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Amistad con Dios

Un Diálogo Inusual
Neale Donald Walsh

 

 

Capítulo 3

Si tú y Yo hemos de tener una amistad verdadera – una amistad activa, y no únicamente una amistad en teoría…

Eso es importante. Vamos a detenernos un momento para hacer un hincapié en esa dife-rencia, porque se trata de una muy importante.
Muchas personas creen que Dios es su amigo, pero no saben cómo usar esa amistad. La ven como una relación distante, no como una cercana.

Muchas más personas ni siquiera Me consideran un amigo en absoluto. Eso es lo más triste. Muchas personas Me consideran un padre, no un amigo -y peor aún, un padre se-vero, cruel, exigente e iracundo-. Un padre que no tolerará absolutamente ningún error en ciertas áreas –como, por ejemplo, en lo que respecta a cómo venerarme.

 

 

En las mentes de estas personas, no sólo exijo que Me veneren, sino que lo hago de una forma específica. No basta con que acudan a Mí.

Deben acudir a Mí. Deben acudir a Mí por medio de un camino particular. Si me buscan usando otro camino –cualquier otro ca-mino- rechazaré su amor, ignoraré sus súplicas, y, además, los condenaré al infierno.

¿No importa que Te haya buscado en forma sincera, con intenciones puras, y usando mi máxima capacidad de razonamiento?

No importa. En las mentes de estas personas, Yo soy un padre estricto que no aceptaré nada menos que absoluta exactitud en sus conceptos de Quién Soy Yo.

Si los conceptos que han desarrollado no son exactos, los castigaré. Pueden tener las in-tenciones más puras posibles; pueden estar tan llenos de amor por Mí que les desborde del cuerpo. Yo los arrojare a las llamas del infierno de todas formas, y sufrirán ahí eternamente si acuden a Mí con el nombre equivocado en los labios o con las ideas equivocadas en la cabeza.

Realmente es triste que tantas personas Te perciban de esa manera. Ésta no es, en absoluto, la manera en la que se comportaría un amigo.
No, no lo es. De modo que la misma idea de tener una amistad con Dios, el tipo de re-lación que tendrás con tu mejor amigo, quien aceptaría cualquier cosa ofrecida con amor, perdonaría cualquier cosa cometida por error –ese tipo de amistad-, les es algo inimagi-nable.

Entonces, entre quienes sí Me ven como un amigo, tú tienes razón, la mayoría Me man-tienen a gran distancia. No tienen una amistad activa conmigo. Se trata, más bien, de una relación distante con la que esperan poder contar si alguna vez la necesitan. Pero no es la amistad del día a día, de hora tras hora, de minuto a minuto, que debería ser.

Y Tú me estabas comenzando a explicar qué se necesitaría para sostener ese tipo de re-lación contigo.

Un cambio de mente y un cambio de corazón. Eso es lo que necesitaría. Un cambio de mente y un cambio de corazón.

Y valor.

¿Valor?

Sí. Valor para rechazar cada noción, cada idea, cada enseñanza que sugiera la existencia de un Dios que no los acepta. Esto requerirá de gran valor, ya que el mundo se ha esforzado por llenar sus cabezas de estas nociones, ideas y enseñanzas. Tendrán que adoptar una nueva mentalidad en torno a todo esto, un pensamiento que vaya en contra de virtualmente todo lo que alguna ve les han dicho o han escuchado acerca de mí.

Esto será difícil. Para algunos, será muy difícil. Pero será necesario, porque puedes tener una amistad -real, cercana, activa, bilateral- con alguien a quien temes.

De modo que gran parte de forjar una amistad con Dios es olvidar nuestro temor-amistad con Él.

Ah, eso me agrada. Esa no es una palabra real en tu vocabulario, pero me agrada.

Eso es exactamente lo que has tenido conmigo todos estos años, un temor-amistad con Dios.

Lo sé. Estaba explicando esto al principio. Desde que era un niño pequeño se me enseñó a temer a Dios. Y era temor lo que tenía. Aunque abandonaba este sentimiento, de manera esporádica, al final me convencían de que lo volviera a adoptar.

Finalmente cuando cumplí diecinueve años de edad, rechacé al Dios de la Ira de mi ju-ventud. Sin embargo, no lo hice reemplazándolo con el Dios del Amor, sino rechazándolo por completo. Simplemente no eras parte de mi vida.

Esto contrastaba severamente con la situación en la que me encontraba cinco años antes. A los catorce, no podía pensar en otra cosa más que en Dios. Creía que la mejor manera de evitar su ira era haciendo que me amara. Tenía sueños de ingresar al sacerdocio.

Todos creían que me iba a convertir en sacerdote. Las monjas de la escuela estaban se-guras de ello. “Tiene vocación”, decían. Mi mamá estaba segura también. Me vio erguir un altar en nuestra cocina y ponerme las “vestiduras” para jugar a dar Misa. Los demás niños se colocaban toallas en los hombros como capas de Supermán, para brincar de las sillas. Yo imaginaba que la toalla era una prenda sacerdotal.
Entonces, cuando entré a mi último año de escuela parroquial infantil, mi padre decidió poner fin a todo esto. Conversábamos acerca de eso un día, mi mamá y yo, cuando papá entro a la cocina.

-Tú no vas a ingresar al seminario –interrumpió-, de modo que ya no sigas con esas ideas.

-¿No lo haré? -dije precipitadamente, asombrado-. Creí que era una conclusión inevitable.

-No –dijo papá serenamente.

-¿Por qué no? -mi mamá permaneció sentada silenciosamente.

-Porque no tienes la edad suficiente para tomar esa decisión –declaró mi padre-. No sabes lo que estás decidiendo.

-¡Sí lo sé! He decidido que seré sacerdote –grité- Quiero ser sacerdote.

-Ah, tu no sabes lo que quieres -gruñó papa-. Estás muy joven para saber lo que quieres.

Mamá finalmente dijo algo: -Oh, Alex, deja que el chico tenga sus sueños.

Papá quería acabar con esto. –No lo alientes –le ordenó, luego me lanzó una mirada que decía “esta discusión ha terminado”- No vas a ir al seminario. Saca eso de tu cabeza.

Salí corriendo de la cocina, bajé las escaleras traseras y llegué al traspatio. Busqué refugio debajo de adorado árbol de lilas, el pilar que se erguía en la esquina extrema del patio, el que florecía muy de vez en cuando, durante temporadas muy breves. Pero que en ese momento estaba en flor. Recuerdo el olor increíblemente dulce de las flores púrpuras. Enterré mi nariz en ese olor como el Toro Ferdinando. Entonces lloré.

No era la primera vez que mi padre había sofocado la luz de alegría en mi vida.

En algún momento de mi vida pensé que sería un pianista. Me refiero a uno profesional, como Liberace, mi ídolo de la infancia. Lo veía cada semana en televisión. Él era de Mil-waukee, y todos en el pueblo estaban maravillados porque un chico de la localidad había logrado triunfar en grande. Aún no había una televisión en cada hogar –cuando menos no en la zona sur, donde vive la clase trabajadora de Milwaukee. Pero, caray, papá se las arregló para comprar un televisor Emerson de doce pulgadas, blanco y negro, en la que cada cuadro daba la impresión de encontrarse entre paréntesis. Delante de ella me sentaba cada semana, hipnotizado por la sonrisa de Liberace, sus candelabros y esos dedos cubiertos de anillos volando a través del teclado.

Yo era muy entonado, alguien dijo alguna vez. No sé si eso era cierto o no, pero sí se que al sentarme delante de un piano y, únicamente usando el oído, podía sacar una melodía simple con la misma facilidad con la que podía cantarla. Cada vez que mamá nos llevaba a la casa de la abuela, corría hacia el piano que se vertical que se encontraba abrazado al muro de la sala para comenzar a tocar “María tenía un corderito”, o “Estrellita, estrellita”. Me tomaba exactamente dos minutos encontrar las notas exactas para cualquier canción nueva que quisiera intentar, y luego la tocaba una y otra vez, emocionado desde la parte más profunda de mí ser por la música que podía crear.

En esa etapa de mi vida (y por muchos años subsiguientes), también idolatraba a mi hermano mayor, Wayne, quien a su vez podía tocar el piano sin leer la partitura. Él era el hijo de una relación previa de mi mamá, y mi papá no sentía mucha inclinación por él. De hecho, decirlo así es un eufemismo. Cualquiera cosa que le agradara a Wayne, cualquier cosa que hiciera, papá la criticaba. Por lo tanto, tocar el piano era “para vagos”.

Yo no podía comprender por qué decía eso constantemente. Yo adoraba tocar el piano –lo poco que podía hacerlo en la casa de la abuela- y todos, además de mamá, podían apreciar que yo tenía talento.

Entonces, un día, mamá hizo algo increíblemente audaz. Fue a alguna parte o llamó a alguien que se anunció en la sección de anuncios clasificados, o algo así, y compró una pianola vertical. Recuerdo que le costó veinticinco dólares (mucho dinero en los años cin-cuenta) porque papá estaba enojado y mamá le dijo que no tenía derecho a estarlo, ya que había hecho recortes en los gastos de comestibles durante meses y había ahorrado para comprarlo. Dijo que no había afectado el presupuesto familiar en absoluto.

Seguramente lo trajo el vendedor, porque un día llegué de la escuela y ahí estaba. Estaba enloquecido de felicidad e inmediatamente me senté a tocar. No transcurrió mucho tiempo para que ese piano convirtiera en mi mejor amigo. Probablemente era el único niño de diez años en la zona sur que no se sentía intimidado por practicar el piano. No me podían alejar de él. No sólo sacaba melodías familiares a diestro y siniestro, ¡sino que también las componía!

El regocijo de descubrir canciones dentro de mi alma y salpicarlas a través de un teclado me electrizaba. La parte más emocionante de mí día era cuando llegaba de la escuela o del patio de juegos y volaba hacia el piano.

Mi padre estaba lejos de sentir tanto entusiasmo. –Deja de aporrear ese maldito piano –era la manera en que lo planteaba. Pero yo entre tanto me enamoraba de la música y de mi habilidad para crearla. Mis fantasías de un día convertirme en un gran pianista alcanzaron límites inimaginables. Entonces, un día de verano, escuché un escándalo terrible que me despertó. Brinqué a ponerme la ropa, y me precipité a bajar las escaleras para averiguar qué rayos estaba sucediendo.

Papá estaba desmantelando el piano.

No desmantelándolo, despedazándolo. Golpeándolo desde adentro con el martillo, para luego sacar las partes haciendo palanca con una barra, hasta que la madera dio de sí y se abrió con un terrible chillido.

Quedé paralizado, en un estado de total conmoción. Las lágrimas corrían por mis mejillas. Mi hermano me vio temblando, sollozando silenciosamente, y no pudo resistir pronunciar -Neale es un bebé.

Papá detuvo su actividad por un momento y volteó a verme: -No seas llorón -dijo-, ocu-paba mucho espacio. Ya era hora de que nos deshiciéramos de él.

Me di la vuelta rápidamente, azoté la puerta (algo muy peligroso para un niño en mi casa), y me lancé sobre la cama. Recuerdo que, entre lágrimas, gritaba –literalmente, gritaba- “no, noooo…”, como si mis súplicas desesperadas pudieran salvar a mi mejor amigo. Pero el sonido del golpeteo y el crujir de la madera continuaron, y hundí la cabeza en la almohada, estremeciéndome con amargura.

Hasta la fecha, aún puedo sentir el dolor de esta experiencia.

Hasta este momento.

Cuando me rehusé a salir de mi habitación por el resto del día, mi padre me ignoró. pero cuando no abandone la cama por tres días más, su agravio comenzó a aumentar. Podía escucharlo discutir con mamá porque me llevaba alimento. Si yo quería comer, podía bajar a la mesa como todos los demás. Y si llegaba a bajar, tenía prohibido enfurruñarme. En la casa estaba prohibido enfurruñarse o hacer pucheros, cuando menos por decisiones tomadas por mi papá. Él consideraba tal actitud como repudio abierto, y no iba a tolerarlo. En nuestra casa, no sólo aceptábamos su dominio, sino que lo aceptábamos con una sonrisa.

-Sigue llorando y voy a subir y darte algo por qué llorar- gritaba desde la planta baja, y hablaba en serio.

Cuando, a pesar de que después de que mi papá prohibió que me subieran alimentos, aún no salía de mi habitación, se dio cuenta de que había cruzado una línea con respecto a mí que ni siguiera él debía haber cruzado. Aquí debo aclarar que mi papá no era un hombre desalmado, sólo uno acostumbrado a que las cosas se hicieran a su manera, a que no se le pusiera en entredicho y a no ser cortés al anunciar o implementar sus decisiones. Él creció en una época en la que ser padre significaba ser el “jefe”, y no toleraba de buen talante cualquier señal de deslealtad.

De modo que no le resultó fácil entrar en mi habitación, finalmente, y de hecho, tocar en mi puerta -una solicitud de permiso implícita para entrar-. Sólo podía imaginar la labor de convencimiento que había hecho mi mamá.

-Es papá -anunció, como si yo no lo supiera, y como si él no supiera que yo sabía-. Me gustaría hablar contigo -en toda su vida, esto fue lo mas cercano que estuvo de disculparse conmigo por algo.

-Está bien- alcancé a decir, y entró. Hablamos durante largo rato, él sentado en el borde de la cama y yo recargado contra la cabecera. Fue una de las mejores pláticas que jamás haya tenido como mi papá. Él me dijo que, aunque sabía que me gustaba tocar el piano, no se había percatado de cuánto significaba para mí. Dijo que lo único que pretendía era hacer espacio en el cuarto de televisión para colocar nuestro sofá junto a la pared, pues habíamos adquirido muebles nuevos para la sala. Entonces dijo algo que nunca olvidaré.

-Te vamos a conseguir un nuevo piano, una espineta,* lo suficientemente pequeña para que la puedas tener aquí, en tu habitación.

Yo estaba tan emocionado que casi no podía respirar. Papá dijo que comenzaría a ahorrar algo de dinero con este fin, y que muy pronto el piano sería mío.

Abracé a mi papá muy fuerte durante largo rato. Él me comprendía. Todo iba a estar muy bien. Bajé a cenar.

Transcurrieron semanas y no ocurría nada. Pensé, “Ah, debe estar esperando que llegue el día de mi cumpleaños”.

Llegó el diez de septiembre y no había piano alguno. No dije nada. Pensé, “está esperando que llegue la Navidad”.

A medida que se acercaba diciembre, comencé a contener el aliento. La anticipación era casi insoportable, como también lo fue la increíble desilusión de comprobar que mi espineta nunca llegó.

Más semanas transcurrieron, más meses. No sé cuando me di cuenta, exactamente de que mi padre no iba a cumplir su promesa. Lo que si sé es que no fue hasta la edad de treinta que comprendí que probablemente nunca tuvo la intención de hacerlo.

Incluso yo hice una promesa que sabía no iba a cumplir a mi hija mayor. Sólo quería que dejara de llorar. El propósito era aliviar algún sufrimiento infantil del cual ahora ya no me acuerdo, ni siquiera cuál era la promesa. Únicamente recuerdo haber dicho algo para calmarla. Funcionó, se lanzó a rodearme con sus pequeños brazos y gritó, “¡Eres el mejor papi de todo el mundo!”

Y los pecados del padre fueron infligidos por el hijo…

Te tomaste mucho tiempo en contar esa historia…

La espineta o piano de estudio es un pequeño piano sin cola, que se recarga contra la pared.

Lo siento, yo…

No, no no, ésa no era una queja; era una observación. Sólo pretendía señalar que este episodio obviamente se ha convertido en algo muy importante para ti.

Así es. Así fue.

¿Y qué has aprendido de esto?

Nunca hacer una promesa que no pueda cumplir. Especialmente a mis hijos.

¿Es todo?

Nunca usar mi conocimiento de algo que desea otra persona como una forma de manipular y así obtener lo que deseo yo.

Pero las personas “negocian” entre sí todo el tiempo. Dichas negociaciones son el fundamento de toda su economía, y de la mayoría de sus interacciones sociales.

Sí, pero una cosa es la “negociación justa” y otra diferente, la manipulación.

¿Cuál es la diferencia?

Una negociación es una transacción recta. Tú tienes algo que yo quiero. Yo tengo algo que tú quieres, acordamos que tienen más o menos el mismo valor, de modo que negociamos. Ésa es una transacción limpia.

Por otra parte, existe la explotación. Esto es, cuando tú tienes algo que yo quiero y yo tengo algo que quieres tú, pero no tienen un valor equivalente. Sin embargo, hacemos la negociación de cualquier forma -uno de nosotros en forma desesperada- ya que éste necesita lo que ofrece el otro y está dispuesto a pagar cualquier precio.

Esto es lo que hacen algunas compañías multinacionales cuando ofrecen setenta y cuatro centavos por hora de trabajo en lugares como Malasia, Indonesia o Taiwán. Ellos consideran que es una oportunidad económica, pero es una explotación, simple y llanamente.

Finalmente está la manipulación. En este caso, yo ni siquiera tengo intención alguna de darte lo que te estoy ofreciendo. En algunos casos, esto se hace en forma inconsciente. Eso en sí ya es bastante malo. Pero en los peores casos, se hace en forma totalmente consciente de que se está haciendo una promesa que no se pretende cumplir. Es un pretexto para hacer tiempo, una técnica diseñada para callar a la otra persona, para calmarla en el momento. Es una mentira, y es la peor clase de mentira, porque calma una herida que posteriormente se va a abrir nuevamente, en forma más profunda.

Eso está muy bien. Tu comprensión acerca de lo que es tener integridad está creciendo. La integridad es algo importante para todos los sistemas. Si la integridad de cualquier sis-tema es deficiente, el sistema mismo sufrirá un colapso. No importa cuán sofisticada sea la construcción, no podrá sostener nada si su integridad está comprometida. considerando el camino que dice querer tomas en tu vida, esto es algo bueno.

Sin embargo, ¿qué mas has aprendido?

Eh, no sé. ¿Tienes en mente algo particular?

Tenía la esperanza de que también hubieras aprendido algo acerca de la condición de víctima. Esperaba que hubieras aprendido la verdad: que no existen víctimas y que no existen villanos.

Ah, eso.

Sí, eso. ¿Por qué no Me dices todo lo que sabes acerca de eso? Ahora tú eres el maestro, tu eres el mensajero.

No existe tal cosa como una víctima o un villano. No hay tal cosa como “chicos buenos” y “chicos malos”. Dios creó únicamente Perfección.

Cada alma es perfecta, pura y bella. En el estado de olvido en el que residen aquí en la Tierra, los seres perfectos de Dios pueden cometer actos imperfectos -o lo que denominamos actos imperfectos-, sin embargo, todo lo que ocurre en la vida sucede por una razón perfecta. No hay tal cosa como un error en el mundo de Dios, y no ocurre nada por coincidencia. Y ninguna persona viene a Ti sin traer una regalo para Ti en sus manos.

Excelente. Eso está muy bien.

Sin embargo, éste es un concepto difícil para la mayoría de la gente. Yo sé que Tú lo esclareciste muy bien en la trilogía de Conversaciones con Dios; sin embargo, a algunas personas esto aún les cuesta trabajo.

Todas las cosas se aclaran con el tiempo. Quienes busquen una comprensión más pro-funda de la verdad, la encontrarán.

Leer La Pequeña Alma y el Sol definitivamente ayudará, así como volver a leer la trilogía.

Sí, a muchas personas les convendría hacerlo, juzgando por las cartas que recibes.

¡Espera un momento! ¿Has visto mis cartas?

Por favor.

Oh.

¿Acaso crees que sucede algo en tu vida de lo cual Yo no esté enterado?

Supongo que no. Simplemente no me gusta pensar en ello.

¿Por qué no?

Quizá porque no me siento muy orgulloso de algunas de las cosas que han ocurrido.

¿Y?

Entonces la idea de que Tú sabes todo al respecto me causa un poco de inquietud.

Ayúdame a comprender por qué. Les has hablado a tus amigos acerca de estas cosas a través de los años. Has sostenido largas charlas con tus amantes hasta horas avanzadas de la noche hablando acerca de algunas de estas cosas.

Eso es diferente.

¿Qué tiene de diferente?

Una amante o un amigo no es Dios. El hecho de que una amante o un amigo sepa estas cosas no es lo mismo a que lo sepa Dios.

¿Por qué no?

Porque una amante o un amigo no te juzgarán o castigarán.

Te voy a decir algo que quizá no quieras oir. Tus amantes y amigos te han juzgado y castigado a través de los años mucho más que Yo. En realidad, Yo nunca lo he hecho.

Bueno, no, aún no. Pero el Día del Juicio Final…

Lo mismo otra vez.

Bueno, bueno, pero dímelo una vez más. Necesito seguir escuchándolo.

No hay tal cosa como el Día del Juicio Final.

Y no existe la condenación o el castigo, bajo ninguna circunstancia.

Ninguna, excepto el que te impones a ti mismo.

Aún así, la idea de que Tú sepas todo lo que he dicho o he hecho en la vida…

…se te olvidó mencionar todo lo que has pensado en la vida.

Está bien, todo lo que he pensado, dicho o hecho… me hace sentir incómodo.

Desearía que no fuera así.

Yo lo sé.

De eso se trata este libro, de cómo tener una amistad con Dios.

Lo sé. Y sí creo que ahora tengo una amistad contigo. Durante mucho tiempo me he sentido así. Es sólo que…

¿Qué? ¿Es sólo que qué?

Es sólo que de vez en cuando regreso a mis viejos patrones, y en ocasiones se me dificulta pensar en Ti de esa manera. Aún pienso en Ti como Dios.

Qué bueno, porque soy Dios.

Lo sé. Ése es el punto central. A veces no puedo pensar en “Dios” y “Amigo” dentro del mismo contexto. No puedo colocar ambas palabras en la misma oración.

Eso es muy triste, porque corresponden a la misma oración.

Lo sé, lo sé, siempre me lo dices.

¿Qué necesitaría para que tuviésemos una verdadera amistad y no una artificial?

No lo sé, no estoy seguro.

Sé que no lo estás, pero si lo estuvieras, ¿cuál sería tu respuesta?

Supongo que tendría que confiar en Ti.

Bien, ese es un buen comienzo.

Y supongo que tendría que amarte.

Excelente, sigue.

¿Sigue?

Sigue.

No sé qué más decir.

¿Qué haces con tus amigos, además de confiar en ellos y amarlos?

Bueno, intento pasar mucho tiempo con ellos.

Bien. ¿Qué más?

Supongo que trato de hacer cosas por ellos.

¿Para ganarte su amistad?

No, porque soy su amigo.

Excelente. ¿qué más?

Eh … no estoy seguro.

¿Permites que ellos hagan cosas por ti?

Trato de pedirles lo menos posible a mis amigos.

¿Por qué?

Porque quiero que sigan siendo mis amigos.

¿Crees que conservas a los amigos cuando no les pides nada?

Así lo creo, sí. Cuando menos eso es lo que aprendí. La manera más rápida de perder amigos es molestándolos.

No, esa es la manera más rápida de averiguar quiénes son tus amigos.

Posiblemente.

No posiblemente, precisamente. Un amigo es alguien a quien puedes molestar. Todos los demás son solamente conocidos.

Vaya, estableces reglas muy difíciles.

Estas no son Mis reglas. Son tus propias definiciones. Simplemente las has olvidado. De modo que has estado confundido acerca de la amistad. Una verdadera amistad es algo que debe ser usado.

No es como la vajilla costosa, que nunca utilizas porque tienes miedo de que se rompa. Una verdadera amistad es como el Tupperware. No importa cuántas veces lo uses, nunca se romperá.

Me cuesta trabajo adoptar esa actitud.

Sé que así es, y ése es el problema. Ésa es la razón por la cual no has llevado una amistad activa conmigo.

Así que, ¿cómo puedo superar eso?

Tienes que apreciar la verdadera naturaleza de todas las interacciones. Tienes que comprender cómo funcionan las cosas realmente, y por qué las personas hacen lo que hacen. Te deben quedar claros algunos de los principios básicos de la vida.

De eso se trata este libro. Yo voy a ayudarte.

Pero nos hemos desviado por completo de dónde estábamos. Me decías que no hay víctimas ni villanos.

No nos hemos desviado. Todo es parte de la misma discusión.

No entiendo.

Espera un momento, ya entenderás.

Está bien. Entonces, ¿cómo puede tener una amistad con Dios?

Compórtate igual que si tuvieras una amistad con otra persona.(1)

Confiar en Ti.

Confiar en Mí. (2)

Amarte.

Amarme. (3)

 

 

Pasar mucho tiempo contigo.

Sí, invítame a tu casa. Quizá hasta puedo quedarme una larga temporada. (4)

Hacer cosas por Ti… aunque no tengo la más remota idea de qué podría hacer yo por Ti

Mucho. Créeme, mucho.

Está bien. Y lo último… permitir que Tú hagas cosas por mí. (5)

No sólo “permitirme”. Pídeme. Solicítame. Exígeme. (6)

¿Exigirte?

Exigirme.

También me es difícil comprender este concepto. Ni siquiera me puedo imaginar haciendo esto.

Ese es todo el problema, amigo Mío. Ése es todo el problema.

 

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