Pasaron dieciocho meses de psicoterapia intensiva; Catherine venía a
verme una o dos veces por semana. Era buena paciente: verbalmente
expresiva, capaz de penetrar en lo psíquico y muy deseosa de
mejorar.
En ese tiempo exploramos sus sentimientos, sus ideas y sus sueños.
El hecho de que supiera reconocer los patrones de conducta
recurrentes le proporcionaba penetración y entendimiento. Recordó
muchos otros detalles importantes de su pasado, tales como las
ausencias de su padre, que era marino mercante, y sus ocasionales
arrebatos violentos después de beber en exceso. Comprendía mucho
mejor sus relaciones turbulentas con Stuart y expresaba el enojo de
manera más apropiada. En mi opinión, por entonces debería haber
mejorado mucho. Los pacientes mejoran casi siempre cuando recuerdan
influencias desagradables de su pasado, cuando aprenden a reconocer
y corregir patrones de conducta inadaptada y cuando desarrollan la
capacidad de ver sus problemas desde una perspectiva más amplia y
objetiva. Pero Catherine no había mejorado.
Aún la torturaban los ataques de ansiedad y pánico. Continuaban las
vividas pesadillas recurrentes y todavía la aterrorizaban el agua,
la oscuridad y estar encerrada. Aún dormía de manera interrumpida,
sin descansar. Sufría palpitaciones cardíacas. Continuaba negándose
a tomar medicamentos por temor a ahogarse con las píldoras. Yo me
sentía como si hubiera llegado a un muro: por mucho que hiciera, el
muro seguía siendo tan alto que ninguno de los dos podía
franquearlo. Sin embargo, este sentimiento de frustración me dio
todavía mayor decisión: de algún modo ayudaría a Catherine.
Y entonces ocurrió algo extraño. Aunque tenía un intenso miedo a
volar y debía darse coraje con varias copas al subir a un avión,
Catherine acompañó a Stuart a un congreso médico que se realizó en
Chicago, en la primavera de 1982. Mientras estaban allí, insistió
para que él la llevara a visitar la exposición egipcia del museo de
arte, donde hicieron un recorrido en grupo con un guía.
Catherine siempre había sentido interés por los objetos y las
reproducciones de reliquias provenientes del antiguo Egipto. No se
la podía considerar erudita en el tema y nunca había estudiado ese
período histórico, pero en cierto modo las piezas le parecían
familiares.
Cuando el guía comenzó a describir algunos de los objetos expuestos,
ella se descubrió corrigiéndolo... ¡y tenía razón! El guía estaba
sorprendido; Catherine, atónita. ¿Cómo sabía esas cosas? ¿Por qué
estaba tan segura de tener razón como para corregir al hombre en
público? Tal vez eran recuerdos olvidados de la infancia.
En su visita siguiente me contó lo ocurrido. Meses antes yo le había
sugerido la hipnosis, pero ella tenía miedo y se resistía. Debido a
su experiencia en la exposición egipcia, aceptó, aunque a
regañadientes.
La hipnosis es una excelente herramienta para que un paciente
recuerde incidentes olvidados durante mucho tiempo. No encierra
misterio alguno: se trata sólo de un estado de concentración
enfocada. Siguiendo las instrucciones de un hipnotista bien
preparado, el paciente relaja el cuerpo, con lo que la memoria se
agudiza. Yo había hipnotizado a cientos de pacientes; me resultaba
útil para reducir la ansiedad, eliminar fobias, cambiar malos
hábitos y ayudar a rememorar material reprimido. Ocasionalmente
había logrado la regresión de algún paciente a la primera infancia,
hasta cuando tenía dos o tres años de edad, despertando así
recuerdos de traumas muy olvidados que trastornaban su vida.
Confiaba en que la hipnosis ayudaría a Catherine.
Le indiqué que se tendiera en el diván, con los ojos entrecerrados y
la cabeza apoyada en una almohadita. Al principio nos concentramos
en su respiración. Con cada exhalación liberaba tensiones y ansiedad
acumuladas. Al cabo de varios minutos, le dije que visualizara sus
músculos relajándose progresivamente: desde los de la cara y la
mandíbula, pasando por los del cuello, los hombros, los brazos, la
espalda y el estómago, hasta los de las piernas. Ella sentía que
todo su cuerpo se hundía más y más en el diván.
Luego le di instrucciones de visualizar una intensa luz blanca en lo
alto de su cabeza, dentro de su cuerpo. Más adelante, después de
haber hecho que la luz se extendiera poco a poco por su cuerpo, la
luminosidad relajó por completo todos los músculos, todos los
nervios, todos los órganos, el cuerpo entero, llevándola a un estado
de relajación y paz cada vez más profundo. Gradualmente sentía más
sueño, más paz, más serenidad. A su debido tiempo, siguiendo mis
indicaciones, la luz llenó completamente su cuerpo y la envolvió.
Conté hacia atrás, lentamente, de diez a uno. A cada número,
Catherine entraba en un nivel de mayor relajación. Su trance se hizo
más profundo. Podía concentrarse en mi voz, excluyendo cualquier
otro ruido. Al llegar a uno, estaba ya en un estado de hipnosis
moderadamente profundo. Todo el proceso había requerido unos veinte
minutos.
Al cabo de un rato comencé a iniciarla en la regresión, pidiéndole
que rememorara recuerdos de edades cada vez más tempranas. Podía
hablar y responder a mis preguntas, siempre manteniendo un profundo
nivel de hipnosis. Recordó una experiencia traumática con el
dentista, ocurrida cuando ella tenía seis años. Tenía vívida memoria
de la aterrorizadora experiencia de los cinco años, al ser empujada
a una piscina desde un trampolín; en aquella ocasión había sentido
náuseas, y había tragado agua hasta asfixiarse; mientras lo narraba,
empezó a dar arcadas en mi consultorio. Le indiqué que la
experiencia había pasado, que estaba fuera del agua. Las arcadas
cesaron y la respiración se hizo normal. Aún estaba en trance
profundo.
Pero lo peor de todo había ocurrido a los tres años de edad. Recordó
haber despertado en su dormitorio, a oscuras, consciente de que su
padre estaba en el cuarto. Él apestaba a alcohol en aquel momento, y
Catherine volvía a percibir ahora el mismo olor. El padre la tocó y
la frotó, incluso «ahí abajo». Ella, aterrorizada, comenzó a llorar;
entonces el padre le tapó la boca con una mano áspera, que no la
dejaba respirar. En mi consultorio, en mi diván, veinticinco años
después, Catherine sollozaba.
Tuve la certeza de que ya contábamos con la información, que ya
teníamos la clave de lo que sucedía. Estaba seguro de que sus
síntomas se aliviarían con enorme rapidez. Le indiqué, suavemente,
que la experiencia había terminado: ya no estaba en su dormitorio,
sino descansando apaciblemente, aún en trance. Los sollozos cesaron.
La llevé hacia delante en el tiempo, hasta su edad actual. La
desperté después de ordenarle, por sugestión posthipnótica, que
recordara todo cuanto me había dicho.
Pasamos el resto de la sesión analizando ese recuerdo, súbitamente
vivido, del trauma ocasionado por su padre. Traté de ayudarla a que
aceptara y asimilara su «nuevo» conocimiento. Ahora ella podía
comprender su relación con el padre, por qué provocaba en él
determinadas reacciones y frialdad, por qué ella le tenía miedo.
Cuando salió del consultorio aún estaba temblando, pero yo sabía que
la comprensión ganada compensaba el haber sufrido un malestar
pasajero.
En el drama de descubrir sus dolorosos recuerdos, profundamente
reprimidos, había olvidado por completo buscar la posible conexión
infantil con los objetos egipcios. Pero, cuando menos, comprendía
mejor su pasado. Había recordado varios acontecimientos
aterrorizantes. Yo esperaba una importante mejoría de sus síntomas.
Pese a esa nueva comprensión, a la semana siguiente me informó de
que sus síntomas se mantenían intactos, tan graves como siempre. Eso
me sorprendió. No lograba entender qué fallaba. ¿Era posible que
hubiera ocurrido algo antes de los tres años? Habíamos descubierto
motivos sobrados para que temiera a la asfixia, al agua, a la
oscuridad y al estar encerrada; sin embargo, los miedos penetrantes,
los síntomas, la ansiedad desmedida aún devastaban su vida
consciente. Sus pesadillas eran tan terroríficas como antes. Decidí
llevarla a una regresión mayor.
Mientras estaba hipnotizada, Catherine hablaba en un susurro lento y
claro. Gracias a eso pude anotar textualmente sus palabras y las he
citado sin alteraciones. (Los puntos suspensivos representan pausas
en su relato no correcciones u omisiones de mi parte. No obstante,
parte de las repeticiones no han sido incluidas.)
Poco a poco, llevé a Catherine hasta la edad de dos años, pero no
recordó nada importante. Le di instrucciones firmes y claras:
—Vuelve a la época en que se iniciaron tus síntomas.
No estaba en absoluto preparado para lo que sucedió a continuación:
—Veo escalones blancos que conducen a un edificio, un edificio
grande y blanco, con columnas, abierto por el frente. No hay
puertas. Llevo puesto un vestido largo... un saco hecho de tela
tosca. Tengo el pelo rubio y largo, trenzado.
Yo estaba confundido. No estaba seguro de lo que estaba ocurriendo.
Le pregunté qué año era ése, cuál era su nombre.
—Aronda... Tengo dieciocho años. Veo un mercado frente al edificio.
Hay cestos... Esos cestos se cargan en los hombros. Vivimos en un
valle... No hay agua. El año es 1863 a. de C. La zona es estéril,
tórrida, arenosa. Hay un pozo; ríos, no. El agua viene al valle
desde las montañas.
Después de escucharla relatar más detalles topográficos, le dije que
se adelantara varios años en el tiempo y que me narrara lo que
viera.
—Hay árboles y un camino de piedra. Veo una fogata donde se cocina.
Soy rubia. Llevo un vestido pardo, largo y áspero; calzo sandalias.
Tengo veinticinco años. Tengo una pequeña llamada Cleastra... Es
Rachel. (Rachel es actualmente su sobrina, con la que siempre ha
mantenido un vínculo muy estrecho.) Hace mucho calor.
Yo me llevé un sobresalto. Tenía un nudo en el estómago y sentía
frío. Las visualizaciones y el recuerdo de Catherine parecían muy
definidos. No vacilaba en absoluto. Nombres, fechas, ropas,
árboles... ¡todo visto con nitidez! ¿Qué estaba ocurriendo ahí?
¿Cómo era posible que su hija de entonces fuera su actual sobrina?
Pero la confusión era mayor que el sobresalto. Había examinado a
miles de pacientes psiquiátricos, muchos de ellos bajo hipnosis, sin
tropezar jamás con fantasías como ésa, ni siquiera en sueños. Le
indiqué que se adelantara hasta el momento de su muerte. No sabía
con seguridad cómo interrogar a un paciente en medio de una fantasía
(¿o evocación?) tan explícita, pero estaba buscando hechos
traumáticos que pudieran servir de base a sus miedos y sus síntomas
actuales. Los acontecimientos que rodearan la muerte podían ser
especialmente traumáticos. Al parecer, una inundación o un maremoto
arrasaba la aldea.
—Hay olas grandes que derriban los árboles. No tengo hacia dónde
correr. Hace frío; el agua está fría. Debo salvar a mi niña, pero no
puedo... sólo puedo abrazarla con fuerza. Me ahogo; el agua me
asfixia. No puedo respirar, no puedo tragar... agua salada. La
pequeña me es arrancada de los brazos.
Catherine jadeaba y tenía dificultad para respirar. De pronto, su
cuerpo se relajó por completo; su respiración se volvió profunda y
regular.
—Veo nubes... Mi pequeña está conmigo. Y otros de la aldea. Veo a mi
hermano.
Descansaba; esa vida había terminado. Permanecía en trance profundo.
¡Yo estaba estupefacto! ¿Vidas anteriores? ¿Reencarnación? Mi mente
clínica me indicaba que Catherine no estaba fantaseando, que no
inventaba ese material. Sus pensamientos, sus expresiones, su
atención a los detalles en particular, todo se diferenciaba de su
estado normal de conciencia. Por la mente me cruzó toda la gama de
diagnósticos psiquiátricos posibles, pero su estado psíquico y su
estructura de carácter no explicaban esas revelaciones.
¿Esquizofrenia? No; Catherine nunca había dado muestras de
trastornos cognitivos o de pensamiento. Nunca había sufrido
alucinaciones auditivas ni visuales (no oía voces ni tenía visiones
estando despierta), ni ningún tipo de episodios psicopáticos.
Tampoco se trataba de una ilusión (perder el contacto con la
realidad). No tenía personalidad múltiple ni escindida. Sólo había
una Catherine, y su mente consciente tenía perfecta conciencia de
eso. No demostraba tendencias sociopáticas o antisociales. No era
una actriz. No consumía drogas ni sustancias alucinógenas. Su
consumo de alcohol era mínimo. No padecía enfermedades neurológicas
o psicológicas que pudieran explicar esa experiencia vivida e
inmediata en estado de hipnosis.
Ésos eran recuerdos de algún tipo, pero ¿de dónde procedían? Mi
reacción instintiva era que acababa de tropezar con algo de lo que
sabía muy poco: la reencarnación y los recuerdos de vidas
pasadas.
«No puede ser», me decía; mi mente, científicamente formada, se
resistía a aceptarlo. Sin embargo, estaba ocurriendo delante de mis
ojos. Aunque no pudiera explicarlo, tampoco me era posible negar su
realidad.
—Continúa —dije, algo nervioso, pero fascinado por lo que ocurría—.
¿Recuerdas algo más?
Ella recordó fragmentos de otras dos vidas.
—Tengo un vestido de encaje negro y encaje negro en la cabeza. Mi
pelo es oscuro, algo canoso. Es 1756 (d. de C.). Soy española. Me
llamo Luisa y tengo cincuenta y seis años. Estoy bailando. Hay otros
que también bailan. (Larga pausa.) Estoy enferma; tengo fiebre,
sudores fríos... Hay mucha gente enferma; la gente se muere... Los
médicos no lo saben, pero fue por el agua.
La llevé hacia delante en el tiempo.
—Me recobro, pero aún me duele la cabeza; aún me duelen los ojos y
la cabeza por la fiebre, por el agua... Muchos mueren.
Más adelante me dijo que en esa vida era prostituta, pero que no me
había dado esa información porque la avergonzaba. Al parecer, en
estado de hipnosis podía censurar algunos de los recuerdos que me
transmitía.
Puesto que había reconocido a su sobrina en una vida anterior, le
pregunté impulsivamente si yo estaba presente en alguna de sus
existencias. Sentía curiosidad por conocer mi papel, si acaso lo
tenía, en sus recuerdos. Me respondió con prontitud, en contraste
con las evocaciones anteriores, muy lentas y pausadas.
—Tú eres mi maestro; estás sentado en un saliente de roca. Nos
enseñas con libros. Eres anciano, de pelo gris. Usas un vestido
blanco (una toga) con bordes dorados... Tú te llamas Diógenes. Nos
enseñas símbolos, triángulos. Eres realmente muy sabio, pero yo no
comprendo. El año es 1568 a. de C.
(La fecha era aproximadamente mil doscientos años anterior al famoso
Diógenes, filósofo cínico de Grecia. El nombre no era muy insólito.)
La primera sesión había terminado. Le sucederían otras aún más
asombrosas.
* * *
Cuando Catherine se hubo ido, y durante varios días más, reflexioné
mucho en los detalles de la regresión hipnótica. Reflexionar es
natural en mí. Muy pocos de los detalles que emergieran de una hora
de terapia, incluso de las «normales», escapaban a mi obsesivo
análisis mental, y esa sesión difícilmente podía considerarse
«normal». Por añadidura, era muy escéptico con respecto a la vida
después de la muerte, la reencarnación, las experiencias de abandono
del cuerpo y los fenómenos de ese tipo. Después de todo, según
pensaba la parte lógica de mi persona, eso podía ser fantasía de
Catherine. En realidad, me sería imposible demostrar la veracidad de
sus aseveraciones o visualizaciones. Pero yo también tenía
conciencia, aunque mucho más difusa, de un pensamiento menos
emocional. «Mantén la mente abierta —me decía ese pensamiento—, la
verdadera ciencia comienza por la observación.» Sus «recuerdos»
podían no ser fantasías ni imaginación.