Una prueba fehaciente de que los hombres
conocen la mayoría de las cosas antes de nacer es el hecho de que
cuando son simples niños llegan a entender innumerables
fenómenos con tal rapidez
que es evidente que no los están comprendiendo por primera vez,
sino que los recuerdan, los traen a la memoria...
CICERÓN
Por un momento me sentí confundido. Pedro había atravesado en su
imaginación una puerta que conducía a otro tiempo y a otro lugar.
Por el movimiento rápido de sus ojos, pude adivinar que en aquel
instante estaba contemplando algo.
-Puedes hablar -le dije-, y al mismo tiempo permanecer en trance,
observando y viviendo experiencias. ¿Qué ves?
-Me veo a mí mismo -respondió-. Estoy tumbado en un campo, de noche.
El aire es frío y limpio... Hay muchas estrellas.
-¿Estás solo?
-Sí. No veo a nadie por aquí.
-¿ Qué aspecto tienes? -le pregunté intentando averiguar más
detalles de la época y el lugar en los que había aparecido.
-Soy yo mismo... Tengo unos doce años...
Llevó el pelo corto -añadió.
-¿ Eres tú mismo? -pregunté.
Todavía no había comprendido que Pedro había retrocedido solamente
hasta su infancia y no a una vida pasada.
-Sí -contestó simplemente-: He vuelto a mi niñez en México.
Enseguida lo entendí todo, y entonces centré más mi atención en los
sentimientos. Quería saber por qué su mente había escogido ese
recuerdo en concreto de entre la gama tan amplia de posibilidades
de que disponía.
-¿ Cómo te sientes?
-Soy feliz. El cielo nocturno me inspira paz.
Las estrellas siempre me han resultado entrañables y me siento muy
cerca de ellas... Me gusta fijarme en las constelaciones y observar
cómo recorren el cielo con el paso de las estaciones.
-¿ Estudiáis las estrellas en el colegio? -En
realidad no, sólo un poco. Pero yo leo libros sobre ellas por mi
cuenta. Lo que más me gusta es observadas.
-¿ Hay alguien más en tu familia que disfrute mirando las estrellas?
-No -contestó-. Sólo yo.
Entonces sutilmente intenté estimular su yo superior, ampliar su
perspectiva, para averiguar la importancia de aquella evocación.
-¿Es muy importante este recuerdo del cielo
nocturno? -le pregunté-. ¿ Por qué tu mente ha escogido esta escena
en concreto?
Guardó silencio. Su rostro se relajó. -Las estrellas son un regalo
para mí -empezó a decir dulcemente-. Me proporcionan bienestar.
Son una sinfonía que ya he oído antes, me refrescan el alma, me
recuerdan lo que he olvidado... Y no sólo eso -continuó
enigmático-. Son el camino que me guía hacia mi destino, de un modo
lento pero seguro. Debo ser paciente y no interferir en el camino...
La fecha está fijada. Se quedó callado otra vez. Le dejé descansar,
y un pensamiento me vino a la mente. El cielo
,
nocturno ha estado aquí desde mucho antes de que apareciera la
humanidad. En cierta manera, ¿ no hemos oído todos alguna vez esta
antigua sinfonía? Nuestro destino, ¿no está ya prefijado?
Luego hice otra reflexión, de palabras claras y significado ambiguo.
Yo también debo ser paciente y no interferir en el destino de
Pedro. Este pensamiento me vino a la mente como una instrucción.
Resultó ser una profecía.
Ya que pacientes como Pedro y Elizabeth desafiaban mis creencias
tradicionales sobre la vida y la muerte e incluso sobre la
psicoterapia, decidí empezar a meditar o por lo menos a reflexionar
cada día sobre ello. En estados de profunda relajación, solían
surgir de repente en mi conciencia una diversidad de ideas, imágenes
y conceptos.
Un día, me sobresaltó un pensamiento que acudió a mí como un mensaje
urgente. Era necesario que observara muy de cerca a aquellos
pacientes a los que hacía largo tiempo que trataba, mis pacientes
crónicos. Entonces los vería más claramente, y así no sólo
aprendería más cosas sobre ellos, sino también sobre mí mismo.
Los pacientes que estaba tratando en esos momentos mediante la
terapia de regresión, los métodos de visualización y la orientación
espiritual obtenían muy buenos resultados. Pero ¿ qué ocurría con
el resto de pacientes, muchos de los cuales se sometieron a terapia
conmigo antes de que publicara mis libros? ¿Qué es lo que me
faltaba saber de mí mismo?
Tal y como comprobé: un montón de cosas.
Había dejado de ser un profesor para muchos de estos pacientes
crónicos; yo era simplemente una costumbre para ellos, una muleta.
La mayoría dependía de mí, y yo, en lugar de retarles a obtener su
independencia, me conformé con desempeñar el papel habitual.
Yo también dependía de ellos. Me pagaban, me halagaban, me hacían
sentir indispensable, lo cual reforzaba el estereotipo del médico
como un semidiós en nuestra sociedad. Tenía que enfrentarme a mi
ego.
Afronté mis miedos uno por uno. La seguridad fue el primero. El
dinero no es bueno ni malo; aunque a veces sea importante, no
proporciona una verdadera seguridad. Necesitaba creer más en mí.
Para p0der correr riesgos y comprometerme a llevar a cabo la acción
correcta, tenía que saber por adelantado que todo iría bien.
Examiné mis valores: qué era importante en mi vida y qué no.
Conforme repasaba mis creencias y valores y los ponía en orden, mis
preocupaciones acerca del dinero y de la seguridad fueron
desapareciendo como la niebla se esfuma con la luz del sol. Me
sentí seguro.
Después abordé mi necesidad de sentirme indispensable e importante.
Esto es otra ilusión del ego. Recordé que somos seres espirituales.
En el fondo todos somos iguales. Todos somos importantes.
Mi necesidad de ser especial, de ser querido, sólo podía
satisfacerse de verdad a un nivel espiritual, desde lo más profundo
de mi interior, desde la divinidad que hay dentro de mí.
Mi familia podría ayudarme, pero sólo hasta cierto punto. Mis
pacientes, evidentemente no. Yo podía enseñarles y ellos podían
enseñarme a mí. Podíamos ayudarnos mutuamente, pero no satisfacer
nuestras necesidades más profundas, porque eso sólo se obtiene
mediante una búsqueda espiritual.
Los médicos somos maestros y terapeutas muy preparados, pero no
semidioses. Simplemente somos personas expertas en nuestro campo.
Somos eslabones de la misma cadena, como todos aquellos que ayudan
en nuestra sociedad.
Las personas suelen ocultarse detrás de sus etiquetas y máscaras
profesionales (médico, abogado, senador, etc.), la mayoría de las
cuales ni siquiera existían antes, de los años veinte o treinta.
Hemos de recordar quiénes éramos antes de que nos concedieran
nuestros títulos.
No se trata solamente de que todos seamos capaces de convertirnos en
seres afectuosos y espirituales, en personas compasivas, buenas y
pacíficas, llenas de alegría y de serenidad. Ya lo somos. Lo que
pasa es que lo hemos olvidado, y nuestro ego, por lo visto, intenta
evitar que lo recordemos.
Nuestra mente está obnubilada. Nuestros valores, invertidos.
Muchos psiquiatras me han confesado que se sienten atrapados por sus
pacientes. Han perdido la ilusión de ayudarles.
A ellos, les recuerdo que también son seres espirituales. Están
apresados por sus propias inseguridades y su ego. Ellos también
necesitan valor para correr riesgos y para dar el paso definitivo
hacia la salud y la felicidad.
|
|