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Lazos de Amor

CAPITULO 10

Brian Weiss

 

                                            He estado antes aquí,

                                            pero no sabría decir cuándo,

                                            conozco la hierba que hay más allá de la [puerta,

 el aroma sano y penetrante,

el rumor acompasado, las luces de la costa. Habías sido mía antes,

no puedo decir cuánto tiempo hace de ello; pero justo cuando te giraste

para ver volar la golondrina,

un velo cayó y lo supe todo de los tiempos [pasados.

                   DANTE GABRIEL ROSSETTI

Pedro estaba recordando una vida anterior llena de complicaciones. A veces, las vidas más difíciles son las que nos brindan más posibilida­des de aprender, de recorrer nuestro camino con mayor rapidez.

Las vidas más llevaderas suelen ofrecemos menos posibilidades para progresar que las difí­ciles. Son momentos para descansar. Pero estaba claro que la vida que Pedro recordaba aquel día no era de las más fáciles.

  De repente él se enfureció y apretó con fuerza los dientes.

  -Me obligan a irme, y yo no quiero... ¡no deseo esta clase de vida!

  -¿ Adónde te obligan a ir? -le pedí que me aclarara.

  -Quieren que tome los hábitos, que me haga monje iY yo no lo quiero! -repitió.

  Se quedó en silencio un minuto, pero seguía enfadado. Después empezó a explicarse.

-Soy el hijo menor. Mis padres esperan esto de mí -continuó-. Pero yo no quiero dejarla, estamos enamorados. Si me voy, alguien ocupará mi lugar... y yo no podría soportado. ¡Antes prefiero morir!

Pero no murió. Lo que ocurrió fue que poco a poco se fue resignando hasta conformarse con la única opción que tenía. Tuvo que separarse de su amada. Con el corazón desgarrado, continuó viviendo. Pasaron unos años.

-Ahora ya no es tan terrible. Llevo una vida pacífica. Me siento muy cerca del abad y he deci­dido permanecer a su lado.

  Después de otro silencio, se produjo un reconocimiento.

-Él es mi hermano... mi hermano. Estoy convencido. Estamos muy unidos. ¡Reconozco sus ojos!

  Finalmente Pedro se había reencontrado con su hermano fallecido.

Su dolor empezaba a aliviarse, porque si am­bos habían estado juntos anteriormente, podían estado otra vez.

Transcurrieron unos años. El abad envejeció.

-Pronto me abandonará -pronosticó Pe­dro-, pero nos reuniremos otra vez, en el cie­lo...

Hemos rezado para que así sea.

  El abad murió y Pedro lamentó su pérdida.

Rezó y meditó. Pronto le llegaría su hora.

Enfermó de tuberculosis y tosía constantemente. Le costaba respirar. Sus hermanos espirituales le hacían compañía alrededor de su lecho.

Le dejé que pasara rápidamente al otro lado. No era necesario que sufriera otra vez.

-Ahora sé lo que es la ira y el perdón -em­pezó a decirme sin dejar que le preguntara lo que había aprendido de aquella vida-. He aprendi­do que sentir rabia es estúpido. Corroe el alma. Mis padres hicieron lo que creyeron más apro­piado, tanto para mí como para ellos. No com­prendieron la intensidad de la pasión que yo sen­tía, ni tampoco que era yo quien tenía el derecho de decidir el camino de mi vida, y no ellos. Su in­tención era buena, pero no comprendieron. Fue­ron unos ignorantes; pero yo también lo he sido. He intentado dominar las vidas de otras perso­nas. Entonces, ¿por qué juzgarles o reprocharles algo cuando yo me he comportado como ellos? Se calló y luego prosiguió:

  -Por eso es tan importante perdonar. Todos hemos hecho cosas por las cuales condenamos a otros. Si deseamos que se nos perdone, debemos perdonar. Dios nos perdona. Nosotros también deberíamos hacerla.

Pedro seguía repasando lo que había apren­dido.

-Si yo hubiera tenido claro mi camino, no me habría encontrado con el abad -concluyó-. Siempre que busquemos compensación, gracia y bondad, las encontraremos. Si yo hubiera estado resentido por la vida que llevaba y hubiera se­guido viviendo con rabia y amargura, habría perdido la oportunidad de encontrar el amor y la bondad que me brindaron en el monasterio.

   

Todavía quedaban algunas lecciones de menor importancia.

-Me he dado cuenta de lo importante que es rezar y meditar -añadió.

Después permaneció en silencio reflexionan­do sobre lo que había aprendido durante su vida piadosa y lo que esto significaba.

-Quizá fue mejor sacrificar el amor de la pa­reja por el inmenso amor de Dios y de mis her­manos -conjeturó.

Yo no estaba seguro de ello y Pedro tampoco. Cientos de años después, él escogió un camino muy diferente en su vida como Magda.

El siguiente paso en su viaje para verificar dónde se unían el amor espiritual y el humano se produjo inmediatamente después del recuerdo de su vida como monje. .

-Alguien me arrastra hacia otra vida –dijo con brusquedad-. ¡Mi deber es ir!

-¡Adelante! -le insté-. ¿Qué ocurre?

-Estoy tumbado en el suelo, herido de gravedad... Hay unos soldados por aquí cerca. Me han arrastrado por el suelo y las rocas... ¡Me es­toy muriendo! -dijo jadeando-. Me duelen mucho la cabeza y un costado -murmuró con un hilo de voz-. Ya nadie se interesa por mí.

Poco a poco fui conociendo el final de la ma­lograda historia de este hombre.

Cuando dejó de reaccionar, los soldados se marcharon. Los veía por encima de su cuerpo con sus cortos uniformes de piel y sus botas. No parecían muy contentos, pues sólo habían queri­do divertirse a costa de él sin llegar a matado. No es que se arrepintieran, ya que para ellos la vida de los demás no valía gran cosa; pero el jue­go no había terminado como ellos pensaban.

La hija acudió en busca de su padre. Triste y  llorosa, le mecía suavemente la cabeza en su re­gazo. Él sentía que la vida se iba escapando de su cuerpo. Debía de tener las costillas rotas, porque cada vez que respiraba sentía un dolor agudo en el torso. En la boca sentía el sabor de la sangre.

Casi no le quedaban fuerzas. Intentó decirle algo a su hija, pero no logró pronunciar ni una sola palabra. Se oyó un lejano gorgoteo que pro­venía de algún profundo lugar de su cuerpo.

-Te quiero, padre... -oyó que su hija le su­surraba.

No podía responder. Él la quería mucho. Iba , a añorarla más de lo que un ser humano es capaz de soportar.            .

Cerró los ojos por última vez y aquel intenso dolor desapareció. Pero, de algún modo, todavía podía ver. Se sentía más libre y ligero que nunca.

. Se vio a sí mismo mirando hacia abajo y contem­plando su cuerpo deshecho, y observó cómo su hija acunaba sobre su regazo la cabeza y los hombros relajados de aquel cuerpo. La niña so­llozaba y no era consciente de que su padre esta­ba en paz, de que ya no sufría. Mientras lo mecía suavemente, tenía los ojos clavados en el cuerpo de su padre, un cuerpo que ya no albergaba su espíritu.

 Él ya estaba preparado para abandonarles. También ellos gozarían de este bienestar. Sólo te­nían que recordar que, cuando les llegara la hora, abandonarían su cuerpo.

Percibió una luz deslumbrante, más relucien­te y maravillosa que la que producirían mil soles juntos.

Sin embargo, podía mirarla directamente. Al­guien que se hallaba cerca de aquella luz o den­tro de ella le estaba haciendo señas. ¡SU abuela! Tenía un aspecto joven, radiante y saludable. Tu­vo la necesidad de ir a su encuentro y se desplazó hacia la luz sin dudado un segundo.

Alcanzó a leer un mensaje en los pensamien­tos de su abuela: «Me alegro de volver a verte, pequeño. Ha pasado mucho tiempo.»

Lo abrazó espiritualmente y juntos se enca­minaron hacia el interior de la luz.

 Mi mente me llevó hasta mi primer hijo, Adam, que vivió una vida muy breve. Creo que fue aquella imagen de la afligida hija de Pedro mientras acunaba a su padre moribundo entre el polvo la que despertó en mí este recuerdo.

Carol y yo nos abrazamos consolándonos mutuamente después de una llamada telefónica del hospital. Adam había muerto a los veintitrés días. Aquella arriesgada operación a corazón abierto no consiguió salvarle la vida. Lloramos juntos, pues era lo único que podíamos hacer.

El dolor físico y psíquico que nos invadió era insoportable. Nos costaba respirar. Si inspirába­mos profundamente, nos dolía el corazón; el aire no llegaba a nuestros pulmones. Parecía como si llevásemos un corsé apretado que no podíamos aflojar de ninguna manera.

Con el tiempo, aquella profunda tristeza fue suavizándose, pero el vacío en el' corazón seguía intacto. Tuvimos a Jordan y a Amy, que son unos hijos fenomenales, pero no podían rempla­zar a Adam.

El paso del tiempo nos ayudó. Las olas de do­lor se van diluyendo al igual que las ondas sobre la superficie de un lago cuando se arroja una pie­dra. Pero todo en nuestra vida estaba conectado con Adam, como las ondas alrededor del lugar en que se hundió la piedra.

Poco a poco, fuimos rehaciendo nuestra vida con nuevas amistades y experiencias, que no es­taban tan directamente conectadas con Adam y nuestro sufrimiento. Las ondas se iban alejando del centro. Más acontecimientos, más noveda­des, más personas en nuestra vida. Nuestro espa­cio se llenaba de oxígeno. Ya podíamos inspirar profundamente otra vez. El dolor nunca se olvi­da; pero, a medida que el tiempo va pasando, se puede vivir con él.

Diez años después, en Miami, nos reencontramos con Adam. Nos habló a través de Catherine, la paciente que aparece en Muchas vidas, muchos maestros, y, después de aquello, nuestra vida cambió radicalmente. Tras una década de sufrimiento, empezamos a entender la inmortalidad del alma

 

 
 
 
 
 

 
 

 
         
         
       
       
       
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