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CAPITULO 19

Lazos de Amor

Brian Weiss

 
 

 O acaso los años caballerescos acabaron en la tumba junto con el viejo mundo yo era rey en Babilonia y tú eras una esclava cristiana. Te vi, te tomé y te dejé, sometí tu orgullo y acabé con él...y una .mirada de soles se había puesto y había brillado desde entonces sobre la tumba decretada por el rey de Babilonia para ella, la que había sido su esclava. El orgullo que pisoteé es ahora mi cruz, porque ahora soy yo el pisoteado. El viejo resentimiento dura tanto como la muerte; porque amas, pero te reprimes. M e parto el corazón contra tu dura infidelidad, y me lo parto en vano.

                   WILLIAM ERNEST HENLEY

 

Elizabeth se sentía frustrada y desalentada. Su nueva relación había durado tan sólo dos ci­tas. Bob la evitaba. Ella lo había conocido hacía más de un año en su trabajo. Bob era un hombre guapo y triunfador, y compartían muchas afi­ciones. Le había contado que su largo romance con una mujer casada acababa de finalizar. Ha­bía tenido varias relaciones cortas con otras mu­jeres, pero por alguna razón sentía que siempre les faltaba algo. A su modo de ver, eran mujeres superficiales, poco inteligentes o que no tenían los mismos principios que él. Dada la situación, las dejaba y regresaba en busca de su amante ca­sada, que siempre lo aceptaba de nuevo. El ma­rido de ésta era rico, así que ella no se decidía a separarse y abandonar aquella vida tan opulen­ta, aunque la relación matrimonial carecía en ab­soluto de pasión.          

-Eres distinta a las demás -le juró Bob a Elizabeth-. Compartimos tantas cosas. Le dijo que era la más inteligente de todas y la más guapa, y que sabía que su relación podía durar.

Elizabeth se convenció de que Bob verdade­ramente tenía razón: «Siempre estuvo allí, y yo, en realidad, nunca me di cuenta -pensó-. A veces los árboles no te dejan ver el bosque.» Pero se olvidó de que el motivo por el cual nunca había reparado en Bob ni en sus atractivos físicos era que no había química entre ellos. Estaban sola y desesperada por encontrar un hom­bre. Se guiaba por la mente y no hizo caso del aviso de su corazón.

El primer encuentro fue muy prometedor. .Salieron a tomar algo, fueron a ver una buena pe­lícula y después mantuvieron una conversación íntima mientras contemplaban las olas agitadas por el viento bajo la luz de una luna casi llena.

-Podría enamorarme de ti -le dijo él, to­mándole el pelo con una promesa que nunca iba a cumplirse.

La mente de Elizabeth registraba cada palabra sin inmutarse por su vacío emocional.

La segunda cita fue bien. Ella se divirtió y tu­vo la sensación de que él también. El afecto que, Bob demostró parecía verdadero y daba a enten­der que tendrían relaciones más íntimas en el fu­turo. Pero no la volvió a llamar.

Fue Elizabeth quien finalmente lo llamó. Bob estuvo de acuerdo en volverla a ver, pero le dijo que estaba muy ocupado y que no sabía cuándo podría disponer de un momento. Le aseguró que nada había cambiado en sus sentimientos, que quería verla, pero que no podía precisarle cuándo.      -¿Por qué siempre elijo él perdedores? –me preguntó-. ¿ Qué me ocurre? -No eliges a perdedores -le respondí-. Bob es un hombre guapo y triunfador que te di­jo que tenía interés por ti y que estaba disponi­ble. No te culpes a ti misma.

Algo en mí me decía que Elizabeth tenía ra­zón, pero no se lo confesé. Ciertamente escogía a perdedores, en este caso un fracasado emocional que no era capaz de abandonar la seguridad que le proporcionaba su amante casada. Decidió se­guir dependiendo de ella y «a salvo». Elizabeth se convirtió en la víctima de sus temores y de su fal­ta de valor. «Es mejor ahora que más tarde», pen­sé. Elizabeth era una mujer fuerte; se recuperaría.

Me preguntó si quedaba tiempo para intentar una regresión. Sentía que había algo importante cerca de la superficie y estaba ansiosa por averi­guar qué era, así que nos pusimos manos a la obra.

Cuando ella emergió en una vida pasada muy lejana, no estuve del todo seguro de haber toma­do la decisión correcta.

Elizabeth veía unas extensas llanuras ondula­das y unas colinas chatas y uniformes. Era una tierra poblada de animales parecidos al yak y de caballos pequeños y ágiles, de grandes carpas y de nómadas. Era una tierra de pasión y también de violencia. Mientras su marido estaba cazando o haciendo incursiones con otros hombres del lugar, los enemigos irrumpieron inesperadamen­te con sus caballos al galope y atacaron a los re­ducidos defensores del poblado. Los padres de su marido fueron los primeros en morir, despe­dazados por unas grandes y afiladas espadas. Se­guidamente destriparon a su hijo con una lanza. Su estremecido espíritu se retorcía. Elizabeth también deseaba morir, pero ése no fue su des­tino. Era tan bella que fue capturada por unos guerreros jóvenes y puesta en manos del más fuerte de los invasores. A otras pocas mujeres jó­venes también se les perdonó la vida.

-¡Déjame morir! -rogaba, pero él no la complació.

-Ahora eres mía -dijo sin remilgos-. Vivi­rás en mi tienda y serás mi esposa.

A excepción de su marido, a quien no volvió a ver nunca más, todos sus seres queridos estaban muertos. No tenía otra opción. Intentó escapar varias veces, pero enseguida daban con ella. Asi­mismo, le impidieron cualquier intento de sui­cidio.

Se fue insensibilizando poco a poco y su de­presión desembocó en una constante furia co­rrosiva que devoraba su capacidad de amar. Su espíritu se marchitaba y casi dejó de existir; era un corazón endurecido atrapado en un cuerpo. N o había en el mundo una cárcel tan restrictiva y cruel como aquélla.

   

-Retrocedamos un poco más en el tiempo -le indiqué-. Trasladémonos justo al momen­to antes de que tu poblado fuera asaltado.

Empecé a contar hacia atrás de tres a uno. - ¿ Qué ves? -le pregunté.

Su rostro reflejaba paz y serenidad; recordaba sus primeros años, su crecimiento. Reía y jugaba con el hombre que más adelante sería su esposo. Ella quería mucho a este amigo de la infancia y él le devolvió más tarde su amor. Estaba a gusto.

- ¿ Reconoces al hombre con quien  te casas­te? Mírale a los ojos.

-No, no lo reconozco -respondió.

- Fíjate en el resto de personas que viven en tu pueblo. ¿Puedes reconocer a alguien?

Ella observó detenidamente a los parientes y amigos que tenía en aquella vida.

-Sí... sí, ¡ahí está mi madre! -dijo Elizabeth con un grito ahogado-. Es la madre de mi espo­so. Estamos muy unidas. Cuando mi madre mu­rió me trató como a una hija. ¡La reconozco!

- ¿ Reconoces a alguien más? -le pregunté. - Vive en la tienda más grande, en la de las banderas y las plumas blancas -contestó sin ha­cer el menor caso a mi pregunta.

Se le ensombreció la mirada.

- ¡También la han matado! -exclamó apesa­dumbrada volviendo a la masacre.

- ¿ Quién la ha matado? ¿ De dónde vienen? - Del este, del otro lado del muro... Es el mismo lugar donde estoy cautiva.

  -¿Sabes cómo se llama este lugar? Ella pensó un poco.

-No. Creo que podría tratarse de Asia, de algún lugar del norte, quizá del oeste de China... Tenemos rasgos orientales.

-Está bien -dije-. Avancemos en el tiem­po dentro de esta misma vida. ¿ Qué te ocurrió?

- Finalmente, cuando me hice mayor y ya no era tan atractiva, dejaron que me suicidara -con­testó sin grandes aspavientos-. Creo que acaba­ron cansándose de mí - añadió.

Ahora estaba flotando, después de haber sali­do de su cuerpo. Le pedí que hiciera un repaso de su vida.

  - ¿ Qué puedes decirme? ¿ Qué lecciones has aprendido?

  Al principio Elizabeth se quedó callada, pero al poco tiempo respondió:

- He aprendido muchas cosas. Sé lo que es la ira y lo insensato que es aferrarse a ella. Hubiera podido trabajar para los niños, para los viejos, para los enfermos del pueblo enemigo. Podría haberles enseñado cosas... haberles amado... pe­ro nunca me permití volver a amar. No dejé que mi furia se desvaneciera. Impedí que mi corazón se abriera otra vez. Yesos niños, por lo menos, eran inocentes. Eran almas que estaban entrando en este mundo y no tenían nada que ver con el ataque ni con la muerte de mis seres queridos. Aun así, también les culpé. Mi cólera se extendió incluso a las nuevas generaciones. Es ridículo. Seguramente les herí, pero sobre todo me herí a mí misma... Nunca me permití volver a amar.

Hizo una pausa y añadió:

- y tenía mucho amor que ofrecer.

Volvió a guardar silencio y de repente habló otra vez, pero desde una dimensión superior.

-El amor es como un fluido que inunda has­ta el último resquicio. Llena los espacios vacíos espontáneamente. Somos nosotros, la gente, los que obstaculizamos su paso levantando falsas ba­rreras. y cuando el amor no puede llenar nuestro corazón y nuestra mente, cuando nos desconec­tamos del alma, que a su vez está compuesta de amor, nos volvemos todos locos.

Pensé en sus palabras. Sabía que el amor era importante, tal vez lo más importante del mun­do, pero nunca había caído en la cuenta de que la ausencia de amor podía hacemos perder la cor­dura.

Recordé los famosos experimentos con mo­nos del psicólogo Harry Harlow. Los monos que no podían tocar a otros, que estaban priva­dos del afecto y el amor, se volvían totalmente insociables, se ponían enfermos e incluso llega­ban a morir. No podían sobrevivir de un modo sano sin amor. Amar no es una opción, es una necesidad.

Mi mente volvió a Elizabeth. - Mira más adelante en el tiempo. ¿ En qué medida te afecta lo que has aprendido? ¿ De qué manera puede ayudarte actualmente a sentirte más feliz y tranquila y a ser más afectuosa?

- Debo aprender a soltar mi furia en lugar de agarrarme a ella, a aceptarla, reconocer su origen y dejarla marchar. Debo sentirme libre para amar en vez de contenerme, y sin embargo sigo bus­cando. N o he encontrado a nadie a quien amar íntegra e incondicionalmente. Siempre acaban surgiendo problemas.

Guardó silencio durante medio minuto. De pronto se puso a hablar lentamente con una voz mucho más profunda. En la habitación se respi­raba un aire frío.

-Dios es uno -empezó diciendo. Le costa­ba articular las palabras-. Todo él es una vibra­ción, una energía. Lo único que varía es la velo­cidad de la vibración. Por lo tanto, Dios, las personas y las rocas tienen la misma relación que el vapor, el agua y el hielo. Todo, todo lo que I existe, está hecho de una sola cosa. El amor rompe las barreras y crea la unidad. Todo lo que le­vanta barreras y produce separaciones es igno­rancia. Debes enseñarles todo esto.

Éste fue el final. Elizabeth decidió descansar. Pensé que los mensajes de Catherine eran muy parecidos a los de Elizabeth. La habitación estaba fría cuando Catherine transmitía aquellos mensajes, al igual que cuando lo hacía Elizabeth. Sus palabras me hicieron reflexionar. Curar es unirse, anular las barreras. La separación es lo que produce dolor. ¿ Por qué será que a la gente le cuesta tanto entender este concepto?

 

Aunque he conducido más de mil regresiones individuales a vidas pasadas y otras muchas co­lectivas, personalmente sólo he experimentado seis. He tenido algunos recuerdos en sueños ví­vidos y durante un tratamiento de digitopuntu­ra. Describo algunas de estas experiencias en mis primeros libros.

Cuando Carole, mi mujer, terminó un curso de hipnoterapia para completar sus clases prácti­cas como asistenta social, fui su paciente en algu­nas sesiones de regresión a vidas anteriores. Yo quería vivir esta experiencia con alguien que me inspirara confianza y que estuviera bien prepa­rado. ­

Durante años había hecho meditación, así que entré rápidamente en un profundo trance. Los primeros recuerdos que empezaron a fluir por mi mente eran visuales y vívidos, como las imágenes de mis sueños.

Me vi a mí mismo como un hombre joven de una rica familia judía de Alejandría, en los tiem­pos de Cristo. De alguna manera yo sabía que nuestra comunidad había ayudado a financiar las inmensas puertas de oro del Gran Templo de Je­rusalén. Había estudiado griego y la filosofía de la Grecia antigua, especialmente a los discípulos de Platón y Aristóteles.

Recordé un episodio de la vida de este joven, cuando intenté ampliar mis conocimientos del mundo clásico visitando las comunidades clan­destinas que había en los desiertos y las cuevas del sur de Palestina y del norte de Egipto.

Cada comunidad era una especie de centro de aprendizaje, en general sobre temas místicos y esotéricos. Algunas de ellas probablemente eran esenias.

Viajaba muy ligero de equipaje, con algunas provisiones y poca ropa. Casi todo lo que nece­sitaba me lo iban proporcionando por el camino. Mi familia era adinerada y conocida entre aque­lla gente.

Fui adquiriendo cada vez con más rapidez y entusiasmo una sabiduría espiritual que me hizo disfrutar mucho del viaje.

Durante varias semanas viajé de comunidad en comunidad acompañado por un hombre de mi edad. Era más alto que yo y tenía unos ojos marrones de mirada intensa. Ambos llevábamos una túnica y un turbante en la cabeza. Él emana­ba mucha paz, y cuando estudiábamos juntos con los sabios de los pueblos, absorbía con mucha más intensidad y rapidez que yo todo lo que nos enseñaban. Después, me daba clases alrede­dor de la hoguera cuando acampábamos juntos.

Al cabo de unas semanas nos separamos. Yo fui a estudiar a una pequeña sinagoga cerca de la Gran Pirámide y él se dirigió al oeste.

Muchos de mis pacientes, incluyendo a Eliza­beth y Pedro, han recordado vidas en la antigua Palestina, y también en Egipto.

Aquellas imágenes fueron para mí, al igual que para ellos, increíblemente vívidas y reales.

 

 

 
 
 
 
 

 
 

 
         
         
       
       
       
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