-
Ustedes dos deberían
haberse separado hace años – dijo a su clienta.
Pero
la mujer se limitó a sonreír enigmáticamente, explicando que, en los
primeros tiempos de casada, había consultado a otro psíquico; este
le había dicho que, en otra vida, su esposo había sido un hijo al
que ella abandonó y que, como resultado, padeció terribles
sufrimientos y murió.
- Así
que ya ve usted –dijo la mujer, con una intensa decisión en la voz-:
de ningún modo puedo abandonarlo otra vez en esta vida.
-
Pues será mejor que lo haga –le informó mi amiga, la psíquica-,
porque tal como están las cosas, ¡lo está matando otra vez!
RELACIONES Y
DESTINO
Por muchos años me rondó en la mente la historia de esa
mujer, decidida a asegurar la seguridad de su esposo a cualquier
precio, con lo cual provocaba justamente el fin que deseaba evitar.
Me parecía una alegoría críptica, una versión en términos de
relaciones del clásico cuento de John O’Hara: “Cita en Samarra”.
Quizá recuerdes ese relato en el que un hombre se entera en el
mercado, una mañana, de que la Muerte irá a buscarlo esa misma
noche. Desesperado por evitar su destino, el hombre huye
aterrorizado y viaja durante todo el día, hasta bien entrada la
noche; cuando considera que ha puesto suficiente distancia entre él
y la Muerte, decide detenerse a descansar. Ya entrada la noche, en
la lejana Samarra, se encuentra de pronto cara a cara con la Muerte,
que lo alaba por haber sabido presentarse a tiempo a la cita, pese a
haber fijado un sitio tan lejano de su hogar.
Esta escalofriante leyenda y el relato de la cliente de
la psíquica parecen estar expresando lo mismo: que sellamos nuestro
destino con los mismos esfuerzos que haceos para evitarlo. En
verdad, se diría que, cuando creemos estar escapando no hacemos más
que correr a toda prisa para abrazar el fin temido. Sobre todo en
las relaciones, parecen existir corrientes ocultas que utilizan
nuestros deseos e intenciones conscientes para producir el efecto
opuesto. Por cierto, parecería que cualquier relación significativa
tiene, en realidad, una vida independiente con un propósito muy
oculto a nuestra conciencia.
¿Se corresponde esto con tu propia experiencia, en algún
sentido? ¿Nunca has tenido la sensación de que, contrariamente a
todos tus deseos y motivos conscientes con respecto a una persona
cercana, existe una fuerza invisible e irresistible que maneja
vuestra relación y la define? ¿Qué, como ene l caso de la mujer
malcasada, tus mejores esfuerzos por evitar el desastre y navegar
hacia puerto seguro sólo sirven para impulsarte a encallar en los
mismos bajíos que tanto tratabas de esquivar? Pero si tal es el
caso, ¿por qué se produce y qué finalidad cumple?
EL VERDADERO
PROPÓSITO DE LAS RELACIONES
Cuando miro hacia atrás, desde la perspectiva de casi
cincuenta años, caigo en la cuenta de que he vivido tratando de
hallar la clave básica para explicar por qué nosotros, los seres
humanos, solemos soportar tantos sufrimientos en las relaciones con
el prójimo. En mis quince años de psicoterapeuta descubrí muchas
cosas… pero nunca la clave. Como aquel a quien los árboles impiden
ver el bosque, estaba demasiado cerca, demasiado enredada en los
detalles de mi vida y las de mis pacientes como para ver el cuadro
general. Necesitaba una mayor distancia. Y la vida me dio lo que me
hacía falta. El panorama se despejó y pasé seis años observando,
leyendo, cavilando… hasta que comencé a comprender.
Por fin comprendí que nuestras relaciones más
significativas existen por un motivo muy diferente del que creemos,
ya personalmente como individuos o colectivamente como sociedad. Su
verdadera finalidad no es hacernos felices, satisfacer nuestras
necesidades ni definir nuestro sitio en la sociedad, ni tampoco
mantenernos fuera de peligro… sino hacernos crecer hacia la Luz.
El hecho simple es que, junto con esas personas a las
que estamos vinculadas por parentesco, casamiento o amistad
profunda, nos hemos fijado un rumbo con riesgos y obstáculos ideados
para llevarnos de un punto de la evolución a otro. De hecho, cuando
tratamos de comprender la naturaleza de nuestras relaciones humanas,
muchas veces difíciles, haríamos bien en recordar que existe una
eficiencia impecable e implacable en el Universo, cuya meta es la
evolución de la conciencia. Y siempre, siempre, el combustible de
esa evolución es el deseo.
En la raíz misma de la Creación está el deseo de la Vida
de manifestarse en la forma. Esto es la voluntad-de-ser. E implícita
en todas las formas, desde la más baja a la más evolucionada, está
el deseo o la voluntad-de-devenir. ¿Devenir qué? En expresión, en
materia física de la Fuerza tras la Creación, una expresión más
grande y plena, más completa, pura y perfecta. Esta
voluntad-de-devenir existe en todos los sectores, desde el átomo más
diminuto hasta la suma del Universo físico; desde las regiones más
exaltadas de la existencia hasta este plano físico en el que moramos
nosotros, la humanidad. Aunque nuestra perspectiva, necesariamente
limitada, parecería a veces negar este hecho, los humanos nos vemos
impulsados hacia ese Devenir con todo el resto de la Creación.
El alma, que nos envía por el Camino, es obligada por el
deseo a acercarse más a Dios. Nosotros, como personalidades,
facilitamos esta meta por nuestro propio deseo natural de buscar el
placer y evitar el dolor. Para aquellos de nosotros que satisfacemos
con relativa facilidad las necesidades fundamentales de comida,
techo y seguridad, son las relaciones humanas las que nos
proporcionan tanto la zanahoria como la vara que nos mantiene en
movimiento. De allí el niño difícil; el adolescente rebelde; el
padre que defrauda, el que rechaza o el desvalido que nos ahoga; el
amigo que nos traiciona; el empleador que nos explota; el ser amado
que no nos corresponde; el cónyuge que nos desilusiona o nos
critica, que nos abandona o muere; las personas que ocupan nuestros
pensamientos y juegan con nuestras emociones, aquellos con quienes
vivimos, los que provocan nuestras ansias o nuestra preocupación,
competencia o rebeldía; aquellos por quienes nos sacrificamos y
sufrimos. Todos ellos nos empujan, arrastran y acicatean a lo largo
del Camino, que compartimos con ellos, el Camino hacia el Despertar.
¿Despertar de qué?, de las ilusiones que aún albergamos
con respecto a nosotros, el mundo y nuestro sitio en ese mundo; de
los defectos de carácter que aún debemos admitir y superar y, en
tanto avanzamos a una espiral más alta del Camino, despertar
gradualmente de todos nuestros deseos egoístas.
El siguiente relato describe uno de esos Despertares,
que se produjo como resultado de una relación dificultosa entre
padres e hijos.
Marleen se casó a los veintidós años con un hombre que acompañaba su
apellido de la cifra romana IV. Obviamente, su familia tomaba muy en
serio la estirpe y la herencia. Durante seis años, los cuatro
embarazos de Marleen terminaron en abortos espontáneos; después del
cuarto, que se presentó acompañado por graves complicaciones
médicas, le dijeron que no podría volver a concebir. Esta triste
novedad asestó al matrimonio un golpe mortal. El esposo se divorció
de ella y volvió a casarse muy pronto, con una mujer que, pronta y
responsablemente, produjo a un pequeño número V.
Marleen, destrozada por la doble pérdida de su marido y la esperanza
de tener hijos, logró por fin recuperarse y retomó los estudios
hasta licenciarse en periodismo. Después de la graduación, decidida
a aceptar con tanta alegría como pudiera su futuro sin hijos, se
dedicó activamente a escribir y viajar.
Alrededor de los treinta y cinco años, Marleen aceptó la propuesta
matrimonial de un viejo amigo, que a poco se había convertido en
algo mucho más importante; suponía que ese segundo casamiento
cambiaría en poco su estilo de vida, pero al cabo de un año se llevó
la sorpresa de descubrirse embarazada. A su debido tiempo tuvo una
hermosa hija de ojos brillantes y carácter inquieto.
La
pequeña Caitlin pasó de bebé exigente a niña imperiosa. A la madre,
tan agradecida por su existencia, le costaba decirle que no, ponerle
límites o frustrar de modo alguno a su preciosa hija, a quien
llamaba “la hija milagrosa”. El padre, hombre sereno y
despreocupado, gustaba de los límites tan poco como su esposa.
Pronto Caitlin se convirtió en una déspota desatada en el hogar y en
un monstruo de malos modales en público. Marleen y su esposo
concordaban en su manera de interpretar la conducta de la niña. No,
no era una criatura tiránica e indominable; sino una personita
audaz, temeraria e irreprimiblemente individualista. No se dieron
cuenta de que muchos amigos comenzaban a evitarlos a los tres.
Después de algunos años, muchos más difíciles de lo que Marleen
habría admitido, siquiera para sus adentros, decidió retomar su
carrera literaria. Trabajaba como corresponsal para el periódico de
la zona, que finalmente le encomendó un informe sobre varios asuntos
ambientales controvertidos, sobre los que ella mantenía fuertes
convicciones propias. Como no acostumbraba provocar controversias,
Marleen buscó el modo de evitar una colisión directa con el director
y los lectores, sin faltar a sus principios. Comenzaban a acumularse
las presiones.
En el
hogar la situación también se complicaba. Caitlin aumentaba
diariamente sus dictatoriales exigencias, sin que Marleeen dejara de
repetir lo afortunados que eran ella y su marido de tener esa hija
tan especial. Pero en un compartimento aparte de su mente comenzaba
a fantasear con volver a su independencia de soltera y a sus viajes.
De
pronto, tal como suele ocurrir cuando nos ponemos en una situación
sin salida, Marleen se encontró adoptando una postura injustificada
y feroz. Un día, iracunda por un asunto nimio, amenazó con abandonar
a su esposo y a su hija. Al oírse pronunciar esa amenaza quedó tan
espantada como su esposo. Caitlin, que ya tenía siete años, le
contestó a gritos con amenazas propias. Marleen, aturdida, llevó a
su esposo al dormitorio matrimonial.
Mientras Caitlin aullaba y atacaba la puerta a puntapiés, los padres
por fin comenzaron a enfrentar la pesadilla en que se les había
convertido su vida. La sola idea de tener que lidiar solo con
criatura tan empecinada resultaba espantosa para el suave carácter
del esposo, y de inmediato estuvo de acuerdo en que era preciso
poner límites. Juntos elaboraron un plan para frenar los caprichos
de su hija.
Alentados por el apoyo de los sufridos amigos que les quedaban y
quienes repararon en sus esfuerzos y los aprobaron decididamente,
los padres dejaron de ceder a las exigencias de Caitlin y de
aplacarla con halagos. Cada vez que tenía rabietas en público o en
casa, lanzando imprecaciones y amenazándolos con un odio terrible,
ellos establecían límites razonables y los imponían sin alterarse.
Mientras la disciplinaban se brindaban mutuamente aliento y
consuelo. Así descubrieron, sorprendidos, que crecía el afecto entre
ellos y que la vida sexual mejoraba. Después de años volvían a
sentir energías y entusiasmo de vivir. Aun en los peores momentos,
la guerra de voluntad con Caitlin les costaba menos energías que los
esfuerzos por n alterarla.
Por
fin acabó la lucha. De ella emergió una niña graciosa y mucho más
segura, en lugar de esa personita abrumada por la carga de una
libertad y un poder excesivos para su inmadurez.
También Marleen emergió más equilibrada de esa difícil prueba. En un
plano sutil, desde el nacimiento de Caitlin había dejado que la
pequeña se encargara de las expresiones firmes, las peleas y las
exigencias, mientras ella conservaba una pasiva y beatífica sonrisa.
Ahora, una nueva conciencia de su propia y considerable fuerza la
inspiró a proponer una columna al director del diario, en la cual
abordaba diversos temas, incluyendo aquellos que dividían ala
comunidad, encarados desde su perspectiva personal. El director
estuvo de acuerdo, seguro de que su suave humor natural entretendría
aun a quienes no compartían sus puntos de vista. En la actualidad
esta mujer, a quien le había resultado tan difícil tomar una
posición firme ante su hija, hace conocer sus opiniones tanto en el
hogar como en letras de molde.
Es
importante entender que este relato no trata simplemente de dos
padres que descubrieron la sabiduría de los límites y la necesidad
de la disciplina en la crianza de los hijos. El hecho de que la
situación se tornara tan insostenible antes de que ellos pudieran
reconocerla, mucho menos enfrentarla, indica que, en los padres, se
estaban manifestando uno o más defectos de carácter importantes, que
era preciso superar a fin de resolver los problemas obvios. En
verdad, el problema de disciplina surgió justamente por la
existencia de esos defectos y luego se agravó, exigiendo que se
atendieran esas fallas. Por varios años, largos y penosos, Marleen
contó con la complicidad inconsciente de su esposo para negar, no
sólo la conducta de su hija, sino algo más importante: sus propias
reacciones emocionales ante esa conducta. Lo hacía para poder vivir
su mítico papel de madre perfecta de una hija especial del destino.
CREAR Y ELIMINAR
ENGAÑOS
Este tipo de mitos, que tiene el poder de afectar
profundamente la vida y el juicio de una persona, se conoce en
esoterismo como glamour. Nosotros mismos creamos estos
glamours, estas ilusiones bajo las cuales trabajamos hasta que
se rompe el hechizo. Tarde o temprano, todo glamour que nos
hechiza produce exactamente las pruebas que hacen falta para quebrar
la ilusión y disipar el engaño.
En el caso de Marleen, las presiones generadas por su
intento de hacer realidad una fantasía de madre-e-hija terminaron
por llevarla a la decisión de desprenderse de ella. Sin duda, su
prueba fue mucho más sutil que si se hubiera tratado de matar, robar
o hacer daño a otra persona, deliberadamente y con propósitos
egoístas. Tenía bien desarrolladas la franqueza y la integridad en
el trato con otros. Marleen había evolucionado hasta un punto en que
debía enfrentarse a un tema mucho más sutil: su capacidad de falta
de honestidad personal, es decir: su capacidad de engañarse a sí
misma con la atesorada visión de lo que deseaba que fueran ella y su
hija.
Como los glamours se basan siempre en los deseos
egoístas de la personalidad, siempre son enfermizos. Existen en el
plano astral, donde tienen sustancia propia, una forma, sonido y
hasta olor característicos. Psíquicamente se los puede ver como una
especie de miasma centelleante, una niebla densa y brillante, llena
de imágenes, escenas, hechos y con frecuencia figuras de otras
personas. Su olor es repelente, aunque dulzón: algo sofocante y un
poco pútrido. Su sonido, un zumbido desagradable, estruendo o
rugido. Los glamours tienen una vida propia que se resiste a
la destrucción y se oponen siempre a nuestra iluminación.
Para
destetarnos de estas fantasías atesoradas, con las que nos
identificamos tan plenamente, se requiere una objetividad de la que
no somos capaces mientras estamos bajo su hechizo. Suele hacer falta
una crisis para que podamos desprendernos de esas creaciones propias
que nos mantienen cautivos.
ido.
sofocante y un poco pulzcuencia figuras de otras personas. illante,
llena de imr caracter, se conoce en esoterismo como
EL PROCESO DE
DESPERTAR
Tras
haber leído la historia de Marleen, quizá te preguntes qué
glamours nublan tus propios pensamientos, percepciones y actos.
Tal vez te gustaría darles un nombre, enfrentarlos y ponerlos
finalmente a descansar. Por cierto, puedes tener la impresión de que
llevas mucho tiempo tratando de verte con más claridad.
En el sofisticado clima psicológico actual, muchos nos
esforzamos a conciencia por alcanzar una mayor conciencia interior.
Puede tratarse de un sincero deseo de desarrollo espiritual o estar
impulsado por el dolor emocional. Con frecuencia es una combinación
de ambos factores la que nos impele a leer libros, asistir a
conferencias, comprar grabaciones de autoayuda, incorporarnos a un
grupo de apoyo, buscar una religión en la que podamos creer, un
maestro al que seguir, un terapeuta digno de confianza. Pero por
mucho que nos dediquemos a nuestro despertar, inconscientemente
tenemos miedo al proceso mismo que estamos cortejando y, por lo
tanto, nos resistimos a él. Esta ambivalencia fundamental surge
porque la intuición nos señala que para despertar en cualquier grado
debemos, como Marleen, renunciar a las fantasías con las que nos
identificamos tan profundamente.
Una metáfora apta para describir el proceso del
despertar en cualquiera de nosotros es la historia bíblica de Saúl,
quien perseguía obsesivamente a los primeros cristianos. En el
camino a Damasco, al quedar ciego e indefenso, debió enfrentarse a
su ceguera espiritual, más profunda, y despertar de su fanatismo
justiciero. Por medio de este despertar se convirtió al mismo credo
al que se había opuesto con tanta violencia. Tal como ocurrió con
Saúl, Marleen y la mujer mencionada al principio de este capítulo,
aferrada a su fantasía de proteger al esposo mientras lo hacía
desdichado, nuestro mismo despertar exige que reconozcamos y nos
rindamos justamente a eso que hemos rechazado y negado con fuerza
durante toda(s) nuestra(s) vida(s).
SE
EXPLICA QUE TENGAMOS MIEDO.
Y se
explica que algo tan inevitable y compulsivo como las relaciones
humanas deban, con frecuencia, obligarnos a seguir jugando, como
podamos, con esos peligrosos fuegos del Despertar.
EL DESEO AL SERVICIO
DE LA EVOLUCIÓN
Recuerda que el deseo es la clave de toda evolución en
la Creación entera. Dentro del reino humano, son nuestros propios
deseos personales los que tienen el poder de seducirnos, al
inducirnos que nos involucremos con otras personas de un modo más
profundo (y a veces más desesperado). Queremos dar cierta imagen,
queremos amor o aprobación, admiración, respeto, comodidades, sexo,
bienes materiales, seguridad, compañía, encumbramiento social,
poder, ayuda de alguna especie, alivio o protección. En el grado en
que nos seduzca el deseo, a su debido tiempo podemos vernos
inducidos a una mayor conciencia. La fórmula de tales despertares,
alimentados por el deseo, bien podría escribirse como sigue:
seducción (por el deseo) → inducción (a la toma de conciencia)
La palabra “seducción”conjura, para casi todos nosotros,
la imagen de alguien con un atractivo tan irresistible que cedemos a
él, pese a lo que nos diga el buen juicio. Lo cierto es que no se
nos puede seducir como no sea mediante nuestros propios deseos. Las
personas dotadas de mayor capacidad para facilitar nuestro
desarrollo son las que generan en nosotros los sentimientos más
potentes y hacia las cuales nos sentimos atraídos de manera
inexorable. Aunque consideramos la seducción primordialmente como un
hecho sexual, en realidad nos vemos siempre seducidos por nuestros
propios glamours, puesto que reflejan nuestros defectos de
carácter.
Por ejemplo, suele ocurrir que escojamos a alguien por
ciertas cualidades que nosotros mismos no estamos dispuestos a
desarrollar o expresar. Declaramos admirar estas cualidades o
habilidades en esa otra persona, pero nos sentimos traicionados
cuando nos vemos obligados a desarrollar esas mismas cualidades. A
Daphne, protagonista de la historia siguiente, le seducía la
aparente capacidad protectora de su esposo; él, a su vez, se sentía
atraído por su fragilidad femenina. Al cambiar la suerte de la
pareja, cada uno de ellos fue inducido a asumir el papel y la
situación del otro.
Hasta
que su madre volvió a casarse, a los cincuenta y dos años, Daphne
vivió en el hogar familiar, cómoda y segura en ese ambiente que
conocía desde la infancia. Había hecho algunos intentos de vivir
sola, pero tarde o temprano regresaba a la casa y la solicitud de su
madre, por una u otra de sus misteriosas y frecuentes dolencias.
Cuando su flamante padrastro obsequió a la novia un encantador
condominio frente al campo de golf donde se habían conocido, Daphne
no pudo dejar de reconocer la indirecta. Desde el momento en que se
mudó inició la seria búsqueda de alguien que pudiera cuidar de ella.
Hamilton parecía el candidato más adecuado. Sus juiciosas
adquisiciones de bienes raíces para alquilar habían hecho de él un
hombre rico, en poco tiempo y pese al contratiempo financiero de su
divorcio, cinco años atrás. Con los hombros anchos y una estatura
imponente daba una gran sensación de fuerza, aunque un episodio de
reumatismo cardíaco infantil aún lo obligaba a limitar sus
actividades físicas. Junto a su corpulencia, la menuda Daphne, de
piel pálida y ojos enormes, parecía un más frágil.
Se
conocieron en una conferencia sobre tratamientos médicos
alternativos; desde entonces salían regularmente y Hamilton solía
hacer cautas referencias al casamiento. No parecían importare las
constantes referencias de Daphne a su delicada salud ni su obvia
renuncia a independizarse de su madre. Como la primera esposa de
Hamilton era autosuficiente hasta la agresividad, la dócil
dependencia de Daphne le parecía refrescante por contraste.
Cuando Daphne y Hamilton se casaron, pocos meses después de que ella
abandonara la casa materna, estaba bien entendido que ella era
demasiado delicada para los rigores del embarazo, el parto y la
maternidad. El primer destello de la considerable voluntad de Daphne
se presentó al sugerir Hamilton que, con el correr del tiempo, su
salud podía mejorar lo suficiente como para que fuera posible tener
hijos. Ella atacó con fría furia. ¿Acaso no comprendía? ¡Eso
estaba totalmente fuera de discusión!
Esa
voluntad se fue tornando más evidente a medida que creaban su hogar
en la casa que Ham había heredado de sus padres. Daphne no tardó en
iniciar grandes y costosas renovaciones que, una vez terminadas,
dividían efectivamente la casa en dos unidades separadas. Aduciendo
su mala salud y su consecuente necesidad de calma, Daphne reclamó
una de esas partes y relegó a su esposo a la otra. Y Ham, azorado
ante la fragilidad de su esposa por el egoísmo implícito en sus
objeciones, aceptó sin protestar.
Cuando llevaban varios años de casados, la economía empezó a
declinar notoriamente y, una a una, las unidades alquiladas en los
edificios de Ham se fueron desocupando. Pronto las rentas restantes
no fueron suficientes para cubrir las cuotas de aquellos edificios
hipotecados. En sus esfuerzos por salvar su capital, mientras el
valor de los bienes raíces continuaba descendiendo a pico, Ham
contrajo una gripe virósica y jamás recuperó sus fuerzas. Después de
varios meses, el médico descubrió que ese virus había debilitado aun
más el músculo cardíaco, ya dañado, y no llegaba a aspirar oxígeno
suficiente para un funcionamiento normal, físico ni mental. Todo
esfuerzo lo dejaba débil y exhausto.
Daphne se derrumbó, debido al doble peso de los problemas
financieros y la invalidez parcial de Ham. Languideció algunas
semanas en la cama y compitió con su esposo por el papel de paciente
necesitado de atención. Pero en esta oportunidad nadie se presentó
para amarla. Y puesto que regodearse en la hipocondría equivalía,
claramente, a perder toda esperanza de una seguridad económica
futura, Daphne se puso en marcha. Su acuciante necesidad de sentirse
segura y protegida la convirtió en alumna destacada en el estudio
del estado financiero de Ham.
Después de un cuidadoso análisis, aprovechó la poca ayuda que Ham
podía brindarle y comenzó a tomar cautelosas decisiones sobre las
propiedades que debían conserva y las que era preciso sacrificar en
un mercado tan deprimido. Ofreció condiciones más atractivas a los
inquilinos restantes, en un esfuerzo por conservarlos, y poco a poco
tomó interés personal y participación activa en la administración de
cada edificio, mucho más de lo que Ham lo había hecho nunca.
Mientras tanto seguía cursos y rendía un examen tras otro, hasta
lograr finalmente su licencia como agente de bienes raíces.
Hoy
en día la salud de Ham es más o menos la misma. Tiene dificultades
para concentrarse o para sostener un mínimo esfuerzo. Su estado lo
torna muy pasivo y dependiente. Daphne, cuya estudiada fragilidad
estuvo siempre respaldada por un fuerte sentido práctico, decidió
hace tiempo alquilar su mitad de la casa e instalarse de nuevo con
Ham. Aplica la renta a pagar a una persona que hace de enfermera y
criada por medio día, encargándose de Ham y de la casa, mientras
Daphne se ocupa de los negocios.
Ha
ganado una creciente reputación como administradora de propiedades
comerciales. Sus oficinas ocupan ahora todo un piso del edificio más
grande de Ham; se ha convertido en una empresaria de moderado éxito,
peso a lo flojo del mercado de bienes raíces. Aún se queja demasiado
sobre su delicada salud, pero ahora tiene poco tiempo para prestar
atención a sus vagos problemas médicos. Su relación con Ham es
bastante vacua, pero siempre lo fue. El sexo y la intimidad nunca
fueron muy importantes entre ellos y el divorcio está fuera de
cuestión. Ella jamás podría abandonar a una persona tan enferma: por
su mala salud sabe en carne propia lo terrible que sería el golpe… y
por otra parte, todas las propiedades que Ham aportó al matrimonio
aún están a nombre de él.
La alianza entre Daphne y Ham fue motivada,
principalmente, por deseos egoístas de ambas partes. A Ham le
gustaba la idea de ser fuerte y manejarlo todo; Daphne, por su
parte, quería seguir siendo débil y contar con protección. Ambos
estaban dispuestos a hacer considerables sacrificios a fin de
representar los papeles elegidos: Daphne, a vivir como esposa de un
hombre al que en verdad no amaba; Ham, a prescindir de las
relaciones sexuales y hasta de la compañía de su esposa.
Atribuir la inversión de papeles a un simple giro del
Destino sería negar el hecho de que estas dos personas se eligieron
deliberadamente, a fin de realzar la imagen que de sí mismos
atesoraban. Fue esto, tanto como las dificultades financieras y la
enfermedad de Ham, lo que dispuso a ambos para la siguiente etapa de
su desarrollo personal.
Obviamente, aún existe un fuerte motivo de egoísmo que
alimenta las acciones actuales de Daphne. Sin duda, así será por
muchas vidas venideras. Pero está aprendiendo a ser más franca que
disimulada en la expresión de su fortaleza personal, y eso es un
progreso. La invalidez parcial obliga a Ham a conocer la situación
que tan atractiva le resultaba en Daphne. Su estado hace que aprenda
y entienda algunas lecciones duras sobre la verdadera naturaleza de
la fuerza y la debilidad, el poder personal y su pérdida por mala
salud contra una abdicación voluntaria.
He aquí algunas de las lecciones a las que nos enfrenta
la vida en el ámbito de nuestras relaciones.
Si alguna de ellas, como en el caso citado, pueden
obligarnos a convertirnos en lo que hemos tratado de evitar, otras
pueden enseñarnos a evitar convertirnos en lo que no deseamos ser.
Muchos recibimos de nuestros padres lecciones sobre lo que no
debemos ser.
LA ELECCIÓN DE UN
PROGENITOR DIFÍCIL
En el momento de cada encarnación elegimos, bajo la
dirección del alma, a los padres que no sólo nos proporcionarán el
vehículo físico adecuado para la próxima vida, sino aquellos que más
ayuden a nuestro desarrollo espiritual. El alma, en su deseo de
evolución, nos asigna a nuestros padres, no porque sean capaces de
darnos todo lo que nuestra personalidad pueda desear, sino porque
nos proporcionarán una parte importante de lo que requerimos para
avanzar en el Camino. Quien crea que había podido avanzar más en la
vida si sus padres le hubieran dado más amor, aliento o comprensión,
hará bien en recordar que esos son los deseos de la personalidad, no
las necesidades del alma. Lo que podamos alcanzar o no en el mundo
exterior tiene poca importancia en relación con el progreso que
alcanzamos en una existencia dada por cuenta de nuestra alma.
Gracias a las reacciones que provocan en nosotros, con frecuencia
los progenitores difíciles prestan una gran contribución a ese
progreso.
El siguiente relato presenta un ejemplo de esta
contribución:
El
juez George K. había pasado toda su vida profesional en los
tribunales, en un papel u otro. Después de largos años como fiscal,
presentando los diversos tipos de delito que se cometían en su
distrito, fue elegido para la corte Superior, puesto que ocupó el
mismo celo que había exhibido en sus otras ocupaciones.
En su
aspecto, el juez daba la imagen de un monje tonsurado que hubiera
cambiado su hábito clerical por la toga. Era redondo, calvo, de
mejillas de manzana; con frecuencia había una sonrisa divertida en
las comisuras de su boca; todo en él parecía desmentir lo severo y
sobrio de su carrera…a menos que uno reparara en la profunda arruga
vertical entre sus cejas y en el brillo penetrante de sus ojos
pardos. Entonces era necesario tratar de reconciliar la impresión de
cordial alegría con esas insinuaciones de un costado más duro y
mucho más calculador.
El
juez K. se casó tres veces. Las tres esposas lo dejaron por motivos
que ni George ni ellas acababan de comprender. Tarde o temprano,
cada una de las mujeres encontraron motivos para separarse de él y
ya nunca quisieron regresar al hogar. Cada una dio los pasos
necesarios para que la separación fuera definitiva, aduciendo vagos
motivos. La primera esposa, al hacerse cargo de dos hijos en plena
adolescencia, explicó mansamente: “Tal vez me llegó el momento de
estar sola.” La segunda, que tenía treinta y ocho años cuando pidió
el divorcio, proclamó: “Puede que esta sea mi versión anticipada de
la crisis de la menopausia.” La tercera se limitó a declarar: “Nunca
pensé que la carrera me resultara tan importante.” Estos casamientos
y divorcios sucedieron a lo largo de veinticinco años. Una vez
libres de él, las ex esposas aún calificaban a George de “hombre
maravilloso”, aunque rara vez trataban con él, si podían evitarlo,
Los conocidos del juez, al observar su historia matrimonial,
pensaban que, para ser tan “maravilloso”, tenía mala suerte con las
mujeres.
Los
dos hijos, varón y mujer, se mantuvieron en estrecho contacto con la
madre después de abandonar el hogar; en cambio sólo se comunicaban
con el padre cuando era indispensable: una tarjeta y una llamada en
el Día del Padre, la invitación a participar de sus bodas y una
visita breve por Navidad o para presentarle al nuevo nieto. Ellos
también parecían evitarlo, aunque él se mostraba puntilloso en el
pago de la pensión a la madre y ejerció rigurosamente sus derechos
de visita después del divorcio.
George bebía poco y nunca fumaba; aunque le gustaba comer bien,
había en él algo de puritano.
Se le
apreciaba en los tribunales, pero ningún abogado defensor presentaba
su caso al juez K., si podía evitarlo. Fiscales y defensores por
igual lo consideraban duro; sus sentencias, aunque técnicamente
justificadas según la letra de la ley, solían ser severas y hasta
exageradas.
-Es
muy buen tipo en cualquier parte, menos en el estrado –era el
comentario.
Y
ahora George había vuelto a su ciudad natal, después de treinta
años, para asistir a los funerales de Billy, su más íntimo amigo de
la niñez. De la familia de Billy sólo sobrevivía la tía Hattie, una
anciana excéntrica, quien insistió para que George la visitara antes
de partir. George no la conocía en persona, aunque recordaba
vagamente que Billy hablaba de una hermana de su madre llamada
Hattie, que era actriz y vivía en el extranjero.
Sentado en la sala de la casa que tan bien recordaba, en la que sólo
Hattie vivía ahora, George luchaba por conservar intacto su habitual
aire de simpática dignidad. Pero algo en la penetrante mirada de la
anciana disolvía su pulida actitud. Esa vieja difícil no lo ayudaba
a mantener una conversación ligera; no aportaba sus anécdotas ni
siquiera escuchaba las de él.
Hattie le había servido pastel. Mientras le llenaba la taza de café
preguntó, con aire inocente:
-¿Te
dijo Billy alguna vez que yo leo las manos?
George tenía la boca llena de pastel, pero meneó la cabeza, con los
ojos dilatados por la alarma. Ella tomó asiento y le tomó las manos,
muy segura de sí, riendo con el herrumbrado carcajeo de las
ancianas.
-Es
cierto. Siempre fui la excéntrica de la familia. Pero en el teatro
es importante saber en quién se puede confiar y a quién debes
vigilar con atención. Además –agregó, juguetona- resulta divertido y
yo soy curiosa. Todo actor debe ser psicólogo, ¿sabes? Para servir
de algo debemos saber qué mueve a la gente. La quiromancia me
pareció el modo más fácil de estudiar los tipos. Y cuando escaseaban
los papeles, con eso podía ganarme la vida.
Por
un momento dejó de parlotear. En silencio, siguió cada dedo del juez
con los suyos, le flexionó la manos hacia atrás, le apretó las
palmas en diversos sitios. Tenso e incómodo, George se dijo que bien
podía dar el gusto a esa vieja excéntrica por media hora más antes
de huir. Al levantar la vista, ella habló en voz baja:
-Quiero decirte algo que quizá te resulte muy difícil oír. Tus manos
dicen que en tu temperamento hay mucha crueldad.
George inmediatamente empezó a tartamudear en tono de protesta, pero
ella lo interrumpió con una suave sonrisa:
-Oh,
ya sé: todos tus amigos, hasta Billy, si estuviera aquí me dirían
que eres el mejor de los hombres. Hasta tus manos me dicen que
tratas de serlo. –Lo miró a los ojos con obvia simpatía. –Pero te
cuesta mucho, ¿verdad?
El se
estaba poniendo rojo de cólera. ¿Cuánto más debía soportar sólo por
cortesía? Hattie continuó:
-Háblame de tus padres. ¿Cómo eran?
Aliviado al ver que la conversación se apartaba de él, George
respondió:
-Mi
madre es una mujer maravillosa. Y no me molesta decir que yo era su
favorito. Ella trataba de compensarme por el trato que me daba mi
padre.
“Porque, si de crueldad vamos a hablar, mi padre sí que era cruel.
Pero ni físicamente, no. Era más sutil. Fue él quien tuvo la idea de
darme el nombre de un hermano de mi madre que era un perfecto
fracasado, un tonto sin la menor ambición. Y mientras yo crecía él
me comparaba con tío George, dando a entender que éramos iguales.
Por mucho que yo hiciera para demostrar mi inteligencia, por mucho
que lograra, él siempre me veía apenas a un paso de ser un completo
inútil.
Apenas empezaba a entrar en tema cuando ella lo interrumpió para
preguntarle:
-¿Me
dices tu fecha de nacimiento?
El le
contestó bruscamente y Hattie buscó su efemérides en el estante
cercano.
-Este
libro contiene la posición de los planetas en cada día del siglo
–explicó, mientras observaba la fecha que él le había dado. Y agregó
con satisfacción, dando un golpecito en la página para mostrar unas
columnas de pequeñísimos números-: cuando naciste, Marte estaba en
Tauro. Hitler también lo tenía allí, ¿sabes? Eso puede indicar una
tendencia a la crueldad, así como la combinación de algunos rasgos
de tu mano, tienes prominente el monto inferior de Marte, pulgares
en forma de maza y manos gruesas en general. Sin embargo, hay
señales de mente aguda y también de notable sensibilidad. A veces la
gente llega a la vida con varios rasgos que indican tendencia a la
brutalidad, pero ya han adquirido conciencia suficiente para
comprender que es preciso vencer esa propensión. Eso significa que
tienen una gran tarea por delante, pues se pasan la vida en guerra
con su propio temperamento.
Ignorando la irritación de George, le sonrió.
-¿Sabes qué pienso? Que elegiste deliberadamente a ese padre a fin
de crear en ti una aversión a la crueldad. Apuesto a que te has
pasado la vida tratando de no ser como tu padre.
-¡Es
cierto, así fue! –contestó George, casi gritando, fastidiado al ver
que ella estaba en lo cierto, aunque él había tomado esa decisión a
edad tan temprana que ya no recordaba siquiera haber vivido sin ese
compromiso-. Y me gusta pensar que lo logré. Soy exactamente lo
contrario. El me denigraba, y lo mismo a mis hermanos, mi madre,
todos nuestros familiares, a todos. Nadie era lo bastante bueno o lo
bastante sagaz para conformarlo.
-Y tú
no haces nada de todo eso.
-¡No,
claro! Siempre he puesto mucha atención en alentar a mis hijos y a
cada una de mis esposas.
-¿Nunca te acusaron de carecer de espontaneidad? –preguntó Hattie.
George se sintió desconcertado. Esa vieja loca cambiaba de tema sin
parar.
-En
realidad, mis hijos solían decir que yo debía aflojarme… y todas mis
esposas se quejaron siempre de que yo no era “divertido”, como ellas
decían. Pero nunca lo comprendí. Desde pequeño decidí ser siempre
muy alegre. Nunca gruñí, como lo hacía mi padre. –De pronto se
interrumpió, meneando torpemente la cabeza. –A veces me pregunto por
qué me he esforzado tanto. A la gente que no me conoce a fondo les
caigo simpático, pero los íntimos… Bueno, no tengo íntimos. Nunca lo
entendí.
Hattie le dio unas palmaditas en la mano.
-Voy
a ayudarte a entenderlo –dijo-. Supón que hay una escuela adonde
puedes ir para aprender a ser bueno. No naciste sabiéndolo, pero
estás decidido a aprender, aunque tengas que estudiar mucho y
practicar constantemente. Y supón que, antes de ingresar en la
escuela, estabas muy lejos de ser bueno. Como tu padre, eras cruel y
hacías daño al prójimo, sin otro motivo que una arraigada costumbre.
“En
estos momentos debes de estar en el segundo grado de esta Escuela de
bondad. Tienes mucho camino por recorrer antes de que te surja
naturalmente lo que has aprendido, sin pensar, sin esfuerzo. Todavía
estás trabajando para inhibir el impulso cruel, la palabra dura, la
crítica, el insulto y hasta el acto brutal. Pero desde que vas a
esta escuela temes que, si no disimulas esas tendencias agresivas y
dañinas, no te permitan siquiera quedarte a aprender. Por eso te
esfuerzas mucho para ocultar lo que aún es en ti una parte básica,
una parte de la que te avergüenzas y tienes miedo de reconocer
siquiera ante ti mismo.
El
juez sentado ante ella, que en sus tiempos de joven abogado había
convertido en arte el argumento, se encontraba tan aturdido que no
podía discutir lo que afirmaba esa tonta.
-La
parte más difícil –continuó Hattie- es que esos impulsos, al formar
todavía parte natural de ti, acumulan presión para liberarse.
Gracias a tu profesión has podido liberar una gran parte.
George asintió, con la vista clavada en el suelo.
-Cuando era fiscal, mi segunda esposa me preguntó cómo me las
componía para manejar emocionalmente mi trabajo. Ella no soportaba
enterarse de la violencia y la brutalidad a las que yo debía
enfrentarme todos los días. –Miró a Hattie. –Pero a mí me encantaba
ese trabajo.
-Por
supuesto. Al luchar contra la crueldad que ejercían algunas personas
contra otras, luchabas contra la tuya misma. Para superar eso
viniste aquí. Pero –aquí le apretó suavemente ambas manos- te
vuelves peligroso cuando no puedes reconocer tu propia crueldad.
Entonces expresas tu lado oscuro y tratas de aplastarlo en el
prójimo, en esas personas a las que antes acusabas y que ahora se
presentan ante tu estrado.
-¡Yo
no soy como ellos! –La voz del juez contenía a un tiempo amenaza y
desesperación. -¡Jamás podría cometer un crimen!
-¿Recuerdas ese cuento de Somerset Maugham, el titulado “Lluvia”? –
Hattie parecía estar desviándose de nuevo del tema.- Con él se hizo
una película llamada Sadie Thompson. Un predicador puritano
asume la misión de salvar a una joven hedonista y despreocupada de
una vida de prostitución. Cuando ya la ha convencido a medias de
cambiar sus pecaminosas costumbres, una violenta lluvia tropical los
atrapa solos en una choza. Entonces se apoderan del predicador los
impulsos y sentimientos que ha negado por tanto tiempo y la viola.
-Hizo una larga pausa, dejando que el relato hiciera su efecto.
Luego continuó:- Nos volvemos peligrosos cuando negamos una parte de
nuestra humanidad, cualquiera sea, aun las partes de las que nos
avergonzamos.
Por
un largo instante reinó el silencio entre los dos. Por fin George
preguntó en voz baja, en la que se mezclaban resentimiento y
derrota:
-¿Por
qué mis tres esposas me abandonaron? ¿Por qué mis hijos me evitan?
¡Puede usted decir lo que quiera, pero nunca les hice daño!
-No
estoy segura pero creo que, ante todo, no les inspira confianza.
Perciben, quizás inconscientemente, el esfuerzo constante que haces
para reprimir un aspecto de tu temperamento; por eso les cuesta
estar contigo. En segundo lugar, tal vez la crueldad que hay en ti
se filtra al exterior, de un modo tan sutil que ninguno d vosotros
puede identificarlo; aun así hace daño.
-¡Entonces no hay esperanzas! –exclamó George, casi aullando-. No
puedo ganar, por mucho que me esfuerce.
-Nada
de eso. Durante décadas enteras han aprendido a no hacer daño en
forma deliberada. Reconozco que se parece un poco a conducir con los
frenos puestos. Pero si antes conducías tu coche a ciento sesenta
kilómetros por hora y matabas a alguien cada vez que salías,
aprender a conducir con los frenos es un gran adelanto. El problema
es que el orgullo te obliga a negar de ti mismo esa parte colérica y
agresiva que gusta de ir a ciento sesenta kilómetros por hora, sin
medir las consecuencias. Podrías tratar de reconocer esa parte y
reprimirla a conciencia.
“En
realidad, deberías estar muy orgulloso. En una sola vida ya has
logrado mucho”.
George se respaldó en su silla, mirando con atención a esa extraña
anciana, que le decía cosas tan extraordinarias sobre su propia
vida. Recobró el dominio de dijo con frialdad:
-No
quiero ser desagradecido por todas las molestias que usted se ha
tomado, pero no creo una palabra de todo esto. ¡Leer las manos! Es
bastante descabellado, ¿no?
Hattie su puso de pie para acompañarlo a la puerta y le dio una
palmadita en el brazo, con una sonrisa tan amplia que sus agudos
ojos azules desaparecieron a medias entre los pliegues de piel
arrugada.
-Yo
misma no sé si creo en esto. Pero parece tener algún sentido,
¿verdad? ¿Por qué no dejas pasar un tiempo y luego miras si esta
pequeña charla te ha servido de algo? ¿Qué mal puede hacerte?
Y con
esa nota, bastante inconclusa, George y Hattie se despidieron.
George había recibido una rara oportunidad de conocerse
mejor, aunque no la reconociera como bendición. Su experiencia con
la quiromancia de Hattie fue como la del alcohólico a quien
sorprenden conduciendo ebrio y obligan a asistir a reuniones de
Alcohólicos Anónimos. El bebedor puede negarse a admitir que tiene
un problema y tal vez continúe bebiendo, pero jamás podrá encarar
con la misma despreocupación sus relaciones con el alcohol. El lema
de AA es: “Pasa y te arruinaremos el placer de beber.”
Eso es lo que ocurrió con George: una dudosa desconocida
perforó ante sus propios ojos, siquiera por un momento, la imagen
de buena persona que mantenía con tanto esfuerzo. Pero a partir de
entonces le sería más difícil persuadirse de que en su carácter sólo
había buena voluntad. Como el alcohólico, George sólo tenía dos
posibilidades. Con el aliento recibido de Hattie, podía admitir que,
peso a todos sus deseos, había en su composición un elemento sádico.
Luego, emplear la energía hasta entonces usada en mantener una
fachada y una negativa para vigilar conscientemente esos impulsos.
Mediante el esfuerzo de lograr una rigurosa honestidad personal en
esa delicada zona de su vida, llegaría a ser una persona mucho más
sosegada y auténtica. De lo contrario, podía continuar negando la
existencia de ese elemento cruel en su temperamento; pero en
adelante, después de lo ocurrido con Hattie, el esfuerzo requerido
para negarlo sería mucho más grande.
El
encuentro de George con Hattie fue un ciclo curativo. Los ciclos
curativos no significan necesariamente que salgamos curados de
ellos. Son, tan sólo, oportunidades para curar. Podemos elegir cómo
responder cuando se presentan. Pero cada vez que rechazamos o
ignoramos una oportunidad de sanar, garantizamos que el ciclo
siguiente sea más opresivo, más perturbador, más difícil de negar.
PRACTICA LA
REDEFINICIÓN DE LAS RELACIONES
¿Qué hizo George con esa invitación a encontrarse
consigo mismo en un plano más profundo y verdadero? Con toda
probabilidad, hizo lo posible por ignorar la invitación,
desacreditar a la persona que se la había extendido y continuar con
su vida como antes. Tal es la respuesta que la mayoría da por lo
general a sus ciclos curativos. Después de todo, si fuera fácil
admitir en la conciencia esas partes nuestras que tenemos y
despreciamos, todos lo haríamos mucho antes y respondiendo a
presiones mucho menores de las que habitualmente se requieren.
Si crees que recibirás de buen grado la oportunidad de
comprender mejor tu propio temperamento, formúlate las siguientes
preguntas. Como sonarán mucho más poderosas y reales en tu propia
voz, pregúntate en voz alta: “¿Y yo? ¿Me ha invitado la vida a ser
más sincero sobre mi propio lado oscuro? ¿Y cómo he respondido a
esas invitaciones: con franqueza o con miedo? ¿Qué sería lo peor
que podría descubrir sobre mi propia naturaleza? ¿Puedo aceptar que
eso podría morar en mí, alimentando mi horror, mi asco y mi actitud
crítica hacia aquellos que no pueden ocultar este aspecto en sí
mismos? ¿Conozco a alguien que haya ayudado a crear en mí la
aversión por estos rasgos? ¿Puedo reconocer que tal vez debería
estarles agradecido por la parte que han jugado en mi propia
evolución?”
Obviamente, para estas preguntas no hay respuestas
“acertadas” que puedas buscar en otra página de este libro, después
e haber reflexionado. Estas son las preguntas que debemos
formularnos, una y otra vez, todos los que participamos
conscientemente en nuestra propia evolución. Son muestras del
sentido en que cada uno debe comenzar a examinar todo lo que ocurre
dentro de sí y alrededor, en la vida.