Léeme, oh lector, si en mí encuentras
deleite, porque raras veces regresaré de nuevo a este mundo.
LEONARDO DA VINCI
Afortunadamente,
alguna mente más creativa que la mía estaba maquinando desde las
más elevadas alturas un encuentro entre Elizabeth y Pedro.
La reunión estaba predestinada. Lo que sucediera después era asunto
de ellos dos.
Pedro partía hacia Nueva York de viaje de negocios. Después tenía
que ir a Londres donde se quedaría dos semanas por asuntos de
trabajo y aprovecharía para tomarse unas vacaciones antes de
regresar a México. Elizabeth, por su parte, se dirigía a Bastan para
acudir a una reunión de negocios y también para visitar a una
compañera de la universidad. Iban a volar con la misma compañía pero
en distintos aviones.
Cuando Elizabeth llegó a la puerta de embarque del aeropuerto se
dio cuenta de que habían cancelado su vuelo a causa de una avería
técnica. El destino había empezado a trabajar.
Estaba disgustada. Llamó a su amiga y cambió de planes. Podía tomar
un avión con destino a Newark y después volar en el puente aéreo
hasta Boston a primera hora de la mañana. Tenía una importante
reunión de negocios a la que no podía faltar.
. - Estos nuevos planes la obligaron a volar en el mismo- avión que
Pedro. Él estaba en el aeropuerto esperando a que anunciaran su
vuelo cuando descubrió a Elizabeth. Observó por el rabillo del ojo
cómo ella entregaba su tarjeta de embarque en el mostrador y se
sentaba en la sala de espera. Pedro tenía puesta toda su atención en
ella. Recordaba sus encuentros fugaces en la sala de mi consulta.
De repente le invadió un interés y un sentimiento de familiaridad
estremecedor. Tenía los ojos y la mente clavados en ella mientras
Elizabeth abría un libro. No dejaba de contemplarla. Observaba su
cabello, sus manos, sus movimientos y la postura en que estaba
sentada; cada detalle le resultaba absolutamente familiar. La había
visto brevemente en la sala de espera de mi consulta, pero ¿ a qué
se debía tal grado de familiaridad? Debían de haberse conocido
antes de que se produjeran aquellos breves encuentros. Se estrujaba
el cerebro para averiguar cuándo podía haber sido.
Ella se sentía observada, pero le ocurría muy a menudo. Intentó
concentrarse en la lectura. Le resultaba difícil después de haber
cambiado los planes tan precipitadamente, pero los ejercicios de
meditación que había aprendido la ayudaban en estos casos. Consiguió
despejar su mente y centrar su atención en el libro.
Seguía notando que alguien la observaba. Levantó la cabeza y vio
que Pedro la miraba fijamente. Primero frunció el ceño y, tras
reconocerlo, le sonrió. Elizabeth intuía que no había nada que
temer. Pero ¿ cómo podía estar tan segura?
Le miró durante unos segundos y reanudó su lectura, pero en esta
ocasión fue completamente incapaz de concentrarse en el texto. Los
latidos de su corazón empezaron a acelerarse y su respiración
también. Sabía, sin ninguna duda, que él se sentía atraído por ella
y que no tardaría en acercarse.
En efecto, Pedro se aproximó a ella, se presentó y los dos
se pusieron a hablar. Se produjo una rápida e intensa atracción por
ambas partes. En cuestión de unos minutos Pedro propuso a Elizabeth
que cambiaran los asientos para estar juntos durante el vuelo.
Antes de que el avión despegara los dos jóvenes ya eran algo más
que unos simples conocidos. A Elizabeth, Pedro le resultaba muy
familiar; ella sabía exactamente qué movimientos iba a hacer su
compañero en cada momento, qué le iba a decir, etc. Elizabeth, de
pequeña, tenía mucha intuición. Los valores y principios de la
educación conservadora del Medio Oeste habían minado todo su
talento intuitivo, pero ahora estaba con todos los sentidos a flor
de piel y su atención bien dirigida.
Pedro no podía apartar la vista del rostro de Elizabeth. Nunca antes
unos ojos le habían cautivado de aquella manera. Eran profundos y
transparentes. Aquellos ojos celestes jaspeados de color avellana y
rodeados de un aro azul marino se apoderaron de él.
Volvió a oír en su imaginación aquella voz angustiada de la mujer
vestida de blanco que se le había aparecido tantas veces en sus
sueños: «Dale la mano... Alcánzala.» Pedro dudó. Quería cogerle la
mano. «Todavía no -pensó-. Casi no la conozco.»
Cuando sobrevolaban Orlando, una tormenta eléctrica
desestabilizó el avión, que estaba surcando el cielo nocturno. Por
un momento Elizabeth mostró una expresión de intranquilidad;
aquella turbulencia repentina la había asustado. Pedro se dio cuenta
al instante. Le cogió la mano y se la apretó. Sabía que esto la
tranquilizaría.
Elizabeth, de pronto, tuvo la sensación de que una corriente
eléctrica fluía por sus venas y le llegaba al corazón. Sus vidas
anteriores se despertaron con aquella corriente: se había producido
la conexión.
Cuando tengamos que tomar una decisión importante, escuchemos a
nuestro corazón, a nuestra sabiduría interior, especialmente cuando
hayamos de tomar una decisión sobre un regalo del destino como es un
alma gemela. El destino depositará su obsequio directamente a
nuestros pies, pero lo que decidamos hacer a partir de entonces con
él es algo que depende de nosotros. Si confiamos únicamente en lo
que nos digan los demás, es probable que cometamos errores muy
graves. Nuestro corazón sabe lo que necesitamos. Los demás tienen
otros intereses.
Mi padre, con toda su buena intención pero un poco cegado por sus
propios miedos, se opuso a mi matrimonio con Carole, mi esposa.
Cuando miro hacia atrás, pienso que Carole fue uno de esos regalos
del destino, un alma gemela y compañera de viaje a través de los
siglos que reaparece constantemente en las diferentes vidas como una
hermosa rosa que se abre en la estación adecuada.
Nuestro problema estribaba en que éramos demasiado jóvenes. Cuando
la conocí, yo sólo tenía dieciocho años y acababa de finalizar mi
primer curso en la Universidad de Columbia. Carole tenía diecisiete,
y estaba a punto de empezar sus estudios universitarios. En muy
pocos meses supimos que queríamos estar juntos para siempre. A pesar
de los prudentes consejos de mi familia, que creía que éramos
demasiado jóvenes y que yo no tenía la suficiente experiencia para
tomar una decisión tan crucial para mi vida futura, yo sólo deseaba
estar con Carole. Nadie entendía que mi corazón había acumulado una
experiencia de miles de siglos y que' era algo que iba mucho más
allá de la comprensión racional. Para ella y para mí, la separación
era algo inconcebible.
Finalmente, comprendimos el razonamiento de ¡ni padre. Él temía que
si Carole y yo nos casábamos y teníamos un hijo, yo tendría que
dejar mis estudios, así que mi deseo de convertirme en médico se
truncaría.
De hecho, esto fue lo que le ocurrió a él. Había asistido a los
cursos preparatorios para la carrera de medicina en la Universidad
de Brooklyn durante la Segunda Guerra Mundial, pero cuando nací yo
se vio obligado a ponerse a trabajar después de terminar su servicio
militar.
Nunca reanudó sus estudios de medicina, no pudo convertir en
realidad su sueño de ser médico.
El sentimiento de amargura que le producía aquel deseo irrealizado
se fue diluyendo y, gradualmente, traspasó a sus hijos el deseo
insatisfecho.
El amor disipa el miedo. Nuestro amor mutuo disipó sus miedos y la
proyección de éstos sobre nosotros.
Finalmente nos casamos después de mi primer año en la Facultad de
Medicina, cuando Carole se graduó. Mi padre la quiso como a una
hija y bendijo nuestro matrimonio.
Cuando nuestra intuición, nuestros sentimientos más viscerales y
nuestro espíritu saben algo más allá de cualquier duda, no debemos
permitir que las razones de los demás, construidas sobre sus propios
miedos, nos influyan. Sean o no buenas sus intenciones, pueden
llevamos por el mal camino y alejamos del sendero de la felicidad.
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