Sic transit gloria
mundi. De esta manera San Pablo define la
condición humana en una de sus epístolas: la gloria del mundo es transitoria. Y,
a pesar de saber esto, el hombre siempre parte en busca del reconocimiento por
su trabajo.
¿Por
qué? Uno de los mayores poetas brasileños, Vinícius de Moraes, dice en una de
sus canciones:
“E no entanto é preciso cantar
mais que nunca é preciso cantar”
(Y, no obstante, es preciso cantar
más que nunca es preciso cantar)
Vinícius de Moraes está
brillante en esas frases. Recordando a Gertrude Stein en su poema “Una rosa es
una rosa, es una rosa”, se limita a decir que es preciso cantar. No da
explicaciones, no justifica, no usa metáforas. Cuando presenté mi candidatura a
este Sillón, al cumplir el ritual de entrar en contacto con los miembros de la
casa de Machado de Assis, escuché del académico Josué Montello algo semejante.
Me dijo: “Todo hombre tiene el deber de seguir el camino que pasa por
su aldea”. ¿Por qué? ¿Qué es lo que hay en ese camino? ¿Qué fuerza es esa
que nos empuja hacia delante, alejándonos del confortable ambiente que nos es
familiar y nos lleva a enfrentar desafíos, aun sabiendo que la gloria del mundo
es transitoria?
Creo que ese impulso se
llama “la búsqueda del sentido de la vida”. Durante muchos años busqué en los
libros, en el arte, en la ciencia, en los caminos – peligrosos o cómodos – que
recorrí, una respuesta definitiva para esa pregunta. Encontré muchas: algunas
que me convencieron durante algunos años, otras que no resistieron un solo día
de análisis. Sin embargo, ninguna de ellas fue lo suficientemente fuerte como
para poder decir ahora: el sentido de la vida es éste. Hoy estoy convencido de
que tal respuesta jamás nos será confiada en esta existencia aun cuando al
final, en el momento en que volvamos a estar ante el Creador, comprenderemos
cada oportunidad que nos fue ofrecida y entonces aceptada o rechazada.
En un sermón de 1890, el
pastor Henry Drummond habla de ese encuentro, y de la pregunta que posiblemente
nos será hecha. Dice él:
“En ese momento, la gran pregunta del
ser humano no será “¿Cómo viví?”
Será,
esto sí, “¿Cómo amé?”
La
prueba final de toda búsqueda es la dimensión de nuestro Amor. No será tomado en
cuenta lo que hicimos, en qué creímos, o lo que conseguimos.
Nada de eso nos será reprochado, pero sí nuestra manera de amar al prójimo. Los
errores que cometimos ni siquiera serán recordados. No seremos juzgados por el
mal que hicimos, sino por el bien que dejamos de hacer. Pues mantener el Amor
encerrado dentro de sí es ir en contra del espíritu de Dios, es prueba de que
nunca lo conocimos, de que Él nos amó en vano.”
Al
leer la vida y la obra de aquellos que antes que yo ocuparon el Sillón nº 21,
independientemente de que creyeran o no en aquel encuentro con el Creador, veo
que éste, el amor, es el elemento más presente. Todos buscaron un sentido para
sus vidas, pero mientras lo procuraban, supieron transformar sus pasos en
manifestaciones de amor al prójimo. Y ahí el amor es entendido como algo más
amplio que el simple acto de gustar.
Martin
Luther King recordaba que los griegos poseen tres palabras para designar ese
sentimiento: la primera es “Eros”, el amor saludable y necesario entre dos seres
humanos, que se buscan, se encuentran o se desencuentran. La segunda palabra es
“Philos”, la pasión que nos empuja al encuentro de la sabiduría, de los amigos,
de la filosofía, de los legados que nos dejaron las generaciones anteriores.
Finalmente existe la palabra “Ágape”, el amor mayor, aquel al que – como bien
recuerda Martin Luther King – Jesús se refería cuando dijo: “Amad a vuestros
enemigos”. Un amor que está más allá del acto de gustar, porque no nos puede
gustar quien nos agrede, nos ofende, es injusto en sus comentarios, liviano en
sus acusaciones y prejuicioso en sus opiniones. No nos puede gustar pero podemos
amarlo y, a través del amor, entender que detrás de cada actitud mezquina y
destructiva existe un inmenso deseo de ser comprendido, aceptado, apreciado.
Entonces, la esencia del “Ágape” está no solamente en los que aquí me
precedieron en este Sillón nº 21, sino en todos, en todos los sillones de esta
Casa, de este auditorio, en todos los sillones del mundo. Basta apenas con
reunir el valor suficiente para luchar por los propios sueños, y – nuevamente me
apoyo en una expresión acuñada por el apóstol San Pablo –
“librar el buen combate, es mantener la fe”.
En 1986, cuando hacía el
Camino de Santiago en busca de una espada, la misma espada que dentro de poco me
será nuevamente entregada, simbólicamente, por el académico Josué Montello,
comprendí por primera vez el sentido de esa expresión.
El Buen Combate es aquel
trabado porque nuestro corazón lo pide. En las épocas heroicas, en el tiempo de
los caballeros andantes, esto era fácil: había mucha tierra para conquistar y
mucho por hacer. Hoy, sin embargo, el mundo ha cambiado y el Buen Combate se ha
trasladado desde los campos de batalla hasta nuestro propio interior.
El Buen Combate es aquel que
se libra en nombre de nuestros sueños. Cuando éstos estallan dentro nuestro en
todo su vigor - en la juventud - tenemos mucho valor, pero aún no hemos
aprendido a luchar. Después de mucho esfuerzo, terminamos aprendiendo, pero
entonces ya no tenemos el mismo coraje. Por eso, nos volvemos contra nosotros
mismos, y nos transformamos en nuestro peor enemigo. Decimos que nuestros sueños
eran infantiles, difíciles de realizar, o fruto de nuestra ignorancia de las
realidades de la vida. Matamos nuestros sueños porque tenemos miedo de librar
el Buen Combate.
El primer síntoma de que
estamos matando nuestros sueños es la falta de tiempo. Las personas más ocupadas
que conocí en mi vida siempre tienen tiempo para todo y para todos. Las que no
hacen nada están siempre cansadas, no terminan el poco trabajo que han de
realizar y se quejan constantemente de que el día es demasiado corto. En
realidad, ellas tienen miedo de saber a dónde conduce el misterioso camino que
pasa por su aldea.
El segundo síntoma de la
muerte de nuestros sueños son nuestras certezas. Porque no queremos aceptar la
vida como una gran aventura a ser vivida, pasamos a creernos sabios, justos y
correctos. Miramos más allá de las murallas de nuestro mundo organizado, donde
la ciencia y la filosofía ya tienen todas las respuestas, donde todas las dudas
ya fueron resueltas por las ideologías, juicios y prejuicios. Miramos y vemos
las grandes caídas y las miradas sedientas de conquista de los guerreros, oímos
el ruido de las lanzas que se quiebran, sentimos el olor de sudor y pólvora.
Entonces decimos, desde lo alto de nuestras torres de marfil: “Ellos no saben lo
que yo sé”.
Con esa actitud arrogante
jamás percibimos la alegría, la inmensa alegría que existe en el corazón de
quienes están luchando, porque para ellos no importa ni la victoria ni la
derrota, sino solamente mirar al mundo como si fuese una pregunta – no una
respuesta – y a través de esa pregunta intentan dignificar sus vidas.
Raul Seixas describe bien la
alegría en el corazón de los guerreros al escribir:
Prefiro
ser
Uma
metamorfose ambulante
Do que
ter aquela velha opinião
Formada
sobre tudo.
(Prefiero ser
Una metamorfosis ambulante
Que tener aquella vieja
opinión
Formada sobre todo.)
Finalmente, el tercer
síntoma de la muerte de nuestros sueños es la Paz. La vida pasa a ser una tarde
de domingo, sin pedirnos grandes cosas, y sin exigir más de lo que queremos dar.
Consideramos entonces que estamos maduros, dejamos de lado las fantasías de la
infancia y conseguimos nuestra realización personal y profesional. Nos
sorprendemos cuando alguien de nuestra edad dice querer aún tal o cual cosa de
la vida. Pero, en verdad, en lo íntimo de nuestro corazón, sabemos que lo que
sucedió fue nuestra renuncia a la lucha por nuestros sueños.
Cuando encontramos la paz,
tenemos un corto período de tranquilidad. Pero los sueños muertos comienzan a
pudrirse dentro nuestro, y a infestar el ambiente en que vivimos. Comenzamos a
volvernos crueles con aquellos que nos rodean, y finalmente pasamos a dirigir
esa crueldad contra nosotros mismos. Surgen las enfermedades y las psicosis. Lo
que queríamos evitar en el combate - la decepción y la derrota – pasa a ser el
único legado de nuestra cobardía. Y, un buen día, los sueños muertos y podridos
tornan el aire difícil de respirar y pasamos a desear la muerte, la muerte que
nos libre de nuestras certezas, de nuestras ocupaciones y de la paz de las
tardes de domingo.
Ninguno de los ocupantes de
este Sillón nº 21 experimentó – gracias a Dios – esa terrible paz. El teatrólogo
Dias Gomes, en su discurso de posesión, lo llamó “El sillón de la libertad”. El
economista Roberto Campos lo llamó “Sillón del eclecticismo”. Yo preferiría
llamarlo, sin embargo, “Sillón de la Utopía”. Utopía en su sentido clásico,
refiriéndome al momento ideal de la historia de la civilización en el cual todas
las conquistas del hombre serían consolidadas entre sus semejantes: el país
imaginario del escritor inglés Thomas Morus (1480-1535), en el cual un gobierno,
organizado de la mejor manera, proporciona óptimas condiciones de vida a un
pueblo equilibrado y feliz.
El primer ocupante del
Sillón nº 21, José do Patrocínio, héroe de la abolición de la esclavitud, dije
en uno de sus discursos:
“Dentro
de tres días comenzará la historia moderna del Brasil, y se cerrará la triste
historia de los tiempos bárbaros de nuestra tierra. No es demasiado optimismo
profetizar que nuestra evolución nacional se hará con la misma rapidez que la de
los Estados Unidos. Las estrellas del sur, dentro de un cuarto de siglo, no
envidiarán el fulgor de la constelación del norte.”
Pasó
un cuarto de siglo, y otro, y muchos otros. A pesar de la abolición de la
esclavitud, todos nosotros sabemos que hasta hoy el sueño de José do Patrocinio
aún no se tornó realidad. Sin embargo, él nos legó su utopía, y nosotros
continuamos luchando por ella.
...(habla de los ocupantes del Sillon 21, según la tradición de la Academia, y
sigue)
...De
nuevo el péndulo del Sillón nº 21 oscila hacia una utopía opuesta: es el turno
de Dias Gomes de entrar en la Academia Brasileña de Letras, trayendo en su
teatro y en su vasto bagaje literario el sueño de un Brasil redimido por la
victoria del oprimido sobre el opresor. Su nombre se torna mundialmente conocido
cuando una de sus obras, “El Pagador de Promesas”, es transformada en película y
gana la Palma de Oro del Festival de Cannes, en Francia. Dueño de un lenguaje
moderno, es llevado por las circunstancias a escribir para la televisión, y lo
hace de forma innovadora, creando obras que hasta hoy permanecen en la tradición
popular, como “El Bien Amado” y “Roque Santeiro”. En una de sus piezas, “El
Santo Inquérito”, el personaje de Blanca comenta sobre el abismo que separa el
sueño de la realidad:
“Dios
debe de estar donde hay más claridad, pienso yo. Y le debe de gustar ver a las
criaturas libres como Él las hizo, usando y gozando de esa libertad, porque fue
así como nacieron y así deben vivir. Todo esto que les estoy diciendo, es con la
esperanza de que ustedes entiendan... Porque ellos, no entienden... Dirán que
soy una hereje y que estoy poseída por el demonio.”
Con su
muerte trágica, prematura, que privó al Brasil contemporáneo de una de sus
inteligencias más brillantes, el péndulo vuelve a oscilar y, en una elección
caracterizada por la discusión sobre utopías, Roberto Campos consigue la mayoría
necesaria para ocupar el Sillón nº 21.
Recuerdo, siendo aún joven,
haber ido por las calles protestando contra su política económica – aun cuando
en aquella época no tuviese la menor idea de lo que eso significaba. Fernando
Sabino, no obstante, creó una expresión deliciosa: “Todo hombre es
incendiario a los veinte años, y bombero a los cuarenta.” A los cuarenta
años, cuando resolví comprar mi primer ordenador, vi un Brasil paralizado por la
Ley de la Informática, caminando a grandes pasos no en dirección al futuro, sino
hacia el pasado. Esa ley, que Roberto Campos tanto había combatido, y que antes
era una abstracción para mí, ahora se transformaba en algo concreto: me estaba
privando de un instrumento de trabajo.
Aún durante esa transición de
incendiario a bombero, tuve la oportunidad de leer muchos artículos suyos, y a
pesar mío – ya que siempre somos más sectarios de lo que osamos admitir –
terminé por darle la razón. Mi supuesto enemigo de antes se transformaba en un
hombre capaz de defender con coherencia y responsabilidad su utopía.
Mi admiración llegó a tal
punto que, sabiendo que se celebraba una noche de autógrafos de su libro
“Linterna de Popa”, fui hasta el barrio de Gávea para encontrarlo. Una lluvia
torrencial impidió que muchas personas compareciesen, por lo que tuve la
oportunidad de gozar, durante media hora, de su intimidad y su inteligencia
fulgurante.
Firme en las convicciones,
elocuente en las argumentaciones, polémico y provocador, Roberto de Oliveira
Campos marcó la historia del Brasil moderno. Corriendo siempre el riesgo de no
ser comprendido, era capaz de luchar hasta el fin por todo aquello que juzgaba
mejor para nuestra Patria.
Pocos fueron los que se
aplicaron en identificar profundamente el pensamiento de Roberto Campos, y,
entre ellos se encuentra el periodista Olavo Luz. En su biografía “Roberto
Campos, el hombre detrás del mito”, Olavo nos ofreció la dimensión humana de
este Economista, Profesor, Embajador, Ministro de Estado, Senador y Diputado.
Roberto Campos vivió entre el amor y el odio. Despertaba la furia
rabiosa de los contendientes y la pasión extremada, casi religiosa, de los
admiradores. Un episodio en la vida de mi antecesor merece especial atención:
Corrían los llamados “años de plomo”, cuya prolongación Roberto
Campos tanto condenó, defendiendo el retorno del poder a la sociedad civil,
después del gobierno de Castelo Branco, al que se refería como “puesta en orden
de la casa”. Carlos Lacerda, también un brillante político y entonces diputado
federal y, en aquel momento, en campo opuesto al entonces Ministro
Extraordinario de Planificación, acuñó una frase histórica:
“El señor Roberto Campos irrita a todos: mata a los ricos de rabia y a los
pobres de hambre.”
Impasible y flemático,
Roberto Campos respondió con otra frase histórica, que sería también una
declaración honrada de armisticio:
“La violencia de la flecha dignifica el
blanco”
Muchas veces, en momentos en
que me sentía juzgado con excesiva severidad por la crítica, me acordaba de esa
frase. Y me acordaba también de otro sueño, del cual yo no estaba dispuesto a
desistir: entrar, un día, en la Academia Brasileña de Letras.
Hace cinco años, María Eugenia Stein, vieja amiga mía, decidió
concertar un encuentro entre el académico Arnaldo Niskier y yo. Retiré el sueño
de mi corazón, invité a Niskier a tomar un té en mi casa, conversé abiertamente
con él sobre mis pretensiones, y volví a guardar mi sueño en un lugar donde
pudiese contemplarlo de vez en cuando.
El 9 de octubre del 2001, yo estaba participando en el Festival de
Autores y Cineastas, en Monte Carlo. Dialogaba despreocupadamente con el
director americano Sidney Pollack, cuando sonó mi teléfono móvil: era Arnaldo
Niskier, comunicando la muerte de Roberto Campos, y preguntando si yo aceptaba
concurrir a la vacante entonces abierta.
Me despedí de Pollack, fui hasta la playa, y me quedé contemplando
el Mediterráneo. En los momentos en que hemos de tomar una decisión muy
importante, es mejor confiar en el impulso, en la pasión, porque la razón
generalmente procura alejarnos del sueño – justificando que aún no ha llegado la
hora. La razón teme la derrota. Pero a la intuición le gusta la vida, y los
desafíos de la vida. A mí también me gustan, de manera que acepté la invitación,
envié la carta, y confié en mis amigos de la Academia. Las personas más
próximas me preguntaban: “¿Pero crees que es el momento? ¿Por qué no dejas
esto para más adelante?” Yo respondía: “¿Cómo sabes que “más adelante”
es el momento adecuado?” Y seguí en mi determinación.
De vez en cuando me acordaba de un episodio de mi adolescencia: con
un grupo de amigos de la Academia de Letras del Colegio San Ignacio - donde
cursaba el bachillerato - vinimos aquí para asistir a una conferencia. Tuvimos
que vestirnos con traje y corbata, tomar el tranvía y viajar mucho tiempo para
llegar al centro de la ciudad. No me acuerdo de la conferencia ni del
disertante, pero la primera impresión de este lugar jamás salió de mi cabeza.
Hoy, casi cuarenta años después, estoy en esta tribuna, haciendo mi
discurso de toma de posesión. Lo que era una utopía de adolescente se
transformó, a principios de la década del 90, en una verdadera herejía. Pero,
como sucede con algunas herejías, ésta también se ha transformado en realidad.
Luché por este sueño, confié en mis amigos, libré el buen combate y mantuve la
fe. Aprendí con Jorge Amado, el mayor escritor brasileño del siglo XX, el
insustituible, el grande, el generoso, el digno Jorge Amado, que las utopías son
posibles.
Antes de terminar me gustaría citar a otros dos escritores que jamás
conocieron la gloria, pero que realizaron su trabajo con dignidad y dedicación.
Uno de ellos jamás soñó que un día su nombre sería pronunciado en esta tribuna,
y tal vez algunos consideren esto un anatema, pero no puedo dejar pasar la
oportunidad: se trata de José Mauro Vasconcellos. Jamás leí un libro suyo, pero
no puedo perder este momento único para agradecerle haber llevado su trabajo a
los cuatro rincones del mundo, ayudando a mostrar a las más diferentes culturas
qué es lo que existe en el alma intensa y conmovedora del pueblo brasileño.
El otro escritor, un profesor de matemáticas escondido detrás de un
seudónimo misterioso, que pobló mi imaginación infantil con leyendas del
desierto, de los cielos y de la tierra, de las mil infinitas historias contadas
por el pueblo árabe, y que, más tarde, estarían en la gestación de mi libro más
conocido: “El Alquimista”. Se trata de Júlio César de Mello e Souza, conocido
por todos sus lectores como Malba Tahan. Es de su autoría la historia que ahora
voy a contar, con mis palabras, y que tan bien refleja la frase de San Pablo
sobre la gloria del mundo:
“En la antigua Roma, en la época del emperador Tiberio,
vivía un hombre muy bueno que tenía dos hijos: uno era militar, y cuando entró
al ejército fue enviado a las regiones más distantes del Imperio. El otro hijo,
versado en letras, llegó a ser un poeta famoso, que encantaba a toda Roma con
sus hermosos versos.
“Cierta noche, el hombre tuvo un sueño. Un ángel se le
apareció para decirle que las palabras de uno de sus hijos serían conocidas y
repetidas en el mundo entero por todas las generaciones venideras. Aquella noche
se despertó agradecido y llorando, porque la vida era generosa, y le había
revelado una cosa que cualquier padre estaría orgulloso de saber.
“Poco tiempo después, murió al intentar salvar una
criatura que iba a ser atropellada por las ruedas de un carruaje. Como había
actuado de manera correcta y justa toda su vida, fue directo al cielo, donde se
encontró con el ángel que se le había aparecido en sueños.
“- Fuiste un hombre bueno – le dijo el ángel. – Has
vivido tu existencia con amor, y has muerto con dignidad. Puedo realizar ahora
tus deseos.
“- La vida también fue buena para mí – respondió el
hombre. – Cuando te me apareciste en sueños, sentí que todos mis esfuerzos
estaban justificados. Porque los versos de mi hijo pasarán de generación en
generación. Nada tengo que pedir para mí; sin embargo, cualquier padre se
enorgullecería de comprobar la fama inmortal de alguien a quien cuidó cuando
era niño y educó cuando era joven.
“El ángel tocó su hombro, y los dos fueron proyectados
hacia un futuro distante. A su alrededor apareció un lugar inmenso, con miles de
personas que hablaban una lengua extraña.
“El hombre lloró de alegría.
“-Yo sabía que los versos de mi hijo eran buenos e
inmortales – dijo al ángel, entre lágrimas. Toda Roma se encantaba con ellos, y
sé algunas de sus poesías de memoria: me gustaría que me dijeras cuáles de estas
personas las están repitiendo.
“- Los versos de tu hijo poeta fueron muy populares en
Roma - le dijo el ángel. Gustaban a todos, y se divertían con ellos. Pero,
cuando el reinado de Tiberio acabó, sus versos también fueron olvidados. Estas
palabras son las de tu hijo que entró en el ejército.
“El hombre miró sorprendido al ángel, que continuó:
“- Tu hijo fue a servir a un lugar muy lejano, y se hizo
centurión. También era un hombre justo y bueno. Cierta tarde, uno de sus siervos
enfermó, y estuvo a punto de morir. Tu hijo, entonces, oyó hablar de un rabino
que curaba a los enfermos, y caminó días y días en busca de aquella persona.
Mientras caminaba, descubrió que el hombre a quien buscaba era el hijo de Dios.
Encontró a otras personas que habían sido curadas por Él, aprendió sus
enseñanzas y, a pesar de ser un centurión romano, se convirtió a su credo. Hasta
que cierta mañana llegó frente al Rabino.
“Le contó que tenía un siervo enfermo, y el rabino se
ofreció a ir hasta su casa. Pero el centurión era un hombre de fe, y mirando al
fondo de los ojos del rabino dijo que no era necesario.
“El ángel volvió a mostrar a las personas y, de repente,
todas se levantaron:
“Éstas son las palabras de tu hijo soldado – dijo el
ángel al hombre. – Son las palabras que le dijo al rabino en aquel momento y que
nunca más fueron olvidadas:
“Señor, yo no soy digno de que entréis en mi casa,
pero decid una sola palabra y mi siervo se salvará.”
SIC TRANSIT
GLORIA MUNDI. La gloria del mundo
es transitoria, y no es ella la que nos da la dimensión de nuestra vida sino la
elección que hacemos de seguir nuestra leyenda personal, tener fe en nuestras
utopías y luchar por nuestros sueños. Somos todos protagonistas de nuestras
vidas, y muchas veces son los héroes anónimos – como el centurión romano – los
que dejan las marcas más duraderas. |
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Cuenta una leyenda japonesa que
cierto monje, entusiasmado por la belleza del libro chino Tao Te King, resolvió
recolectar fondos para traducir y publicar aquellos versos en su lengua patria.
Demoró diez años hasta conseguir lo suficiente.
Mientras tanto, una peste asoló su país y el monje decidió usar el
dinero para aliviar el sufrimiento de los enfermos. Pero en cuanto la situación
se normalizó, nuevamente partió para recaudar la cantidad necesaria para la
publicación del Tao; otros diez años pasaron, y cuando ya se preparaba para
imprimir el libro, un maremoto dejó a centenares de personas sin hogar.
El monje de nuevo gastó el dinero en la reconstrucción de casas para
los que lo habían perdido todo. Pasaron otros diez años, él volvió a recoger el
dinero y finalmente el pueblo japonés pudo leer el Tao Te King.
Dicen los sabios que, en verdad, ese monje hizo tres ediciones del
Tao: dos invisibles y una impresa. Él creyó en su utopía, libró el buen combate,
mantuvo la fe en su objetivo, pero no dejó de prestar atención a sus
semejantes. Que así sea con todos nosotros: a veces los libros invisibles,
nacidos de la generosidad hacia el prójimo, son tan importantes como aquellos
que llevan a los escritores a ocupar una vacante en la Academia Brasileña de
Letras.
Muchas gracias.
©
Traducción de Montserrat Mira
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