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CÓMO GANAR AMIGOS E INFLUIR SOBRE  LAS PERSONAS

Tercera Parte

Logre que los demás piensen como usted

Capitulo 1

NO ES POSIBLE GANAR UNA DISCUSION

DALE CARNEGIE

 

 

Capitulo 1

NO ES POSIBLE GANAR UNA DISCUSION

Poco después de terminada la guerra aprendí una lec­ción inolvidable. Estaba entonces en Londres, como apoderado de Sir Ross Smith. Durante la guerra, Sir Ross había sido el as australiano en Palestina; y, poco después de lograda la paz, dejó atónito al mundo con un vuelo de treinta días sobre la mitad de su circunferencia terrestre. Jamás se había intentado una hazaña así.

 
   

El gobierno australiano lo premió con cincuenta mil dóla­res; el Rey de Inglaterra lo nombró caballero del Impe­rio; y por un tiempo fue el hombre de quien más se ha­blaba en todo ese Imperio. Una noche concurrí a un banquete que se servía en honor de Sir Ross; durante la comida, el comensal sentado a mi lado narró un relato humorístico basado en la cita: "Hay una divinidad que forja nuestros fines, por mucho que queramos alterar­los".

El comensal dijo que esta cita era de la Biblia. Se equivocaba. Yo lo sabía. Lo sabía positivamente. No me cabía ni asomo de duda. Y así, pues, para satisfacer mis deseos de importancia y exhibir mi superioridad, me de­signé corrector honorario, sin que nadie me lo pidiera y con evidente desgano por parte del interesado. Este insistió en su versión. ¿Qué? ¿De Shakespeare? ¡Imposi­ble! ¡Absurdo! Esa cita era de la Biblia  

. ¡Bien lo sabía él! El narrador estaba sentado a mi derecha; y el Sr. Frank Gammond, viejo amigo mío, a mi izquierda. Gam­mond había dedicado muchos años al estudio de Sha­kespeare. El narrador y yo convinimos en someter la cuestión al señor Gammond. Este escuchó, me dio un puntapié por debajo de la mesa, y dijo:

-Dale, este señor tiene razón. La cita es de la Biblia. En camino a casa aquella noche dije al Sr. Gammond: -Frank, bien sabes que esa cita era de Shakespeare. -Sí, es claro. Hamlet, acto V, escena 2. Pero estábamos allí como invitados a una fiesta, querido Dale. ¿Por qué demostrar a un hombre que se equivoca? ¿Has de agradarle con eso? ¿Por qué no dejarle que salve su dig­nidad? No te pidió una opinión. No le hacía falta. ¿Por qué discutir con él? Hay que evitar siempre el ángulo agudo.

"Hay que evitar siempre el ángulo agudo." Ha muerto ya el hombre que dijo esto, pero la lección que me dio sigue su curso.

Era una lección muy necesaria para mí, un discutidor inveterado. En mi juventud había discutido de todo con mi hermano. En el colegio estudié lógica y argumenta­ción, y participé en torneos de debate. Posteriormente, en Nueva York, dicté cursos sobre debate y argumenta­ción; y una vez, me avergüenza confesarlo, pensé escribir un libro sobre el tema. Desde entonces he escuchado, criticado, participado y estudiado los efectos de miles de discusiones. Como resultado de todo ello he llegado a la conclusión de que sólo hay un modo de sacar la mejor parte de una discusión: evitarla. Evitarla como se evitaría una víbora de cascabel o un terremoto.

Nueve veces de cada diez, cuando termina la discu­sión cada uno de los contendores está más convencido que nunca de que la razón está de su parte.

No se puede ganar una discusión. Es imposible por­que, si se pierde, ya está perdida; y si se gana, se pier­de. ¿Por qué? Pues, suponga usted que triunfa sobre el rival, que destruye sus argumentos y demuestra que es non compos mentis. ¿Y qué? Se sentirá usted satisfe­cho. Pero, ¿y él? Le ha hecho sentirse inferior. Ha las­timado su orgullo. Ha hecho que se duela de ver que usted triunfa. Y "un hombre convencido contra su vo­luntad sigue siendo de la misma opinión".

Hace años, un belicoso irlandés llamado Patrick J. O'Haire ingresó en una de mis clases. Tenía poca ins­trucción pero ¡cómo le gustaba discutir! Había sido chofer y se inscribió en mis cursos porque trataba por entonces, sin mucho resultado, de vender camiones. Unas pocas preguntas permitieron destacar el hecho de que no hacía más que discutir y pelear con las personas a quienes quería vender sus camiones. Si un presunto comprador decía algo en contra de los camiones que vendía, Pat se enceguecía y se lanzaba al ataque. Él mis­mo nos lo contaba:

-A menudo he salido de la oficina de un futuro clien­te diciéndome: Se las he cantado claras a ese pajarraco. -Sí, es cierto que se las había cantado claras, pero no le había vendido nada.

Mi primer problema no fue el de enseñar a Patrick J. O'Haire a hablar. Mi misión inmediata era enseñarle a abstenerse de hablar y evitar las luchas verbales.

El Sr. O'Haire es ahora uno de los mejores vendedores que tiene en Nueva York la White Motor Company. ¿Cómo lo ha conseguido? Escuchemos su relato:

"Si entro ahora en la oficina de un presunto compra­dor y me dice:

"-¿Qué? ¿Un camión White? ¡No sirven para nada! Yo no usaría uno aunque me lo regalaran. Voy a com­prar un camión Tal.

"Yo le respondo:

"-Amigo mío, escúcheme. El camión Tal es muy bueno. Si lo compra no se arrepentirá. Los camiones Tales son fabricados por una buena compañía.

"El presunto comprador queda sin habla entonces. Ya no hay terreno para discutir. Si me dice que el Tal es el mejor camión, y yo asiento, tiene que callarse. No se puede pasar el día diciendo: `Es el mejor', cuando yo estoy de acuerdo. Abandonamos entonces el tema del camión Tal y yo empiezo a hablar de las condiciones del camión White.

"Hubo una época en que si una persona me hubiera hablado así yo habría perdido el tino. Habría empezado a discutir contra el Tal; y cuanto más hablara tanto mas discutiría el comprador, en favor del rival; y cuanto más discutiera el comprador, tanto más fácil sería a los riva­les vender su camión.

"Al recordar ahora aquellas cosas, me pregunto cómo pude vender jamás un camión. Perdí muchos años de vida por discutir y pelear. Ahora cierro la boca. Da me­jor resultado."

Ya lo dijo Benjamín Franklin:

"Si discute usted, y pelea y contradice, puede lograr a veces un triunfo; pero será un triunfo vacío, porque jamás obtendrá la buena voluntad del contrincante."

Piense, pues, en esto. ¿Qué prefiere tener: una victo­ria académica, teatral, o la buena voluntad de un hom­bre? Muy pocas veces obtendrá las dos cosas.

El diario The Boston Transcript publicó una vez este significativo epitafio en solfa:

 

Yacen aquí los despojos de un pobre viajero. Murió defendiendo su derecho de paso: Razón le sobraba, estaba en lo justo, lo cierto. Mas tan muerto está como si hubiera errado.

 

Puede tener usted razón, puede estar en lo cierto cuando discute; pero en cuanto a modificar el criterio del contendor lo mismo sería que se equivocara usted en los argumentos.

Frederick J. Parsons, consultor especializado en im­puesto a la renta, relataba que durante una hora estuvo discutiendo con un inspector del gobierno sobre cuestión de impuestos: una partida de nueve mil dólares. El Sr. Parsons sostenía que esos nueve mil dólares eran en realidad una deuda incobrable, que jamás serían percibi­dos y que no debían ser afectados por el impuesto.

- ¡Nada de deudas incobrables! -respondió el inspec­tor-. Hay que pagar el impuesto.

"Este inspector -narraba el Sr. Parsons ante nuestra clase- era arrogante y empecinado. Razonar con él esta­ba de más; señalar los hechos también... Cuanto más discutíamos, tanto más empecinado se ponía. Decidí entonces evitar la discusión, cambiar de tema, y hacerle ver mi apreciación por su importancia.

"-Supongo -le dije- que este asunto es pequeño en comparación con las decisiones realmente importantes y difíciles que tendrá que adoptar usted tantas veces. -Yo he estudiado la cuestión impositiva, pero sólo en los libros. Usted obtiene su conocimiento gracias a la expe­riencia. A veces desearía tener un empleo como el suyo. Así podría aprender muchas cosas.

"Dije francamente lo que sentía al respecto. Pues bien: el inspector se irguió en su silla, se echó hacia atrás y conversó largamente acerca de su trabajo, de los hábi­les fraudes que había descubierto. Su tono se hizo gradualmente más amistoso; y por fin empezó a hablarme de sus hijos. Al despedirse, me prometió espontánea­mente que estudiaría mejor mi problema y en pocos días me haría conocer su decisión.

"Tres días más tarde llamó a mi oficina y me informó que había decidido dejar la declaración de impuestos tal como había sido formulada por mí."

Este inspector demostraba una de las debilidades hu­manas más comunes. Quería sentirse importante; y mientras el Sr. Parsons argumentaba con él, satisfacía ese deseo afirmando bruscamente su autoridad. Pero tan pronto como se admitió su importancia y se detuvo la discusión, cuando pudo revelar ampliamente su yo, se convirtió en un ser humano lleno de simpatía y bondad.

Buda dijo: "El odio nunca es vencido por el odio sino por el amor", y un malentendido no termina nunca gra­cias una discusión sino gracias al tacto, la diplomacia, la conciliación, y un sincero deseo de apreciar el punto de vista de los demás.

Lincoln reprendió cierta vez a un joven oficial del ejército porque se había dejado llevar a una violenta controversia con un compañero. Y Lincoln dijo así: "No debe perder tiempo en discusiones personales la persona que está resuelta a ser lo más que pueda, y me­nos todavía debe exponerse a las consecuencias, incluso la ruina de su carácter y la pérdida de su serenidad. Ceded en las cosas grandes sobre las cuales no podéis exhibir más que derechos iguales; y ceded en las más pe­queñas aunque os sean claramente propias. Mejor es dar paso a un perro, que ser mordido por él al disputarle ese derecho. Ni aun matando al perro se curaría de la mordedura".

En un artículo aparecido en "Bits and Pieces"*, se pu­blicaron algunas sugerencias para impedir que un desa­cuerdo se transforme en una discusión:

 

Acepte el desacuerdo. Recuerde el slogan: "Cuando dos socios siempre están de acuerdo, uno de ellos no es necesario". Si hay algo que se le ha pasado por alto, agradezca a quien se lo recuerde. Quizá este de­sacuerdo es su oportunidad de corregirse antes de co­meter un grave error.

Desconfíe de su primera impresión instintiva. Nuestra primera reacción natural en una situación desagrada­ble es ponernos a la defensiva. Puede ser para peor, no para mejor.

Controle su carácter. Recuerde que se puede medir la dimensión de una persona por lo que la irrita. Primero, escuche. Dele a su oponente la oportunidad de hablar. Déjelo terminar. No se resista, defienda ni discuta. Eso sólo levanta barreras. Trate de construir puentes de comprensión. No construya altos muros de incomprensión.

Busque las áreas de acuerdo. Una vez que haya oído hasta el fin a su oponente, exponga antes que nada los puntos y áreas en que están de acuerdo.

Sea honesto. Busque los puntos donde puede admitir su error, y hágalo. Discúlpese por sus errores. Eso de­sarmará a sus oponentes y reducirá la actitud defen­siva.

Prometa pensar y analizar con cuidado las ideas de sus oponentes. Y hágalo en serio. Sus oponentes pue­den tener razón. Es mucho más fácil, en este estadio, acceder a pensar en sus posiciones, antes que avanzar a ciegas y verse después en una posición en que sus oponentes puedan decir: "Quisimos decírselo, pero usted no escuchó".

Agradezca sinceramente a sus oponentes por su inte­rés. Cualquiera que se tome el trabajo de presentar y sostener objeciones está interesado en lo mismo que usted. Piénselos como gente que realmente quiere ayudarlo, y haga amigos de sus oponentes.

Posponga la acción de modo que ambos bandos ten­gan tiempo de repensar el problema. Sugiera realizar otra reunión más tarde ese mismo día, o al día si­guiente, para presentar nuevos datos. Al prepararse para esta reunión, hágase algunas preguntas difíciles: ¿Tendrán razón mis oponentes? ¿Tendrán parcial­mente razón? ¿Su posición tiene bases o méritos cier­tos? ¿Mi reacción solucionará el problema, o sólo im­pedirá mi frustración? ¿Mi reacción acercará o aleja­rá de mí a mis oponentes? ¿Mi reacción elevará la es­tima que me tiene la mejor gente? ¿Ganaré o perde­ré? ¿Qué precio tendré que pagar por ganar? ¿Si no digo nada el desacuerdo se desvanecerá? ¿Esta oca­sión tan difícil es una oportunidad para mí?

Jan Peerce, el tenor de ópera, después de casi cin­cuenta años de matrimonio, observó: "Hace mucho tiempo mi esposa y yo hicimos un pacto que hemos mantenido a pesar de toda la furia que hemos podido llegar a sentir uno hacia el otro. Cuando uno grita, el otro escucha. Cuando dos personas gritan, no hay co­municación, sólo ruido y malas vibraciones".

REGLA 1

La única forma de salir ganando de una discusión es evitándola.

 

 
 
 
 

 
 

 
         
         
       
       
       
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