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Lazos de Amor

CAPITULO 7

Brian Weiss

 

¿Eres tú la misma doncella que otrora la detestable tierra abandonó, oh, dime, en verdad, y ha regresado una vez más a visitamos? ¿O eres esa joven de dulce sonrisa...?

¿O algún miembro de la prole celestial venido en un trono de nubes para hacer el bien al mundo? ¿O perteneces a las huestes de doradas alas, que ataviadas con ropaje humano descienden a la tierra desde su asiento designado y tras una breve estancia alzan el vuelo y raudas regresan para mostrar qué suerte de criaturas engendra el cielo, y de ese modo inflamar el corazón de los hombres con el fin de que desdeñen este mundo miserable y aspiren al cielo?

JOHN MILTON

 

Cuando vi a Elizabeth entrar en mi consultorio por tercera vez parecía menos desmoralizada. Le brillaban más los ojos.

-Me siento más ligera -dijo-, más libre... Aquella breve evocación en la que era un adolescente que se caía de un barco había empezado a eliminar algunos de sus temores.

No sólo la fobia al agua y a la oscuridad, sino también otros miedos más profundos y básicos como el miedo a la muerte y a la desaparición.

Cuando era ese niño, había muerto; pero aquí estaba una vez más como Elizabeth. A un nivel subconsciente, su angustia parecía atenuarse porque sabía que había vivido en otro tiempo y que viviría otra vez, que la muerte no era el final.

Y si ella podía volver a nacer, con renovadas fuerzas, en un cuerpo nuevo, sus seres queridos también podían hacerla. Todos renacemos para enfrentamos nuevamente a las alegrías y tristezas a los triunfos y las tragedias de la vida en la tierra.

Elizabeth entró rápidamente en trance. En un par de minutos sus ojos titilaban bajo sus párpados cerrados hasta que empezó a visualizar un remoto panorama.

-La arena es hermosa -empezó a decir al recordar una vida como nativa americana, tal vez en la costa oeste de Florida-. Es todo tan blan­co... a veces de color rosa... la arena es tan fina, es como azúcar. -Hizo una pausa y continuó-: El sol se pone por detrás del océano. Por el este veo unas ciénagas inmensas repletas de pájaros y animales. Hay muchas islas pequeñas entre los pantanos y el mar. El agua está llena de peces. Pescamos en los ríos y en los mares que separan unas islas de otras. _Volvió a hacer una pausa y prosiguió-: Estamos en paz. Me siento muy fe­liz. Mi familia es numerosa; creo que tengo mu­chos parientes en este poblado. Conozco muy bien las raíces, las plantas y las hierbas... Elaboro medicinas con las plantas... Sé cómo curar.

En las culturas de los nativos americanos no estaba penalizado emplear pócimas curativas ni realizar ninguna otra práctica holista. Los curan­deros eran muy respetados e incluso venerados y no se los consideraba brujos ni se les ahogaba o quemaba en la hoguera.

Regresó a aquella vida pasada pero no emer­gieron recuerdos traumáticos. Su vida era pla­centera y dichosa. Murió de vieja rodeada del poblado entero.

-Mi muerte no ha provocado excesiva tristeza -observó después de flotar por encima de su cuerpo marchito y de observar la escena que se desarrollaba debajo-; a pesar de todo, parece que está todo el pueblo en pleno.

No se sintió en absoluto molesta por el hecho de que la gente del poblado no se afligiera por su muerte. Le tenían un enorme respeto y cariño a su cuerpo y a su alma. Lo único que faltaba era la tristeza.

   

-Nosotros no lloramos las muertes, porque sabemos que el espíritu es eterno. Si no ha finali­zado su tarea, el espíritu regresa de nuevo en for­ma humana -explicó-. A veces, examinando meticulosamente el cuerpo nuevo, se llega a des­cubrir la identidad del cuerpo anterior -dijo, y después de reflexionar en ello durante unos mo­mentos, añadió-: Buscamos marcas de naci­miento en donde había cicatrices y también otras señales. Del mismo modo, tampoco celebramos los nacimientos... aunque es muy agradable vol­ver a ver al espíritu otra vez --continuó explican­do, y después hizo una pausa, tal vez para buscar las palabras con las que describir el concepto.

»Aunque la tierra es muy bella y nos muestra constantemente la armonía y la interrelación que hay entre todas las cosas, lo cual es una lección magistral, la vida aquí es mucho más dura. Con el gran espíritu no existen la enfermedad, el do­lor, la separación; no hay ambición, competen­cia, odio, miedo ni enemigos; sólo paz y armo­nía. Por lo tanto, el espíritu pequeño, al regresar, no puede ser feliz después de haber abandonado ese paraíso. No obraríamos bien si hiciéramos celebraciones cuando el espíritu está acongoja­do. Sería un acto muy egoísta e insensible -con­cluyó-. Pero esto no significa que no demos la bienvenida al espíritu que regresa -añadió rápi­damente-. Es importante que en un momento tan vulnerable como éste le demostremos nues­tro amor y afecto.

Una vez que explicó este fascinante concepto de la muerte sin tristeza y el nacimiento sin cere­monia, se quedó callada, descansando.

Una vez más, tenemos aquí el concepto de la reencarnación y la reunión en forma física de la fa­milia, los amigos y los amores de otra vida. A lo largo de la historia, en todos los tiempos y en dife­rentes culturas, este concepto surge de un modo aparentemente independiente.

El vago recuerdo de aquella vida remota qui­zá la haya ayudado a regresar a Florida, que le recordaba, en un nivel muy profundo, un hogar ancestral. Tal vez la sensación que producen la arena y el mar, las palmeras y los manglares evo­có los recuerdos de su alma, induciéndola a re­tornar mediante una seducción subconsciente, porque aquella vida había sido más' agradable y satisfactoria que la actual.

Seguramente, al agitarse en su interior aquel pasado, se sintió impulsada a solicitar una beca para estudiar en la Universidad de Miami, la ob­tuvo y se mudó a esta ciudad. No fue casualidad. El destino requería su presencia aquí.

-¿Estás cansada? -le pregunté dirigiendo mi atención de nuevo a Elizabeth, quien seguía tranquila descansando reclinada en el sillón. -No -contestó con serenidad. -¿Quieres investigar en otra vida?

-Sí -dijo todavía más calmada.

Volvimos a retroceder en el tiempo y apareció otra vez en un Viejo paraje.

-Esta tierra está desolada -dijo Elizabeth después de haber oteado el paisaje-. Veo unas montañas altas, caminos sucios y polvorientos, los comerciantes transitan por ellos. Es una ruta para comerciantes que van del este al oeste.

-¿ Sabes en qué país estás? -le pregunté en busca de más detalles.

No me gustaba importunada con demasiadas preguntas que activaran el hemisferio izquierdo del cerebro, la parte donde reside la lógica. Este tipo de preguntas podían interferir en la inme­diatez de la experiencia, que pertenece al hemis­ferio derecho, por ser una función intuitiva.

De todas maneras, Elizabeth estaba profun­damente hipnotizada. Podía responder esas pre­guntas y aun así continuar viviendo la experien­cia. Los detalles también eran muy importantes.

-La India... creo -contestó dudosa-. Tal vez al oeste de la India... Las fronteras no están claramente delimitadas. Vivimos en las montañas y hay unos caminos que están reservados para los comerciantes -añadió, volviendo a la escena.-¿Te reconoces a ti misma?

-Sí. Soy una muchacha, tengo unos quince años. Mi piel es oscura y mi cabello es negro. La ropa que llevo está sucia. Trabajo en los establos, cuido caballos y mulas. Somos muy pobres. El clima es frío; se me enfrían tanto las manos tra­bajando aquí... -dijo Elizabeth con una mueca y frotándose las manos.

Esta muchacha tenía una inteligencia innata, pero no recibió educación alguna. Su vida era una carrera de obstáculos. Los comerciantes abu­saban de ella a menudo y a veces le daban un po­co de dinero. Su familia no podía protegerla. El frío atroz y el hambre constante la atormenta­ban. Sólo una cosa alegraba su vida.

-Hay un joven que viene a menudo por aquí con su padre y otros comerciantes. Me quiere, y yo le quiero. Es amable y divertido y nos lo pa­samos muy bien juntos. Ojalá se quedara aquí y pudiéramos estar siempre juntos.

No ocurrió así. Murió a los dieciséis años. Con el cuerpo devastado por aquel frío tan pe­netrante y aquella vida tan dura, cayó enferma y murió de una pulmonía. Su familia estuvo junto a ella en su lecho de muerte.

Elizabeth no estaba triste cuando recordaba aquella vida tan breve. Había aprendido una im­portante lección

-El amor es la fuerza más poderosa del mundo -dijo suavemente-. Crece y florece in­cluso en tierras heladas y en las condiciones más duras. Existe siempre y en todas partes. El amor es una flor que brota en las cuatro estaciones.

Una bella sonrisa iluminó su rostro.

 Uno de mis pacientes, un abogado católico, acababa de hacer una regresión a una vida en la Europa medieval. Había recordado su muerte en aquella vida, caracterizada por la avaricia, la vio­lencia y la falsedad. Era consciente de que algu­nos de estos defectos seguían estando presentes en su vida actual.

Ahora, reclinado en el mullido sillón de cuero de mi consulta, se vio a sí mismo flotando fuera del cuerpo que le había albergado en la Edad Media. De golpe se encontró de pie en un entor­no diabólico, entre fuegos y demonios. Esto me sorprendió. Aunque muchas veces mis pacientes se habían referido a su muerte en vidas pasadas, nunca antes había sido testigo de una experiencia en el infierno.

Casi siempre la gente se sumerge en una luz hermosa e indescriptible que le renueva el espíri­tu y le infunde energía. Pero ¿ el infierno?

Esperé a que ocurriera algo, pero él me dijo que nadie le prestaba atención. Él también estaba esperando. Transcurrían los minutos. Finalmente, apareció una figura espiritual que él identificó como Jesús y se le acercó. Fue el primer ser que advirtió su presencia.
«¿No te das cuenta de que todo esto es un espejismo? -le dijo Jesús-. ¡Sólo el amor es real!»
Enseguida desaparecieron las llamas y los de­monios, dejando que aquella luz hermosa reluciera de nuevo después de haber estado oculta detrás del espejismo.
Algunas veces conseguimos lo que esperábamos, pero puede que no sea real.

 

 

 
 
 
 
 

 
 

 
         
         
       
       
       
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