Varias noches después, desperté bruscamente de un sueño profundo.
Despabilado de inmediato, tuve una visión de la cara de Catherine,
varias veces más grande que su tamaño normal. Parecía afligida, como
si necesitara de mi ayuda. Miré el reloj: eran las 3.36 de la
madrugada. No se habían producido ruidos exteriores que me
despertaran. Carole dormía pacíficamente a mi lado. Descarté el
incidente y volví a dormirme.
Esa misma mañana, alrededor de las 3.30, Catherine había despertado
de una pesadilla, presa del pánico. Sudaba y tenía el corazón muy
acelerado. Decidió meditar para relajarse, visualizándose
hipnotizada por mí en el consultorio. Imaginó mi cara, oyó mi voz y
se durmió poco a poco.
Catherine se estaba volviendo cada vez más psíquica; al parecer, yo
también. Oía las voces de mis antiguos profesores de psiquiatría,
que hablaban de las reacciones de transferencia y
contratransferencia en las relaciones terapéuticas. Transferencia es
la proyección de sentimientos, ideas y deseos que el paciente hace
sobre el terapeuta, quien representa a alguien de su pasado. La
contratransferencia es lo inverso: las reacciones emocionales
inconscientes del terapeuta ante el paciente. Pero esa comunicación
de madrugada no era una cosa ni otra. Era un vínculo telepático, en
una longitud de onda que superaba los canales normales. De algún
modo, la hipnosis estaba abriendo ese canal. ¿O acaso los
responsables de esa nueva longitud de onda eran el auditorio, un
grupo diverso de espíritus, Maestros, ángeles custodios y otros?
Ya nada podía sorprenderme.
* * *
En la sesión siguiente, Catherine llegó prontamente a un profundo
nivel hipnótico. Se alarmó de inmediato.
—Veo una nube grande... me ha asustado. Estaba ahí.
Respiraba aceleradamente.
— ¿Aún está ahí?
—No sé. Vino y se fue enseguida... algo arriba, en una montaña.
Seguía alarmada y respirando con agitación. Temí que estuviera
viendo una bomba. ¿Podría mirar hacia el futuro?
— ¿Puedes ver la montaña? ¿Es una bomba?
—No lo sé.
— ¿Por qué te ha asustado?
—Fue muy súbito. Estaba ahí mismo. Hay mucho humo... mucho humo. Es
grande. Está a cierta distancia. Oh...
—No corres peligro, Catherine. ¿Puedes acercarte?
— ¡No quiero acercarme! —respondió ásperamente.
Era muy raro que ofreciera tanta resistencia. Volví a preguntar:
— ¿Por qué le tienes tanto miedo?
—Creo que es de productos químicos o algo así. Cuesta respirar
cuando se está cerca.
En verdad respiraba con mucha dificultad.
— ¿Es como un gas? ¿Proviene de la misma montaña... como si fuera un
volcán?
—Eso creo. Es como un hongo grande. Eso parece: un hongo blanco.
—Pero ¿no es una bomba? ¿No es una bomba atómica ni nada parecido?
Hizo una pausa. Luego prosiguió.
—Es un vol... una especie de volcán o algo así, creo. Me asusta
mucho. Me cuesta respirar. En el aire hay polvo. No quiero estar
ahí.
Poco a poco, su respiración volvió al ritmo profundo y regular del
estado hipnótico. Había abandonado esa atemorizante escena.
— ¿Respiras ahora con más facilidad?
—Sí.
—Bien. ¿Qué ves ahora?
—Nada... Veo un collar, un collar en el cuello de alguien. Es
azul... es de plata y tiene una piedra azul colgada, con varias más
pequeñas abajo.
— ¿Hay algo en la piedra azul?
—No, es translúcida. Se puede ver a través de ella. La señora tiene
el pelo negro y lleva un sombrero azul... con una pluma grande. Y el
vestido es de terciopelo.
— ¿Conoces a esa señora?
—No.
— ¿Estás tú ahí o eres acaso la señora?
—No losé.
— ¿Qué edad tiene?
—Algo más de cuarenta. Pero parece mayor.
— ¿Está haciendo algo?
—No. Sólo está de pie junto a la mesa. En la mesa hay un frasco de
perfume. Es blanco, con flores verdes. También hay un cepillo y un
peine con mangos de plata.
Me impresionó su vista para los detalles.
— ¿Ésa es su habitación o una tienda?
—Es su habitación. Hay una cama... con cuatro columnas. Una cama
marrón. En la mesa hay una jarra.
— ¿Una jarra?
—Sí. En la habitación no hay cuadros. Las cortinas son oscuras,
extrañas.
— ¿Hay alguien más ahí?
—No.
— ¿Qué relación mantiene esta señora contigo?
—Le sirvo. —Una vez más, era criada.
— ¿Hace mucho tiempo que estás con ella?
—No... sólo unos pocos meses.
— ¿Te gusta a ti ese collar?
—Sí. Ella es muy elegante.
— ¿Alguna vez te has puesto tú el collar?
—No.
Sus breves respuestas requerían una guía activa de mi parte para
obtener información básica. Me recordaba a mi hijo preadolescente.
— ¿Qué edad tienes ahora?
—Trece o catorce...
Más o menos la misma edad.
— ¿Por qué te has separado de tu familia? —inquirí.
—No me he separado —me corrigió—. Pero trabajo aquí.
—Comprendo. ¿Y después de trabajar vuelves a casa de tu familia?
—Sí.
Sus respuestas dejaban poco sitio a la exploración.
— ¿Vive cerca?
—Bastante cerca... Somos muy pobres. Tenemos que trabajar... como
sirvientes.
— ¿Cómo se llama la señora?
—Belinda.
— ¿Te trata bien?
—Sí.
—Bien. ¿Trabajas mucho?
—No es muy cansado.
Entrevistar a adolescentes nunca ha sido fácil, ni siquiera en vidas
pasadas. Por suerte, yo tenía bastante práctica.
—Bien. ¿Aún ves a la señora?
—No.
— ¿Dónde estás tú ahora?
—En otro cuarto. Hay una mesa con algo negro que la cubre... tiene
una orla en los bordes. Huele a muchas hierbas... perfume denso.
— ¿Todo eso pertenece a tu señora? ¿Usa ella mucho perfume?
—No, ese cuarto es otro. Estoy en otro cuarto.
— ¿A quién pertenece?
—A una señora oscura.
— ¿Oscura en qué sentido? ¿Puedes verla?
—Tiene muchas cosas que le cubren la cabeza —susurró Catherine —,
muchos chales. Es vieja y arrugada.
— ¿Qué relación hay entre vosotras?
—Sólo he ido a verla.
— ¿Para qué?
—Por las cartas.
Supe, por intuición, que había ido a consultar con una adivina, que
probablemente leía las cartas del tarot. Era un giro irónico:
Catherine y yo estábamos inmersos en una increíble aventura
psíquica, que abarcaba vidas y dimensiones desconocidas; sin
embargo, tal vez doscientos años antes ella había visitado a una
parapsicóloga para averiguar algo sobre su futuro. Yo sabía que, en
su vida actual, Catherine nunca había visitado a una adivina y no
tenía ningún conocimiento sobre las cartas del tarot ni la
predicción del futuro: esas cosas la asustaban.
— ¿Lee la suerte? —pregunté.
—Ve cosas.
— ¿Tienes algo que preguntarle? ¿Qué quieres ver? ¿Qué quieres
saber?
—Sobre cierto hombre... con el que podría casarme.
— ¿Qué dice ella al tirarte las cartas?
—La carta con... una especie de palos. Palos y flores... pero palos,
lanzas o algún tipo de línea. Hay otra carta con un cáliz, una
copa... Veo una carta con un hombre o un muchacho que lleva un
escudo. Ella dice que me casaré, pero no con ese hombre. No veo nada
más.
— ¿Ves a la señora?
—Veo algunas monedas.
— ¿Aún estás con ella o se trata de otro sitio?
—Estoy con ella.
— ¿Cómo son las monedas?
—Son de oro. No tienen bordes lisos, sino cuadrados. Hay una corona
en una cara.
—Fíjate si las monedas tienen un año impreso. Algo que puedas
leer... en letras.
—Unos números extranjeros —respondió ella —. Equis e íes.
— ¿Sabes qué año es ése?
—Mil setecientos... algo. No sé.
Calló otra vez.
— ¿Por qué te importa tanto esa adivina?
—No sé.
— ¿Se cumple la predicción?
—... Pero ella se ha ido —susurró Catherine —. Se ha ido. No sé.
— ¿Ves algo ahora?
—No.
— ¿No? —Eso me sorprendió. ¿Dónde estaba? —. ¿Sabes cómo te llamas
en esta vida? —pregunté, con la esperanza de recuperar el hilo de
esa vida, distante un par de siglos.
—He salido de ahí.
Había abandonado la vida y descansaba. Ahora podía hacerlo por
propia cuenta, sin necesidad de experimentar la muerte. Aguardamos
varios minutos. Esa vida no había sido espectacular. Sólo recordaba
algunos detalles descriptivos y la interesante visita a la adivina.
— ¿Ves algo ahora? —pregunté otra vez.
—No —susurró ella.
— ¿Estás descansando?
—Sí... joyas de diferentes colores...
— ¿Joyas?
—Sí. En realidad son luces, pero parecen joyas...
— ¿Qué más? —pregunté.
—Sólo... —Hizo una pausa. Luego su murmullo fue potente y firme—.
Hay muchas palabras y pensamientos que vuelan por todas partes...
Sobre la convivencia y la armonía... el equilibrio de las cosas.
Comprendí que los Maestros estaban cerca.
—Sí —la animé a continuar—. Quiero saber de esas cosas. ¿Puedes
decirme algo?
—Por el momento son sólo palabras.
—Convivencia y armonía —le recordé.
Cuando ella respondió, fue con la voz del Maestro poeta. Me emocionó
volver a tener noticias suyas.
—Sí —dijo—. Todo debe estar equilibrado. La naturaleza está
equilibrada. Los animales viven en armonía. Los humanos no han
aprendido a hacerlo. Continúan destruyéndose a sí mismos. No hay
armonía ni concierto en lo que hacen. Es tan diferente en la
naturaleza... La naturaleza está equilibrada. La naturaleza es
energía y vida... y restauración. Y los humanos sólo destruyen.
Destruyen la naturaleza. Destruyen a otros seres humanos. Con el
correr del tiempo se destruirán a sí mismos.
La predicción resultaba amenazadora. Puesto que el mundo estaba
constantemente en caos y torbellino, yo deseé que eso no ocurriera
pronto.
— ¿Cuándo ocurrirá? —pregunté.
—Ocurrirá antes de lo que todos piensan. La naturaleza sobrevivirá.
Las plantas sobrevivirán. Pero nosotros no.
— ¿Podemos hacer algo para evitar esa destrucción?
—No. Todo ha de estar equilibrado.
— ¿Ocurrirá esa destrucción estando nosotros con vida? ¿Podemos
evitarla?
—No ocurrirá en nuestra vida. Cuando ocurra, nosotros estaremos en
otro plano, en otra dimensión, pero la veremos.
— ¿No hay manera de enseñar a la humanidad? —Yo insistía en buscar
una salida, alguna posibilidad de mitigar aquello.
—Se hará en otro nivel. Nosotros aprenderemos de eso.
Me volví hacia el lado positivo.
—Bien, entonces nuestras almas progresarán en diferentes lugares.
—Sí. Ya no estaremos... aquí, tal como conocemos esto. Lo veremos.
—Sí —concedí—. Siento la necesidad de enseñar a la gente, pero no sé
cómo llegar a ella. ¿Hay una vía o tendrán que aprender por sí
mismos?
—No se puede llegar a todo el mundo. Para evitar la destrucción es
preciso llegar a todos, y no se puede. Esto no se puede detener.
Aprenderán. Cuando avancen, aprenderán. Habrá paz, pero aquí no; en
esta dimensión, no.
— ¿Habrá paz a su debido tiempo?
—Sí, en otro nivel.
—Pero parece tan lejano... —me quejé—. La gente parece ahora tan
mezquina... Codiciosa, sedienta de poder, ambiciosa. Olvida el amor,
la comprensión y el conocimiento. Hay mucho que aprender.
—Sí.
— ¿Puedo escribir algo que ayude a la gente? ¿Hay algún modo?
—Tú sabes cómo. No tenemos que decírtelo. No servirá de nada, pues
todos llegaremos al nivel y ellos verán. Todos somos iguales. No
hay nadie más grande que su prójimo. Y todo esto son sólo
lecciones... y castigos.
—Sí —asentí.
La lección era profunda y necesitaba tiempo para digerirla.
Catherine guardaba silencio. Esperamos: ella, descansando; yo,
absorto en las dramáticas declaraciones de la hora anterior. Por
fin, ella quebró el hechizo.
—Las joyas han desaparecido —susurró —. Las joyas... han
desaparecido. Las luces... se han ido.
— ¿También las voces? ¿Las palabras?
—Sí. No veo nada. —Hizo una pausa. Empezó a mover la cabeza de un
lado a otro —. Un espíritu... está mirando.
— ¿Te mira a ti?
—Sí.
— ¿Reconoces a ese espíritu?
—No estoy segura... Creo que podría ser Edward.
Edward había muerto el año anterior. Era realmente ubicuo; parecía
estar siempre rondándola.
— ¿Cómo es ese espíritu?
—Es sólo un... sólo blanco, como luces. No tiene cara, lo que
nosotros entendemos por cara, pero sé que es él.
— ¿Se estaba comunicando contigo de algún modo?
—No. Sólo miraba.
— ¿Y escuchaba lo que yo decía?
—Sí —susurró ella —. Pero ya se ha ido. Sólo quería asegurarse de
que yo estuviera bien.
Pensé en la mitología popular del ángel de la guarda. Desde luego,
ese espíritu amoroso que la rondaba, observándola para asegurarse de
que estuviera bien, se acercaba mucho a ese angélico papel. Y
Catherine ya había hablado de espíritus custodios. Me pregunté
cuántos de nuestros «mitos» infantiles tenían verdaderas raíces en
un pasado apenas recordado.
También me pregunté cuál era la jerarquía de los espíritus: quiénes
se convertían en guardianes, quiénes en Maestros, quiénes no eran
una cosa ni otra, sino que se limitaban a aprender. Debían de
existir grados basados en la sabiduría y el conocimiento, con la
meta suprema de ser como Dios y acercarse a él, tal vez fundiéndose
con él de algún modo. Esa era la meta que los teólogos místicos
describían en términos tan extáticos desde hacía siglos. Ellos
habían tenido breves visiones de tan divina unión. Aparte de
experiencias personales como ésas, intermediarios tales como
Catherine, con su extraordinario talento, proporcionaban la mejor
visión.
Edward había desaparecido y Catherine callaba. Su rostro estaba
apacible; se le veía envuelta en serenidad. ¡Qué maravilloso talento
el suyo, la posibilidad de ver más allá de la vida y de la muerte,
de hablar con los «dioses» y compartir su sabiduría! Estábamos
comiendo del Árbol de la Ciencia, ya no prohibido. Me pregunté
cuántas manzanas quedarían.
Minette, la madre de Carole, estaba muriéndose a consecuencia de un
cáncer que se le había extendido desde el pecho hasta los huesos y
el hígado. El proceso se prolongaba desde hacía cuatro años; ya no
era posible aminorarlo mediante la quimioterapia. Minette era una
mujer valiente, que soportaba estoicamente el dolor y la debilidad.
Pero la enfermedad se aceleraba. Yo sabía que la muerte estaba
próxima.
Simultáneamente se sucedían las sesiones con Catherine, y yo
compartía con mi suegra la experiencia y sus revelaciones. Me
sorprendió un poco descubrir que ella, práctica mujer de negocios,
aceptara de buen grado ese conocimiento y quisiera aprender más. Le
di libros para que leyera; lo hizo con avidez. Juntos, ella, Carole
y yo seguimos un curso sobre la Cábala, los centenarios escritos
místicos judíos. La reencarnación y los planos intermedios son
principios básicos de la literatura cabalística; sin embargo, la
mayor parte de los judíos modernos lo ignoran.
El espíritu de Minette se fortalecía a medida que su cuerpo
empeoraba. Su miedo a la muerte era cada vez menor. Comenzaba a
esperar con ansias el momento de reunirse con Ben, su amado esposo.
Creía en la inmortalidad de su alma, y eso la ayudaba a soportar el
dolor. Se aferraba a la vida para esperar el nacimiento de otro
nieto: el primer niño de su hija Donna. Durante uno de sus
tratamientos conoció a Catherine en el hospital; sus miradas y sus
palabras se unieron pacífica y ansiosamente. La sinceridad de
Catherine, su franqueza, ayudaron a convencer a Minette de que la
existencia de la vida más allá de la muerte era verdad.
Una semana antes de morir, Minette fue internada en la planta de
oncología del hospital. Carole y yo podíamos pasar nuestro tiempo
con ella, conversando sobre la vida y la muerte, sobre lo que nos
esperaba más allá. Ella, dama muy digna, decidió morir en el
hospital, donde las enfermeras pudieran atenderla. Donna, su esposo
y su hija de seis semanas fueron a visitarla y a despedirse.
Nosotros estábamos con ella casi constantemente.
La noche en que Minette moriría, a eso de las seis de la tarde,
Carole y yo, que acabábamos de llegar a casa desde el hospital,
experimentamos la fuerte necesidad de regresar. Las seis o siete
horas siguientes estuvieron colmadas de serenidad y energía
espiritual trascendente. Minette ya no sufría, aunque su respiración
era trabajosa. Conversamos sobre su transición al estado intermedio,
la luz intensa y la presencia espiritual. Ella repasó su vida, casi
siempre en silencio, esforzándose por aceptar las partes negativas.
Parecía saber que no podía entregarse mientras no hubiera completado
ese proceso. Esperaba un momento muy concreto para morir, en las
primeras horas de la mañana, y aguardaba ese momento con
impaciencia. Minette fue la primera persona que guié de ese modo
hacia la muerte y a través de ella. Se sintió fortalecida, y la
experiencia alivió nuestro dolor.
Descubrí que mi capacidad de curar a mis pacientes se había
acrecentado notablemente, no sólo con respecto a las fobias y
ansiedades, sino sobre todo cuando se requería asesoramiento sobre
la muerte y el morir o sobre el dolor de los allegados. Sabía por
intuición qué estaba mal y en qué direcciones encaminar la terapia.
Lograba transmitir sensaciones de paz, serenidad y esperanza. Tras
la muerte de Minette buscaron mi ayuda muchos otros que estaban
próximos a la muerte o que habían sobrevivido a un ser querido.
Muchos de ellos no estaban preparados para saber lo de Catherine ni
para leer bibliografías sobre la vida después de la muerte. Sin
embargo, aun sin impartir conocimientos tan específicos, yo me
sentía capaz de transmitir el mensaje. Un tono de voz, una
comprensión empática del proceso, de sus miedos y sensaciones, una
mirada, un contacto, una palabra: todo eso podía llegar a cierto
nivel y tocar un acorde de esperanza, de espiritualidad olvidada, de
humanidad compartida y aún más. En cuanto a los que estaban listos
para recibir más, sugerirles lecturas y compartir con ellos las
experiencias vividas junto a Catherine y otros fue como abrir una
ventana a la brisa fresca. Los que estaban preparados revivían.
Ganaban en esclarecimiento todavía con más rapidez.
Estoy firmemente convencido de que los terapeutas deben tener la
mente abierta. Así como es necesario un trabajo más científico para
documentar las experiencias de muerte y morir, como las de
Catherine, también hace falta más trabajo experimental en ese
aspecto. Los terapeutas deben tener en cuenta la posibilidad de una
vida después de la muerte e incorporarla a su asesoramiento. No es
preciso que utilicen las regresiones hipnóticas, pero sí que se
mantengan abiertos, que compartan sus conocimientos con los
pacientes y que no descarten las experiencias de estos últimos.
La gente está ahora abrumada por las amenazas a su mortalidad. El
sida, el holocausto nuclear, el terrorismo, la enfermedad y muchas
otras catástrofes penden sobre nosotros, torturándonos diariamente.
Muchos adolescentes están convencidos de que no llegarán a los
treinta años. Esto es increíble; refleja las tremendas tensiones de
nuestra sociedad.
En el plano individual, la reacción de Minette ante los mensajes de
Catherine resulta alentadora. Su espíritu se había fortalecido;
tenía esperanza, pese a los intensos dolores físicos y a la
decadencia de su cuerpo. Pero los mensajes están ahí para todos
nosotros, no sólo para los moribundos. También hay esperanzas para
nosotros. Necesitamos que otros médicos y otros científicos nos
informen sobre casos como el de Catherine, que confirmen y amplíen
sus mensajes. Las respuestas están ahí. Somos inmortales. Siempre
estaremos juntos.
|
|