Todavía estábamos en medio de la sesión. Catherine puso fin a su
descanso y empezó a hablar de ciertas estatuas verdes que había
frente al templo. Salí de mi ensueño para escuchar. Ella estaba en
una vida antigua, en algún lugar de Asia pero yo continuaba con los
Maestros. «Increíble —me dije—. Está hablando de vidas anteriores,
de reencarnaciones; sin embargo, comparado con el hecho de recibir
mensajes de los Maestros, eso es casi decepcionante.» Pero comenzaba
a comprender que ella necesitaba pasar por una vida antes de
abandonar su cuerpo y alcanzar el estado intermedio. No podía llegar
a él directamente. Y sólo allí se ponía en contacto con los
Maestros.
—Las estatuas verdes están frente a un gran templo —susurró
suavemente—. Un edificio con pináculos y bolas marrones. Delante hay
diecisiete escalones; después de subirlos, una habitación. Arde el
incienso. Nadie calza zapatos. Todos llevan la cabeza rapada. Tienen
los ojos oscuros y la cara redonda. Son de piel oscura. Allí estoy
yo. Me he lastimado el pie y voy a buscar ayuda. Lo tengo hinchado y
no puedo pisar. Me he clavado algo. Me ponen unas hojas en el pie...
hojas extrañas... ¿Tanis? (El tanino o ácido tánico, que se presenta
naturalmente en las raíces, los frutos, la madera, la corteza y las
hojas de muchas plantas, se usa como medicamento desde antiguo, por
sus propiedades estípticas o astringentes.) Antes me han limpiado el
pie. Esto es un rito ante los dioses. En el pie tengo algún veneno.
Se me ha hinchado la rodilla. La pierna está pesada, con vetas.
(¿Envenenamiento de la sangre?) Me hacen una incisión en el pie y me
ponen algo muy caliente.
Catherine se retorcía de dolor. También daba arcadas por alguna
poción horriblemente amarga que le habían dado a beber. La poción
estaba hecha con hojas amarillas. Se curó, pero los huesos del pie y
la pierna jamás volvieron a ser como antes. La hice avanzar en el
tiempo. Sólo veía una existencia desolada afligida debido a la
pobreza. Vivía con su familia en una choza pequeña, de una sola
habitación, sin mesa. Comían una especie de arroz, como cereal, pero
siempre tenían hambre. Envejeció rápidamente, sin escapar nunca a la
pobreza ni al hambre, y murió. Esperé, pero me daba cuenta de que
ella estaba exhausta. Sin embargo, antes de que pudiera despertarla
me dijo que Robert Jarrod necesitaba de mi ayuda. Yo no tenía
ninguna idea de quién era Robert Jarrod ni de cómo ayudarlo. No hubo
más.
Al despertar del trance, Catherine volvió a recordar muchos detalles
de su vida pasada. En cambio, nada sabía de las experiencias
posteriores a la muerte, de los estados intermedios, de los Maestros
ni del increíble conocimiento que había revelado. Le hice una
pregunta:
—Catherine, ¿qué significa para ti la palabra «Maestros» (Masters)?
¡Respondió que era un torneo de golf!
Ahora mejoraba rápidamente, pero aún tenía dificultades para
integrar el concepto de reencarnación en su teología. Por lo tanto,
decidí no hablarle aún sobre los Maestros. Además, no sabía muy bien
cómo darle la noticia de que era una médium increíblemente talentosa
que canalizaba maravillosos y trascendentales conocimientos de los
Espíritus Maestros.
Catherine se avino a que mi esposa asistiera a la sesión siguiente.
Carole es asistente social psiquiátrica, bien preparada y capaz; yo
quería saber su opinión sobre esos hechos increíbles. Cuando se
enteró de lo que Catherine había dicho sobre mi padre y Adam,
nuestro hijo, se mostró muy dispuesta a ayudar. Yo no tenía
dificultades para tomar notas de cada palabra susurrada por
Catherine sobre sus vidas anteriores, pues hablaba con gran
lentitud, pero los Maestros lo hacían con más rapidez, así que
decidí grabarlo todo.
Una semana después, Catherine se presentó a la sesión siguiente.
Continuaba mejorando; sus temores y ansiedades disminuían. Su
mejoría clínica era notable, pero yo aún no estaba seguro de a qué
se debía. Había recordado haber muerto ahogada cuando era Aronda,
degollada en la persona de Johan, víctima de una epidemia
transmitida por el agua como Luisa, y varios otros sucesos
aterrorizantes y traumáticos. También había experimentado o vuelto a
experimentar existencias de pobreza, servidumbre y abusos dentro de
su familia. Esto último ejemplifica los pequeños traumas cotidianos
que también se adentran en nuestra psique. El recuerdo de ambos
tipos de vida podía estar contribuyendo a su mejoría. Pero existía
otra posibilidad. ¿Y si la experiencia espiritual en sí era lo que
ayudaba? ¿Y si saber que la muerte no es lo que parece contribuía a
procurarle bienestar, a que disminuyeran sus temores? ¿Era posible
que todo el proceso, no sólo los recuerdos en sí, fuera parte de la
cura?
Las habilidades psíquicas de Catherine iban en aumento; su intuición
era cada vez mayor.
Aún tenía problemas con Stuart, pero se sentía capaz de entenderse
más efectivamente con él. Le brillaban los ojos; su piel relucía.
Anunció que durante la semana había tenido un sueño extraño, pero
sólo recordaba un fragmento: había soñado que la aleta roja de un
pez se le clavaba en la mano.
Se sumergió en la hipnosis con pronta facilidad y en pocos minutos
alcanzó un nivel profundo.
—Veo una especie de acantilado. Yo estoy de pie en ese acantilado,
mirando hacia abajo. Debería estar alerta a la llegada de barcos...
para eso me han puesto allí... Llevo algo azul, una especie de
pantalones... pantalones cortos, con zapatos extraños... zapatos
negros... con hebillas. Los zapatos tienen hebillas; son muy
extraños... Veo que en el horizonte no hay barcos.
Catherine susurraba con voz suave. La hice avanzar en el tiempo
hasta el siguiente suceso importante de su vida.
—Estamos bebiendo cerveza, cerveza fuerte. Es muy oscura. Los bocks
son gruesos. Están viejos y se sostienen con soportes de metal. En
ese lugar huele muy mal y hay mucha gente. Es muy ruidoso. Todo el
mundo habla y hace ruido.
Le pregunté si se oía llamar por su nombre.
—Christian... Me llamo Christian. —Era otra vez varón—. Estamos
comiendo algún tipo de carne y bebiendo cerveza. Es oscura y muy
amarga. Se le pone sal.
No logró ver el año.
—Hablan de guerra, ¡de barcos que bloquean algunos puertos! Pero no
puedo enterarme de dónde están. Si guardaran silencio, podríamos
escuchar, pero todo el mundo habla y hace ruido.
»Hamstead... Hamstead (ortografía fonética). Es un puerto, un puerto
marítimo de Gales. Hablan inglés británico. —Se adelantó en el
tiempo hasta el momento en que Christian estaba ya a bordo de su
barco—. Huelo algo, algo que se quema. Es horrible. Madera quemada,
pero también algo más. Hace escocer la nariz... Algo se incendia en
la distancia, una especie de navío, un navío de vela. ¡Estamos
cargando algo! Estamos cargando algo con pólvora.
La agitación de Catherine era visible.
—Es algo que tiene pólvora, muy negra. Se pega a las manos. Hay que
moverse deprisa. El barco lleva una bandera verde. Es una bandera
oscura... Una bandera verde y amarilla. Tiene una especie de corona,
con tres puntas.
De pronto Catherine hizo una mueca de dolor. Sufría.
—Ah —gruñó—, ¡cómo me duele la mano, cómo me duele la mano! Tengo
algo de metal, metal caliente en la mano. ¡Me quema! ¡Ah, ah!
Recordé el fragmento de su sueño y comprendí lo de la aleta roja
clavada en la mano. Bloqueé el dolor, pero ella seguía gimiendo.
—Los espigones son de metal... El buque en donde estábamos fue
destruido... por babor. Han dominado el incendio. Han muerto muchos
hombres... muchos hombres. Yo he sobrevivido... sólo tengo la mano
herida, pero cicatriza con el tiempo.
La llevé hacia delante en el tiempo y dejé que escogiera el
siguiente acontecimiento de importancia.
—Veo una especie de imprenta; imprime algo con moldes y tinta. Están
imprimiendo y encuadernando libros... Los libros tienen cubiertas de
cuero y cordeles que los sujetan: cordeles de cuero. Veo un libro
rojo... Es algo de historia. No veo el título; todavía no han
terminado la impresión. Son libros maravillosos. Tienen cubiertas
muy suaves, de cuero. Son maravillosos; te enseñan.
Obviamente, Christian disfrutaba viendo y tocando esos libros;
también comprendía vagamente las posibilidades de aprender así. Sin
embargo, parecía muy poco instruido. Hice que Christian avanzara
hasta el último día de su vida.
—Veo un puente sobre un río. Soy viejo... muy viejo. Me cuesta
caminar. Camino por el puente... hacia el otro lado... Me duele el
pecho; siento una presión, una presión terrible... ¡Me duele el
pecho! ¡Ah!
Catherine emitía sonidos, gorjeaba; experimentaba el ataque cardíaco
que Christian estaba sufriendo en el puente. Su respiración era
rápida y poco profunda; tenía la cara y el cuello cubiertos de
sudor. Empezó a toser y a jadear. Me sentí preocupado: ¿sería
peligroso volver a experimentar un ataque cardíaco sufrido en una
vida anterior? Ésa era una frontera nueva; nadie conocía las
respuestas. Por fin, Christian murió. Catherine permaneció
apaciblemente tendida en el diván, respirando profunda y
regularmente. Dejé escapar un hondo suspiro de alivio.
—Me siento libre... libre —susurró con suavidad—. Floto en la
oscuridad... floto, nada más. Hay luz alrededor... y espíritus,
otras personas.
Le pregunté si tenía algún pensamiento sobre la vida que acababa de
concluir, su existencia como Christian.
—Debería haber perdonado más, pero no lo hice. No perdoné el daño
que otros me causaron y debería haberlo hecho. No perdoné el mal. Me
quedé con él dentro y lo albergué durante muchos años... Veo ojos...
ojos.
— ¿Ojos? —Repetí, percibiendo el contacto—. ¿Qué clase de ojos?
—Los ojos de los Espíritus Maestros —susurró Catherine—, pero debo
esperar. Tengo cosas en que pensar.
Pasaron unos minutos en tenso silencio.
— ¿Cómo sabrás cuándo estarán ellos dispuestos? —pregunté,
expectante, rompiendo el largo silencio.
—Ellos me llamarán —respondió.
Pasaron unos minutos más. De pronto empezó a mover la cabeza de un
lado a otro. Su voz, ronca y firme, señaló el camino.
—Hay muchas almas en esta dimensión. Yo no soy la única. Debemos ser
pacientes. Eso es algo que tampoco aprendí nunca... hay muchas
dimensiones...
Le pregunté si ya había estado allí, si se había reencarnado muchas
veces.
—He estado en diferentes planos en diferentes tiempos. Cada uno
es un nivel de conciencia superior. El plano al que vayamos
dependerá de lo mucho que hayamos progresado...
Guardó silencio otra vez. Le pregunté qué lecciones debía aprender a
fin de progresar. Respondió de inmediato.
—Que debemos compartir nuestro conocimiento con otros. Que todos
tenemos muchas más capacidades de las que utilizamos. Algunos lo
descubrimos antes que otros. Que uno debe dominar sus vicios antes
de llegar a este punto. De lo contrario, los lleva consigo a otra
vida.
Sólo uno mismo puede liberarse... de las malas costumbres que
acumulamos cuando estamos en un cuerpo.
Los Maestros no pueden hacerlo por nosotros. Si uno elige luchar
y no liberarse, los llevará a otra vida. Y sólo cuando decidimos que
somos lo bastante fuertes como para dominar los problemas externos,
sólo entonces dejaremos de padecerlos en la vida siguiente.
»También debemos aprender a no acercarnos sólo a aquellos cuyas
vibraciones coinciden con las nuestras. Es normal sentirse atraído
por alguien que está en nuestro mismo nivel. Pero está mal. También
es preciso acercarse a aquellos cuyas vibraciones no armonizan...
con las de uno. Ésa es la importancia... de ayudar... a esas gentes.
»Se nos dan poderes intuitivos que debemos obedecer sin tratar de
resistirnos. Quienes se resistan tropezarán con peligros. No se nos
envía desde cada plano con poderes iguales. Algunos de nosotros
poseemos poderes mayores que los otros, pues los hemos adquirido en
otros tiempos. Luego, no todos somos creados iguales. Pero con el
paso del tiempo llegaremos a un punto en el que todos seremos
iguales.
Catherine hizo una pausa. Yo sabía que esos pensamientos no eran
suyos. No tenía preparación alguna en física o en metafísica; nada
sabía de planos, dimensiones y vibraciones. Pero más allá de esto,
la belleza de las palabras y las ideas, las implicaciones
filosóficas de esas afirmaciones... todo superaba la capacidad de
Catherine. Ella nunca había hablado de manera tan concisa y poética.
Yo sentía que una fuerza superior y distinta luchaba con la mente y
las cuerdas vocales de mi paciente para traducir en palabras esos
pensamientos, a fin de que yo comprendiera. No, ésa no era
Catherine.
Su voz tenía un tono de ensoñación.
—Los que están en coma... permanecen en un estado de suspensión.
Aún no están preparados para cruzar al otro plano... hasta que hayan
decidido si quieren cruzar o no. Sólo ellos pueden decidirlo. Si
consideran que no tienen nada más que aprender... en estado
físico... entonces se les permite cruzar. Pero si tienen cosas por
aprender, deben regresar, aunque no quieran. Ése es un período de
descanso para ellos, un período en el que sus poderes mentales
pueden descansar.
O sea que la gente en estado de coma puede decidir si regresar o no,
según el aprendizaje que deba realizar todavía en estado físico. Si
consideran que no tienen nada más que aprender, pueden ir
directamente al estado espiritual, pese a toda la medicina moderna.
Esta información coincidía detalladamente con las investigaciones
publicadas sobre las experiencias próximas a la muerte y los
motivos por los que algunos decidían regresar. A otros no se les
permitía elegir: tenían que volver, pues les quedaba algo por
aprender. Claro que todos los entrevistados tras una experiencia
próxima a la muerte habían regresado a sus cuerpos.
Hay una llamativa similitud en los relatos de estas personas. Se
separan del cuerpo y «contemplan» los esfuerzos que se hace por
resucitarlos, desde un punto situado por encima del cuerpo. A su
debido tiempo cobran conciencia de una luz brillante o de una
relumbrante figura «espiritual» en la distancia; a veces, al final
de un túnel. No hay dolor. Cuando cobran conciencia de que aún no
han completado la tarea que tienen que cumplir en la Tierra, de que
deben regresar al cuerpo, inmediatamente vuelven a él y sienten otra
vez dolor y otras sensaciones físicas.
He tenido varios pacientes que pasaron por experiencias cercanas a
la muerte. El relato más interesante fue el de un próspero
comerciante sudamericano, con quien mantuve varias sesiones de
psicoterapia normal, unos dos años después de acabar con el
tratamiento de Catherine. Jacob había perdido la conciencia al ser
atropellado por una motocicleta; eso ocurrió en Holanda, en 1975,
cuando ella tenía treinta y pocos años. Recuerda haber flotado por
encima del cuerpo, contemplando la escena del accidente, viendo la
ambulancia, el médico que le atendía las heridas, la muchedumbre de
curiosos, cada vez mayor. Luego cobró conciencia de una luz dorada,
en la distancia; al acercarse a ella, vio a un monje vestido con un
hábito pardo. Ese monje dijo a Jacob que aún no era tiempo de morir,
que debía regresar a su cuerpo. Él sintió la sabiduría y el poder
del religioso, quien también le relató varios acontecimientos
futuros que ocurrirían en la vida de Jacob; todos se produjeron.
Jacob volvió rápidamente a su cuerpo, que ya estaba en una cama de
hospital; recobró la conciencia y, por primera vez, experimentó un
intensísimo dolor.
En 1980, mientras viajaba por Israel, Jacob (que es judío) visitó la
Cueva de los Patriarcas, en Hebrón, sitio tan sagrado para los
judíos como para los musulmanes. Tras la experiencia vivida en
Holanda, se había vuelto más religioso y rezaba con frecuencia. Al
ver la mezquita cercana, se sentó a rezar con los musulmanes
presentes. Al cabo de un rato se levantó para marcharse. Un anciano
musulmán se le acercó para decirle: «Usted es diferente de los
otros, que rara vez se sientan a orar con nosotros. —El anciano hizo
una pausa y lo miró con atención antes de continuar—: Usted ha visto
al monje. No olvide lo que él le dijo.»
Cinco años después del accidente, a miles de kilómetros de
distancia, un anciano conocía el encuentro de Jacob con el monje,
algo que había ocurrido mientras él estaba desmayado.
En el consultorio, mientras reflexionaba sobre las últimas
revelaciones de Catherine, me pregunté qué habrían dicho nuestros
antepasados, los fundadores de la nación, ante la idea de que los
seres humanos no son creados iguales. La gente nace con talentos,
capacidades y poderes adquiridos en otras vidas. «Pero con el paso
del tiempo llegaremos a un punto en el que todos seremos iguales.»
Sospeché que ese punto distaba muchas, muchísimas vidas.
Pensé en Mozart y en su increíble talento de niño. ¿Habría sido
también una herencia de capacidades anteriores? Al parecer,
llevábamos con nosotros de una vida a otra tanto las capacidades
como las deudas.
Pensé en la gente que tiende a juntarse en grupos homogéneos,
evitando e incluso temiendo a los de fuera. Allí estaba la raíz del
prejuicio y del odio entre grupos. «También debemos aprender a no
acercarnos sólo a aquellos cuyas vibraciones coinciden con las
nuestras.» Ayudar a esos otros. Me era posible sentir las verdades
espirituales de esas palabras.
—Tengo que regresar —dijo Catherine—. Tengo que regresar.
Pero yo quería saber más. Le pregunté quién era Robert Jarrod. Ella
había mencionado ese nombre durante la última sesión, asegurando que
necesitaba mi ayuda.
—No sé... Puede estar en otro plano, no en éste. —Al parecer, no
pudo hallarlo—. Sólo cuando quiera, sólo si decide venir a mí
—susurró —, me enviará un mensaje. Necesita tu ayuda.
Aun así, no logré comprender cómo me sería posible ayudarlo.
—No sé —repitió Catherine—. Pero eres tú el que debe aprender, no
yo.
Eso era interesante. Todo ese material ¿era para mí? ¿O acaso yo
tenía que ayudar a Robert Jarrod con las enseñanzas recibidas? En
verdad, nunca supimos de él.
—Tengo que regresar —insistió ella—. Antes tengo que ir hacia la
luz. —De pronto se mostró alarmada—. Oh, oh, he vacilado mucho
tiempo... y como he vacilado, tengo que esperar otra vez.
Mientras ella esperaba, le pregunté qué veía, qué sentía.
—Sólo otros espíritus, otras almas. Ellas también están esperando.
Le pregunté si había alguna enseñanza que pudiéramos recibir
mientras esperaba.
— ¿Puedes decirnos qué debemos saber? —le pregunté.
—No están aquí para decírmelo —respondió.
Fascinante. Si los Maestros no estaban allí para hablarle, Catherine
no podía, por sí, proporcionar el conocimiento.
—Me siento muy inquieta. Quiero irme... Cuando llegue el momento
adecuado, me iré.
Una vez más pasaron varios minutos en silencio. Por fin debió de
llegar el momento oportuno: había entrado en otra vida.
—Veo manzanos... y una casa, una casa blanca. Yo vivo en la casa.
Las manzanas están podridas... gusanos, no sirven para comer. Hay un
columpio, un columpio en el árbol.
Le pedí que se observara.
—Tengo pelo claro, pelo rubio. Tengo cinco años. Me llamo Catherine.
Me llevé una sorpresa. Había entrado en su vida actual; era
Catherine a los cinco años. Pero debía de estar allí por algún
motivo.
— ¿Ocurrió algo allí, Catherine?
—Mi padre está enojado con nosotros... porque no debemos estar
fuera. Me... me pega con un palo. Es muy pesado; duele... Tengo
miedo. —Gemía, hablando como una criatura—. No para hasta hacernos
daño. ¿Por qué nos hace esto? ¿Por qué es tan malo?
Le pedí que viera su propia vida desde una perspectiva más elevada y
que respondiera a su propia pregunta. Poco tiempo antes había leído
que eso se podía hacer. Algunos escritores llamaban a esa
perspectiva «yo superior» o «yo elevado». Sentía curiosidad por
saber si Catherine podía llegar a ese estado, en caso de que
existiera.
En ese caso, sería una poderosa técnica terapéutica, un atajo hacia
la penetración psicológica y la comprensión.
—Nunca nos quiso —susurró, muy suavemente—. Siente que somos
intrusos en su vida... No nos quiere.
— ¿Tampoco a tu hermano varón, Catherine? —pregunté.
—A mi hermano, menos aún. Su nacimiento no estaba planeado. No
estaban casados cuando... él fue concebido.
Esa nueva información resultó ser asombrosa para Catherine. Ignoraba
lo del embarazo prematrimonial. Más adelante, su madre le confirmó
que así había sido.
Aunque estaba relatando una vida, Catherine exhibía ahora una
sabiduría y un punto de vista con respecto a su existencia que,
hasta entonces, habían estado restringidos al estado intermedio o
espiritual. En cierto modo había una parte de su mente más «elevada»
una especie de supraconciencia. Tal vez ése era el yo superior que
otros describían. Aunque no estuviera en contacto con los Maestros y
su espectacular conocimiento, aun así poseía, en su estado
supraconsciente, profunda penetración psicológica y gran
información, como la de la concepción de su hermano. La Catherine
consciente, cuando estaba despierta, se mostraba mucho más ansiosa y
limitada, mucho más simple y comparativamente superficial. No podía
recurrir a ese estado supraconsciente. Me pregunté si los profetas y
los sabios de las religiones orientales y occidentales, esos que
llamamos «realizados», eran capaces de utilizar ese estado para
obtener su sabiduría y sus conocimientos. En ese caso, todos
tendríamos la capacidad de hacerlo, pues todos debemos de poseer ese
supraconsciente. El psicoanalista Carl Jung sabía de la existencia
de los diferentes niveles de conciencia; escribió acerca del
inconsciente colectivo, un estado que tiene similitudes con el
supraconsciente de Catherine.
Cada vez me sentía más frustrado por el abismo infranqueable que
había entre el intelecto despierto y consciente de Catherine y su
mente supraconsciente en el nivel de trance. Mientras estaba
hipnotizada podía mantener conmigo fascinantes diálogos filosóficos
a nivel supraconsciente. Sin embargo, cuando estaba despierta no
mostraba interés alguno por la filosofía ni los temas relacionados
con ella. Vivía en el mundo de los detalles cotidianos, ignorante
del genio que en ella habitaba.
Mientras tanto, su padre la estaba atormentando, y los motivos se
hacían evidentes.
—Tiene muchas lecciones que aprender —sugerí, en tono de
interrogación.
—Sí..., en efecto.
Le pregunté si sabía qué necesitaba aprender él.
—Ese conocimiento no se me revela. —La voz era objetiva y distante—.
Se me revela lo que es importante para mí, lo que me concierne.
Cada persona debe ocuparse de sí misma... de hacerse... íntegra.
Tenemos lecciones que aprender... cada uno de nosotros. Deben ser
aprendidas una a una... en orden. Sólo entonces podemos saber qué
necesita la persona de al lado, qué le falta o qué nos falta a
nosotros para ser íntegros.
Hablaba en un susurro suave, y ese susurro encerraba una amorosa
objetividad.
Cuando Catherine volvió a hablar, lo hizo otra vez con voz aniñada:
— ¡Me da asco! Me hace comer esas cosas que no quiero. Es una
comida... lechuga, cebollas, cosas que detesto. Me obliga a comerlas
y sabe que me voy a poner mala. ¡Pero no le importa!
Catherine empezó a dar arcadas. Jadeaba, sofocada. Volví a sugerir
que viera la escena desde una perspectiva superior, pues necesitaba
comprender qué inducía a su padre a actuar de ese modo. Ella replicó
en un susurro enronquecido:
—Eso ha de llenar en él cierto vacío. Me odia por lo que me hizo. Me
odia y se odia a sí mismo.
Yo tenía casi olvidado el abuso sexual sufrido por Catherine a los
tres años.
—Por eso debe castigarme... Debo de haber hecho algo para que él
actúe así.
Ella tenía sólo tres años de edad y su padre estaba ebrio. Sin
embargo, desde entonces llevaba esa culpa muy dentro. Le expliqué lo
obvio:
—Tú eras sólo un bebé. Tienes que liberarte de esa culpa. Tú no
hiciste nada. ¿Qué podía hacer una niña de tres años? No fuiste tú,
sino tu padre.
—Debía de odiarme ya entonces —susurró, con suavidad—. Yo lo conocía
antes, pero ahora no puedo recurrir a esa información. Tengo que
volver a ese momento.
Aunque ya habían pasado varias horas, quise regresar a esa relación
previa. Le di instrucciones detalladas.
—Te hallas en un estado profundo. Dentro de un instante empezaré a
contar hacia atrás, de tres a uno. Entrarás en un estado más
profundo y te sentirás totalmente segura. Tu mente estará en
libertad de vagar otra vez por el tiempo, hasta la época en que se
inició el vínculo con el padre que tienes en tu vida actual, hasta
el momento que tuvo mayor influencia en lo que ocurrió en tu
infancia entre tú y él. Cuando yo diga «uno» volverás a esa vida y
lo recordarás. Es importante para tu curación. Puedes hacerlo.
Tres... dos... uno.
Hubo una larga pausa.
—No lo veo... ¡pero veo que están matando a la gente!
Su voz era ahora fuerte y ronca.
—No tenemos derecho a interrumpir abruptamente la vida de alguien
antes de que haya podido cumplir con su karma. Y es lo que
estamos haciendo.
»No tenemos derecho. Sufrirán mayor castigo si los dejamos vivir.
Cuando mueran y vayan a la próxima dimensión sufrirán allá. Estarán
en un estado de gran inquietud. No tendrán paz. Y serán enviados de
regreso aquí, pero para una vida muy dura. Y tendrán que compensar a
esas personas a las que hicieron daño por las injusticias que
cometieron contra ellas. Están interrumpiendo la vida de estas
gentes y no tienen derecho a hacerlo. Sólo Dios puede castigarlas;
nosotros, no. Serán castigados.
Pasó un minuto de silencio.
—Se han ido —susurró.
Los Espíritus Maestros nos habían dado un mensaje más, potente y
claro. No debemos matar, cualesquiera que sean las
circunstancias. Sólo Dios puede castigar.
Catherine estaba exhausta. Decidí postergar la búsqueda del pasado
vínculo con su padre y la saqué del trance.
No recordaba nada, salvo sus encarnaciones como Christian y la
pequeña Catherine. Se sentía cansada, pero también apacible y
relajada, como si se le hubiera quitado un peso enorme. Mi mirada se
cruzó con la de Carole. Nosotros también estábamos exhaustos.
Habíamos estado temblando, sudorosos, pendientes de cada palabra.
Acabábamos de compartir una experiencia increíble.
Catherine estaba exhausta. Decidí postergar la búsqueda del pasado
vínculo con su padre y la saqué del trance.
No recordaba nada, salvo sus encarnaciones como Christian y la
pequeña Catherine. Se sentía cansada, pero también apacible y
relajada, como si se le hubiera quitado un peso enorme. Mi mirada se
cruzó con la de Carole. Nosotros también estábamos exhaustos.
Habíamos estado temblando, sudorosos, pendientes de cada palabra.
Acabábamos de compartir una experiencia increíble.
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