieron menos reingresos en los tres
meses posteriores a que se les diera el alta que aquellas otras que
no recibieron ningún tipo de tratamiento psicológico.
Otro
estudio demostró que uno de cada seis pacientes cuya condición
física era tan calamitosa que se hallaban entre el 10% de personas
que más recurrían a los servicios médicos (porque estaban afectados
de diversas dolencias como, por ejemplo, la diabetes y la enfermedad
cardiaca) se hallaba aquejado de una depresión grave. Y, cuando
estos pacientes recibieron atención psicológica, el número de días
al año que estuvieron de baja descendió de 79 a 51 en quienes
estaban aquejados de depresión mayor y de 62 a 18 días en quienes
sufrían una depresión moderada.
LOS
BENEFICIOS CLINICOS DE LOS SENTIMIENTOS POSITIVOS
No
cabe duda, pues, de los efectos nocivos de la irritabilidad, la
ansiedad y la depresión. La ansiedad y la irritabilidad crónicas
vuelven a las personas más susceptibles a la acción de un amplio
abanico de enfermedades, y aunque la depresión no constituya la
causa directa de la enfermedad, sí que parece interferir, en cambio,
en el curso de su recuperación y aumentar el riesgo de mortalidad,
especialmente en el caso de los pacientes aquejados de enfermedades
graves.
Pero
si las diversas formas de la angustia emocional crónica pueden
llegar a ser nocivas, la gama opuesta de emociones puede ser, hasta
cierto punto, tonificante. Pero con ello no estamos diciendo que las
emociones positivas sean curativas ni que la risa o la felicidad
puedan, por sí solas, invertir el curso de una enfermedad grave. Su
efecto tal vez sea muy sutil pero los estudios realizados sobre
miles de personas no dejan lugar a duda sobre el papel que
desempeñan las emociones positivas en el conjunto de variables que
afectan al curso de una enfermedad.
El coste del
pesimismo y las ventajas del optimismo
El
pesimismo —al igual que la depresión— tiene su precio, mientras el
optimismo, por el contrario, supone considerables ventajas.
Un
estudio evaluó el grado de optimismo o pesimismo de ciento veintidós
hombres que habían sufrido un primer ataque cardiaco. Ocho años más
tarde, veintiuno de los veinticinco más pesimistas habían muerto,
mientras que sólo habían fallecido seis de los veinticinco más
optimistas. Este estudio pone de relieve la importancia de la
actitud mental que se ha revelado como un mejor predictor de
supervivencia que otros factores clínicos (como el daño físico
experimentado por el corazón en ese primer ataque, el infarto, la
tasa de colesterol o la tensión arterial). Otra investigación
demostró que los pacientes más optimistas que habían sufrido una
operación de bypass arterial se recuperaban mucho antes y sufrían
menos complicaciones, tanto durante como después de la intervención,
que los más pesimistas. La esperanza, al igual que su pariente
cercano el optimismo, también constituye un factor curativo. En este
sentido, las personas esperanzadas se muestran comprensiblemente más
capaces de superar los retos que les presente la vida, incluyendo
los problemas mentales. En un estudio realizado entre personas
paralizadas por una lesión en la espina dorsal, las más esperanzadas
tenían una mayor movilidad física que aquéllas otras aquejadas de la
misma incapacidad pero que se sentían desesperanzadas. La esperanza
resulta especialmente relevante en el caso de las parálisis por
lesiones de la médula espinal, ya que este tipo de tragedia clínica
suele aquejar a jóvenes que han sufrido un accidente automovilístico
y que tendrán que permanecer en esta penosa condición durante el
resto de su vida. El modo en que la persona reacciona emocionalmente
ante este hecho tiene profundas consecuencias en el esfuerzo que
realice para mejorar su funcionalidad física y social. Existen
muchas posibles explicaciones de las importantes consecuencias de
una actitud pesimista u optimista sobre la salud. Una hipótesis
sostiene que el pesimismo aboca a la depresión y que ésta, a su vez,
afecta a la resistencia del sistema inmunológico frente a las
infecciones y los tumores. Pero ésta no es más que una especulación
que, hasta la fecha, no se ha podido comprobar. Otra teoría afirma
que la persona pesimista es incapaz de cuidarse a si misma y, en
relación con esto, se aducen estudios que demuestran que los
pesimistas fuman y beben más y hacen menos ejercicio que los
optimistas, es decir, que tienen hábitos más perjudiciales para la
salud. Tal vez un día descubramos que la fisiología de la esperanza
supone una ventaja biológica en la lucha del cuerpo contra la
enfermedad.
Con la ayuda
de mis amigos: el valor clínico de las relaciones interpersonales
Habría
que añadir, por un lado, el aislamiento a la lista de riesgos
emocionales para la salud y decir, por el otro, que los vínculos
emocionales constituyen un elemento protector. Los estudios
realizados a lo largo de dos décadas sobre más de treinta y siete
mil sujetos han demostrado que el aislamiento social —la sensación
de que uno no tiene a nadie con quien compartir sus sentimientos o
mantener cierta intimidad— duplica las probabilidades de contraer
una enfermedad y de morir Según un informe publicado en Science en
1987, el aislamiento «tiene la misma incidencia en la tasa
de mortalidad que el tabaco, la tensión arterial elevada, el alto
nivel de colesterol, la obesidad y la falta de ejercicio físico».
El tabaquismo multiplica por 1,6 veces el riesgo de mortalidad
mientras que el aislamiento social lo duplica, convirtiéndolo así, a
todas luces, en un importantísimo factor de riesgo para la salud.
Los hombres, por otra parte, soportan peor el aislamiento que las
mujeres. En este sentido, los hombres solitarios son de dos a tres
veces más propensos a morir que quienes mantienen estrechos lazos
con los demás mientras que, en lo que respecta a las mujeres
solitarias, este riesgo es sólo una vez y media superior al de las
mujeres más sociables. Esta diferencia en el impacto que tiene la
soledad sobre las mujeres y sobre los hombres puede radicar en que
aquéllas tienden a establecer relaciones emocionalmente más próximas
que éstos y que, tal vez por ello, no precisen de la misma cantidad
de relaciones que los hombres.
Soledad, no obstante, no significa aislamiento. Son muchas las
personas que viven retiradas o que tienen muy pocos amigos y que, en
cambio, se sienten satisfechas y gozan de una salud excelente. El
aislamiento que implica un riesgo clínico consiste en la sensación
subjetiva de desarraigo y de no tener a nadie a quien recurrir. Y
esta situación resulta terrible en la moderna sociedad urbana por el
creciente aislamiento producido por la televisión y por el declive
de los hábitos sociales (como pertenecer a una asociación o visitar
a los amigos) y confiere un valor añadido a grupos de autoayuda
tales como Alcohólicos Anónimos u otras comunidades similares.
El
estudio que hemos mencionado anteriormente sobre cien pacientes que
habían sufrido un trasplante de médula ósea también demostró el
poder del aislamiento como factor de mortalidad y. en cambio, el
valor curativo de las relaciones próximas El 54% de los pacientes de
este estudio que sentían que contaban con el apoyo emocional de su
esposa, su familia o sus amigos, seguían viviendo al cabo de dos
años, cosa que sólo ocurría en el 20% de quienes se sentían
emocionalmente desamparados. De modo similar, los ancianos que han
sobrevivido a un ataque cardiaco y cuentan con dos o más personas
que les proporcionan consuelo emocional tienden a vivir un año más
que quienes carecen de este apoyo. Quizás el testimonio más
elocuente del potencial curativo de las relaciones emocionales nos
lo proporcione una investigación realizada en Suecia y publicada en
l993. Esta investigación ofreció a todos los hombres que habitaban
en la ciudad sueca de Góteborg nacidos en 1933, un examen médico
gratuito. Siete años más tarde se contactó nuevamente con los 752
hombres que habían acudido al reconocimiento y se comprobó que 41 de
ellos habían fallecido.
Quienes habían declarado estar sometidos a un intenso estrés
emocional mostraron un promedio de mortalidad tres veces superior a
quienes habían manifestado que sus vidas eran plácidas y tranquilas.
La ansiedad emocional estaba causada por cuestiones
diversas, como las dificultades financieras, la inseguridad laboral,
el paro, los procesos judiciales o el divorcio. EI hecho de haber
sufrido tres o más de estos problemas en el año anterior a que se
efectuara el primer examen demostró ser un predictor de la
mortalidad más poderoso —durante el período de los siete años
siguientes— que otro tipo de indicadores clínicos como la tensión
arterial elevada, la excesiva concentración de triglicéridos en la
sangre o el alto nivel de colesterol.
Sin
embargo, entre los hombres que afirmaron que contaban con una
estrecha red de relaciones —esposa, amigos íntimos, etcétera— no
existía ninguna relación entre el nivel de estrés y el índice de
mortalidad. Contar con personas en quienes confiar y con las que
poder hablar, personas que puedan ofrecernos consuelo, ayuda y
consejo, nos protege del impacto letal de los traumas y los
contratiempos de la vida.
La
cualidad de las relaciones, así como su frecuencia, parecen ser la
clave para reducir el nivel de estrés. Las relaciones negativas
tienen un precio muy elevado; las discusiones conyugales, por
ejemplo, inciden negativamente en el sistema inmunológico y, como
demuestra un estudio realizado entre compañeros de clase, cuanto
mayor era el rechazo entre ellos, mayor era también la
predisposición a resfriarse, a contraer la gripe y a acudir al
médico. En opinión de John Cacioppo, el psicólogo de la Universidad
Estatal de Ohio que llevó a cabo este estudio, «las relaciones más
importantes de nuestras vidas y las que más incidencia parecen tener
sobre la salud son las que mantenemos con las personas con quienes
convivimos cotidianamente. Las relaciones más significativas son las
que más importancia tienen para nuestra salud»
El poder
curativo del apoyo emocional
En Las
intrépidas aventuras de Robin Hoad, Robin advierte a un joven
simpatizante: «habla libremente y revélanos tus cuitas El fluir de
las palabras apacigua el corazón de quien sufre; es como abrir las
compuertas cuando el embalse amenaza con desbordarse».
Este
retazo de sabiduría popular refleja el hecho de que descubrir
nuestros sentimientos constituye una excelente medicina para el
corazón apesadumbrado. La corroboración científica del consejo de
Robin nos la proporciona James Pennebaker, psicólogo de una
Universidad Metodista del Sur, quien ha demostrado experimentalmente
el efecto beneficioso que conlleva hablar de los problemas que más
nos preocupan. El método utilizado por Pennebaker es muy sencillo y
consiste en pedir a la persona que dedique quince o veinte minutos
cada día, durante cinco días, a escribir acerca de «la experiencia
más traumática de toda su vida» o de alguna otra situación presente
que le resulte especialmente apremiante. Tampoco es preciso que
muestre luego a nadie el contenido del escrito puesto que, si la
persona lo desea, puede mantenerlo completamente en secreto.
El
efecto manifiesto de esta especie de confesión resultó sorprendente,
ya que fortaleció la función inmunológica, provocó un descenso
significativo en la frecuencia de visitas a los centros de salud
durante los seis meses posteriores, disminuyó el absentismo laboral
e incluso mejoró la función enzimática del hígado.
Del
mismo modo, aquellas personas cuyos relatos mostraban más
sentimientos angustiosos también lograban mejorar el funcionamiento
de su sistema inmunológico. Este estudio ha demostrado que la pauta
«mas saludable» de exteriorización de los sentimientos problemáticos
comienza cargada de tristeza, ansiedad, irritabilidad o cualquier
otro tipo de sentimiento implicado y, a lo largo de los días
siguientes, prosigue estableciendo un hilo narrativo que permite dar
algún sentido al trauma o al problema en cuestión.
Es
evidente que este proceso es equivalente a lo que ocurre en ciertos
tipos de psicoterapia. De hecho, el resultado de la investigación de
Pennebaker explica también la manifiesta mejora clínica de aquellos
pacientes que reciben un tratamiento psicoterapéutico adicional
frente a quienes sólo son objeto de tratamiento médico. Es muy
posible que la demostración más palpable de la incidencia clínica
del apoyo emocional nos la proporcione un estudio realizado en la
Facultad de Medicina de la Universidad de Stanford con mujeres
aquejadas de metástasis avanzada de cáncer de mama. Todas las
mujeres que participaban en la investigación habían sido sometidas a
algún tipo de tratamiento —frecuentemente quirúrgico, tras el cual
habían experimentado una grave recaída. Clínicamente hablando, era
sólo cuestión de tiempo que el cáncer acabara con sus vidas. El
resultado de esta investigación sorprendió a toda la comunidad
médica, comenzando por el mismo doctor David Spiegel, el director
del estudio, ya que puso de manifiesto que las pacientes que habían
recibido apoyo psicológico sobrevivieron el doble de tiempo que
aquéllas otras que afrontaron a solas la enfermedad Todas las
mujeres recibieron el mismo tratamiento médico y la única diferencia
consistía en que algunas de ellas acudían, además, a grupos de
encuentro en los que podían sincerarse con otras mujeres que
comprendían perfectamente sus problemas y que estaban dispuestas a
escuchar sus penas, sus miedos y su impotencia. Éste solía ser el
único lugar en el que podían manifestar abiertamente sus emociones
porque las personas con quienes convivían tenían miedo a hablar del
cáncer y de la inminencia de la muerte. Las mujeres que asistieron a
los grupos vivieron un promedio de diecinueve meses más que las
otras, lo cual supone un incremento de la esperanza de vida en este
tipo de pacientes superior al de cualquier tratamiento médico. Como
me dijo el doctor Jimmie Holland, psiquiatra y director del servicio
de oncología del Memorial Hospital de Sloan-Kettering, un centro
para el tratamiento del cáncer situado en la ciudad de Nueva York:
«todos los pacientes afectados por el cáncer deberían participar en
este tipo de grupos». En este sentido deberíamos tomar ejemplo de
las compañías farmacéuticas, que no dudan en invertir todos los
esfuerzos necesarios para desarrollar un nuevo fármaco una vez que
ha demostrado su eficacia para alimentar la esperanza de vida de los
enfermos.
PROMOVER UNA
ATENCION MÉDICA EMOCIONALMENTE INTELIGENTE
El día
en que un chequeo rutinario reveló rastros de sangre en mi orina, el
médico me sometió a unas pruebas analíticas en las que se me inyectó
un isótopo radioactivo. Yo estaba recostado en la camilla mientras
un aparato de rayos X iba radiografiando el recorrido de la
substancia radioactiva a través de mis riñones y vejiga. Asistí a la
prueba con un amigo íntimo —también médico— que había venido de
visita y se ofreció a acompañarme. Mi amigo permaneció sentado en la
habitación mientras el aparato de rayos X iba desplazándose
automáticamente por un carril, girando de un lado a otro y tomando
imágenes desde todos los ángulos.
El
examen duró cerca de hora y media y, cuando estaba a punto de
terminar, el nefrólogo entró apresuradamente en la habitación, se
presentó y desapareció de nuevo a toda prisa para estudiar las
radiografías obtenidas.
Luego
mi amigo y yo nos dirigimos a su consulta. Yo todavía estaba algo
confuso y aturdido por la prueba y carecía de la suficiente
presencia de ánimo como para consultar las dudas que me habían
acosado durante toda la mañana. Pero mi compañero silo hizo:
—Doctor —dijo—, el padre de mi amigo murió de cáncer de vejiga y él
está ansioso por saber si la radiografía ha detectado algún síntoma
de cáncer.
—Nada
anormal —fue la lacónica respuesta que nos espetó el especialista
antes de precipitarse a atender a la siguiente cita.
La
impotencia que experimenté para plantear una cuestión que tanto me
interesaba se repite a diario miles de veces en los hospitales y las
clínicas de todo el mundo. Una investigación realizada sobre los
pacientes que aguardan en las salas de espera reveló que cada
persona tiene una media de tres preguntas que hacer al médico que va
a visitar. No obstante, al abandonar la consulta sólo ha logrado
plantear la mitad de sus dudas. Este hecho demuestra que la medicina
actual soslaya de pleno una de las principales necesidades
emocionales de los pacientes, ya que las preguntas sin respuesta
generan dudas, miedos e impotencia, y así despiertan todo tipo de
resistencias a emprender tratamientos que no logran comprender.
La
medicina debería ampliar su perspectiva sobre la salud hasta llegar
a englobar la realidad emocional de los pacientes.
Por
ejemplo, en la rutina médica habitual se podría incluir una
información detallada que permitiera al paciente adoptar con mayor
conocimiento las decisiones más adecuadas. En la actualidad existen
servicios telefónicos informatizados que ofrecen al consultante
información médica relativa a su caso, lo cual les permite contar
con suficientes elementos como para comprender, en la medida de lo
posible, las decisiones tomadas por sus pacientes. También existen
programas que enseñan a los pacientes a plantear las preguntas que
más les interesen para que no se dé el caso de que abandonen la
consulta con las mismas dudas con las que entraron en El período que
precede a una intervención quirúrgica o a un análisis intrusivo o
doloroso está cargado de tensión y ansiedad para el paciente y, por
tanto, constituye una oportunidad inestimable para abordar las
dimensiones emocionales del problema.
Existen hospitales que han desarrollado programas preoperatorios que
ayudan a los pacientes a mitigar sus temores y a asumir de buen
grado las posibles molestias, enseñándoles técnicas de relajación,
respondiendo adecuadamente a las dudas que pueda suscitarles la
intervención y relatándoles anticipadamente sus ventajas una vez se
hayan restablecido Los pacientes que reciben este tipo de
tratamiento emocional se recuperan de la intervención quirúrgica
entre dos y tres días antes que el resto. Para algunos pacientes la
mera hospitalización puede constituir una experiencia de aislamiento
y desamparo No obstante hoy en día existen algunos hospitales que
han comenzado a ofrecer a los familiares la Posibilidad de acompañar
al enfermo, cocinar para él y cuidarle como si estuviera en casa, un
verdadero paso adelante en la dirección correcta que,
Paradójicamente tan frecuente resulta en los países del Tercer
Mundo. La enseñanza de la relajación también puede ayudar a que el
paciente aprenda a relacionarse con la angustia que le producen los
síntomas de la enfermedad así como con las emociones que éstos
pueden llegar a provocarle, e incluso a magnificicarla. Un modelo
ejemplar en este Sentido nos lo proporciona la Clínica para la
Reducción del estrés, dirigida por Ion KabatZinn sita en el Centro
Médico de la Universidad de Massachusetts, que ofrece a los
pacientes un curso de diez semanas de duración sobre yoga y
desarrollo de la atención. El objetivo de este programa apunta a que
el paciente tome conciencia de sus emociones y cultive
cotidianamente la relajación profunda Algunos hospitales han
elaborado también vídeos pedagógicos al respecto que pueden
contemplarse en las salas de estar del hospital una dieta emocional
más provechosa para las personas con los intrascendentes culebrones
de la televisiones, alicientes que la relajación y el yoga también
forman parte integral de un innovador programa desarrollado por el
doctor Dean Ornish para el tratamiento de las enfermedades cardíacas
Después de un año de participación en el programa —que incluía una
dieta baja en grasas—. los pacientes cuya condición cardiovascular
era tan grave como para requerir un bypass lograron revertir la
formación de la placa arterial En opinión de Omish el adiestramiento
en las técnicas de relajación constituye una parte fundamental de su
programa que, al igual que ocurre con el programa de Kabat Zinn
trata de sacar partido de lo que el doctor Herbert Benson denomina
la «respuesta de relajación» el opuesto fisiológico de la tensa
excitación que tanta incidencia tiene en un abanico tan amplio de
condiciones clínicas.
Debemos destacar también, por último, la importancia médica que
supone la presencia de una enfermera o de un doctor emotivos y
atentos a sus pacientes, capaces tanto de escuchar como de hacerse
oír. Esto implica el cultivo de una «atención médica centrada en la
relación» y el reconocimiento de que la relación entre médico y
paciente constituye un factor extraordinariamente significativo para
el buen curso de la enfermedad. Esta relación se vería fomentada más
ampliamente si en la formación de los futuros médicos se incluyera
el conocimiento de algunos rudimentos básicos de la inteligencia
emocional, especialmente la toma de conciencia de uno mismo y las
habilidades de la empatía y la escucha.
HACIA UNA
MEDICINA QUE CUIDE A SUS PACIENTES
Pero
estas medidas no son más que el principio. Para que la medicina
llegue realmente a ampliar su visión hasta llegar a reconocer el
verdadero impacto de las emociones debemos tener bien presentes las
principales implicaciones de los descubrimientos científicos
realizados en este sentido.
.Una
de las medidas preventivas más eficaces consiste en ayudar a que la
persona gobierne mejor sus sentimientos perturbadores
(como el enfado, la ansiedad, la depresión, el
pesimismo y la soledad). Los datos que nos proporciona
la investigación ponen de relieve que la toxicidad de las emociones
negativas crónicas es equiparable a la ocasionada por el tabaquismo.
Es por ello por lo que ayudar a que la gente domine mejor estas
emociones comporta un beneficio médico potencial tan importante como
lograr que un fumador empedernido abandone su hábito. Un modo de
alcanzar este objetivo sería comenzar a tomar conciencia de los
saludables efectos preventivos de la educación infantil en los
rudimentos básicos de la inteligencia emocional para que, por así
decirlo, se conviertan en hábitos que perduren durante el resto de
la vida. Otra estrategia preventiva muy beneficiosa consistiría en
enseñar a los jubilados a controlar sus emociones, ya que el
bienestar emocional es un factor determinante de la prontitud con
que el anciano envejece o se mantiene en forma. Un tercer objetivo
beneficiaria a lo que podríamos denominar grupos de población de
alto riesgo, es decir a los indigentes, las madres trabajadoras, los
residentes en barrios con un alto índice de criminalidad, etcétera.
Todos aquéllos, en suma, que se hallan sometidos cotidianamente a
una gran presión podrían aprovecharse de las ventajas médicas que
supone el dominio de las complicaciones emocionales provocadas por
el estrés.
Muchos
pacientes podrían beneficiarse si, además del tratamiento
estrictamente médico, recibieran también atención psicológica.
Siempre que una enfermera o un médico consuelan y reconfortan a un
paciente angustiado se está dando un importante paso hacia el logro
de una atención médica más humanizada.
Pero
todavía nos quedan muchos pasos por dar en este sentido.
Con
demasiada frecuencia, en la medicina actual el cuidado emocional del
paciente no es más que una frase vacía. A pesar de la ingente
cantidad de investigaciones que subrayan la conexión existente entre
el cerebro emocional y el sistema inmunológico, y la importancia de
considerar las necesidades emocionales de los pacientes todavía hay
demasiados médicos que siguen mostrándose reacios a aceptar que las
emociones de sus pacientes puedan tener alguna relevancia clínica, y
siguen rechazando estas pruebas como si tuvieran un carácter
meramente anecdótico, trivial, «marginal» o, peor aún, como el
producto de la exageración promovida por unos cuantos investigadores
que sólo buscan promocionarse.
Aunque
cada día hay más pacientes que aspiran a disfrutar de una medicina
más humana, lo cierto es que ésta se halla peligrosamente amenazada.
Con esto no estoy diciendo que no haya enfermeras y médicos
entregados que brinden a sus pacientes una atención sensible y
compasiva, sino que la nueva cultura médica depende cada vez más de
los imperativos comerciales y está propiciando una situación en la
que este tipo de atención es un bien cada vez más escaso.
También deberíamos considerar las ventajas económicas de una
medicina más humana. Como sugieren las investigaciones que hemos
citado, el tratamiento de la angustia emocional de los pacientes
—que previene o retarda el brote de la enfermedad, al tiempo que
acelera el proceso de recuperación— supondría un considerable ahorro
en el presupuesto destinado a gastos sanitarios. En este sentido
recordemos el estudio realizado con ancianas que se habían
fracturado la cadera llevado a cabo en la Facultad de Medicina de
Monte Sinaí, de la ciudad de Nueva York y en la Universidad del
Noroeste, un estudio que demostraba que a las pacientes que
recibieron terapia adicional contra la depresión se les daba de alta
un promedio de dos días antes que al resto, lo cual supone el
considerable ahorro de 97.361 dólares por cada cien pacientes. Este
tipo de atención también logra que el enfermo se sienta mas
satisfecho con su médico y con el tratamiento que se le administra.
En el mercado médico de nuevo cuño, en el que los pacientes tendrán
la posibilidad de elegir entre diferentes planes de salud, el grado
de satisfacción de éste formará también parte integral de esta
decisión, puesto que las experiencias desagradables pueden llevar a
los pacientes a buscar atención médica en otra parte, mientras que,
por su parte, las experiencias positivas se traducen en fidelidad.
Cabe
añadir, por último, que la ética médica debería promover este tipo
de enfoque. Un editorial del Journal of the American Medical
Association sobre un informe que subrayaba que la depresión
quintuplica la posibilidad de un desenlace fatal tras haber
experimentado un ataque cardiaco, destacaba que: «dada la manifiesta
evidencia de que factores psicológicos tales como la depresión y el
aislamiento social suponen un importante riesgo añadido para los
pacientes aquejados de una enfermedad coronaria, sería una grave
falta de ética dejar sin tratar este tipo de factores».
Si los
descubrimientos realizados sobre la relación existente entre las
emociones y la salud tienen algún sentido, éste seria el de poner en
evidencia la inadecuación de un planteamiento que suele descuidar la
forma en que se siente la gente en su lucha contra la enfermedad
grave o crónica.