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Lazos de Amor

CAPITULO 16

Brian Weiss

 

 Una prueba fehaciente de que los hombres conocen la mayoría de las cosas antes de nacer es el hecho de que cuando son simples niños llegan a entender innumerables fenómenos con tal rapidez que es evidente que no los están comprendiendo por primera vez, sino que los recuerdan, los traen a la memoria...

CICERÓN

 Por un momento me sentí confundido. Pe­dro había atravesado en su imaginación una puer­ta que conducía a otro tiempo y a otro lugar.  Por el movimiento rápido de sus ojos, pude adivinar que en aquel instante estaba contem­plando algo.

-Puedes hablar -le dije-, y al mismo tiem­po permanecer en trance, observando y viviendo experiencias. ¿Qué ves?

-Me veo a mí mismo -respondió-. Estoy tumbado en un campo, de noche. El aire es frío y limpio... Hay muchas estrellas.

-¿Estás solo?

-Sí. No veo a nadie por aquí.

-¿ Qué aspecto tienes? -le pregunté inten­tando averiguar más detalles de la época y el lu­gar en los que había aparecido.

-Soy yo mismo... Tengo unos doce años...

Llevó el pelo corto -añadió.

-¿ Eres tú mismo? -pregunté.

Todavía no había comprendido que Pedro había retrocedido solamente hasta su infancia y no a una vida pasada.

-Sí -contestó simplemente-: He vuelto a mi niñez en México.

Enseguida lo entendí todo, y entonces centré más mi atención en los sentimientos. Quería sa­ber por qué su mente había escogido ese recuer­do en concreto de entre la gama tan amplia de posibilidades de que disponía.

-¿ Cómo te sientes?

-Soy feliz. El cielo nocturno me inspira paz.

Las estrellas siempre me han resultado entraña­bles y me siento muy cerca de ellas... Me gusta fi­jarme en las constelaciones y observar cómo re­corren el cielo con el paso de las estaciones.

-¿ Estudiáis las estrellas en el colegio? -En realidad no, sólo un poco. Pero yo leo libros sobre ellas por mi cuenta. Lo que más me gusta es observadas.

   

-¿ Hay alguien más en tu familia que disfrute mirando las estrellas?

-No -contestó-. Sólo yo.

Entonces sutilmente intenté estimular su yo superior, ampliar su perspectiva, para averiguar la importancia de aquella evocación.

-¿Es muy importante este recuerdo del cielo nocturno? -le pregunté-. ¿ Por qué tu mente ha escogido esta escena en concreto?

Guardó silencio. Su rostro se relajó. -Las estrellas son un regalo para mí -empe­zó a decir dulcemente-. Me proporcionan bie­nestar. Son una sinfonía que ya he oído antes, me refrescan el alma, me recuerdan lo que he olvida­do... Y no sólo eso -continuó enigmático-. Son el camino que me guía hacia mi destino, de un modo lento pero seguro. Debo ser paciente y no interferir en el camino... La fecha está fijada. Se quedó callado otra vez. Le dejé descansar,

y un pensamiento me vino a la mente. El cielo , nocturno ha estado aquí desde mucho antes de  que apareciera la humanidad. En cierta manera,  ¿ no hemos oído todos alguna vez esta antigua sinfonía? Nuestro destino, ¿no está ya prefijado? Luego hice otra reflexión, de palabras claras y significado ambiguo. Yo también debo ser pa­ciente y no interferir en el destino de Pedro. Este pensamiento me vino a la mente como una ins­trucción. Resultó ser una profecía.

Ya que pacientes como Pedro y Elizabeth de­safiaban mis creencias tradicionales sobre la vida y la muerte e incluso sobre la psicoterapia, decidí empezar a meditar o por lo menos a reflexionar cada día sobre ello. En estados de profunda relaja­ción, solían surgir de repente en mi conciencia una diversidad de ideas, imágenes y conceptos.

Un día, me sobresaltó un pensamiento que acudió a mí como un mensaje urgente. Era nece­sario que observara muy de cerca a aquellos pa­cientes a los que hacía largo tiempo que trataba, mis pacientes crónicos. Entonces los vería más claramente, y así no sólo aprendería más cosas sobre ellos, sino también sobre mí mismo.

Los pacientes que estaba tratando en esos momentos mediante la terapia de regresión, los métodos de visualización y la orientación espiri­tual obtenían muy buenos resultados. Pero ¿ qué ocurría con el resto de pacientes, muchos de los cuales se sometieron a terapia conmigo antes de que publicara mis libros? ¿Qué es lo que me fal­taba saber de mí mismo?

Tal y como comprobé: un montón de cosas.

Había dejado de ser un profesor para muchos de estos pacientes crónicos; yo era simplemente una costumbre para ellos, una muleta. La mayoría dependía de mí, y yo, en lugar de retarles a obte­ner su independencia, me conformé con desem­peñar el papel habitual.

Yo también dependía de ellos. Me pagaban, me halagaban, me hacían sentir indispensable, lo cual reforzaba el estereotipo del médico como un semidiós en nuestra sociedad. Tenía que en­frentarme a mi ego.

Afronté mis miedos uno por uno. La seguri­dad fue el primero. El dinero no es bueno ni ma­lo; aunque a veces sea importante, no proporcio­na una verdadera seguridad. Necesitaba creer más en mí. Para p0der correr riesgos y compro­meterme a llevar a cabo la acción correcta, tenía que saber por adelantado que todo iría bien. Exa­miné mis valores: qué era importante en mi vida y qué no. Conforme repasaba mis creencias y va­lores y los ponía en orden, mis preocupaciones acerca del dinero y de la seguridad fueron desa­pareciendo como la niebla se esfuma con la luz del sol. Me sentí seguro.

Después abordé mi necesidad de sentirme in­dispensable e importante. Esto es otra ilusión  del ego. Recordé que somos seres espirituales. En el fondo todos somos iguales. Todos somos impor­tantes.

 Mi necesidad de ser especial, de ser querido, sólo podía satisfacerse de verdad a un nivel espi­ritual, desde lo más profundo de mi interior, des­de la divinidad que hay dentro de mí.

Mi familia podría ayudarme, pero sólo hasta cierto punto. Mis pacientes, evidentemente no. Yo podía enseñarles y ellos podían enseñarme a mí. Podíamos ayudarnos mutuamente, pero no satisfacer nuestras necesidades más profundas, porque eso sólo se obtiene mediante una bús­queda espiritual.

Los médicos somos maestros y terapeutas muy preparados, pero no semidioses. Simple­mente somos personas expertas en nuestro cam­po. Somos eslabones de la misma cadena, como todos aquellos que ayudan en nuestra sociedad.

Las personas suelen ocultarse detrás de sus etiquetas y máscaras profesionales (médico, abo­gado, senador, etc.), la mayoría de las cuales ni siquiera existían antes, de los años veinte o trein­ta. Hemos de recordar quiénes éramos antes de que nos concedieran nuestros títulos.

No se trata solamente de que todos seamos capaces de convertirnos en seres afectuosos y es­pirituales, en personas compasivas, buenas y pa­cíficas, llenas de alegría y de serenidad. Ya lo so­mos. Lo que pasa es que lo hemos olvidado, y nuestro ego, por lo visto, intenta evitar que lo re­cordemos.

Nuestra mente está obnubilada. Nuestros va­lores, invertidos.

Muchos psiquiatras me han confesado que se sienten atrapados por sus pacientes. Han perdi­do la ilusión de ayudarles.

A ellos, les recuerdo que también son seres espirituales. Están apresados por sus propias in­seguridades y su ego. Ellos también necesitan valor para correr riesgos y para dar el paso defi­nitivo hacia la salud y la felicidad.

 

 
 
 
 
 

 
 

 
         
         
       
       
       
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