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CÓMO GANAR AMIGOS E INFLUIR SOBRE  LAS PERSONAS

Cuarta  Parte

Sea un líder: cómo cambiar a los demás sin ofenderlos ni despertar resentimientos

Capitulo 8

HAGA QUE LOS ERRORES PAREZCAN FÁCILES DE CORREGIR

DALE CARNEGIE

 

Capitulo 8

HAGA QUE LOS ERRORES PAREZCAN FÁCILES DE CORREGIR

Un amigo mío, soltero, de unos cuarenta años de edad, se comprometió para casarse, y su novia lo persuadió de que tomara unas tardías lecciones de baile.

 
   

-Bien sabe Dios -me confesó este hombre al narrar­me el caso- que necesitaba lecciones de baile, porque yo bailaba tal como cuando empecé, hace veinte años. La primera profesora a quien vi me dijo probablemente la verdad. Me dijo que tenía que olvidarme de todo lo aprendido y empezar otra vez. Con eso me desalentó. No me quedaba un incentivo para seguir aprendiendo. Así, pues, la dejé.

"Quizá mintiera la profesora a quien fui a ver des­pués; pero de todos modos me gustó. Dijo, tranquila­mente, que quizá mi manera de bailar era un poco anti­cuada, pero que en lo fundamental todo iba bien, y que no tendría inconveniente alguno para aprender unos cuantos pasos nuevos. La primera profesora me había desalentado al acentuar o destacar mis errores. Esta nue­va profesora hizo lo contrario.  

 Me aseguró que yo tenía un sentido natural del ritmo, que era un bailarín nato. El sentido común me dice que he sido siempre y siempre seré un bailarín de cuarta categoría; pero en lo hondo del corazón me gusta pensar que quizá la profesora te­nía razón. Es claro que yo le pagaba para que me lo dijera, pero ¿a qué recordar eso?

"De todos modos, sé que soy mejor bailarín de lo que habría sido si no me hubiese dicho que tengo un sentido natural del ritmo. Eso me alentó. Me dio espe­ranza. Me hizo desear el progreso."

Digamos a un niño, a un esposo, o a un empleado, que es estúpido o tonto en ciertas cosas, que no tiene dotes para hacerlas, que las hace mal, y habremos des­truido todo incentivo para que trate de mejorar. Pero si empleamos la técnica opuesta; si somos liberales en la forma de alentar; si hacemos que las cosas parezcan fáciles de hacer; si damos a entender a la otra persona que tenemos fe en su capacidad para hacerlas, la vere­mos practicar hasta que asome la madrugada, a fin de superarse.

Esta es la técnica que emplea Lowell Thomas, y a fe mía que este hombre es un artista supremo en cuanto atañe a las relaciones humanas. Da coraje a los demás. Da confianza. Inspira valor y fe. Por ejemplo, pasé el fin de semana con él y su esposa, y el sábado por la no­che se me pidió que participara de un amistoso juego de la canasta. ¿Canasta? ¿Yo? ¡Ah, no! ¡No, no! Yo no. Yo no sabía nada de este juego. Siempre había sido un misterio para mí. ¡No, no! ¡Imposible!

-Pero Dale -dijo Lowell-, si no es un misterio. No se necesita más que buena memoria y buen juicio. Tú escribiste una vez un capítulo sobre la memoria. La ca­nasta será cosa facilísima para ti. Tienes todas las condi­ciones para juzgarlo.

Y sin tardanza, casi antes de saber lo que hacía, me encontré por primera vez ante una mesa de canasta. Todo porque se me decía que tenía dotes naturales para el juego, y así se me hizo considerar que me sería fácil.

Al hablar de canasta recuerdo a Ely Culbertson. Ahora, en todas partes donde se juega canasta, el nombre de Culbertson es cosa conocida; y sus libros sobre el tema han sido traducidos en una docena de idiomas, y vendi­dos a millones de lectores. Pero él mismo me ha dicho que nunca habría pensado en convertir el juego en una profesión si una joven no le hubiese asegurado que esta­ba especialmente dotado para ello.

Cuando llegó a los Estados Unidos, en 1922, trató de conseguir empleo como profesor de psicología y socio­logía, pero no pudo.

Después trató de vender carbón, y fracasó. Después trató de vender café, y fracasó.

Jamás pensó, en esos días, en enseñar canasta. No sola­mente era un mal jugador sino también muy terco. Hacía tantas preguntas y efectuaba tantos estudios de cada partido después de hecho, que nadie quería jugar con él.

Pero conoció a una bella jugadora, Josephine Dillon, se enamoró y se casó con ella. Josephine notó con cuán­to cuidado analizaba Culbertson sus cartas, y lo persua­dió de que era un genio en potencia. Este aliento, me ha dicho Culbertson, fue lo que lo llevó a hacer de la canas­ta una profesión.

Clarence M. Jones, uno de los instructores de nuestro curso en Cincinnati, Ohio, contó cómo el elogio, y el hacer que los defectos fueran fáciles de corregir, cambia­ron completamente la vida de su hijo David.

-En 1970 mi hijo David, que tenía quince años, vino a vivir conmigo a Cincinnati. Su vida no había sido fácil. En 1958 se rompió la cabeza en un accidente automovi­lístico, y quedó con una fea cicatriz en la frente. En 1960 su madre y yo nos divorciamos, y ella lo llevó a Dallas, Texas. Hasta los quince años había pasado la ma­yor parte de su vida escolar en clases especiales para aprendizaje lento. Posiblemente en razón de su cicatriz, los directores escolares habían decidido que tenía una lesión cerebral y no podía funcionar a nivel normal. Estaba dos años por debajo del nivel de su grupo de edad, por lo que sólo había alcanzado el séptimo grado. Pero no sabía las tablas de multiplicar, sumaba con los dedos, y apenas si podía leer.

"Había un punto positivo: le gustaba trabajar con aparatos de radio y televisión. Quería llegar a ser técnico de televisión. Lo alenté en este punto, y le recordé que necesitaría saber bastante de matemáticas para ese tipo de estudios. Decidí ayudarlo a mejorar en esa materia. Compramos cuatro series de tarjetas de ejercicios: multiplicación, división, suma y resta. Cuando íbamos sa­cando las tarjetas, yo ponía las respuestas correctas en una pila a un costado. Cuando David se equivocaba, le explicaba cuál era la respuesta acertada y volvía a poner la tarjeta en el montón a sacar, y así seguíamos hasta que no quedaba ninguna. Yo celebraba ruidosamente cada tarjeta que acertaba, sobre todo si se había equivo­cado en una antes. Todas las noches hacíamos de esa manera con todas las tarjetas. Yo siempre controlaba el tiempo con un cronómetro. Le prometí que cuando hi­ciera todas las tarjetas en ocho minutos, sin respuestas incorrectas, dejaríamos de hacerlo todas las noches. A David le pareció un objetivo imposible. La primera noche le llevó 52 minutos, la segunda 48, después 45, 44, 41, después bajó de los 40 minutos. Celebrábamos cada reducción. Yo llamaba a mi esposa, y lo abrazába­mos y nos reíamos. A fines del mes, estaba haciendo todas las tarjetas perfectamente en menos de ocho mi­nutos. Cuando hacía un pequeño adelanto, pedía hacerlo otra vez. Había hecho el descubrimiento fantás­tico de que aprender era fácil y divertido.

"Naturalmente, sus notas en aritmética dieron un sal­to. Es increíble cuánto más fácil resulta la aritmética cuando uno puede multiplicar bien. Se asombró él mis­mo de traer una buena nota en matemáticas. Nunca antes había llegado a un nivel tan bueno. Y eso arrastró otros cambios, a una velocidad casi increíble. Su lectura mejoró rápidamente, y empezó a usar su talento natural para el dibujo. Ese mismo año, el maestro de ciencia le asignó la tarea de dar una clase. El quiso desarrollar una serie de modelos, altamente complejos, para demostrar el efecto de las palancas. Ese trabajo no sólo exigía ha­bilidad en el dibujo y la fabricación de modelos, sino también en matemáticas aplicadas. Su clase ganó el pri­mer premio en la feria científica de la escuela, y fue enviada a la competencia interescolar y ganó el tercer premio de toda la ciudad de Cincinnati.

"Con eso bastó. Aquí estaba el chico que había repe­tido dos grados, que había sido diagnosticado con `lesión cerebral', al que sus compañeros de clase habían llama­do `Frankenstein' y le habían dicho que los sesos se le habían salido por la herida. De pronto descubría que realmente podía aprender y lograr cosas. ¿El resultado?

A partir del último término del octavo grado y a lo lar­go de toda la secundaria, nunca dejó de estar en el cuadro de honor. No bien descubrió que aprender era fácil, toda su vida cambió."

Si quiere ayudar a los otros a mejorar, recuerde la...

REGLA 8

Aliente a la otra persona. Haga que los errores parezcan fáciles de corregir.

 

 
 
 
 

 
 

 
         
         
       
       
       
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