¿Eres tú la misma doncella que otrora la detestable tierra abandonó,
oh, dime, en verdad, y ha regresado una vez más a visitamos?
¿O eres esa joven de dulce sonrisa...?
¿O algún miembro de la prole celestial venido en un trono de
nubes para hacer el bien al mundo? ¿O perteneces a las
huestes de doradas alas, que ataviadas con ropaje humano descienden
a la tierra desde su asiento designado y tras una breve estancia
alzan el vuelo y raudas regresan para mostrar qué suerte de
criaturas engendra el cielo, y de ese modo inflamar el corazón de
los hombres con el fin de que desdeñen este mundo miserable y
aspiren al cielo?
JOHN MILTON
Cuando vi a Elizabeth entrar en mi consultorio por tercera vez
parecía menos desmoralizada. Le brillaban más los ojos.
-Me siento más ligera -dijo-, más libre... Aquella breve evocación
en la que era un adolescente que se caía de un barco había empezado
a eliminar algunos de sus temores.
No sólo la fobia al agua y a la oscuridad, sino también otros miedos
más profundos y básicos como el miedo a la muerte y a la
desaparición.
Cuando era ese niño, había muerto; pero aquí estaba una vez más como
Elizabeth. A un nivel subconsciente, su angustia parecía atenuarse
porque sabía que había vivido en otro tiempo y que viviría otra
vez, que la muerte no era el final.
Y si ella podía volver a nacer, con renovadas fuerzas, en un cuerpo
nuevo, sus seres queridos también podían hacerla. Todos renacemos
para enfrentamos nuevamente a las alegrías y tristezas a los
triunfos y las tragedias de la vida en la tierra.
Elizabeth entró rápidamente en trance. En un par de minutos sus ojos
titilaban bajo sus párpados cerrados hasta que empezó a visualizar
un remoto panorama.
-La arena es hermosa -empezó a decir al recordar una vida como
nativa americana, tal vez en la costa oeste de Florida-. Es todo tan
blanco... a veces de color rosa... la arena es tan fina, es como
azúcar. -Hizo una pausa y continuó-: El sol se pone por detrás del
océano. Por el este veo unas ciénagas inmensas repletas de pájaros y
animales. Hay muchas islas pequeñas entre los pantanos y el mar. El
agua está llena de peces. Pescamos en los ríos y en los mares que
separan unas islas de otras. _Volvió a hacer una pausa y
prosiguió-: Estamos en paz. Me siento muy feliz. Mi familia es
numerosa; creo que tengo muchos parientes en este poblado. Conozco
muy bien las raíces, las plantas y las hierbas... Elaboro medicinas
con las plantas... Sé cómo curar.
En las culturas de los nativos americanos no estaba penalizado
emplear pócimas curativas ni realizar ninguna otra práctica holista.
Los curanderos eran muy respetados e incluso venerados y no se los
consideraba brujos ni se les ahogaba o quemaba en la hoguera.
Regresó a aquella vida pasada pero no emergieron recuerdos
traumáticos. Su vida era placentera y dichosa. Murió de vieja
rodeada del poblado entero.
-Mi muerte no ha provocado excesiva tristeza -observó después de
flotar por encima de su cuerpo marchito y de observar la escena que
se desarrollaba debajo-; a pesar de todo, parece que está todo el
pueblo en pleno.
No se sintió en absoluto molesta por el hecho de que la gente del
poblado no se afligiera por su muerte. Le tenían un enorme respeto y
cariño a su cuerpo y a su alma. Lo único que faltaba era la
tristeza.
-Nosotros no lloramos las muertes, porque sabemos que el espíritu es
eterno. Si no ha finalizado su tarea, el espíritu regresa de nuevo
en forma humana -explicó-. A veces, examinando meticulosamente el
cuerpo nuevo, se llega a descubrir la identidad del cuerpo anterior
-dijo, y después de reflexionar en ello durante unos momentos,
añadió-: Buscamos marcas de nacimiento en donde había cicatrices y
también otras señales. Del mismo modo, tampoco celebramos los
nacimientos... aunque es muy agradable volver a ver al espíritu
otra vez --continuó explicando, y después hizo una pausa, tal vez
para buscar las palabras con las que describir el concepto.
»Aunque la tierra es muy bella y nos muestra constantemente la
armonía y la interrelación que hay entre todas las cosas, lo cual es
una lección magistral, la vida aquí es mucho más dura. Con el gran
espíritu no existen la enfermedad, el dolor, la separación; no hay
ambición, competencia, odio, miedo ni enemigos; sólo paz y
armonía. Por lo tanto, el espíritu pequeño, al regresar, no puede
ser feliz después de haber abandonado ese paraíso. No obraríamos
bien si hiciéramos celebraciones cuando el espíritu está
acongojado. Sería un acto muy egoísta e insensible -concluyó-.
Pero esto no significa que no demos la bienvenida al espíritu que
regresa -añadió rápidamente-. Es importante que en un momento tan
vulnerable como éste le demostremos nuestro amor y afecto.
Una vez que explicó este fascinante concepto de la muerte sin
tristeza y el nacimiento sin ceremonia, se quedó callada,
descansando.
Una vez más, tenemos aquí el concepto de la reencarnación y la
reunión en forma física de la familia, los amigos y los amores de
otra vida. A lo largo de la historia, en todos los tiempos y en
diferentes culturas, este concepto surge de un modo aparentemente
independiente.
El vago recuerdo de aquella vida remota quizá la haya ayudado a
regresar a Florida, que le recordaba, en un nivel muy profundo, un
hogar ancestral. Tal vez la sensación que producen la arena y el
mar, las palmeras y los manglares evocó los recuerdos de su alma,
induciéndola a retornar mediante una seducción subconsciente,
porque aquella vida había sido más' agradable y satisfactoria que la
actual.
Seguramente, al agitarse en su interior aquel pasado, se sintió
impulsada a solicitar una beca para estudiar en la Universidad de
Miami, la obtuvo y se mudó a esta ciudad. No fue casualidad. El
destino requería su presencia aquí.
-¿Estás cansada? -le pregunté dirigiendo mi atención de nuevo a
Elizabeth, quien seguía tranquila descansando reclinada en el
sillón. -No -contestó con serenidad. -¿Quieres investigar en otra
vida?
-Sí -dijo todavía más calmada.
Volvimos a retroceder en el tiempo y apareció otra vez en un Viejo
paraje.
-Esta tierra está desolada -dijo Elizabeth después de haber oteado
el paisaje-. Veo unas montañas altas, caminos sucios y polvorientos,
los comerciantes transitan por ellos. Es una ruta para comerciantes
que van del este al oeste.
-¿ Sabes en qué país estás? -le pregunté en busca de más detalles.
No me gustaba importunada con demasiadas preguntas que activaran el
hemisferio izquierdo del cerebro, la parte donde reside la lógica.
Este tipo de preguntas podían interferir en la inmediatez de la
experiencia, que pertenece al hemisferio derecho, por ser una
función intuitiva.
De todas maneras, Elizabeth estaba profundamente hipnotizada. Podía
responder esas preguntas y aun así continuar viviendo la
experiencia. Los detalles también eran muy importantes.
-La India... creo -contestó dudosa-. Tal vez al oeste de la India...
Las fronteras no están claramente delimitadas. Vivimos en las
montañas y hay unos caminos que están reservados para los
comerciantes -añadió, volviendo a la escena.-¿Te reconoces a ti
misma?
-Sí. Soy una muchacha, tengo unos quince años. Mi piel es oscura y
mi cabello es negro. La ropa que llevo está sucia. Trabajo en los
establos, cuido caballos y mulas. Somos muy pobres. El clima es
frío; se me enfrían tanto las manos trabajando aquí... -dijo
Elizabeth con una mueca y frotándose las manos.
Esta muchacha tenía una inteligencia innata, pero no recibió
educación alguna. Su vida era una carrera de obstáculos. Los
comerciantes abusaban de ella a menudo y a veces le daban un poco
de dinero. Su familia no podía protegerla. El frío atroz y el hambre
constante la atormentaban. Sólo una cosa alegraba su vida.
-Hay un joven que viene a menudo por aquí con su padre y otros
comerciantes. Me quiere, y yo le quiero. Es amable y divertido y nos
lo pasamos muy bien juntos. Ojalá se quedara aquí y pudiéramos
estar siempre juntos.
No ocurrió así. Murió a los dieciséis años. Con el cuerpo devastado
por aquel frío tan penetrante y aquella vida tan dura, cayó enferma
y murió de una pulmonía. Su familia estuvo junto a ella en su lecho
de muerte.
Elizabeth no estaba triste cuando recordaba aquella vida tan breve.
Había aprendido una importante lección
-El amor es la fuerza más poderosa del mundo -dijo suavemente-.
Crece y florece incluso en tierras heladas y en las condiciones más
duras. Existe siempre y en todas partes. El amor es una flor que
brota en las cuatro estaciones.
Una bella sonrisa iluminó su rostro.
Uno de mis pacientes, un abogado católico, acababa de hacer una
regresión a una vida en la Europa medieval. Había recordado su
muerte en aquella vida, caracterizada por la avaricia, la violencia
y la falsedad. Era consciente de que algunos de estos defectos
seguían estando presentes en su vida actual.
Ahora, reclinado en el mullido sillón de cuero de mi consulta, se
vio a sí mismo flotando fuera del cuerpo que le había albergado en
la Edad Media. De golpe se encontró de pie en un entorno diabólico,
entre fuegos y demonios. Esto me sorprendió. Aunque muchas veces mis
pacientes se habían referido a su muerte en vidas pasadas, nunca
antes había sido testigo de una experiencia en el infierno.
Casi siempre la gente se sumerge en una luz hermosa e indescriptible
que le renueva el espíritu y le infunde energía. Pero ¿ el
infierno?
Esperé a que ocurriera algo, pero él me dijo que nadie le prestaba
atención. Él también estaba esperando. Transcurrían los minutos.
Finalmente, apareció una figura espiritual que él identificó como
Jesús y se le acercó. Fue el primer ser que advirtió su presencia.
«¿No te das cuenta de que todo esto es un espejismo? -le dijo
Jesús-. ¡Sólo el amor es real!»
Enseguida desaparecieron las llamas y los demonios, dejando que
aquella luz hermosa reluciera de nuevo después de haber estado
oculta detrás del espejismo.
Algunas veces conseguimos lo que esperábamos, pero puede que no sea
real.
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