Por esta razón, tampoco la segunda parte pretende ser completa, a
pesar de que nos hemos esforzado por tomar en consideración y
abarcar con nuestras explicaciones todos los ámbitos corporales, a
fin de que el lector pueda examinar su síntoma concreto. Después de
tratar de sentar una base filosófica, en este último capítulo de la
parte teórica se ofrecen unas normas básicas para la interpretación
de los síntomas. Es la herramienta que, con un poco de práctica,
permitirá al interesado interrogar en profundidad los síntomas de
modo coherente.
La causalidad en la medicina
El problema de la
causalidad tiene tanta importancia para nuestro tema porque tanto la
medicina académica como la naturista, la psicología como la sociología
tratan de averiguar las causas reales y auténticas de los síntomas de la
enfermedad y traer la salud al mundo mediante la eliminación de tales
causas. Así, unos indagan en los agentes patógenos y la contaminación
ambiental y los otros en los traumas de la primera infancia, los métodos
educativos o las condiciones del lugar de trabajo. Desde el contenido de
plomo del aire hasta la propia sociedad, nada ni nadie está a salvo de
ser utilizado como causa de enfermedad.
Nosotros, empero,
consideramos la búsqueda de las causas de la enfermedad el callejón sin
salida de la medicina y la psicología. Desde luego, mientras se busquen
causas no dejarán de encontrarse, pero la fe en el concepto causal
impide ver que las causas halladas sólo son resultado de las propias
expectativas. En realidad, todas las causas (Ursachen) no son
sino cosas (Sachen) como tantas otras cosas. El concepto de la
causa sólo se mantiene medianamente porque, en un punto determinado, uno
deja de preguntar por la causa. Por ejemplo, se puede hallar la causa de
una infección en unos determinados gérmenes, lo cual acarrea la pregunta
de por qué estos gérmenes han provocado la infección en un caso
específico. La causa puede hallarse en una disminución de las defensas
del organismo, lo cual, a su vez, plantea el interrogante de cuál pudo
ser la causa de esta disminución de las defensas. El juego puede
prolongarse indefinidamente, ya que incluso cuando, en la búsqueda de
causas, se llega al «Big Bang» siempre quedará la pregunta de
cuál pudo ser la causa de aquella primera explosión. . .
Por lo tanto, en la
práctica se opta por parar en un punto determinado y hacer como si el
mundo empezara en este punto. Uno se escuda en frases convencionales
como «locus minoris resistentiae», «factor hereditario»,
«debilidad orgánica» y conceptos similares cargados de
significado. Pero, ¿de dónde sacamos la justificación para elevar a
«causa» un eslabón cualquiera de una cadena? Es una falta de
sinceridad hablar de una causa o de una terapéutica causal, ya que, como
hemos visto, el concepto causal no permite el descubrimiento de una
causa.
Más acertado sería
trabajar con el concepto causal bipolar del que hablábamos al principio
de nuestras consideraciones sobre la causalidad. Desde este punto de
vista, una enfermedad estaría determinada desde dos direcciones, es
decir, desde el pasado y también desde el futuro. Con este modelo, la
finalidad tendría un determinado cuadro sintomático y la causalidad
actuante (efficiens) aportaría los medios materiales y corporales
necesarios para realizar el cuadro final. Con esta óptica, se vería ese
segundo aspecto de la enfermedad que, en la habitual consideración
unilateral, se pierde por completo: el propósito de la enfermedad y, por
consiguiente, la significación del hecho. Una frase no está determinada
por el papel, la tinta, las máquinas de imprenta, los signos de
escritura, etc., sino también y ante todo por el propósito de transmitir
una información.
No tiene por que ser tan
difícil comprender cómo, por la reducción a procesos materiales o a las
condiciones del pasado, puede perderse lo esencial y fundamental. Cada
manifestación posee forma y también contenido, consiste en unas partes y
también en una figura que es más que la suma de las partes. Cada
manifestación es determinada por el pasado y también por el futuro. La
enfermedad no es excepción. Detrás de un síntoma hay un propósito, un
fondo que, para adquirir formas, tiene que utilizar las posibilidades
existentes. Por ello, una enfermedad puede utilizar como causa todas las
causas imaginables.
Hasta ahora, el método de
trabajo de la medicina ha fracasado. La medicina cree que eliminando las
causas podrá hacer imposible la enfermedad, sin contar con que la
enfermedad es tan flexible que puede buscar y hallar nuevas causas para
seguir manifestándose. La cosa es muy simple: por ejemplo, si alguien
tiene el propósito de construir una casa, no podremos impedírselo
quitándole los ladrillos: la hará de madera. Desde luego, la solución
podría ser quitarle todos los materiales de construcción imaginables,
pero en el campo de la enfermedad esto tiene sus dificultades. Habríamos
de quitar al paciente todo el cuerpo, para asegurarnos que la enfermedad
no encuentra más causas.
Este libro trata de las
causas finales de la enfermedad y pretende completar la óptica
unilateral y funcional aportando el segundo polo que le falta. Queremos
dejar claro que nosotros no negamos la existencia de los procesos
materiales estudiados y descritos por la medicina, pero rebatimos con
toda energía la afirmación de que únicamente estos procesos son las
causas de la enfermedad.
Como queda expuesto, la
enfermedad tiene un propósito y una finalidad que nosotros hemos
descrito hasta ahora, en su forma más general y absoluta, con el término
de curación en el sentido de adquirir la unidad. Si dividimos la
enfermedad en sus múltiples formas de expresión sintomática que
representan todos los pasos hasta el objetivo, se puede interrogar con
profundidad cada síntoma, para averiguar cuál es su propósito y qué
información posee, y saber qué paso es el que procede dar en cada
momento. Esta pregunta puede y debe hacerse para cada síntoma y no puede
descartarse invocando el origen funcional. Siempre se encuentran
condiciones funcionales, pero precisamente por ello también se encuentra
siempre un significado esencial.
Por lo tanto, la primera
diferencia entre nuestro enfoque y la psicosomática clásica consiste en
la renuncia a una selección de los síntomas. Para nosotros cada síntoma
tiene su significado y no admitimos excepciones La segunda diferencia es
la renuncia al modelo causal utilizado por la psicosomática clásica,
orientado al pasado. Que la causa de un trastorno se atribuya a un
bacilo o a una madre perversa es secundario. El modelo psicosomático no
está resuelto, por el error fundamental que supone utilizar un concepto
causal unipolar. A nosotros no nos interesan las causas del pasado,
porque, como hemos visto, hay todas las que uno quiera, y todas son
importantes o intrascendentes por igual. Nuestro punto de vista puede
describirse bien con la «causalidad final», bien, o mejor, con el
concepto intemporal de la analogía.
El hombre posee un ser
independiente del tiempo que, desde luego, tiene que ser realizado y
asumido conscientemente en el transcurso del tiempo. A este modelo
interior se llama el ser. La trayectoria vital del
individuo es el camino que debe recorrer hasta encontrar este ser que es
símbolo del todo. El hombre necesita «tiempo» para encontrar esta
totalidad, y, no obstante, está ahí desde el principio. Precisamente
aquí reside la ilusión del tiempo: el individuo necesita tiempo para
encontrar lo que siempre ha sido. (Cuando algo resulte difícil de
entender, hay que volver a los ejemplos tangibles: en un libro está toda
la novela a la vez, pero el lector necesita tiempo para enterarse de
toda la acción que ha estado ahí desde el principio). Llamamos a este
proceso «evolución». La evolución es la realización consciente de
un modelo que ha existido siempre (es decir, intemporal). En este camino
hacia el conocimiento de uno mismo, continuamente surgen obstáculos y
espejismos o—dicho de otro modo—uno no puede o no quiere ver una parte
determinada del modelo. A estos aspectos no asumidos, los llamamos la
«sombra». La sombra denota su presencia y se realiza por medio del
síntoma de la enfermedad. Para poder comprender el significado de un
síntoma no se necesita en modo alguno el concepto del tiempo o del
pasado. La búsqueda de las causas en el pasado viene determinada por la
información propia, ya que, por medio de la proyección de la culpa, uno
traslada la propia responsabilidad a la causa.
Si interrogamos a un
síntoma acerca de su significado, la respuesta hace visible una parte de
nuestro propio esquema. Si indagamos en nuestro pasado, naturalmente
también en él hallamos las diversas formas de expresión de este esquema.
Con esto no debe montarse uno una causalidad: son más bien formas de
expresión paralelas, adecuadas al momento, de una misma problemática.
Para experimentar sus problemas, el niño necesita padres, hermanos y
maestros, y el adulto, pareja, hijos y compañeros de trabajo. Las
condiciones externas no ponen enfermo a nadie, pero el ser humano
utiliza todas las posibilidades y las pone al servicio de su enfermedad.
Es el enfermo el que convierte las cosas (Sachen) en causas (Ur-sachen).
El
enfermo es verdugo y víctima a la vez y sólo sufre por su propia
inconsciencia. Esta afirmación no es un juicio de valor, pues sólo el
«iluminado» carece de sombra, sino que tiene por objeto proteger al ser
humano de la aberración de sentirse víctima de unas circunstancias
cualesquiera, ya que con ello el enfermo se roba a sí mismo la
posibilidad de transformación. Ni los bacilos ni las radiaciones
provocan la enfermedad, sino que el ser humano los utiliza como medios
para realizar su enfermedad. (La misma frase, aplicada a otro plano,
suena mucho más natural: ni los colores ni el lienzo hacen el cuadro
sino que el artista los utiliza como medios para realizar su pintura.)
Después de todo lo dicho,
debería ser posible poner en práctica la primera regla básica para la
interpretación de los cuadros patológicos de la Segunda Parte.
1ra. regla:
en la interpretación de los síntomas, renunciar a las aparentes
relaciones causales en el plano funcional. Estas siempre se encuentran y
su existencia no se discute. Sin embargo, no son aptas para la
interpretación de un síntoma. Nosotros interpretamos el síntoma
únicamente en su manifestación cualitativa y subjetiva. Las cadenas
causales fisiológicas, morfológicas, químicas, nerviosas, etc., que
puedan utilizarse para la realización del síntoma son indiferentes para
la explicación de su significado. Para reconocer una sustancia sólo
importa que algo es y cómo es, no por qué es.
La causalidad temporal de la
sintomatología
A pesar de que, para
nuestras preguntas, el pasado carece de importancia, sí es importante y
revelador el momento en el que se manifiesta el síntoma. El momento
exacto en el que aparece un síntoma puede aportar información
trascendental sobre la índole de los problemas que se manifiestan en el
síntoma. Todos los sucesos que discurren sincrónicamente a la aparición
de un síntoma forman el marco de la sintomatología y deben ser
considerados en su conjunto.
Para ello, no sólo hay
que contemplar hechos externos sino también y ante todo examinar
procesos internos. ¿Qué pensamientos, temas y fantasías ocupaban al
individuo cuando se presentó el síntoma? ¿Cuál era su ánimo? ¿Se habían
producido noticias o cambios trascendentales en su vida? Con frecuencia,
precisamente los hechos calificados de triviales e insignificantes
resultan importantes. Puesto que con el síntoma se manifiesta una zona
reprimida, todos los hechos relacionados con él también habrán sido
desechados y minusvalorados.
En general, no se trata
de las grandes cosas de la vida de las que se ocupa el individuo
conscientemente. Las cosas cotidianas, pequeñas e insignificantes suelen
revelar las zonas conflictivas reprimidas. Síntomas agudos como
resfriado, mareo, diarrea, ardor de estómago, dolor de cabeza, heridas y
similares, son muy sensibles al factor tiempo. Merece la pena tratar de
recordar lo que uno hacía, pensaba o imaginaba en aquel momento. Cuando
uno se hace la pregunta, bueno será que considere la primera idea que le
venga a la cabeza y no se precipite a desecharla por incongruente.
Ello requiere práctica y
mucha sinceridad consigo mismo o, mejor dicho, desconfianza consigo
mismo. El que se precie de conocerse bien y de saber inmediatamente lo
que es válido y lo que no lo es, nunca podrá anotarse grandes éxitos en
el campo del autoconocimiento. El que, por el contrario, parte de la
idea de que cualquier animal de la calle lo conoce mejor de lo que él se
conoce, va por buen camino.
2da. regla:
analizar el momento de la aparición de un síntoma. Indagar en la
situación personal, pensamientos, fantasías, sueños, acontecimientos y
noticias que sitúan el síntoma en el tiempo.
Analogía y simbolismo del
síntoma
Ahora llegamos a la técnica de la interpretación propiamente dicha, la
cual no es fácil exponer y enseñar con palabras. Primariamente, es
necesario dominar el lenguaje y aprender a escuchar. La palabra es un
medio portentoso para descubrir temas profundos e invisibles.
La palabra posee su
propia sabiduría que sólo comunica a quien sabe escuchar. Nuestra época
tiende a utilizar la palabra descuidada y arbitrariamente con lo que ha
perdido el acceso al verdadero significado de los conceptos. Dado que
también la palabra se inscribe en la polaridad, es polivalente, ambigua.
Casi todos los conceptos se mueven en varios planos a la vez. Por lo
tanto, tenemos que recuperar la facultad de percibir la palabra en todos
sus planos al mismo tiempo.
Casi todas las frases que
aparecen en la Segunda Parte de este libro se refieren, por lo menos, a
dos planos; si alguna parece trivial será porque se ha pasado por alto
el segundo plano, su doble significado. Para llamar la atención sobre
los pasajes importantes, hemos utilizado la cursiva y el guión. No
obstante, en definitiva, todo depende de la sensibilidad de cada cual
para la palabra. El buen oído para la palabra es como el buen oído para
la música: no se adquiere, aunque, en cierta medida, puede ejercitarse.
Nuestro lenguaje es
psicosomático. Casi todas las frases y palabras con las que expresamos
estados físicos están extraídas de experiencias corporales. El individuo
sólo puede comprender lo que le resulta aprehensible. Esto nos daría
tema para una extensa disertación que puede sintetizarse así: el ser
humano, para cada experiencia y cada paso de su conciencia, ha de
utilizar el camino del cuerpo. Al ser humano le es imposible asumir
conscientemente los principios que no hayan descendido a lo corporal. Lo
corporal nos impone una tremenda vinculación que habitualmente nos causa
miedo, pero sin esta vinculación no podemos establecer contacto con el
principio. Este razonamiento conduce también al reconocimiento de que no
se puede proteger al hombre de la enfermedad.
Pero volvamos al
significado del lenguaje para nuestro tema. El que ha aprendido a
percibir la ambivalencia psicosomática del lenguaje comprueba que el
enfermo, al hablar de sus síntomas corporales, suele describir un
problema psíquico: éste tiene tan mal la vista que no puede ver las
cosas claras —el otro sufre un resfriado y está hasta las narices—, el
de más allá no puede agacharse porque está agarrotado —otro ya no traga
más—, hay quien no oye nada, y quien, del picor, se arrancaría la piel.
Uno no puede sino escuchar, mover la cabeza y comprobar: «¡La
enfermedad nos hace sinceros!» (Con el empleo del latín para
designar las enfermedades, la medicina académica ha procurado hábilmente
impedir que las palabras nos revelen esta relación esencial.)
En todos
estos casos, el cuerpo tiene que experimentar lo que el individuo no ha
asumido con la mente. Por ejemplo, una persona no se atreve a reconocer
que en realidad está deseando arrancarse la piel, o sea, romper la
envoltura de lo cotidiano, y el deseo inconsciente, a fin de darse a
conocer, se plasma en el cuerpo, utilizando como síntoma una erupción.
Con la erupción como pretexto, el individuo se atreve al fin a expresar
en voz alta su deseo: «¡Me arrancaría la piel!» Y es que ahora ya tiene
una causa física y esto es algo que hoy en día todo el mundo se toma en
serio. O el caso de la empleada que no se atreve a reconocer ni ante sí
misma ni ante el jefe que está hasta las narices y que le gustaría
quedarse en casa un par de días; trasladada al terreno físico, no
obstante, la congestión nasal se acepta sin dificultad y conduce al
resultado apetecido.
Además de captar el doble
significado del lenguaje también es importante poseer la facultad del
pensamiento analógico. La ambivalencia del lenguaje se basa en la
analogía. Por ejemplo, si se dice de un hombre que no tiene corazón, a
nadie se le ocurrirá suponer que le falta ese órgano, como tampoco
tomará al pie de la letra la recomendación de andarse con todo. Son
expresiones que utilizamos en sentido analógico, utilizando algo
concreto en representación de un principio abstracto. Al decir que no
tiene corazón aludimos a la falta de una cualidad que, en virtud de un
simbolismo arquetípico, siempre se ha relacionado analógicamente con el
corazón. El mismo principio se representa también con el sol o con el
oro.
El pensamiento analógico
exige la facultad de la abstracción, porque hay que reconocer en lo
concreto el principio que en él se expresa y trasladarlo a otro plano.
Por ejemplo, la piel desempeña en el cuerpo humano, entre otras, las
función de envoltura y barrera respecto al exterior. Si alguien quiere
arrancarse la piel es que quiere saltar una barrera. Por lo tanto,
existe una analogía entre la piel y, pongamos por caso, unas normas que
tienen en el plano psíquico la misma función que la piel en el somático.
Cuando damos a la piel la equivalencia de unas normas no estamos
atribuyéndole una identidad ni estableciendo una relación causal sino
que nos referimos a la analogía del principio. Así, como veremos más
adelante, las toxinas acumuladas en el cuerpo son indicio de conflictos
en la mente. Esta analogía no significa que los conflictos produzcan
toxinas ni que las toxinas creen conflictos. Unas y otros son
manifestaciones análogas en planos diversos.
Ni la mente genera
síntomas corporales ni los procesos corporales determinan alteraciones
psíquicas. Sin embargo, en cada plano encontramos siempre el modelo
análogo. Todos los elementos contenidos en la mente tienen su
contrapartida en el cuerpo y viceversa. En este sentido, todo es
síntoma. La afición al paseo o la posesión de labios finos tienen tanta
calidad de síntoma como unas amígdalas purulentas. (Véase el
procedimiento del anamnesis utilizado por la homeopatía.) Los síntomas
se diferencian únicamente en la valoración subjetiva que su poseedor les
atribuye. A fin de cuentas, son el repudio y la resistencia los que
convierten un síntoma cualquiera en síntomas de enfermedad. La
resistencia nos revela también que un determinado síntoma es expresión
de una zona de la sombra, porque todos aquellos síntomas que expresan
nuestra alma consciente nos son queridos y los defendemos como expresión
de nuestra personalidad.
La vieja pregunta acerca
del límite entre sano y enfermo, normal y anormal sólo puede contestarse
desde la valoración subjetiva, o no puede contestarse en absoluto.
Cuando examinamos síntomas corporales y los explicamos psicológicamente,
en primer lugar instamos al individuo a dirigir su mirada hacia un
terreno hasta ahora inexplorado, para comprobar que así es. Lo que se
manifiesta en el cuerpo está también en el alma: así abajo como arriba.
No se trata de modificar o eliminar algo inmediatamente sino todo lo
contrario: hay que aceptar lo que hemos visto, ya que una negación
volvería a relegar esta zona a la sombra.
Sólo la reflexión nos
hace conscientes: si la ampliación de la conciencia produce
automáticamente una modificación subjetiva, ¡fantástico! Pero todo
propósito de modificar algo produce el efecto contrario. El propósito de
dormirse enseguida es el medio más seguro para permanecer despierto;
olvidamos el propósito y el sueño viene solo. La falta de propósito
representa aquí el exacto punto intermedio entre el deseo de evitar y el
de incitar. Es la calma del punto intermedio lo que permite que suceda
algo nuevo. El que combate o persigue nunca alcanza su objetivo. Si, en
nuestra interpretación de los cuadros clínicos, alguien percibe un tono
peyorativo o negativo, ello es indicio de que la propia valoración le
cohibe. Ni las palabras ni las cosas, ni los hechos pueden ser buenos o
malos, positivos o negativos por sí mismos; la valoración se produce
sólo en el observador.
Por consiguiente, en
nuestro tema es grande el peligro de incurrir en semejantes equívocos,
ya que en los síntomas de las enfermedades se manifiestan todos los
principios que son valorados muy negativamente, tanto por el individuo
como por la colectividad, lo que impide que sean vividos y vistos
conscientemente. Por consiguiente, con frecuencia tropezamos con los
temas de la agresividad y la sexualidad, los cuales, en el proceso de
adaptación a las normas y escalas de valores de una comunidad, suelen
ser víctimas fáciles de la represión y tienen que buscar su realización
por caminos secretos. La indicación de que detrás de un síntoma hay pura
agresividad no es en modo alguno una acusación sino la clave que
permitirá descubrir y reconocer en uno mismo esta actitud. Al que
pregunte con espanto qué horrores no ocurrirían si la gente no se
reprimiera debe bastarle saber que la agresividad también está ahí
aunque no la miremos y que no por mirarla se hará mayor ni peor.
Mientras la agresividad (o cualquier otro impulso) permanece en la
sombra se sustrae a la conciencia y esto es lo que la hace peligrosa.
Para poder seguir
nuestras explicaciones debidamente, hay que distanciarse de las
valoraciones habituales. Al mismo tiempo, es conveniente sustituir un
pensamiento excesivamente analítico y racional por un pensamiento
plástico, simbólico y analógico. Los conceptos y asociaciones
idiomáticas nos permiten captar la imagen con más rapidez que un
razonamiento árido. Son las facultades del hemisferio derecho las más
aptas para descubrir el significado de los cuadros de la enfermedad.
3ª. regla:
hacer abstracción del síntoma convirtiéndolo en principio y trasladarlo
al plano psíquico. Escuchar con atención las expresiones idiomáticas,
las cuales pueden servirnos de clave, ya que nuestro lenguaje es
psicosomático.
Las consecuencias obligadas
Casi todos los síntomas
nos obligan a cambios de conducta que se clasifican en dos grupos: por
un lado, los síntomas nos impiden hacer las cosas que nos gustaría hacer
y, por otro lado, nos obligan a hacer lo que no queremos hacer. Una
gripe, por ejemplo, nos impide aceptar una invitación y nos obliga a
quedarnos en la cama. Una fractura de una pierna nos impide hacer
deporte y nos obliga a descansar. Si atribuimos a la enfermedad
propósito y sentido, precisamente los cambios impuestos en la conducta
nos permiten sacar buenas conclusiones acerca del propósito del síntoma.
Un cambio de conducta obligado es una rectificación obligada y debe ser
tomado en serio. El enfermo suele oponer tanta resistencia a los cambios
obligados de su forma de vida que en la mayor parte de los casos trata
por todos los medios de neutralizar la rectificación lo antes posible, y
seguir su camino, impertérrito.
Nosotros, por el
contrario, consideramos importante dejarse trastornar por el trastorno.
Un síntoma no hace sino corregir desequilibrios: el hiperactivo es
obligado a descansar, el superdinámico es inmovilizado, el comunicativo
es silenciado. El síntoma activa el polo rechazado. Tenemos que prestar
atención a esta intimación, renunciar voluntariamente a lo que se nos
arrebata y aceptar de buen grado lo que se nos impone. La enfermedad
siempre es una crisis y toda crisis exige una evolución. Todo intento de
recuperar el estado de antes de una enfermedad es prueba de ingenuidad o
de tontería. La enfermedad quiere conducirnos a zonas nuevas,
desconocidas y no vividas; cuando, consciente y voluntariamente,
atendemos este llamamiento damos sentido a la crisis.
4ª. regla:
las dos preguntas: «¿Qué me impide este síntoma?» y «¿Qué me impone
este síntoma?», suelen revelar rápidamente el tema central de la
enfermedad.
Equivalencia de síntomas
contradictorios
Al tratar de la polaridad
vimos que detrás de cada llamado par de contrarios hay una unidad.
También en torno a un tema común puede girar una sintomatología
contradictoria. Por consiguiente, no es un contrasentido que tanto en el
estreñimiento como en la diarrea encontramos como tema central el
mandato de «desconectarse». Detrás de la presión sanguínea muy alta o
muy baja encontraremos la huida de los conflictos. Al igual que la
alegría puede manifestarse tanto con la risa como con el llanto y el
miedo unas veces paraliza y otras hace salir corriendo, cada tema tiene
la posibilidad de manifestarse en síntomas aparentemente contrarios.
Hay que señalar que,
aunque se viva con especial intensidad un tema determinado, ello no
quiere decir que el individuo no haya de tener problema con ese tema ni
que lo haya asumido conscientemente. Una gran agresividad no significa
que el individuo no tenga miedo, ni una sexualidad exuberante, que no
padezca problemas sexuales. También aquí se impone la óptica bipolar.
Cada extremo apunta con bastante precisión a un problema. Tanto a los
tímidos como a los bravucones les falta seguridad en sí mismos. El
apocado y el fanfarrón tienen miedo. El término medio es el ideal. Si de
algún modo se alude a un tema, ello significa que en él hay algo por
resolver.
Un tema o un problema
puede manifestarse a través de diversos órganos y sistemas. No hay ley
que obligue a un tema a elegir un síntoma determinado para realizarse.
Esta flexibilidad en la elección de las formas determina el éxito o el
fracaso en la lucha contra el síntoma. Desde luego, se puede combatir y
prevenir un síntoma por medios funcionales, pero en tal caso el problema
elegirá a otra forma de manifestación: es el llamado desplazamiento del
síntoma. Por ejemplo, el problema del hombre sometido a tensión puede
manifestarse tanto por hipertensión, hipertonía muscular, glaucoma,
abscesos, etc., como por la tendencia a someter a tensión a los que le
rodean. Si bien cada variante tiene una coloración especial, todos los
síntomas expresan el mismo tema básico. Quien observe detenidamente el
historial clínico de una persona desde este punto de vista, rápidamente
hallará el hilo conductor que, generalmente, habrá pasado por alto al
enfermo
Etapas de escalada
Si bien un síntoma hace
completo al ser humano al realizar en el cuerpo lo que falta en la
conciencia, es posible que este proceso no resuelva el problema
definitivamente. Porque el ser humano sigue estando mentalmente
incompleto hasta que ha asimilado la sombra. Para ello el síntoma
corporal es un proceso necesario pero nunca la solución. El hombre sólo
puede aprender, madurar, sentir y experimentar con la conciencia. Aunque
el cuerpo es una condición necesaria para esta experiencia, hay que
reconocer que el proceso de aprehensión y tratamiento se produce en la
mente.
Por ejemplo, el dolor lo
sentimos exclusivamente en la mente, no en el cuerpo. También en este
caso, el cuerpo sólo sirve de medio para transmitir una experiencia en
este plano (...el dolor fantasma* demuestra que tampoco es
imprescindible el cuerpo). Nos parece importante, a pesar de la íntima
relación existente entre la mente y el cuerpo, mantener perfectamente
separados uno de otro, para comprender debidamente el proceso de
aprendizaje por la enfermedad. Hablando gráficamente, el cuerpo es un
lugar en el que un proceso que viene de arriba llega al punto más bajo y
da la vuelta para volver a subir. Una pelota que cae necesita tropezar
con la resistencia de un suelo material en el que rebotar hacia arriba.
Si mantenemos esta «analogía arriba–abajo» los procesos mentales
descienden a lo corporal para realizar aquí su giro y poder volver a
subir a la esfera de la mente.
Todo
principio arquetípico tiene que condensarse hasta la encarnación y
plasmación material para poder ser vivido y aprehendido por el ser
humano. Pero, al vivirlo, abandonamos nuevamente el plano material y
corporal y nos elevamos a lo mental. El aprendizaje consciente, por un
lado, justifica una manifestación y, por el otro, la hace innecesaria.
Esto, aplicado a la enfermedad, significa que un síntoma no puede
resolver el problema en el plano corporal sino sólo proporcionar el
medio para realizar un aprendizaje.
Todo lo que pasa en el
cuerpo da experiencia. Hasta qué punto de la conciencia llegará la
experiencia en cada caso no puede predecirse. Aquí rigen las mismas
leyes que en todo proceso de aprendizaje. Por ejemplo, un niño, con cada
cuenta que hace, aprende algo, pero no se sabe cuándo llegará a captar
el principio matemático del cálculo. Hasta que lo capte, cada cuenta le
hará sufrir un poco. Sólo la captación del principio (fondo) despoja la
cuenta (forma) de su carácter doloroso. Análogamente, cada síntoma es un
llamamiento a ver y comprender el problema de fondo. Si esto no se
consigue porque uno, por ejemplo, no ve lo que hay más allá de la
proyección y considera el síntoma como un trastorno fortuito de carácter
funcional, las llamadas a la comprensión no sólo continuarán sino que se
harán más perentorias. A esta progresión que va desde la suave
sugerencia hasta la más severa presión lo llamamos fases de escalada. A
cada fase, aumenta la intensidad con la que el destino incita al ser
humano a cuestionarse su habitual visión y asumir conscientemente algo
que hasta ahora mantenía reprimido. Cuanto mayor es la propia
resistencia, mayor será la presión del síntoma.
A
continuación desglosamos la escalada en siete etapas. Con esta división
no pretendemos fijar un sistema absoluto y rígido sino exponer
sinópticamente la idea de la escalada:
1.
Presión
psíquica (pensamientos, deseos, fantasías);
2.
Trastornos
funcionales;
3.
Trastornos
físicos agudos (inflamaciones, heridas, pequeños accidentes);
4.
Afecciones
crónicas;
5.
Procesos
incurables, alteraciones orgánicas, cáncer;
6.
Muerte (por
enfermedad o accidente);
7.
Defectos o trastornos congénitos (karma).
*Se
llama dolor fantasma al que siente un amputado en el miembro que ya no
tiene.
Antes de que un problema se
manifieste en el cuerpo como síntoma, se anuncia en la mente como tema,
idea, deseo o fantasía. Cuanto más abierto y receptivo sea un individuo
a los impulsos del inconsciente y cuanto más dispuesto está a dar
expansión a estos impulsos tanto más dinámica (y heterodoxa) será la
trayectoria vital del individuo. Ahora bien, el que se atiene a unas
ideas y normas bien definidas no puede permitirse ceder a impulsos del
inconsciente que ponen en entredicho el pasado y sugieren nuevas
prioridades. Por lo tanto, este individuo enterrará la fuente de la que
suelen brotar los impulsos y vivirá convencido de que «eso no va con
él».
Este empeño de
insensibilizarse en lo psíquico provoca la primera fase de la escalada:
uno empieza a tener un síntoma pequeño, inofensivo, pero persistente.
Con ello se ha realizado un impulso, a pesar de que se pretendía evitar
su realización. Porque también el impulso psíquico tiene que ser
realizado, es decir, vivido, para descender a lo material. Si esta
realización no es admitida voluntariamente, se producirá de todos modos,
a través de los síntomas. En este punto se puede advertir la validez de
la regla que dice que todo impulso al que se niegue la integración
volverá a nosotros aparentemente desde fuera.
Después de los trastornos
funcionales a los que, tras la resistencia inicial, el individuo se
resigna, aparecen los síntomas de inflamación aguda que pueden
instalarse casi en cualquier parte del cuerpo, según el problema. El
profano reconoce fácilmente estas afecciones por el sufijo «–itis».
Toda enfermedad inflamatoria es una clara incitación a comprender algo y
pretende —como explicamos extensamente en la Segunda Parte— hacer
visible un conflicto ignorado. Si no lo consigue —al fin y al cabo,
nuestro mundo es enemigo no sólo de los conflictos sino también de las
infecciones— las inflamaciones agudas adquieren carácter crónico («–osis»).
El que desoye la incitación a cambiar, se carga con un acompañante
inoportuno decidido a no abandonarle en mucho tiempo. Los procesos
crónicos suelen acarrear alteraciones irreversibles calificadas de
enfermedades incurables.
Este proceso, más tarde o
más temprano, conduce a la muerte. A esto podrá aducirse que la vida
acaba siempre en la muerte y, por lo tanto, la muerte no puede
considerarse una fase de la escalada. Pero no hay que pasar por alto que
la muerte siempre es una mensajera, dado que recuerda inequívocamente a
los humanos la simple verdad de que toda la existencia material tiene
principio y final y que, por lo tanto, es insensato aferrarse a ella. El
mensaje de la muerte siempre es el mismo: ¡Libérate! ¡Libérate de la
ilusión del tiempo y libérate de la ilusión del yo! La muerte es
síntoma en tanto que expresión de la polaridad y, como todo síntoma, se
cura con la consecución de la unidad.
Con el último paso de la
escalada, el de los defectos o trastornos congénitos, se cierra el
círculo. Porque todo lo que el individuo no haya comprendido antes de su
muerte, será un problema que gravará su conciencia en la siguiente
encarnación. Con esto tocamos un tema que todavía no ha adquirido carta
de naturaleza en nuestra cultura. Desde luego, éste no es lugar adecuado
para discutir acerca de la doctrina de la reencarnación, pero hemos de
reconocer que nosotros creemos en ella, ya que, de lo contrario, en
algunos casos, nuestra explicación de la enfermedad y la curación no
sería coherente. Porque a muchos les parece que el concepto de los
síntomas de la enfermedad no es aplicable a las enfermedades infantiles
ni, por descontado, a las afecciones congénitas.
La doctrina de la
reencarnación puede ser la explicación. Desde luego, existe el peligro
de que se nos ocurra buscar en vidas anteriores las «causas» de la
enfermedad actual, empeño no menos descabellado que el de buscarlas en
esta vida. Ya hemos visto, no obstante, que nuestra conciencia precisa
la noción de linealidad y tiempo para observar los procesos en el plano
de la existencia polar. Por consiguiente, también la idea de una «vida
anterior» es un método necesario y consecuente para contemplar el camino
que ha de recorrer la conciencia en su aprendizaje.
Por ejemplo: un individuo
se despierta una mañana cualquiera y decide programar a su antojo el
nuevo día. Ajeno a este propósito, el recaudador de impuestos se
presenta a primera hora de la mañana a cobrar, a pesar de que ese día
nuestro hombre no ha hecho ninguna transacción comercial. La medida en
que esta visita sorprenda a nuestro hombre dependerá de su disposición a
responder por los días, meses y años que han precedido a este día o
quiera circunscribirse únicamente al día de hoy. En el primer caso, la
visita del recaudador no le causará extrañeza, como tampoco se asombrará
de su configuración corporal ni otras circunstancias que acompañan al
nuevo día. Él comprenderá que no puede construir el nuevo día a su
antojo, puesto que existe una continuidad que, a pesar de la
interrupción de la noche y el sueño, se mantiene en este nuevo día. Si
nuestro hombre considerara la interrupción producida por la noche como
justificación para identificarse sólo con el nuevo día y desentenderse
del pasado, las mencionadas manifestaciones tendrían que parecerle
grandes injusticias y obstáculos fortuitos y arbitrarios para sus
propósitos.
Sustitúyase en este
ejemplo el día por una vida y la noche por la muerte y se apreciará la
diferencia entre la filosofía de la vida que reconoce la reencarnación y
la que la niega. La reencarnación aumenta la dimensión del ámbito
contemplado, ensancha el panorama y, por lo tanto, hace más perceptible
el esquema. Ahora bien, si, como suele ocurrir, la reencarnación se
utiliza sólo para proyectar hacia atrás las causas aparentes, se hace de
ella un mal uso. Pero cuando el ser humano comprende que esta vida no es
sino un fragmento minúsculo de su camino de aprendizaje, le resulta más
fácil reconocer como justas y naturales las distintas posiciones en las
que cada cual viene al mundo que si cree que cada vida se produce como
una existencia única por la combinación casual de unos procesos
genéticos.
Para nuestro tema bastará
comprender que el ser humano viene al mundo con un cuerpo nuevo pero con
una conciencia vieja. El conocimiento que trae es fruto del aprendizaje
realizado. El ser humano trae también sus problemas específicos y
utiliza el entorno para plantearlos y dirimirlos. El problema no se
produce bruscamente en esta vida sino que sólo se manifiesta.
Desde luego, los
problemas tampoco se produjeron en anteriores encarnaciones, ya que los
problemas y conflictos son, como la culpa y el pecado, formas de
expresión irrenunciables de la polaridad y, por lo tanto, vienen dados.
En una exhortación esotérica encontramos la frase: «La culpa es la
imperfección de la fruta no madurada.» Un niño está tan sumido en
problemas y conflictos como un adulto. Desde luego, los niños suelen
tener un mejor contacto con el inconsciente y, por lo tanto, poseen el
valor de realizar espontáneamente los impulsos, siempre que «las
personas mayores que saben lo que les conviene» se lo permitan. Con
la edad suele aumentar la separación respecto al inconsciente y también
la petrificación en las propias normas y mentiras, con lo cual aumenta
también la vulnerabilidad a los síntomas de enfermedad. Y es que,
fundamentalmente, todo ser vivo que participa en la polaridad está
incompleto, es decir, enfermo.
Lo mismo puede decirse de
los animales. También aquí se muestra claramente la correlación entre la
enfermedad y formación de la sombra. Cuanto menor la diferenciación y,
por lo tanto, la vinculación a la polaridad, menor es la predisposición
a la enfermedad. Cuanto más se sume una criatura en la polaridad y, por
lo tanto, en el discernimiento, más expuesta está a la enfermedad. El
ser humano posee el discernimiento más desarrollado que conocemos y, por
lo tanto, experimenta con más intensidad la tensión de la polaridad; por
consiguiente, la enfermedad tiene en la especie humana mayor incidencia.
Las escalas de la
enfermedad deben entenderse como un mandato que se hace progresivamente
más perentorio. No hay grandes enfermedades ni accidentes que se
produzcan brusca e inopinadamente, como un chaparrón con cielo azul;
sólo hay personas que se empeñan en aferrarse al cielo azul. Quien no se
engaña no sufre desengaños.
La ceguera para consigo mismo
Durante la lectura de los siguientes cuadros de la enfermedad, sería
conveniente que asociaran cada uno de los síntomas descritos, a una
persona conocida, familiar o amigo, que padezca o haya padecido el
síntoma, con lo que podrían comprobar la validez de las asociaciones que
se establecen y la exactitud de las interpretaciones. Ello proporciona,
además, un buen conocimiento de las personas.
Pero todo esto deben
hacerlo ustedes mentalmente y en ningún caso agobiar al prójimo con sus
interpretaciones. Porque, a fin de cuentas, a ustedes no les afecta ni
el síntoma ni el problema del otro, y toda observación que le hagan sin
que se la pida será una impertinencia. Cada persona tiene que
preocuparse de sus propios problemas; nada puede contribuir al
perfeccionamiento de este universo en mayor medida. Si nosotros les
recomendamos que relacionen cada cuadro con una persona determinada, es
únicamente para convencerles de la validez del método y de lo acertado
de las asociaciones. Porque, si se limitan a observar su propio síntoma,
es probable que saquen la conclusión de que, «en este caso especial» la
interpretación no encaja sino todo lo contrario.
Aquí reside el mayor
problema de nuestra empresa: «La ceguera para con uno mismo.»
Esta ceguera es endémica. Un síntoma incorpora un principio que falta en
el conocimiento: nuestra interpretación da nombre a este principio y
señala que, si bien está presente en el ser humano, se encuentra en la
sombra y, por lo tanto, no puede ser visto. El paciente compara siempre
esta afirmación con el contenido de su conocimiento y comprueba que no
está. Con ello cree tener la prueba de que, en su caso, la
interpretación no es válida. Y pasa por alto lo esencial: precisamente,
que él no puede ver ese principio y que tiene que aprender a reconocerlo
a través del síntoma. Esto, desde luego, exige una labor consciente y
una lucha consigo mismo y no se resuelve de una simple ojeada.
Por lo tanto, cuando un
síntoma encierra agresividad, la persona tiene precisamente este síntoma
porque no ve la agresividad en sí misma, o la vive. Si esta persona, por
la interpretación, es informada de la presencia de la agresividad,
rechazará la idea con vehemencia, como la ha rechazado siempre o no la
tendría en la sombra. Por lo tanto, no es de extrañar que no advierta en
sí agresividad, porque, si la viera, no tendría ese síntoma. Sobre la
violencia de la reacción, puede deducirse lo acertado de una
interpretación. Las interpretaciones correctas empiezan por desencadenar
una especie de malestar, una sensación de miedo y, por consiguiente, de
rechazo. En estos casos, puede ser de gran ayuda un compañero o amigo al
que se pueda interrogar y que tenga el valor de decirnos las debilidades
que observa en nosotros. Pero aún es más seguro escuchar las
manifestaciones y críticas de los enemigos, porque siempre tienen razón.
Regla:
Cuando una observación es
acertada, duele.
RESUMEN DE LA TEORÍA
1.
La
conciencia humana es polar. Esto, por un lado, nos da discernimiento y,
por otro, nos hace incompletos e imperfectos.
2.
El ser
humano está enfermo. La enfermedad es expresión de su imperfección y, en
la polaridad, es inevitable.
3.
La
enfermedad del ser humano se manifiesta por síntomas. Los síntomas son
partes de la sombra de la conciencia que se precipitan en la materia.
4.
El ser
humano es un microcosmos que lleva latentes en su conciencia todos los
principios del macrocosmos. Dado que el hombre, a causa de su facultad
de decisión, sólo se identifica con la mitad de principios, la otra
mitad pasa a la sombra y se sustrae a la conciencia del hombre.
5.
Un principio
no vivido conscientemente se procura su justificación de existencia y de
vida a través del síntoma corporal. En el síntoma el ser humano tiene
que vivir y realizar aquello que en realidad no quería vivir. Así pues,
los síntomas compensan todas las unilateralidades.
6.
¡El síntoma
hace sincero al ser humano!
7.
En el
síntoma el ser humano tiene aquello que le falta en la conciencia.
8.
La curación
sólo es posible cuando el ser humano asume la parte de la sombra que el
síntoma encierra. Cuando el ser humano ha encontrado lo que le faltaba,
huelgan los síntomas.
9.
La curación
apunta a la consecución de la plenitud y la unidad. El hombre está
curado cuando encuentra su verdadero ser y se unifica con todo lo que
es.