• Tú conoces el Amor
-aseguró el muchacho.
• Y conozco el Alma del Mundo, porque conversamos mucho en este
viaje sin fin por el Universo. Ella me cuenta que su mayor
preocupación es que, hasta hoy, sólo los minerales y los vegetales
entendieron que todo es una sola cosa. Y para eso no es necesario
que
el hierro sea igual que el cobre, ni que el cobre sea igual que el
oro. Cada uno cumple su función exacta en esta cosa única, y todo
sería una Sinfonía de Paz si la Mano que escribió todo esto se
hubiera detenido en el quinto día de la creación.
» Pero hubo un sexto
día -añadió el Sol.
• Tú eres sabio porque lo ves todo desde la distancia -respondió el
muchacho-. Pero no conoces el Amor. Si no hubiera habido un sexto
día de la creación, no existiría el hombre, y el cobre sería siempre
cobre, y el plomo siempre plomo. Cada uno tiene su Leyenda Personal,
es verdad, pero un día esta Leyenda Personal se cumplirá. Entonces
es necesario transformarse en algo mejor, y tener una nueva Leyenda
Personal, hasta que el Alma del Mundo sea realmente una sola cosa.
El Sol se quedó pensativo y decidió brillar más fuerte. El viento,
que estaba disfrutando con la conversación, sopló también más
fuerte, para que el Sol no cegase al muchacho.
• Para eso existe la Alquimia -prosiguió el muchacho-. Para que cada
hombre busque su tesoro, y lo encuentre, y después quiera ser mejor
de lo que fue en su vida anterior. El plomo cumplirá su papel hasta
que el mundo no necesite más plomo; entonces tendrá que transfor-
marse en oro.
»Es lo que hacen los Alquimistas. Muestran que, cuando buscamos ser
mejores de lo que somos, todo a nuestro alrededor se vuelve mejor
también.
• ¿Y por qué dices que yo no conozco el Amor? -preguntó el Sol.
• Porque el amor no es estar parado como el desierto, ni recorrer el
mundo como el viento, ni verlo todo de lejos, como tú. El Amor es la
fuerza que transforma y mejora el Alma del Mundo. Cuando penetré en
ella por primera vez, la encontré perfecta. Pero después vi que era
un reflejo de todas las criaturas, y tenía sus guerras y sus
pasiones. Somos nosotros quienes alimentamos el Alma del Mundo, y la
tierra donde vivimos será mejor o peor según seamos mejores o
peores. Ahíes donde entra la fuerza del Amor, porque cuando amamos,
siempredeseamos ser mejores de lo que somos.
• ¿Qué es lo que quieres de mí? -quiso saber el Sol.
• Que me ayudes a transformarme en viento -respondió el mucha- cho.
• La Naturaleza me reconoce como la más sabia de todas las criaturas
-dijo el Sol-, pero no sé cómo transformarte en viento.
• ¿Con quién debo hablar, entonces?
Por un momento, el Sol se quedó callado. El viento lo estaba
escuchando todo, y difundiría por todo el mundo que su sabiduría era
limitada. Sin embargo, no había manera de eludir a aquel muchacho
que hablaba el Lenguaje del Mundo.
• Habla con la Mano que lo escribió todo -dijo el Sol.
El viento gritó de alegría y sopló con más fuerza que nunca. Las
tiendas comenzaron a arrancarse de la arena y los animales se
soltaron de sus riendas. En el peñasco, los hombres se agarraban los
unos a los otros para no ser lanzados lejos.
El muchacho se dirigió entonces a la Mano que Todo lo Había Escrito.
Y, en vez de empezar a hablar, sintió que el Universo permane- cía
en silencio, y él guardó silencio también.
Una fuerza de Amor surgió de su corazón y el muchacho comenzó
a rezar. Era una oración nueva, pues era una oración sin palabras y
sin ruegos. No estaba agradeciendo que las ovejas hubieran
encontrado pasto, ni implorando para vender más cristales, ni
pidiendo que la mujer que había encontrado estuviese esperando su
regreso. En el silencio que siguió, el muchacho entendió que el
desierto, el viento
y el Sol también buscaban las señales que aquella Mano había
escrito,
y procuraban cumplir sus caminos y entender lo que estaba escrito en
una simple esmeralda. Sabía que aquellas señales estaban diseminadas
por la Tierra y el Espacio, y que en su apariencia no tenían ningún
motivo ni significado, y que ni los desiertos, ni los vientos, ni
los soles ni los hombres sabían por qué habían sido creados. Pero
aquella Mano tenía un motivo para todo ello, y sólo ella era capaz
de operar milagros, de transformar océanos en desiertos y hombres en
viento. Porque sólo ella entendía que un designio mayor empujaba al
Universo hacia un punto donde los seis días de la creación se
transformarían en la Gran Obra.
Y el muchacho
se sumergió en el Alma del Mundo y vio que el
Alma del Mundo era parte del Alma de Dios, y vio que el Alma
de Dios era su propia alma. Y que podía, por lo tanto,
realizar milagros.
El simún sopló aquel día como jamás había soplado. Durante
muchas generaciones los árabes contaron la leyenda de un
muchacho que se había transformado en viento, había
semidestruido un campamento militar y desafiado el poder del
general más importante del ejército.
Cuando el simún cesó
de soplar, todos miraron hacia el lugar don de estaba el muchacho.
Ya no se encontraba allí; estaba junto a un centinela casi cubierto
de arena y que vigilaba el lado opuesto del campamento.
Los hombres estaban aterrorizados con la brujería. Sólo dos personas
sonreían: el Alquimista, porque había encontrado a su verdadero
discípulo, y el general porque el discípulo había entendido
la gloria de Dios.
A1 día siguiente, el general se despidió del muchacho y del
Alquimista y ordenó que una escolta los acompañara hasta donde ellos
quisieran.
Viajaron todo el día. A1 atardecer llegaron frente a un monasterio
copto. El Alquimista despidió a la escolta y bajó del caballo.
• A partir de aquí seguirás solo -dijo-. Dentro de tres horas
llegarás a las Pirámides.
• Gracias -dijo el muchacho-. Usted me ha enseñado el Lenguaje del
Mundo.
• Me limité a recordarte lo que ya sabías.
El Alquimista llamó a la puerta del monasterio. Un monje vestido de
negro fue a atenderles. Hablaron algo en copto, y el Alquimista
invitó al muchacho a entrar.
• Le he pedido que me presten la cocina durante un rato -informó al
muchacho.
Fueron hasta la cocina del monasterio. El Alquimista encendió el
fuego y el monje le dio un poco de plomo, que el Alquimista derritió
dentro de un recipiente circular de hierro. Cuando el plomo se hubo
vuelto líquido, el Alquimista sacó de su bolsa aquel extraño huevo
de vidrio amarillento. Raspó una capa del grosor de un cabello, la
en volvió en cera y la tiró en el recipiente que contenía el plomo
derretido.
La mezcla fue adquiriendo un color rojizo como la sangre. El
Alquimista retiró entonces el recipiente del fuego y lo dejó
enfriar. Mientras tanto, se puso a conversar con el monje sobre la
guerra de los clanes.
• Aún durará mucho -le dijo al monje.
El monje estaba un poco harto. Hacía tiempo que las caravanas
estaban paradas en Gizeh, esperando que la guerra terminara.
• Pero cúmplase la voluntad de Dios -dijo el monje. -Exactamente
• repuso el Alquimista.
Cuando el recipiente acabó de enfriarse, el monje y el muchacho
miraron deslumbrados. El plomo se había secado y adquirido la forma
circular del recipiente, pero ya no era plomo. Era oro.
• ¿Aprenderé a hacer esto algún día? -preguntó el muchacho.
• Ésta fue mi Leyenda Personal, y no la tuya -respondió el Alquimis-
ta-. Pero quería mostrarte que es posible hacerlo.
Caminaron de vuelta hasta la puerta del convento. Allí, el
Alquimista dividió el disco en cuatro partes.
• Ésta es para usted -dijo ofreciéndole una parte al monje-. Por su
generosidad con los peregrinos.
• Esto es un pago que excede a mi generosidad -replicó el monje.
• Jamás repita eso. La vida puede escucharlo y darle menos la
próxima vez.
Después se aproximó al muchacho.
• Ésta es para ti. Para compensar lo que le diste al general.
El muchacho iba a decir que era mucho más de lo que había entregado
al general. Pero se calló porque había oído el comentario que
el Alquimista le había hecho al monje.
• Ésta es para mí -dijo el Alquimista guardándose una parte-. Porque
tengo que volver por el desierto y hay guerra entre los clanes.
Entonces tomó el cuarto pedazo y se lo entregó nuevamente al monje.
• Ésta es para el muchacho, en caso de que la necesite.
• ¡Pero si voy en busca de mi tesoro! -se quejó el chico-. ¡Ahora ya
estoy bien cerca de él!
• Y estoy seguro de que lo encontrarás -dijo el Alquimista.
• Entonces, ¿a qué viene esto?
• Porque tú ya perdiste en dos ocasiones, con el ladrón y con el
general, el dinero que ganaste en tu viaje. Yo soy un viejo árabe
supersticioso, y creo en los proverbios de mi tierra. Y existe un
proverbio que dice: «Todo lo que sucede una vez puede que no suceda
nunca más. Pero todo lo que sucede dos veces, sucederá, ciertamente,
una tercera.»
Montaron en sus caballos.
• Quiero contarte una historia sobre sueños -dijo el Alquimista. El
muchacho aproximó su caballo.
• En la antigua Roma, en la época del emperador Tiberio, vivía un
hombre muy bondadoso que tenía dos hijos: uno era militar, y cuando
entró en el ejército fue enviado a las más lejanas regiones del
Imperio. El otro hijo era poeta, y encantaba a toda Roma con sus
hermosos versos.
»Una noche, el viejo tuvo un sueño. Se le aparecía un ángel para
decirle que las palabras de uno de sus hijos serían conocidas y
repetidas en el mundo entero por todas las generaciones futuras.
Aquella noche el anciano se despertó agradecido y llorando, porquela
vida era generosa y le había revelado una cosa que cualquier padre
estaría orgulloso de saber.
»Poco tiempo después el viejo murió al intentar salvar a un niño que
iba a ser aplastado por las ruedas de un carruaje. Como se había
portado de manera correcta y justa durante toda su vida, fue directo
al cielo y se encontró con el ángel que se le había aparecido en su
sueño.
»Fuiste un hombre bueno -le dijo el ángel-. Viviste tu existencia
con amor, y moriste con dignidad. Ahora puedo concederte cualquier
deseo que tengas.
»La vida también fue buena conmigo -respondió el viejo-. Cuando
apareciste en mi sueño sentí que todos mis esfuerzos estaban
justifica- dos. Porque los versos de mi hijo quedarán entre los
hombres de los siglos venideros. Nada tengo que pedir para mí; no
obstante, todo padre estaría orgulloso de ver la fama de alguien a
quien cuidó cuando niño y educó cuando joven. Me gustaría oír, en el
futuro lejano, las palabras de mi hijo.
»El ángel tocó al viejo en el hombro y ambos fueron proyectados
hasta un futuro lejano. Alrededor de ellos apareció un lugar
inmenso, con millones de personas que hablaban una lengua extraña.
»El viejo lloró de alegría.
»Yo sabía que los versos de mi hijo poeta eran buenos e inmortales
• le dijo al ángel entre lágrimas-. Me gustaría que me dijeras cuál
de sus poesías es la que estas personas están repitiendo.
»Entonces el ángel se aproximó al viejo con cariño, y se sentaron
en uno de los bancos que había en aquel inmenso lugar.
»Los versos de tu hijo poeta fueron muy populares en Roma -dijo
el ángel-. A todos gustaban, y todos se divertían con ellos. Pero
cuando el reinado de Tiberio acabó, sus versos también fueron
olvidados. Estas palabras son de tu otro hijo, el que entró en el
ejército.
»El viejo miró sorprendido al ángel.
»Tu hijo fue a servir a un lugar muy lejano, y se hizo centurión.
También era un hombre justo y bueno. Cierta tarde, uno de sus
siervos enfermó y estaba a punto de morir. Tu hijo, entonces, oyó
hablar de un rabino que curaba enfermos, y anduvo días y días
buscando a ese hombre. Mientras caminaba descubrió que el hombre que
estaba buscando era el Hijo de Dios. Encontró a otras personas que
habían sido curadas por él, aprendió sus enseñanzas y, a pesar de
ser un centurión romano, se convirtió a su fe. Hasta que cierta
mañana llegó hasta el Rabino.
»”Le contó que tenía un siervo enfermo, y el Rabino se ofreció a ir
hasta su casa. Pero el centurión era un hombre de fe y, mirando al
fondo de los ojos del Rabino, comprendió que estaba delante del
propio Hijo de Dios cuando las personas de su alrededor se
levantaron.
»Éstas son las palabras de tu hijo -prosiguió el ángel-. Son las
palabras que le dijo al Rabino en aquel momento, y que nunca más
fueron olvidadas: “Señor, yo no soy digno de que entréis en mi casa,
pero decid una sola palabra y mi siervo será salvo.”»
El Alquimista espoleó su caballo.
• No importa lo que haga, cada persona en la Tierra está siempre
representando el papel principal de la Historia del mundo -dijo-. Y
normalmente no lo sabe.
El muchacho sonrió. Nunca había pensado que la vida pudiese ser tan
importante para un pastor.
• Adiós -dijo el Alquimista.
• Adiós -repuso el muchacho.
El muchacho caminó dos horas y media por el desierto, procuran- do
escuchar atentamente lo que decía su corazón. Era él quien le
revelaría el lugar exacto donde estaba escondido el tesoro.
«Donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón», le había
dicho el Alquimista.
Pero su corazón hablaba de otras cosas. Contaba con orgullo la
historia de un pastor que había dejado sus ovejas para seguir un
sueño que se repitió dos noches. Hablaba de la Leyenda Personal, y
de muchos hombres que hicieron lo mismo, que fueron en busca de
tierras lejanas o de mujeres bonitas, haciendo frente a los hombres
de su época, con sus prejuicios y con sus ideas. Habló durante todo
aquel tiempo de viajes, de descubrimientos, de libros y de grandes
cambios. Cuando se disponía a subir una duna -y sólo en aquel
momento-,
su corazón le susurró al oído: «Estáte atento cuando llegues a un
lugar en donde vas a llorar. Porque en ese lugar estoy yo, y en ese
lugar está tu tesoro.»
El muchacho comenzó a subir la duna lentamente. El cielo, cubierto
de estrellas, mostraba nuevamente la luna llena; habían caminado un
mes por el desierto. La luna iluminaba también la duna, en un juego
de sombras que hacía que el desierto pareciese un mar lleno de olas,
y que hizo recordar al muchacho el día en que había soltado a su
caballo para que corriera libremente por él, ofreciendo una buena
señal al Alquimista. Finalmente, la luna iluminaba el silencio del
desierto y el viaje que emprenden los hombres que buscan tesoros.
Cuando después de algunos minutos llegó a lo alto de la duna, su
corazón dio un salto. Iluminadas por la luz de la luna llena y por
la blancura del desierto, erguíanse, majestuosas y solemnes, las
Pirámides de Egipto.
El muchacho cayó de rodillas y lloró. Daba gracias a Dios por haber
creído en su Leyenda Personal y por haber encontrado cierto día a un
rey, un mercader, un inglés y un alquimista. Y, por encima de todo,
por haber encontrado a una mujer del desierto, que le había hecho
entender que el Amor jamás separará a un hombre de su Leyenda
Personal.
Los muchos siglos de las Pirámides de Egipto contemplaban, desde lo
alto, al muchacho. Si él quisiera, ahora podría volver al oasis,
recoger a Fátima y vivir como un simple pastor de ovejas. Porque el
Alquimista vivía en el desierto, a pesar de que comprendía el
Lenguaje del Mundo y sabía transformar el plomo en oro. No tenía que
mostrar
a nadie su ciencia y su arte. Mientras se dirigía hacia su Leyenda
Personal había aprendido todo lo que necesitaba y había vivido todo
lo que había soñado vivir.
Pero había llegado a su tesoro, y una obra sólo está completa
cuando se alcanza el objetivo. Allí, en aquella duna, el muchacho
había llorado. Miró al suelo y vio que, en el lugar donde habían
caído sus lágrimas, se paseaba un escarabajo. Durante el tiempo que
había pasado en el desierto había aprendido que en Egipto los
escarabajos eran el símbolo de Dios.
Allí tenía, pues, otra señal. Y el muchacho comenzó a cavar
acordándose del vendedor de cristales; nadie podría tener una
Pirámide en su huerto, aunque acumulase piedras durante toda su
vida.
El muchacho cavó toda la noche en el lugar marcado sin encontrar
nada. Desde lo alto de las Pirámides, los siglos lo contemplaban en
silencio. Pero el muchacho no desistía: cavaba y cavaba, luchando
contra el viento, que muchas veces volvía a echar la arena en el
agujero. Sus manos, cansadas, terminaron lastimadas, pero el mucha-
cho seguía teniendo fe en su corazón. Y su corazón le había dicho
que cavara donde hubieran caído sus lágrimas.
De repente, cuando estaba intentando sacar algunas piedras que
habían aparecido, el muchacho oyó pasos. Algunas personas se
acercaron a él. Estaban contra la luna, y no podía ver sus ojos ni
su rostro.
• ¿Qué estás haciendo ahí? -preguntó uno de los bultos.
El muchacho no respondió. Pero tuvo miedo. Ahora tenía un tesoro
para desenterrar, y por eso tenía miedo.
• Somos refugiados de la guerra de los clanes -dijo otro bulto-.
Tenemos que saber qué escondes ahí. Necesitamos dinero.
• No escondo nada -repuso el muchacho.
Pero uno de los recién llegados lo agarró y lo sacó fuera del
agujero. Otro comenzó a revisar sus bolsillos. Y encontraron el
pedazo de oro.
• ¡Tiene oro! -exclamó uno de los asaltantes.
La luna iluminó el rostro del asaltante que lo estaba registrando y
él pudo ver la muerte en sus ojos.
• Debe de haber más oro escondido en el suelo -dijo otro.
Y obligaron al muchacho a cavar. El muchacho continuó cavando
y no encontraba nada. Entonces empezaron a pegarle. Continuaron
pegándole hasta que aparecieron los primeros rayos del sol en el
cielo. Su ropa quedó hecha jirones, y él sintió que su muerte estaba
próxima.
« ¿De qué sirve el dinero, si tienes que morir? Pocas veces el
dinero es capaz de librar a alguien de la muerte», había dicho el
Alquimista.
• ¡Estoy buscando un tesoro! -gritó finalmente el muchacho. E
incluso con la boca herida e hinchada a puñetazos, contó a los
salteadores que había soñado dos veces con un tesoro escondido junto
a las Pirámides de Egipto.
El que parecía el jefe permaneció largo rato en silencio. Después
habló con uno de ellos:
-Puedes dejarlo. No tiene nada más. Debe de haber robado este oro.
El muchacho cayó con el rostro en la arena. Dos ojos buscaron los
suyos; era el jefe de los salteadores. Pero el muchacho estaba
mirando
a las Pirámides.
• ¡Vámonos! -dijo el jefe a los demás. Después se dirigió al mucha-
cho-: No vas a morir -aseguró-. Vas a vivir y a aprender que el
hombre no puede ser tan estúpido. Aquí mismo, en este lugar donde
estás tú ahora, yo también tuve un sueño repetido hace casi dos
años. Soñé que debía ir hasta los campos de España y buscar una
iglesia en ruinas donde los pastores acostumbraban a dormir con sus
ovejas y que tenía un sicomoro dentro de la sacristía. Según el
sueño, si cavaba en las raíces de ese sicomoro, encontraría un
tesoro escondido.
Pero no soy tan
estúpido como para cruzar un desierto sólo porque tuve un
sueño repetido.
Después se fue.
El muchacho se levantó con dificultad y contempló una vez
más las Pirámides. Las Pirámides le sonreían, y él les
devolvió la sonrisa, con el corazón repleto de felicidad.
Había encontrado el tesoro.