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Lazos de Amor

CAPITULO 22

Brian Weiss

 

 Léeme, oh lector, si en mí encuentras deleite, porque raras veces regresaré de nuevo a este mundo.

 

LEONARDO DA VINCI

 

Afortunadamente, alguna mente más creati­va que la mía estaba maquinando desde las más elevadas alturas un encuentro entre Elizabeth y Pedro.

La reunión estaba predestinada. Lo que suce­diera después era asunto de ellos dos.

Pedro partía hacia Nueva York de viaje de ne­gocios. Después tenía que ir a Londres donde se quedaría dos semanas por asuntos de trabajo y aprovecharía para tomarse unas vacaciones antes de regresar a México. Elizabeth, por su parte, se dirigía a Bastan para acudir a una reunión de ne­gocios y también para visitar a una compañera de la universidad. Iban a volar con la misma compañía pero en distintos aviones.

Cuando Elizabeth llegó a la puerta de embar­que del aeropuerto se dio cuenta de que habían cancelado su vuelo a causa de una avería técnica. El destino había empezado a trabajar.

Estaba disgustada. Llamó a su amiga y cam­bió de planes. Podía tomar un avión con destino a Newark y después volar en el puente aéreo hasta Boston a primera hora de la mañana. Tenía una importante reunión de negocios a la que no  podía faltar.

. - Estos nuevos planes la obligaron a volar en el mismo- avión que Pedro. Él estaba en el aero­puerto esperando a que anunciaran su vuelo cuando descubrió a Elizabeth. Observó por el rabillo del ojo cómo ella entregaba su tarjeta de embarque en el mostrador y se sentaba en la sala de espera. Pedro tenía puesta toda su atención en ella. Recordaba sus encuentros fugaces en la sala de mi consulta.

   

De repente le invadió un interés y un senti­miento de familiaridad estremecedor. Tenía los ojos y la mente clavados en ella mientras Eliza­beth abría un libro. No dejaba de contemplarla. Observaba su cabello, sus manos, sus movimien­tos y la postura en que estaba sentada; cada deta­lle le resultaba absolutamente familiar. La había visto brevemente en la sala de espera de mi con­sulta, pero ¿ a qué se debía tal grado de familiari­dad? Debían de haberse conocido antes de que se produjeran aquellos breves encuentros. Se es­trujaba el cerebro para averiguar cuándo podía haber sido.

Ella se sentía observada, pero le ocurría muy a menudo. Intentó concentrarse en la lectura. Le resultaba difícil después de haber cambiado los planes tan precipitadamente, pero los ejercicios de meditación que había aprendido la ayudaban en estos casos. Consiguió despejar su mente y centrar su atención en el libro.

Seguía notando que alguien la observaba. Le­vantó la cabeza y vio que Pedro la miraba fija­mente. Primero frunció el ceño y, tras recono­cerlo, le sonrió. Elizabeth intuía que no había nada que temer. Pero ¿ cómo podía estar tan se­gura?

Le miró durante unos segundos y reanudó su lectura, pero en esta ocasión fue completamente incapaz de concentrarse en el texto. Los latidos de su corazón empezaron a acelerarse y su respi­ración también. Sabía, sin ninguna duda, que él se sentía atraído por ella y que no tardaría en acercarse.

En efecto, Pedro se aproximó a ella, se pre­sentó y los dos se pusieron a hablar. Se produjo una rápida e intensa atracción por ambas partes. En cuestión de unos minutos Pedro propuso a Elizabeth que cambiaran los asientos para estar juntos durante el vuelo.

Antes de que el avión despegara los dos jóve­nes ya eran algo más que unos simples conoci­dos. A Elizabeth, Pedro le resultaba muy fami­liar; ella sabía exactamente qué movimientos iba a hacer su compañero en cada momento, qué le iba a decir, etc. Elizabeth, de pequeña, tenía mu­cha intuición. Los valores y principios de la edu­cación conservadora del Medio Oeste habían minado todo su talento intuitivo, pero ahora es­taba con todos los sentidos a flor de piel y su atención bien dirigida.

Pedro no podía apartar la vista del rostro de Elizabeth. Nunca antes unos ojos le habían cau­tivado de aquella manera. Eran profundos y transparentes. Aquellos ojos celestes jaspeados de color avellana y rodeados de un aro azul ma­rino se apoderaron de él.

Volvió a oír en su imaginación aquella voz an­gustiada de la mujer vestida de blanco que se le había aparecido tantas veces en sus sueños: «Da­le la mano... Alcánzala.» Pedro dudó. Quería cogerle la mano. «Toda­vía no -pensó-. Casi no la conozco.»

Cuando sobrevolaban Orlando, una tormen­ta eléctrica desestabilizó el avión, que estaba sur­cando el cielo nocturno. Por un momento Eliza­beth mostró una expresión de intranquilidad; aquella turbulencia repentina la había asustado. Pedro se dio cuenta al instante. Le cogió la mano y se la apretó. Sabía que esto la tranquilizaría.

Elizabeth, de pronto, tuvo la sensación de que una corriente eléctrica fluía por sus venas y le llegaba al corazón. Sus vidas anteriores se des­pertaron con aquella corriente: se había producido la conexión.

 Cuando tengamos que tomar una decisión importante, escuchemos a nuestro corazón, a nuestra sabiduría interior, especialmente cuando hayamos de tomar una decisión sobre un regalo del destino como es un alma gemela. El destino depositará su obsequio directamente a nuestros pies, pero lo que decidamos hacer a partir de en­tonces con él es algo que depende de nosotros. Si confiamos únicamente en lo que nos digan los demás, es probable que cometamos errores muy graves. Nuestro corazón sabe lo que necesita­mos. Los demás tienen otros intereses.

Mi padre, con toda su buena intención pero un poco cegado por sus propios miedos, se opu­so a mi matrimonio con Carole, mi esposa. Cuando miro hacia atrás, pienso que Carole fue uno de esos regalos del destino, un alma ge­mela y compañera de viaje a través de los siglos que reaparece constantemente en las diferentes vidas como una hermosa rosa que se abre en la estación adecuada.

Nuestro problema estribaba en que éramos demasiado jóvenes. Cuando la conocí, yo sólo tenía dieciocho años y acababa de finalizar mi primer curso en la Universidad de Columbia. Carole tenía diecisiete, y estaba a punto de em­pezar sus estudios universitarios. En muy pocos meses supimos que queríamos estar juntos para siempre. A pesar de los prudentes consejos de mi familia, que creía que éramos demasiado jóvenes y que yo no tenía la suficiente experiencia para tomar una decisión tan crucial para mi vida futu­ra, yo sólo deseaba estar con Carole. Nadie en­tendía que mi corazón había acumulado una ex­periencia de miles de siglos y que' era algo que iba mucho más allá de la comprensión racional. Para ella y para mí, la separación era algo incon­cebible.

Finalmente, comprendimos el razonamiento de ¡ni padre. Él temía que si Carole y yo nos ca­sábamos y teníamos un hijo, yo tendría que de­jar mis estudios, así que mi deseo de convertirme en médico se truncaría.

De hecho, esto fue lo que le ocurrió a él. Ha­bía asistido a los cursos preparatorios para la ca­rrera de medicina en la Universidad de Brooklyn durante la Segunda Guerra Mundial, pero cuan­do nací yo se vio obligado a ponerse a trabajar después de terminar su servicio militar.

Nunca reanudó sus estudios de medicina, no pudo convertir en realidad su sueño de ser mé­dico.

El sentimiento de amargura que le producía aquel deseo irrealizado se fue diluyendo y, gra­dualmente, traspasó a sus hijos el deseo insatis­fecho.

El amor disipa el miedo. Nuestro amor mu­tuo disipó sus miedos y la proyección de éstos sobre nosotros.

Finalmente nos casamos después de mi pri­mer año en la Facultad de Medicina, cuando Ca­role se graduó. Mi padre la quiso como a una hi­ja y bendijo nuestro matrimonio.

Cuando nuestra intuición, nuestros sentimientos más viscerales y nuestro espíritu saben algo más allá de cualquier duda, no debemos permitir que las razones de los demás, construidas sobre sus propios miedos, nos influyan. Sean o no buenas sus intenciones, pueden llevamos por el mal camino y alejamos del sendero de la felicidad.

 

 
 
 
 

 
 

 
         
         
       
       
       
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