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CÓMO GANAR AMIGOS E INFLUIR SOBRE  LAS PERSONAS

Tercera Parte

Logre que los demás piensen como usted

Capitulo 10

UN LLAMADO QUE GUSTA A TODOS

DALE CARNEGIE

 

Capitulo 10

UN LLAMADO QUE GUSTA A TODOS

Yo me crié en el linde del país de Jesse James en Mis­souri, y he visitado la granja de los James, en Kearney, Missouri, donde vive todavía el hijo del bandolero.

 
   

Su esposa me ha narrado cómo Jesse asaltaba trenes y bancos y luego daba el dinero a granjeros vecinos para que pagaran sus hipotecas.

Jesse James se consideraba, probablemente, un idea­lista en el fondo, tal como pensaron por su parte Dutch Schultz, "Dos Pistolas" Crowley, Al Capone y muchos otros grupos de "Padrinos" del crimen organizado dos generaciones más tarde. Lo cierto es que todas las perso­nas con quienes se encuentra usted -hasta la persona a quien ve en el espejo- tienen un alto concepto de ellas mismas, y quieren ser nobles y altruistas para su propio juicio.  

J. Pierpont Morgan observó, en uno de sus interlu­dios analíticos, que por lo común la gente tiene dos ra­zones para hacer una cosa: una razón que parece buena y digna, y la otra, la verdadera razón.

Cada uno piensa en su razón verdadera. No hay nece­sidad de insistir en ello. Pero todos, como en el fondo somos idealistas, queremos pensar en los motivos que parecen buenos. Así pues, a fin de modificar a la gente, apelemos a sus motivos más nobles.

¿Es este sistema demasiado idealista para aplicarlo a los negocios? Veamos. Tomemos el caso de Hamilton J. Farrell, de la Farrell-Mitchell Company, de Glenolden, Pennsylvania. El Sr. Farrell tenía un inquilino desconten­to, que quería mudarse de casa. El contrato de alquiler debía seguir todavía durante cuatro meses; pero el inqui­lino comunicó que iba a dejar la casa inmediatamente, sin tener en cuenta el contrato.

"Aquella familia -dijo Farrell al relatar el episo­dio ante nuestra clase- había vivido en la casa durante el invierno entero, o sea la parte más costosa del año para nosotros, y yo sabía que sería difícil alquilar otra vez el departamento antes del otoño. Pensé en el dinero que perderíamos, y me enfurecí.

"Ordinariamente, yo habría ido a ver al inquilino para advertirle que leyera otra vez el contrato. Le habría se­ñalado que, en el caso de dejar la casa, podríamos exigir­le inmediatamente el pago de todo el resto de su alquiler, y que yo podría, y haría, los trámites necesa­rios para cobrar.

"Pero, en lugar de dejarme llevar por mis impulsos, decidí intentar otra táctica. Fui a verlo, y le hablé así: " -Señor Fulano; he escuchado lo que tiene que decir­me, y todavía no creo que se proponga usted mudarse. Los años que he pasado en este negocio me han enseña­do algo acerca de la naturaleza humana, y desde un prin­cipio he pensado que usted es un hombre de palabra. Tan seguro estoy, que me hallo dispuesto a jugarle una apuesta. Escuche mi proposición. Postergue su decisión por unos días y piense bien en todo. Si, entre este mo­mento y el primero de mes, cuando vence el alquiler, me dice usted que sigue decidido a mudarse, yo le doy mi palabra que aceptaré esa decisión como final. Le pemitiré que se mude y admitiré que me he equivocado. Pero todavía creo que usted es un hombre de palabra y respetará el contrato. Porque, al fin y al cabo, somos hombres o monos, y nadie más que nosotros debe deci­dirlo.

"Bien: cuando llegó el mes siguiente, este caballero fue a pagarnos personalmente el alquiler. Dijo que había conversado con su esposa... y decidido quedarse en el departamento. Habían llegado a la conclusión de que lo único honorable era respetar el contrato."

Cuando el extinto Lord Northcliffe veía en un diario una fotografía suya que no quería que se publicara, es­cribía una carta al director. Pero no le decía: "Por fa­vor, no publique más esa fotografía, pues no me gusta". No, señor, apelaba a un motivo más noble. Apelaba al respeto y al amor que todos tenemos por la madre. Es­cribía así: "Le ruego que no vuelva a publicar esa foto­grafía mía. A mi madre no le gusta".

Cuando John D. Rockefeller, hijo, quiso que los fotógrafos de los diarios no obtuvieran instantáneas de sus hijos, también apeló a los motivos más nobles. No dijo: "Yo no quiero que se publiquen sus fotografías". No; apeló al deseo, que todos tenemos en el fondo, de abstenernos de hacer daño a los niños. Así pues, les di­jo: "Ustedes saben cómo son estas cosas. Algunos de ustedes también tienen hijos. Y saben que no hace bien a los niños gozar de demasiada publicidad".

Cuando Cyrus H. K. Curtis, el pobre niño de Maine, iniciaba su meteórica carrera que lo iba a llevar a ganar millones como propietario del diario The Saturday Evening Post y de Ladies' Home Journal, no podía allanarse a pagar el precio que pagaban otras revistas por las contribuciones. No podía contratar autores de prime­ra categoría. Por eso apeló a los motivos más nobles. Por ejemplo, persuadió hasta a Louisa May Alcott, la inmor­tal autora de Mujercitas, de que escribiera para sus revistas, cuando la Srta. Alcott estaba en lo más alto de su fama; y lo consiguió ofreciéndole un cheque de cien dó­lares, no para ella, sino para una institución de caridad. Tal vez diga aquí el escéptico: "Sí, eso está muy bien para Northcliffe o Rockefeller o una novelista sentimen­tal. Pero, ya querría ver este método con la gente a quie­nes tengo que cobrar cuentas".

Quizá sea así. Nada hay que dé resultado en todos los casos, con todas las personas. Si está usted satisfecho con los resultados que logra, ¿a qué cambiar? Si no está satisfecho, ¿por qué no hace la prueba?

De todos modos, creo que le agradará leer este relato veraz, narrado por James L. Thomas, ex estudiante mío: Seis clientes de cierta compañía de automóviles se ne­gaban a pagar sus cuentas por servicios prestados por la compañía. Ningún cliente protestaba por la cuenta total, pero cada uno sostenía que algún renglón estaba mal acreditado. En todos los casos los clientes habían firma­do su conformidad por los trabajos realizados, de modo que la compañía sabía que tenía razón, y lo decía. Ese fue el primer error.

Veamos los pasos que dieron los empleados del de­partamento de créditos para cobrar esas cuentas ya vencidas. ¿Cree usted que consiguieron algo?

1 . Visitaron a cada cliente y le dijeron redondamente que habían ido a cobrar una cuenta vencida hacía mucho tiempo.

2. Dijeron con mucha claridad que la compañía esta­ba absoluta e incondicionalmente en lo cierto; por lo tanto, el cliente estaba absoluta e incondicio­nalmente equivocado.

3. Dieron a entender que la compañía sabía de auto­móviles mucho más de lo que el cliente podría aprender jamás. ¿Cómo iba a discutir entonces el cliente?

4. Resultado: discusiones.

¿Se consiguió, con estos métodos, apaciguar al clien­te y arreglar la cuenta? No hay necesidad de que respon­damos.

Cuando se había llegado a tal estado de cosas, el ge­rente de créditos estaba por encargarle el problema a un batallón de abogados, pero afortunadamente el caso pasó a consideración del gerente general, quien investigó debidamente y descubrió que todos los clientes en mora tenían la reputación de pagar puntualmente sus cuentas. Había, pues, un error, un error tremendo en el método de cobranza. Llamó entonces a James L. Thomas y le encargó que cobrara esas cuentas incobrables.

Veamos los pasos que dio el Sr. Thomas, según sus mismas palabras:

1. "Mi visita a cada cliente fue también con el fin de cobrar una cuenta, que debía haber pagado mucho tiempo antes, y que nosotros sabíamos era una cuenta justa. Pero yo no dije nada de esto. Expliqué que iba a descubrir qué había hecho de malo, o qué no había hecho la compañía."

2. "Aclaré que, hasta después de escuchar la versión del cliente, yo no podía ofrecer una opinión. Le dije que la compañía no pretendía ser infalible."

3. "Le dije que sólo me interesaba su automóvil, y que él sabía de su automóvil más que cualquier otra persona; que él era la autoridad sobre este te­ma."

4. "Lo dejé hablar, y lo escuché con todo el interés y la simpatía que él deseaba y esperaba."

5. "Finalmente, cuando el cliente estuvo con ánimo razonable, apelé a su sentido de la decencia. Apelé a los motivos más nobles. Le dije así: -Primero, quiero que sepa que esta cuestión ha sido mal lle­vada. Se lo ha molestado e incomodado e irritado con las visitas de nuestros representantes. Nunca debió procederse así. Lo lamento y, como repre­sentante de la compañía, le pido disculpas. Al es­cuchar ahora su versión no he podido menos que impresionarme por su rectitud y su paciencia. Y ahora, como usted es ecuánime y paciente, voy a pedirle que haga algo por mí. Es algo que usted puede hacer mejor que cualquiera, porque usted sabe más que cualquiera. Aquí está su cuenta. Sé que no me arriesgo al pedirle que la ajuste, como lo haría si fuera el presidente de mi compañía. De­jo todo en sus manos. Lo que usted decida se hará. -¿Pagó la cuenta? Claro que sí, y muy complaci­do quedó al hacerlo. Las cuentas oscilaban entre 150 y 400 dólares, y ¿se aprovecharon los clien­tes? Sí, uno de ellos se negó a pagar un centavo del renglón protestado, pero los otros cinco pagaron todo lo que decía la compañía. Y lo mejor del caso es que en los dos años siguientes entregamos automóviles nuevos a los seis clientes, encantados ahora de tratar con nosotros."

"La experiencia me ha enseñado -dijo el Sr. Thomas fi­nalmente- que, cuando no se puede obtener un informe exacto acerca del cliente, la única base sobre la cual se puede proceder es la de presumir que es una persona sin­cera, honrada, veraz, deseosa de pagar sus cuentas, una vez convencida de que las cuentas son exactas.

 En otras palabras, más claras quizá, la gente es honrada y quiere responder a sus obligaciones. Las excepciones de esta re­gla son comparativamente escasas, y yo estoy convencido de que el individuo inclinado a regatear reaccionará favorablemente en casi todos los casos si se le hace sentir que se lo considera una persona honrada, recta y justa."

REGLA 10

Apele a los motivos más nobles.

 

 
 
 
 

 
 

 
         
         
       
       
       
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