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POR QUÉ A MI, POR QUÉ ESTO, POR QUÉ AHORA

Capitulo 5

¿POR QUÉ MIS RELACIONES SON TAN DIFÍCILES?

ROBIN NORWOOD

 

Capitulo 5

¿POR QUÉ MIS RELACIONES SON TAN DIFÍCILES?

            A veces, cuando hemos pasado mucho tiempo y esfuerzo buscando respuestas sobre un tema en especial, el Universo proporciona súbitamente una clave importante que ilumina nuestro entendimiento. Me he pasado la mayor parte de la vida preocupada, en lo personal y en lo profesional, por la naturaleza de las relaciones humanas, su dinámica y su finalidad; hace algunos años se me brindó una de esas claves.

 
   

 Por entonces yo aún practicaba la psicoterapia, pero experimentaba una creciente frustración con el enfoque con que se me había enseñado a comprender la conducta humana. Un día, mientras conversaba con una psíquica profesional sobre las dificultades que cada una encontraba en su trabajo, mi amiga afirmó acaloradamente:

- Lo que más me fastidia es que mis clientes utilicen una supuesta situación de vidas anteriores para justificar la perfecta idiotez que están cometiendo en la presente.

            Luego describió el caso de una mujer a la que había visto algunas semanas antes. Mi amiga intuyó muy pronto que su matrimonio era un error sin esperanzas. Considerando el obvio tomento que constituía para ambas partes, se expresó sin rodeos:

 

-          Ustedes dos deberían haberse separado hace años – dijo a su clienta.

Pero la mujer se limitó a sonreír enigmáticamente, explicando que, en los primeros tiempos de casada, había consultado a otro psíquico; este le había dicho que, en otra vida, su esposo había sido un hijo al que ella abandonó y que, como resultado, padeció terribles sufrimientos y murió.

- Así que ya ve usted –dijo la mujer, con una intensa decisión en la voz-: de ningún modo puedo abandonarlo otra vez en esta vida.

- Pues será mejor que lo haga –le informó mi amiga, la psíquica-, porque tal como están las cosas, ¡lo está matando otra vez!

RELACIONES Y DESTINO

            Por muchos años me rondó en la mente la historia de esa mujer, decidida a asegurar la seguridad de su esposo a cualquier precio, con lo cual provocaba justamente el fin que deseaba evitar. Me parecía una alegoría críptica, una versión en términos de relaciones del clásico cuento de John O’Hara: “Cita en Samarra”. Quizá  recuerdes ese relato en el que un hombre se entera en el mercado, una mañana, de que la Muerte irá a buscarlo esa misma noche. Desesperado por evitar su destino, el hombre huye aterrorizado y viaja durante todo el día, hasta bien entrada la noche; cuando considera que ha puesto suficiente distancia entre él y la Muerte, decide detenerse a descansar. Ya entrada la noche, en la lejana Samarra, se encuentra de pronto cara a cara con la Muerte, que lo alaba por haber sabido presentarse a tiempo a la cita, pese a haber fijado un sitio tan lejano de su hogar.

            Esta escalofriante leyenda y el relato de la cliente de la psíquica parecen estar expresando lo mismo: que sellamos nuestro destino con los mismos esfuerzos que haceos para evitarlo. En verdad, se diría que, cuando creemos estar escapando no hacemos más que correr a toda prisa para abrazar el fin temido. Sobre todo en las relaciones, parecen existir corrientes ocultas que utilizan nuestros deseos e intenciones conscientes para producir el efecto opuesto. Por cierto, parecería que cualquier relación significativa tiene, en realidad, una vida independiente con un propósito muy oculto a nuestra conciencia.

            ¿Se corresponde esto con tu propia experiencia, en algún sentido? ¿Nunca has tenido la sensación de que, contrariamente a todos tus deseos y motivos conscientes con respecto a una persona cercana, existe una fuerza invisible e irresistible que maneja vuestra relación y la define?  ¿Qué, como ene l caso de la mujer malcasada, tus mejores esfuerzos por evitar el desastre y navegar hacia puerto seguro sólo sirven para impulsarte a encallar en los mismos bajíos que tanto tratabas de esquivar? Pero si tal es el caso, ¿por qué se produce y qué finalidad cumple?

EL VERDADERO PROPÓSITO DE LAS RELACIONES

            Cuando miro hacia atrás, desde la perspectiva de casi cincuenta años, caigo en la cuenta de que he vivido tratando de hallar la clave básica para explicar por qué nosotros, los seres humanos, solemos soportar tantos sufrimientos en las relaciones con el prójimo. En mis quince años de psicoterapeuta descubrí muchas cosas… pero nunca la clave. Como aquel a quien los árboles impiden ver el bosque, estaba demasiado cerca, demasiado enredada en los detalles de mi vida y las de mis pacientes como para ver el cuadro general. Necesitaba una mayor distancia. Y la vida me dio lo que me hacía falta. El panorama se despejó y pasé seis años observando, leyendo, cavilando… hasta que comencé a comprender.

            Por fin comprendí que nuestras relaciones más significativas existen por un motivo muy diferente del que creemos, ya personalmente como individuos o colectivamente como sociedad. Su verdadera finalidad no es hacernos felices, satisfacer nuestras necesidades ni definir nuestro sitio en la sociedad, ni tampoco mantenernos fuera de peligro… sino hacernos crecer hacia la Luz.

            El hecho simple es que, junto con esas personas a las que estamos vinculadas por parentesco, casamiento o amistad profunda, nos hemos fijado un rumbo con riesgos y obstáculos ideados para llevarnos de un punto de la evolución a otro. De hecho, cuando tratamos de comprender la naturaleza de nuestras relaciones humanas, muchas veces difíciles, haríamos bien en recordar que existe una eficiencia impecable e implacable en el Universo, cuya meta es la evolución de la conciencia. Y siempre, siempre, el combustible de esa evolución es el deseo.

            En la raíz misma de la Creación está el deseo de la Vida de manifestarse en la forma. Esto es la voluntad-de-ser. E implícita en todas las formas, desde la más baja a la más evolucionada, está el deseo o la voluntad-de-devenir. ¿Devenir qué? En expresión, en materia física de la Fuerza tras la Creación, una expresión más grande y plena, más completa, pura y perfecta. Esta voluntad-de-devenir existe en todos los sectores, desde el átomo más diminuto hasta la suma del Universo físico; desde las regiones más exaltadas de la existencia hasta este plano físico en el que moramos nosotros, la humanidad. Aunque nuestra perspectiva, necesariamente limitada, parecería a veces negar este hecho, los humanos nos vemos impulsados hacia ese Devenir con todo el resto de la Creación.

            El alma, que nos envía por el Camino, es obligada por el deseo a acercarse más a Dios. Nosotros, como personalidades, facilitamos esta meta por nuestro propio deseo natural de buscar el placer y evitar el dolor. Para aquellos de nosotros que satisfacemos con relativa facilidad las necesidades fundamentales de comida, techo y seguridad, son las relaciones humanas las que nos proporcionan tanto la zanahoria como la vara que nos mantiene en movimiento. De allí el niño difícil; el adolescente rebelde; el padre que defrauda, el que rechaza o el desvalido que nos ahoga; el amigo que nos traiciona; el empleador que nos explota; el ser amado que no nos corresponde; el cónyuge que nos desilusiona o nos critica, que nos abandona o muere; las personas que ocupan nuestros pensamientos y juegan con nuestras emociones, aquellos con quienes vivimos, los que provocan nuestras ansias o nuestra preocupación, competencia o rebeldía; aquellos por quienes nos sacrificamos y sufrimos. Todos ellos nos empujan, arrastran y acicatean a lo largo del Camino, que compartimos con ellos, el Camino hacia el Despertar.

            ¿Despertar de qué?, de las ilusiones que aún albergamos con respecto a nosotros, el mundo y nuestro sitio en ese mundo; de los defectos de carácter que aún debemos admitir y superar y, en tanto avanzamos a una espiral más alta del Camino, despertar gradualmente de todos nuestros deseos egoístas.

            El siguiente relato describe uno de esos Despertares, que se produjo como resultado de una relación dificultosa entre padres e hijos.

Marleen se casó a los veintidós años con un hombre que acompañaba su apellido de la cifra romana IV. Obviamente, su familia tomaba muy en serio la estirpe y la herencia. Durante seis años, los cuatro embarazos de Marleen terminaron en abortos espontáneos; después del cuarto, que se presentó acompañado por graves complicaciones médicas, le dijeron que no podría volver a concebir. Esta triste novedad asestó al matrimonio un golpe mortal. El esposo se divorció de ella y volvió a casarse muy pronto, con una mujer que, pronta y responsablemente, produjo a un pequeño número V.

Marleen, destrozada por la doble pérdida de su marido y la esperanza de tener hijos, logró por fin recuperarse y retomó los estudios hasta licenciarse en periodismo. Después de la graduación, decidida a aceptar con tanta alegría como pudiera su futuro sin hijos, se dedicó activamente a escribir y viajar.

Alrededor de los treinta y cinco años, Marleen aceptó la propuesta matrimonial de un viejo amigo, que a poco se había convertido en algo mucho más importante; suponía que ese segundo casamiento cambiaría en poco su estilo de vida, pero al cabo de un año se llevó la sorpresa de descubrirse embarazada. A su debido tiempo tuvo una hermosa hija de ojos brillantes y carácter inquieto.

La pequeña Caitlin pasó de bebé exigente a niña imperiosa. A la madre, tan agradecida por su existencia, le costaba decirle que no, ponerle límites o frustrar de modo alguno a su preciosa hija, a quien llamaba “la hija milagrosa”. El padre, hombre sereno y despreocupado, gustaba de los límites tan poco como su esposa. Pronto Caitlin se convirtió en una déspota desatada en el hogar y en un monstruo de malos modales en público. Marleen y su esposo concordaban en su manera de interpretar la conducta de la niña. No, no era una criatura tiránica e indominable; sino una personita audaz, temeraria e irreprimiblemente individualista. No se dieron cuenta de que muchos amigos comenzaban a evitarlos a los tres.

Después de algunos años, muchos más difíciles de lo que Marleen habría admitido, siquiera para sus adentros, decidió retomar su carrera literaria. Trabajaba como corresponsal para el periódico de la zona, que finalmente le encomendó un informe sobre varios asuntos ambientales controvertidos, sobre los que ella mantenía fuertes convicciones propias. Como no acostumbraba provocar controversias, Marleen buscó el modo de evitar una colisión directa con el director y los lectores, sin faltar a sus principios. Comenzaban a acumularse las presiones.

En el hogar la situación también se complicaba. Caitlin aumentaba diariamente sus dictatoriales exigencias, sin que Marleeen dejara de repetir lo afortunados que eran ella y su marido de tener esa hija tan especial. Pero en un compartimento aparte de su mente comenzaba a fantasear con volver a su independencia de soltera y a sus viajes.

De pronto, tal como suele ocurrir cuando nos ponemos en una situación sin salida, Marleen se encontró adoptando una postura injustificada y feroz. Un día, iracunda por un asunto nimio, amenazó con abandonar a su esposo y a su hija. Al oírse pronunciar esa amenaza quedó tan espantada como su esposo. Caitlin, que ya tenía siete años, le contestó a gritos con amenazas propias. Marleen, aturdida, llevó a su esposo al dormitorio matrimonial.

Mientras Caitlin aullaba y atacaba la puerta a puntapiés, los padres por fin comenzaron a enfrentar la pesadilla en que se les había convertido su vida. La sola idea de tener que lidiar solo con criatura tan empecinada resultaba espantosa para el suave carácter del esposo, y de inmediato estuvo de acuerdo en que era preciso poner límites. Juntos elaboraron un plan para frenar los caprichos de su hija.

Alentados por el apoyo de los sufridos amigos que les quedaban y quienes repararon en sus esfuerzos y los aprobaron decididamente, los padres dejaron de ceder a las exigencias de Caitlin y de aplacarla con halagos. Cada vez que tenía rabietas en público o en casa, lanzando imprecaciones y amenazándolos con un odio terrible, ellos establecían límites razonables y los imponían sin alterarse. Mientras la disciplinaban se brindaban mutuamente aliento y consuelo. Así descubrieron, sorprendidos, que crecía el afecto entre ellos y que la vida sexual mejoraba. Después de años volvían a sentir energías y entusiasmo de vivir. Aun en los peores momentos, la guerra de voluntad con Caitlin les costaba menos energías que los esfuerzos por n alterarla.

Por fin acabó la lucha. De ella emergió una niña graciosa y mucho más segura, en lugar de esa personita abrumada por la carga de una libertad y un poder excesivos para su inmadurez.

También Marleen emergió más equilibrada de esa difícil prueba. En un plano sutil, desde el nacimiento de Caitlin había dejado que la pequeña se encargara de las expresiones firmes, las peleas y las exigencias, mientras ella conservaba una pasiva y beatífica sonrisa. Ahora, una nueva conciencia de su propia y considerable fuerza la inspiró  a proponer una columna al director del diario, en la cual abordaba diversos temas, incluyendo aquellos que dividían ala comunidad, encarados desde su perspectiva personal. El director estuvo de acuerdo, seguro de que su suave humor natural entretendría aun a quienes no compartían sus puntos de vista. En la actualidad esta mujer, a quien le había resultado tan difícil tomar una posición firme ante su hija, hace conocer sus opiniones tanto en el hogar como en letras de molde.

Es importante entender que este relato no trata simplemente de dos padres que descubrieron la sabiduría de los límites y la necesidad de la disciplina en la crianza de los hijos. El hecho de que la situación se tornara tan insostenible antes de que ellos pudieran reconocerla, mucho menos enfrentarla, indica que, en los padres, se estaban manifestando uno o más defectos de carácter importantes, que era preciso superar a fin de resolver los problemas obvios. En verdad, el problema de disciplina surgió justamente por la existencia de esos defectos y luego se agravó, exigiendo que se atendieran esas fallas. Por varios años, largos y penosos, Marleen contó con la complicidad inconsciente de su esposo para negar, no sólo la conducta de su hija, sino algo más importante: sus propias reacciones emocionales ante esa conducta. Lo hacía para poder vivir su mítico papel de madre perfecta de una hija especial del destino.

CREAR Y ELIMINAR ENGAÑOS

            Este tipo de mitos, que tiene el poder de afectar profundamente la vida y el juicio de una persona, se conoce en esoterismo como glamour. Nosotros mismos creamos estos glamours, estas ilusiones bajo las cuales trabajamos hasta que se rompe el hechizo. Tarde o temprano, todo glamour que nos hechiza produce exactamente las pruebas que hacen falta para quebrar la ilusión y disipar el engaño.

            En el caso de Marleen, las presiones generadas por su intento de hacer realidad una fantasía de madre-e-hija terminaron por llevarla a la decisión de desprenderse de ella. Sin duda, su prueba fue mucho más sutil que si se hubiera tratado de matar, robar o hacer daño a otra persona, deliberadamente y con propósitos egoístas. Tenía bien desarrolladas la franqueza y la integridad en el trato con otros. Marleen había evolucionado hasta un punto en que debía enfrentarse a un tema mucho más sutil: su capacidad de falta de honestidad personal, es decir: su capacidad de engañarse a sí misma con la atesorada visión de lo que deseaba que fueran ella y su hija.

            Como los glamours se basan siempre en los deseos egoístas de la personalidad, siempre son enfermizos. Existen en el plano astral, donde tienen sustancia propia, una forma, sonido y hasta olor característicos. Psíquicamente se los puede ver como una especie de miasma centelleante, una niebla densa y brillante, llena de imágenes, escenas, hechos y con frecuencia figuras de otras personas. Su olor es repelente, aunque dulzón: algo sofocante y un poco pútrido. Su sonido, un zumbido desagradable, estruendo o rugido. Los glamours tienen una vida propia que se resiste a la destrucción y se oponen siempre a nuestra iluminación.

Para destetarnos de estas fantasías atesoradas, con las que nos identificamos tan plenamente, se requiere una objetividad de la que no somos capaces mientras estamos bajo su hechizo. Suele hacer falta una crisis para que podamos desprendernos de esas creaciones propias que nos mantienen cautivos.

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EL PROCESO DE DESPERTAR

            Tras haber leído la historia de Marleen, quizá te preguntes qué glamours nublan tus propios pensamientos, percepciones y actos. Tal vez te gustaría darles un nombre, enfrentarlos y ponerlos finalmente a descansar. Por cierto, puedes tener la impresión de que llevas mucho tiempo tratando de verte con más claridad.

            En el sofisticado clima psicológico actual, muchos nos esforzamos a conciencia por alcanzar una mayor conciencia interior. Puede tratarse de un sincero deseo de desarrollo espiritual o estar impulsado por el dolor emocional. Con frecuencia es una combinación de ambos factores la que nos impele a leer libros, asistir a conferencias, comprar grabaciones de autoayuda, incorporarnos a un grupo de apoyo, buscar una religión en la que podamos creer, un maestro al que seguir, un terapeuta digno de confianza. Pero por mucho que nos dediquemos a nuestro despertar, inconscientemente tenemos miedo al proceso mismo que estamos cortejando y, por lo tanto, nos resistimos a él. Esta ambivalencia fundamental surge porque la intuición nos señala que para despertar en cualquier grado debemos, como Marleen, renunciar a las fantasías con las que nos identificamos tan profundamente.

            Una metáfora apta para describir el proceso del despertar en cualquiera de nosotros es la historia bíblica de Saúl, quien perseguía obsesivamente a los primeros cristianos. En el camino a Damasco, al quedar ciego e indefenso, debió enfrentarse a su ceguera espiritual, más profunda, y despertar de su fanatismo justiciero. Por medio de este despertar se convirtió al mismo credo al que se había opuesto con tanta violencia. Tal como ocurrió con Saúl, Marleen y la mujer mencionada al principio de este capítulo, aferrada a su fantasía de proteger al esposo mientras lo hacía desdichado, nuestro mismo despertar exige que reconozcamos y nos rindamos justamente a eso que hemos rechazado y negado con fuerza durante toda(s) nuestra(s) vida(s).

SE EXPLICA QUE TENGAMOS MIEDO.

Y se explica que algo tan inevitable y compulsivo como las relaciones humanas deban, con frecuencia, obligarnos a seguir jugando, como podamos, con esos peligrosos fuegos del Despertar.

EL DESEO AL SERVICIO DE LA EVOLUCIÓN

            Recuerda que el deseo es la clave de toda evolución en la Creación entera. Dentro del reino humano, son nuestros propios deseos personales los que tienen el poder de seducirnos, al inducirnos que nos involucremos con otras personas de un modo más profundo (y a veces más desesperado). Queremos dar cierta imagen, queremos amor o aprobación, admiración, respeto, comodidades, sexo, bienes materiales, seguridad, compañía, encumbramiento social, poder, ayuda de alguna especie, alivio o protección. En el grado en que nos seduzca el deseo, a su debido tiempo podemos vernos inducidos a una mayor conciencia. La fórmula de tales despertares, alimentados por el deseo, bien podría escribirse como sigue:

seducción (por el deseo)  → inducción (a la toma de conciencia)

            La palabra “seducción”conjura, para casi todos nosotros, la imagen de alguien con un atractivo tan irresistible que cedemos a él, pese a lo que nos diga el buen juicio. Lo cierto es que no se nos puede seducir como no sea mediante nuestros propios deseos. Las personas dotadas de mayor capacidad para facilitar nuestro desarrollo son las que generan en nosotros los sentimientos más potentes y hacia las cuales nos sentimos atraídos de manera inexorable. Aunque consideramos la seducción primordialmente como un hecho sexual, en realidad nos vemos siempre seducidos por nuestros propios glamours, puesto que reflejan nuestros defectos de carácter.

            Por ejemplo, suele ocurrir que escojamos a alguien por ciertas cualidades que nosotros mismos no estamos dispuestos a desarrollar o expresar. Declaramos admirar estas cualidades o habilidades en esa otra persona, pero nos sentimos traicionados cuando nos vemos obligados a desarrollar esas mismas cualidades. A Daphne, protagonista de la historia siguiente, le seducía la aparente capacidad protectora de su esposo; él, a su vez, se sentía atraído por su fragilidad femenina. Al cambiar la suerte de la pareja, cada uno de ellos fue inducido a asumir el papel y la situación del otro.

Hasta que su madre volvió a casarse, a los cincuenta y dos años, Daphne vivió en el hogar familiar, cómoda y segura en ese ambiente que conocía desde la infancia. Había hecho algunos intentos de vivir sola, pero tarde o temprano regresaba a la casa y la solicitud de su madre, por una u otra de sus misteriosas y frecuentes dolencias. Cuando su flamante padrastro obsequió a la novia un encantador condominio frente al campo de golf donde se habían conocido, Daphne no pudo dejar de reconocer la indirecta. Desde el momento en que se mudó inició la seria búsqueda de alguien que pudiera cuidar de ella.

Hamilton parecía el candidato más adecuado. Sus juiciosas adquisiciones de bienes raíces para alquilar habían hecho de él un hombre rico, en poco tiempo y pese al contratiempo financiero de su divorcio, cinco años atrás. Con los hombros anchos y una estatura imponente daba una gran sensación de fuerza, aunque un episodio de reumatismo cardíaco infantil aún lo obligaba a limitar sus actividades físicas. Junto a su corpulencia, la menuda Daphne, de piel pálida y ojos enormes, parecía un más frágil.

Se conocieron en una conferencia sobre tratamientos médicos alternativos; desde entonces salían regularmente y Hamilton solía hacer cautas referencias al casamiento. No parecían importare las constantes referencias de Daphne a su delicada salud ni su obvia renuncia a independizarse de su madre. Como la primera esposa de Hamilton era autosuficiente hasta la agresividad, la dócil dependencia de Daphne le parecía refrescante por contraste.

Cuando Daphne y Hamilton se casaron, pocos meses después de que ella abandonara la casa materna, estaba bien entendido que ella era demasiado delicada para los rigores del embarazo, el parto y la maternidad. El primer destello de la considerable voluntad de Daphne se presentó al sugerir Hamilton que, con el correr del tiempo, su salud podía mejorar lo suficiente como para que fuera posible tener hijos. Ella atacó con fría furia.  ¿Acaso no comprendía?  ¡Eso estaba totalmente fuera de discusión!

Esa voluntad se fue tornando más evidente a medida que creaban su hogar en la casa que Ham había heredado de sus padres. Daphne no tardó en iniciar grandes y costosas renovaciones que, una vez terminadas, dividían efectivamente la casa en dos unidades separadas. Aduciendo su mala salud y su consecuente necesidad de calma, Daphne reclamó una de esas partes y relegó a su esposo a la otra. Y  Ham, azorado ante la fragilidad de su esposa por el egoísmo implícito en sus objeciones, aceptó sin protestar.

Cuando llevaban varios años de casados, la economía empezó a declinar notoriamente y, una a una, las unidades alquiladas en los edificios de Ham se fueron desocupando. Pronto las rentas restantes no fueron suficientes para cubrir las cuotas de aquellos edificios hipotecados. En sus esfuerzos por salvar su capital, mientras el valor de los bienes raíces continuaba descendiendo a pico, Ham contrajo una gripe virósica y jamás recuperó sus fuerzas. Después de varios meses, el médico descubrió que ese virus había debilitado aun más el músculo cardíaco, ya dañado, y no llegaba a aspirar oxígeno suficiente para un funcionamiento normal, físico ni mental. Todo esfuerzo lo dejaba débil y exhausto.

Daphne se derrumbó, debido al doble peso de los problemas financieros y la invalidez parcial de Ham. Languideció algunas semanas en la cama y compitió con su esposo por el papel de paciente necesitado de atención. Pero en esta oportunidad nadie se presentó para amarla. Y puesto que regodearse en la hipocondría equivalía, claramente, a perder toda esperanza de una seguridad económica futura, Daphne se puso en marcha. Su acuciante necesidad de sentirse segura y protegida la convirtió en alumna destacada en el estudio del estado financiero de Ham.

Después de un cuidadoso análisis, aprovechó la poca ayuda que Ham podía brindarle y comenzó a tomar cautelosas decisiones sobre las propiedades que debían conserva y las que era preciso sacrificar en un mercado tan deprimido. Ofreció condiciones más atractivas a los inquilinos restantes, en un esfuerzo por conservarlos, y poco a poco tomó interés personal y participación activa en la administración de cada edificio, mucho más de lo que Ham lo había hecho nunca. Mientras tanto seguía cursos y rendía un examen tras otro, hasta lograr finalmente su licencia como agente de bienes raíces.

Hoy en día la salud de Ham es más o menos la misma. Tiene dificultades para concentrarse o para sostener un mínimo esfuerzo. Su estado lo torna muy pasivo y dependiente. Daphne, cuya estudiada fragilidad estuvo siempre respaldada por un fuerte sentido práctico, decidió hace tiempo alquilar su mitad de la casa e instalarse de nuevo con Ham. Aplica la renta a pagar a una persona que hace de enfermera y criada por medio día, encargándose de Ham y de la casa, mientras Daphne se ocupa de los negocios.

Ha ganado una creciente reputación como administradora de propiedades comerciales. Sus oficinas ocupan ahora todo un piso del edificio más grande de Ham; se ha convertido en una empresaria de moderado éxito, peso a lo flojo del mercado de bienes raíces. Aún se queja demasiado sobre su delicada salud, pero ahora tiene poco tiempo para prestar atención a sus vagos problemas médicos. Su relación con Ham es bastante vacua, pero siempre lo fue. El sexo y la intimidad nunca fueron muy importantes entre ellos y el divorcio está fuera de cuestión. Ella jamás podría abandonar a una persona tan enferma: por su mala salud sabe en carne propia lo terrible que sería el golpe… y por otra parte, todas las propiedades que Ham aportó al matrimonio aún están a nombre de él.

            La alianza entre Daphne y Ham fue motivada, principalmente, por deseos egoístas de ambas partes. A Ham le gustaba la idea de ser fuerte y manejarlo todo; Daphne, por su parte, quería seguir siendo débil y contar con protección. Ambos estaban dispuestos a hacer considerables sacrificios a fin de representar los papeles elegidos: Daphne, a vivir como esposa de un hombre al que en verdad no amaba; Ham, a prescindir de las relaciones sexuales y hasta de la compañía de su esposa.

            Atribuir la inversión de papeles a un simple giro del Destino sería negar el hecho de que estas dos personas se eligieron deliberadamente, a fin de realzar la imagen que de sí mismos atesoraban. Fue esto, tanto como las dificultades financieras y la enfermedad de Ham, lo que dispuso a ambos para la siguiente etapa de su desarrollo personal.

            Obviamente, aún existe un fuerte motivo de egoísmo que alimenta las acciones actuales de Daphne. Sin duda, así será por muchas vidas venideras. Pero está aprendiendo a ser más franca que disimulada en la expresión de su fortaleza personal, y eso es un progreso. La invalidez parcial obliga a Ham a conocer la situación que tan atractiva le resultaba en Daphne. Su estado hace que aprenda y entienda algunas lecciones duras sobre la verdadera naturaleza de la fuerza y la debilidad, el poder personal y su pérdida por mala salud contra una abdicación voluntaria.

            He aquí algunas de las lecciones a las que nos enfrenta la vida en el ámbito de nuestras relaciones.

            Si alguna de ellas, como en el caso citado, pueden obligarnos a convertirnos en lo que hemos tratado de evitar, otras pueden enseñarnos a evitar convertirnos en lo que no deseamos ser. Muchos recibimos de nuestros padres lecciones sobre lo que no debemos ser.

LA ELECCIÓN DE UN PROGENITOR DIFÍCIL

            En el momento de cada encarnación elegimos, bajo la dirección del alma, a los padres que no sólo nos proporcionarán el vehículo físico adecuado para la próxima vida, sino aquellos que más ayuden a nuestro desarrollo espiritual. El alma, en su deseo de evolución, nos asigna a nuestros padres, no porque sean capaces de darnos todo lo que nuestra personalidad pueda desear, sino porque nos proporcionarán una parte importante de lo que requerimos para avanzar en el Camino. Quien crea que había podido avanzar más en la vida si sus padres le hubieran dado más amor, aliento o comprensión, hará bien en recordar que esos son los deseos de la personalidad, no las necesidades del alma. Lo que podamos alcanzar o no en el mundo exterior tiene poca importancia en relación con el progreso que alcanzamos en una existencia dada por cuenta de nuestra alma. Gracias a las reacciones que provocan en nosotros, con frecuencia los progenitores difíciles prestan una gran contribución a ese progreso.

            El siguiente relato presenta un ejemplo de esta contribución:

El juez George K. había pasado toda su vida profesional  en los tribunales, en un papel u otro. Después de largos años como fiscal, presentando los diversos tipos de delito que se cometían en su distrito, fue elegido para la corte Superior, puesto que ocupó el mismo celo que había exhibido en sus otras ocupaciones.

En su aspecto, el juez daba la imagen de un monje tonsurado que hubiera cambiado su hábito clerical por la toga. Era redondo, calvo, de mejillas de manzana; con frecuencia había una sonrisa divertida en las comisuras de su boca; todo en él parecía desmentir lo severo y sobrio de su carrera…a menos que uno reparara en la profunda arruga vertical entre sus cejas y en el brillo penetrante de sus ojos pardos. Entonces era necesario tratar de reconciliar la impresión de cordial alegría con esas insinuaciones de un costado más duro y mucho más calculador.

El juez K. se casó tres veces. Las tres esposas lo dejaron por motivos que ni George ni ellas acababan de comprender. Tarde o temprano, cada una de las mujeres encontraron motivos para separarse de él y ya nunca quisieron regresar al hogar. Cada una dio los pasos necesarios para que la separación fuera definitiva, aduciendo vagos motivos. La primera esposa, al hacerse cargo de dos hijos en plena adolescencia, explicó mansamente: “Tal vez me llegó el momento de estar sola.” La segunda, que tenía treinta y ocho años cuando pidió el divorcio, proclamó: “Puede que esta sea mi versión anticipada de la crisis de la menopausia.” La tercera se limitó a declarar: “Nunca pensé que la carrera me resultara tan importante.” Estos casamientos y divorcios sucedieron a lo largo de veinticinco años. Una vez libres de él, las ex esposas aún calificaban a George de “hombre maravilloso”, aunque rara vez trataban con él, si podían evitarlo, Los conocidos del juez, al observar su historia matrimonial, pensaban que, para ser tan “maravilloso”, tenía mala suerte con las mujeres.

Los dos hijos, varón y mujer, se mantuvieron en estrecho contacto con la madre después de abandonar el hogar; en cambio sólo se comunicaban con el padre cuando era indispensable: una tarjeta y una llamada en el Día del Padre, la invitación a participar de sus bodas y una visita breve por Navidad o para presentarle al nuevo nieto. Ellos también parecían evitarlo, aunque él se mostraba puntilloso en el pago de la pensión a la madre y ejerció rigurosamente sus derechos de visita después del divorcio.

George bebía poco y nunca fumaba; aunque le gustaba comer bien, había en él algo de puritano.

Se le apreciaba en los tribunales, pero ningún abogado defensor presentaba su caso al juez K., si podía evitarlo. Fiscales y defensores por igual lo consideraban duro; sus sentencias, aunque técnicamente justificadas según la letra de la ley, solían ser severas y hasta exageradas.

-Es muy buen tipo en cualquier parte, menos en el estrado –era el comentario.

Y ahora George había vuelto a su ciudad natal, después de treinta años, para asistir a los funerales de Billy, su más íntimo amigo de la niñez. De la familia de Billy sólo sobrevivía la tía Hattie, una anciana excéntrica, quien insistió para que George la visitara antes de partir. George no la conocía en persona, aunque recordaba vagamente que Billy hablaba de una hermana de su madre llamada Hattie, que era actriz y vivía en el extranjero.

Sentado en la sala de la casa que tan bien recordaba, en la que sólo Hattie vivía ahora, George luchaba por conservar intacto su habitual aire de simpática dignidad. Pero algo en la penetrante mirada de la anciana disolvía su pulida actitud. Esa vieja difícil no lo ayudaba a mantener una conversación ligera; no aportaba sus anécdotas ni siquiera escuchaba las de él.

Hattie le había servido pastel. Mientras le llenaba la taza de café preguntó, con aire inocente:

-¿Te dijo Billy alguna vez que yo leo las manos?

George tenía la boca llena de pastel, pero meneó la cabeza, con los ojos dilatados por la alarma. Ella tomó asiento y le tomó las manos, muy segura de sí, riendo con el herrumbrado carcajeo de las ancianas.

-Es cierto. Siempre fui la excéntrica de la familia. Pero en el teatro es importante saber en quién se puede confiar y a quién debes vigilar con atención. Además –agregó, juguetona- resulta divertido y yo soy curiosa. Todo actor debe ser psicólogo, ¿sabes? Para servir de algo debemos saber qué mueve a la gente. La quiromancia me pareció el modo más fácil de estudiar los tipos. Y cuando escaseaban los papeles, con eso podía ganarme la vida.

Por un momento dejó de parlotear. En silencio, siguió cada dedo del juez con los suyos, le flexionó la manos hacia atrás, le apretó las palmas en diversos sitios. Tenso e incómodo, George se dijo que bien podía dar el gusto a esa vieja excéntrica por media hora más antes de huir. Al levantar la vista, ella habló en voz baja:

-Quiero decirte algo que quizá te resulte muy difícil oír. Tus manos dicen que en tu temperamento hay mucha crueldad.

George inmediatamente empezó a tartamudear en tono de protesta, pero ella lo interrumpió con una suave sonrisa:

-Oh, ya sé: todos tus amigos, hasta Billy, si estuviera aquí me dirían que eres el mejor de los hombres. Hasta tus manos me dicen que tratas de serlo. –Lo miró a los ojos con obvia simpatía. –Pero te cuesta mucho, ¿verdad?

El se estaba poniendo rojo de cólera. ¿Cuánto más debía soportar sólo por cortesía? Hattie continuó:

-Háblame de tus padres. ¿Cómo eran?

Aliviado al ver que la conversación se apartaba de él, George respondió:

-Mi madre es una mujer maravillosa. Y no me molesta decir que yo era su favorito. Ella trataba de compensarme por el trato que me daba mi padre.

“Porque, si de crueldad vamos a hablar, mi padre sí que era cruel. Pero ni físicamente, no. Era más sutil. Fue él quien tuvo la idea de darme el nombre de un hermano de mi madre que era un perfecto fracasado, un tonto sin la menor ambición. Y mientras yo crecía él me comparaba con tío George, dando a entender que éramos iguales. Por mucho que yo hiciera para demostrar mi inteligencia, por mucho que lograra, él siempre me veía apenas a un paso de ser un completo inútil.

Apenas  empezaba a entrar en tema cuando ella lo interrumpió para preguntarle:

-¿Me dices tu fecha de nacimiento?

El le contestó bruscamente y Hattie buscó su efemérides en el estante cercano.

-Este libro contiene la posición de los planetas en cada día del siglo –explicó, mientras observaba la fecha que él le había dado. Y agregó con satisfacción,  dando un golpecito en la página para mostrar unas columnas de pequeñísimos números-: cuando naciste, Marte estaba en Tauro. Hitler también lo tenía allí, ¿sabes? Eso puede indicar una tendencia a la crueldad, así como la combinación de algunos rasgos de tu mano, tienes prominente el monto inferior de Marte, pulgares en forma de maza y manos gruesas en general. Sin embargo, hay señales de mente aguda y también de notable sensibilidad. A veces la gente llega a la vida con varios rasgos que indican tendencia a la brutalidad, pero ya han adquirido conciencia suficiente para comprender que es preciso vencer esa propensión. Eso significa que tienen una gran tarea por delante, pues se pasan la vida en guerra con su propio temperamento.

Ignorando la irritación de George, le sonrió.

-¿Sabes qué pienso? Que elegiste deliberadamente a ese padre a fin de crear en ti una aversión a la crueldad. Apuesto a que te has pasado la vida tratando de no ser como tu padre.

-¡Es cierto, así fue! –contestó George, casi gritando, fastidiado al ver que ella estaba en lo cierto, aunque él había tomado esa decisión a edad tan temprana que ya no recordaba siquiera haber vivido sin ese compromiso-. Y me gusta pensar que lo logré. Soy exactamente lo contrario. El me denigraba, y lo mismo a mis hermanos, mi madre, todos nuestros familiares, a todos. Nadie era lo bastante bueno o lo bastante sagaz para conformarlo.

-Y tú no haces nada de todo eso.

-¡No, claro!  Siempre he puesto mucha atención en alentar a mis hijos y a cada una de mis esposas.

-¿Nunca te acusaron de carecer de espontaneidad? –preguntó Hattie.

George se sintió desconcertado. Esa vieja loca cambiaba de tema sin parar.

-En realidad, mis hijos solían decir que yo debía aflojarme… y todas mis esposas se quejaron siempre de que yo no era “divertido”, como ellas decían. Pero nunca lo comprendí. Desde pequeño decidí ser siempre muy alegre. Nunca gruñí, como lo hacía mi padre. –De pronto se interrumpió, meneando torpemente la cabeza. –A veces me pregunto por qué me he esforzado tanto. A la gente que no me conoce a fondo les caigo simpático, pero los íntimos… Bueno, no tengo íntimos. Nunca lo entendí.

Hattie le dio unas palmaditas en la mano.

-Voy a ayudarte a entenderlo –dijo-. Supón que hay una escuela adonde puedes ir para aprender a ser bueno. No naciste sabiéndolo, pero estás decidido a aprender, aunque tengas que estudiar mucho y practicar constantemente. Y supón que, antes de ingresar en la escuela, estabas muy lejos de ser bueno. Como tu padre, eras cruel y hacías daño al prójimo, sin otro motivo que una arraigada costumbre.

“En estos momentos debes de estar en el segundo grado de esta Escuela de bondad. Tienes mucho camino por recorrer antes de que te surja naturalmente lo que has aprendido, sin pensar, sin esfuerzo. Todavía estás trabajando para inhibir el impulso cruel, la palabra dura, la crítica, el insulto y hasta el acto brutal. Pero desde que vas a esta escuela temes que, si no disimulas esas tendencias agresivas y dañinas, no te permitan siquiera quedarte a aprender. Por eso te esfuerzas mucho para ocultar lo que aún es en ti una parte básica, una parte de la que te avergüenzas y tienes miedo de reconocer siquiera ante ti mismo.

El juez sentado ante ella, que en sus tiempos de joven abogado había convertido en arte el argumento, se encontraba tan aturdido que no podía discutir lo que afirmaba esa tonta.

-La parte más difícil –continuó Hattie- es que esos impulsos, al formar todavía parte natural de ti, acumulan presión para liberarse. Gracias a tu profesión has podido liberar una gran parte.

George asintió, con la vista clavada en el suelo.

-Cuando era fiscal, mi segunda esposa me preguntó cómo me las componía para manejar emocionalmente mi trabajo. Ella no soportaba enterarse de la violencia y la brutalidad a las que yo debía enfrentarme todos los días. –Miró a Hattie. –Pero a mí me encantaba ese trabajo.

-Por supuesto. Al luchar contra la crueldad que ejercían algunas personas contra otras, luchabas contra la tuya misma. Para superar eso viniste aquí. Pero –aquí le apretó suavemente ambas manos- te vuelves peligroso cuando no puedes reconocer tu propia crueldad. Entonces expresas tu lado oscuro y tratas de aplastarlo en el prójimo, en esas personas a las que antes acusabas y que ahora se presentan ante tu estrado.

-¡Yo no soy como ellos! –La voz del juez contenía a un tiempo amenaza y desesperación. -¡Jamás podría cometer un crimen!

-¿Recuerdas ese cuento de Somerset Maugham, el titulado “Lluvia”? – Hattie parecía estar desviándose de nuevo del tema.- Con él se hizo una película llamada Sadie Thompson. Un predicador puritano asume la misión de salvar a una joven hedonista y despreocupada de una vida de prostitución. Cuando ya la ha convencido a medias de cambiar sus pecaminosas costumbres, una violenta lluvia tropical los atrapa solos en una choza. Entonces se apoderan del predicador los impulsos y sentimientos que ha negado por tanto tiempo y la viola. -Hizo una larga pausa, dejando que el relato hiciera su efecto. Luego continuó:- Nos volvemos peligrosos cuando negamos una parte de nuestra humanidad, cualquiera sea, aun las partes de las que nos avergonzamos.

Por un largo instante reinó el silencio entre los dos. Por fin George preguntó en voz baja, en la que se mezclaban resentimiento y derrota:

-¿Por qué mis tres esposas me abandonaron? ¿Por qué mis hijos me evitan? ¡Puede usted decir lo que quiera, pero nunca les hice daño!

-No estoy segura pero creo que, ante todo, no les inspira confianza. Perciben, quizás inconscientemente, el esfuerzo constante que haces para reprimir un aspecto de tu temperamento; por eso les cuesta estar contigo. En segundo lugar, tal vez la crueldad que hay en ti se filtra al exterior, de un modo tan sutil que ninguno d vosotros puede identificarlo; aun así hace daño.

-¡Entonces no hay esperanzas! –exclamó George, casi aullando-. No puedo ganar, por mucho que me esfuerce.

-Nada de eso. Durante décadas enteras han aprendido a no hacer daño en forma deliberada. Reconozco que se parece un poco a conducir con los frenos puestos. Pero si antes conducías tu coche a ciento sesenta kilómetros por hora y matabas a alguien cada vez que salías, aprender a conducir con los frenos es un gran adelanto. El problema es que el orgullo te obliga a negar de ti mismo esa parte colérica y agresiva que gusta de ir a ciento sesenta kilómetros por hora, sin medir las consecuencias. Podrías tratar de reconocer esa parte y reprimirla a conciencia.

“En realidad, deberías estar muy orgulloso. En una sola vida ya has logrado mucho”.

George se respaldó en su silla, mirando con atención a esa extraña anciana, que le decía cosas tan extraordinarias sobre su propia vida. Recobró el dominio de dijo con frialdad:

-No quiero ser desagradecido por todas las molestias que usted se ha tomado, pero no creo una palabra de todo esto. ¡Leer las manos! Es bastante descabellado, ¿no?

Hattie su puso de pie para acompañarlo a la puerta y le dio una palmadita en el brazo, con una sonrisa tan amplia que sus agudos ojos azules desaparecieron a medias entre los pliegues de piel arrugada.

-Yo misma no sé si creo en esto. Pero parece tener algún sentido, ¿verdad? ¿Por qué no dejas pasar un tiempo y luego miras si esta pequeña charla te ha servido de algo? ¿Qué mal puede hacerte?

Y con esa nota, bastante inconclusa, George y Hattie se despidieron.

            George había recibido una rara oportunidad de conocerse mejor, aunque no la reconociera como bendición. Su experiencia con la quiromancia de Hattie fue como la del alcohólico a quien sorprenden conduciendo ebrio y obligan a asistir a reuniones de Alcohólicos Anónimos. El bebedor puede negarse a admitir que tiene un problema y tal vez continúe bebiendo, pero jamás podrá encarar con la misma despreocupación sus relaciones con el alcohol. El lema de AA es: “Pasa y te arruinaremos el placer de beber.”

            Eso es lo que ocurrió con George: una dudosa desconocida perforó ante sus propios ojos, siquiera por un  momento, la imagen de buena persona que mantenía con tanto esfuerzo. Pero a partir de entonces le sería más difícil persuadirse de que en su carácter sólo había buena voluntad. Como el alcohólico, George sólo tenía dos posibilidades. Con el aliento recibido de Hattie, podía admitir que, peso a todos sus deseos, había en su composición un elemento sádico. Luego, emplear la energía hasta entonces usada en mantener una fachada y una negativa para vigilar conscientemente esos impulsos. Mediante el esfuerzo de lograr una rigurosa honestidad personal en esa delicada zona de su vida, llegaría a ser una persona mucho más sosegada y auténtica. De lo contrario, podía continuar negando la existencia de ese elemento cruel en su temperamento; pero en adelante, después de lo ocurrido con Hattie, el esfuerzo requerido para negarlo sería mucho más grande.

El encuentro de George con Hattie fue un ciclo curativo. Los ciclos curativos no significan necesariamente que salgamos curados de ellos. Son, tan sólo, oportunidades para curar. Podemos elegir cómo responder cuando se presentan. Pero cada vez que rechazamos o ignoramos una oportunidad de sanar, garantizamos que el ciclo siguiente sea más opresivo, más perturbador, más difícil de negar.

PRACTICA LA REDEFINICIÓN DE LAS RELACIONES

            ¿Qué hizo George con esa invitación a encontrarse consigo mismo en un plano más profundo y verdadero? Con toda probabilidad, hizo lo posible por ignorar la invitación, desacreditar a la persona que se la había extendido y continuar con su vida como antes. Tal es la respuesta que la mayoría da por lo general a sus ciclos curativos. Después de todo, si fuera fácil admitir en la conciencia esas partes nuestras que tenemos y despreciamos, todos lo haríamos mucho antes y respondiendo a presiones mucho menores de las que habitualmente se requieren.

            Si crees que recibirás de buen grado la oportunidad de comprender mejor tu propio temperamento, formúlate las siguientes preguntas. Como sonarán mucho más poderosas y reales en tu propia voz, pregúntate en voz alta:  “¿Y yo? ¿Me ha invitado la vida a ser más sincero sobre mi propio lado oscuro?  ¿Y cómo he respondido a esas invitaciones: con franqueza o con miedo?  ¿Qué sería lo peor que podría descubrir sobre mi propia naturaleza?  ¿Puedo aceptar que eso podría morar en mí, alimentando mi horror, mi asco y mi actitud crítica hacia aquellos que no pueden ocultar este aspecto en sí mismos?  ¿Conozco a alguien que haya ayudado a crear en mí la aversión por estos rasgos?  ¿Puedo reconocer que tal vez debería estarles agradecido por la parte que han jugado en mi propia evolución?”

            Obviamente, para estas preguntas no hay respuestas “acertadas” que puedas buscar en otra página de este libro, después e haber reflexionado. Estas son las preguntas que debemos formularnos, una y otra vez, todos los que participamos conscientemente en nuestra propia evolución. Son muestras del sentido en que cada uno debe comenzar a examinar todo lo que ocurre dentro de sí y alrededor, en la vida.

Cuando aprendamos a plantearlas y a buscar ese tipo de respuestas, descubriremos que emergen un nuevo paradigma o visión del mundo, que lo altera todo por completo. Mediante esa nueva visión es posible comprender la naturaleza integrada de las relaciones, los hechos y la evolución. Por medio de ella podemos saber que vivimos en un Cosmos, no es un Caos. Podemos comenzar a apreciar el modo en que cada persona, cada vida, constituye una parte significativa de un Orden mayor en el que todos, individualmente y en concierto, desempeñamos una parte vital y magnífica.

 

 
 
 
 

 
 

 
         
         
       
       
       
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