-Tuve el mismo
sueño dos veces seguidas -explicó-. Soñé que estaba en un
prado con mis ovejas cuando aparecía un niño y
empezaba a jugar con los animales. No me gusta que molesten
a mis ovejas, porque se asustan de los extraños. Pero los
niños siempre consiguen tocar a los animales sin que ellos
se asusten. No sé por qué. No sé cómo pueden saber los
animales la edad de los seres humanos.
-Vuelve a tu sueño -ordenó la vieja-. Tengo una olla en el
fuego. Además, tienes poco dinero y no puedes comprar todo
mi tiempo.
-El niño seguía jugando con las ovejas durante algún tiempo
-continuó el muchacho, un poco presionado- y de repente me
cogía de la mano y me llevaba hasta las Pirámides de Egipto.
El chico esperó un poco para ver si la vieja sabía lo que
eran las
Pirámides de Egipto. Pero la vieja continuó callada.
-Entonces, en las Pirámides de Egipto -pronunció las tres
últimas palabras lentamente, para que la vieja pudiera
entender bien-, el niño me decía: « Si vienes hasta aquí
encontrarás un tesoro escondido.» Y cuando iba a mostrarme
el lugar exacto, me desperté. Las dos veces.
La vieja continuó en silencio durante algún tiempo. Después
volvió a coger las manos del muchacho y a estudiarlas
atentamente.
-No voy a cobrarte nada ahora -dijo la vieja-. Pero quiero
una décima parte del tesoro si lo encuentras.
El muchacho rió feliz. ¡Iba a ahorrarse el poco dinero que
tenía gracias a un sueño que hablaba de tesoros escondidos!
La vieja debía de ser realmente gitana, porque los gitanos
tenían fama de ser un poco tontos.
-Entonces interprete el sueño -le pidió.
-Antes, jura. Júrame que me vas a dar la décima parte de tu
tesoro
a cambio de lo que voy a decirte.
El chico juró. La vieja le pidió que repitiera el juramento
mirando la imagen del Sagrado Corazón de Jesús.
-Es un sueño del Lenguaje del Mundo -dijo ella-. Puedo
interpre- tarlo, aunque es una interpretación muy difícil.
Por eso creo que merezco mi parte en tu hallazgo. He aquí la
interpretación: tienes que
ir hasta las Pirámides de Egipto. Nunca oí hablar de ellas,
pero si fue un niño el que te las mostró es porque existen.
Allí encontrarás un tesoro que te hará rico.
El muchacho se quedó sorprendido y después irritado. No
necesitaba haber buscado a la vieja para esto. Finalmente
recordó que no iba a pagar nada.
-Para esto no necesitaba haber perdido mi tiempo -dijo.
-Por eso te dije que tu sueño era difícil. Las cosas simples
son las
más extraordinarias, y sólo los sabios consiguen verlas.
Puesto que yo no soy sabia, tengo que conocer otras artes,
como la lectura de las manos.
-¿Y cómo voy a llegar hasta Egipto?
-Yo sólo interpreto sueños. No sé transformarlos en
realidad. Por eso tengo que vivir de lo que mis hijas me
dan.
-¿Y si no llego hasta Egipto?
-Me quedo sin cobrar. No sería la primera vez.
Y la vieja no dijo nada más. Le pidió al muchacho que se
fuera, porque ya había perdido mucho tiempo con él.
El muchacho salió decepcionado y convencido de que no
creería nunca más en sueños. Se acordó de que tenía varias
cosas que hacer: fue al colmado a comprar algo de comida,
cambió su libro por otro más grueso y se sentó en un banco
de la plaza para saborear el nuevo vino que había comprado.
Era un día caluroso y el vino, por uno de estos misterios
insondables, conseguía refrescar un poco su cuerpo. Las
ovejas estaban a la entrada de la ciudad, en el establo de
un nuevo amigo suyo. Conocía a mucha gente por aquellas
zonas, y por eso le gustaba viajar. Uno siempre acaba
haciendo amigos nuevos y no es necesario quedarse con ellos
día tras día. Cuando vemos siempre a las mismas personas (y
esto pasaba en el seminario) terminamos haciendo que pasen a
formar parte de nuestras vidas. Y como ellas forman parte de
nuestras vidas, pasan también a querer modificar nuestras
vidas. Y
si no somos como ellas esperan que seamos, se molestan.
Porque todas las personas saben exactamente cómo debemos
vivir nuestra vida.
Y nunca tienen idea de cómo deben vivir sus propias vidas.
Como la mujer de los sueños, que no sabía transformarlos en
realidad.
Decidió esperar a que el sol estuviera un poco más bajo
antes de seguir con sus ovejas en dirección al campo. Dentro
de tres días estaría con la hija del comerciante.
Empezó a leer el libro que le había proporcionado el cura de
Tarifa. Era un libro voluminoso, que hablaba de un entierro
ya desde la primera página. Además, los nombres de los
personajes eran complica- dísimos. Pensó que si algún día él
escribía un libro haría aparecer a los personajes de forma
sucesiva, para que los lectores no tuviesen tanto trabajo en
recordar nombres.
Cuando consiguió concentrarse un poco en la lectura -y era
buena, porque hablaba de un entierro en la nieve, lo que le
transmitía una sensación de frío debajo de aquel inmenso
sol-, un viejo se sentó
a su lado y empezó a buscar conversación.
-¿Qué están
haciendo? -preguntó el viejo señalando a las personas en la
plaza.
-Están trabajando -repuso el muchacho secamente, y volvió a
fingir que estaba concentrado en la lectura. En realidad
estaba pensando en esquilar las ovejas delante de la hija
del comerciante, para que ella viera que era capaz de hacer
cosas interesantes. Ya había imaginado esta escena una
infinidad de veces: en todas ellas, la chica quedaba
deslumbrada cuando él empezaba a explicarle que las ovejas
se deben esquilar desde atrás hacia adelante.
También intentaba
acordarse de algunas buenas historias para contarle mientras
esquilaba las ovejas. Casi todas las historias las había
leído en los libros, pero las contaría como si las hubiera
vivido personalmente. Ella nunca se daría
cuenta porque no sabía leer libros.
El viejo, sin embargo, insistió. Explicó que estaba cansado,
con sed,
y le pidió un trago de vino. El muchacho le ofreció su
botella; quizá así se callaría.
Pero el viejo quería conversación a toda costa. Le preguntó
qué libro estaba leyendo. Él pensó en ser descortés y
cambiarse de banco, pero su padre le había enseñado a
respetar a los ancianos. Entonces ofreció el libro al viejo
por dos razones: la primera, porque no sabía pronunciar el
título; y la segunda, porque si el viejo no sabía leer,
sería
él quien se cambiaría de banco para no sentirse humillado.
-Humm... -dijo el viejo inspeccionando el volumen por todos
los costados, como si fuese un objeto extraño-. Es un libro
importante, pero muy aburrido.
El muchacho se quedó sorprendido. El viejo sabía leer, y
además ya había leído aquel libro. Y si era aburrido, como
él decía, aún tendría tiempo de cambiarlo por otro.
-Es un libro que habla de lo que hablan casi todos los
libros
-continuó el viejo-. De la incapacidad que las personas
tienen para escoger su propio destino. Y termina haciendo
que todo el mundo crea la mayor mentira del mundo.
-¿Cuál es la mayor mentira del mundo? -indagó, sorprendido,
el muchacho.
-Es ésta: en un determinado momento de nuestra existencia,
perdemos el control de nuestras vidas, y éstas pasan a ser
gobernadas por el destino. Ésta es la mayor mentira del
mundo.
-Conmigo no sucedió tal cosa -replicó el muchacho-. Querían
que
yo fuese cura, pero yo decidí ser pastor.
-Así es mejor -dijo el viejo-, porque te gusta viajar.
«Ha adivinado mi pensamiento», reflexionó el chico. El
viejo, mientras tanto, hojeaba el grueso libro sin la menor
intención de devolvérselo. El muchacho observó que vestía
una ropa extraña; parecía un árabe, lo cual no era raro en
aquella región. África quedaba
a pocas horas de Tarifa; sólo había que cruzar el pequeño
estrecho en un barco. Muchas veces aparecían árabes en la
ciudad, haciendo compras y rezando oraciones extrañas varias
veces al día.
-¿De dónde es usted? -preguntó.
-De muchas partes.
-Nadie puede ser de muchas partes -dijo el muchacho-. Yo soy
un pastor y estoy en muchas partes, pero soy de un único
lugar, de una ciudad cercana a un castillo antiguo. Allí fue
donde nací.
-Entonces podemos decir que yo nací en Salem.
El muchacho no sabía dónde estaba Salem, pero no quiso
pregun- tarlo para no sentirse humillado con la propia
ignorancia. Permaneció un rato contemplando la plaza. Las
personas iban y venían, y parecían muy ocupadas.
-¿Cómo está Salem? -preguntó buscando alguna pista.
-Como siempre.
Esto no era ninguna pista. Pero sabía que Salem no estaba en
Andalucía, si no él ya la habría conocido
-¿Y qué hace usted en Salem? -insistió.
-¿Que qué es lo que hago en Salem? -El viejo por primera vez
soltó una buena carcajada-. ¡Vamos! ¡Yo soy el rey de Salem!
La gente dice muchas cosas raras, pensó el muchacho. A veces
es mejor estar con las ovejas, que son calladas y se limitan
a buscar alimento y agua. O es mejor estar con los libros,
que cuentan historias fantásticas siempre en los momentos en
que uno quiere oírlas. Pero cuando uno habla con personas,
éstas dicen ciertas cosas que nos dejan sin saber cómo
continuar la conversación.
-Mi nombre es Melquisedec -dijo el viejo-. ¿Cuántas ovejas
tienes?
-Las suficientes -respondió el muchacho. El viejo empezaba a
querer saber demasiado sobre su vida.
-Entonces estamos ante un problema. No puedo ayudarte
mientras tú consideres que tienes las ovejas suficientes.
El muchacho se irritó. No había pedido ayuda. Era el viejo
quien
había pedido vino, conversación y el libro.
-Devuélvame el libro -dijo-. Tengo que ir a buscar mis
ovejas y seguir adelante.
-Dame la décima parte de tus ovejas -propuso el viejo-, y yo
te enseñaré cómo llegar hasta el tesoro escondido.
El chico volvió a acordarse entonces del sueño y de repente
lo vio todo claro. La vieja no le había cobrado nada pero el
viejo -que quizá fuese su marido- iba a conseguir arrancarle
mucho más dinero a cambio de una información inexistente. El
viejo debía de ser gitano también.
Antes de que el muchacho dijese nada, el viejo se inclinó,
cogió una rama y comenzó a escribir en la arena de la plaza.
Cuando se inclinaba, algo se vio brillar en su pecho, con
una intensidad tal que casi cegó al muchacho. Pero en un
movimiento excesivamente rápido para alguien de su edad,
volvió a cubrir el brillo con el manto. Los ojos del
muchacho recobraron su normalidad y pudo ver lo que el viejo
estaba escribiendo.
En la arena de la plaza principal de aquella pequeña ciudad,
leyó el nombre de su padre y de su madre. Leyó la historia
de su vida hasta aquel momento, los juegos de su infancia,
las noches frías del semina- rio. Leyó el nombre de la hija
del comerciante, que ignoraba. Leyó cosas que jamás había
contado a nadie, como el día en que robó el arma de su padre
para matar venados, o su primera y solitaria experien- cia
sexual.
«Soy el rey de Salem», había dicho el viejo.
-¿Por qué un rey conversa con un pastor? -preguntó el
muchacho, avergonzado y admiradísimo.
-Existen varias razones. Pero la más importante es que tú
has sido capaz de cumplir tu Leyenda Personal.
El muchacho no sabía qué era eso de la Leyenda Personal.
-Es aquello que siempre deseaste hacer. Todas las personas,
al comienzo de su juventud, saben cuál es su Leyenda
Personal.
En ese momento de
la vida todo se ve claro, todo es posible, y ellas no tienen
miedo de soñar y desear todo aquello que les gustaría hacer
en sus vidas. No obstante, a medida que el tiempo va
pasando, una misteriosa fuerza trata de convencerlas de que
es imposible realizar la Leyenda Personal.