»Siempre, antes
de realizar un sueño, el Alma del Mundo decide
comprobar todo aquello que se aprendió durante el camino.
Hace esto no porque sea mala, sino para que podamos, junto
con nuestro sueño, conquistar también las lecciones que
aprendimos mientras íbamos hacia él. Es el momento en el que
la mayor parte de las personas desiste. Es lo que llamamos,
en el lenguaje del desierto, morir de sed cuando las
palmeras ya aparecieron en el horizonte.
»Una búsqueda comienza siempre con la Suerte del
Principiante. Y termina siempre con la Prueba del
Conquistador.
El muchacho se acordó de un viejo proverbio de su tierra.
Decía que la hora más oscura era la que venía antes del
nacimiento del sol. A1 día siguiente apareció la primera
señal concreta de peligro. Tres guerreros se aproximaron y
les preguntaron qué estaban haciendo por
allí.
• Vine a cazar
con mi halcón -repuso el Alquimista.
• Tenemos que registrarlos para comprobar que no llevan
armas
• dijo uno de los guerreros.
El Alquimista desmontó con calma de su caballo. El chico
hizo lo mismo.
• ¿Para qué llevas tanto dinero? -preguntó el guerrero
cuando vio la bolsa del muchacho.
• Para llegar a Egipto -respondió él.
El guarda que estaba registrando al Alquimista encontró un
pequeño frasco de cristal lleno de líquido y un huevo de
vidrio amarillento, poco mayor que un huevo de gallina.
• ¿Qué es todo esto? -inquirió.
• Es la Piedra Filosofal y el Elixir de la Larga Vida. Es la
Gran Obra de los Alquimistas. Quien tome este elixir jamás
caerá enfermo, y una partícula de esta piedra transforma
cualquier metal en oro.
Los guardas rieron a más no poder, y el Alquimista rió con
ellos. Les había hecho mucha gracia la respuesta, y los
dejaron partir sin mayores contratiempos con todas sus
pertenencias.
• ¿Está usted loco? -preguntó el muchacho al Alquimista
cuando ya se habían distanciado bastante-. ¿Por qué les dijo
eso?
• Para enseñarte una simple ley del mundo -repuso el
Alquimista-. Cuando tenemos los grandes tesoros delante de
nosotros, nunca los reconocemos. ¿Y sabes por qué? Porque
los hombres no creen en tesoros.
Continuaron andando por el desierto. Cada día que pasaba, el
corazón del muchacho iba quedando más silencioso. Ya no
quería saber de cosas pasadas o de cosas futuras; se
contentaba con contem- plar también el desierto y beber
junto con el muchacho el Alma del Mundo. Él y su corazón se
hicieron grandes amigos, y cada uno pasó
a ser incapaz de traicionar al otro.
Cuando el corazón hablaba era para estimular y dar fuerzas
al muchacho, que a veces encontraba terriblemente aburridos
los días de silencio. El corazón le contó por primera vez
sus grandes cualidades: su coraje al abandonar las ovejas,
al vivir su Leyenda Personal, y su entusiasmo en la tienda
de cristales.
Le explicó también otra cosa que el chico nunca había
notado: los peligros que habían pasado cerca sin que él los
percibiera. Su corazón le dijo que en una ocasión había
escondido la pistola que él había robado a su padre, pues
podía haberse herido con ella muy fácilmente.
Y recordó un día en que el chico había empezado a sentirse
mal y a vomitar en pleno campo, y después se quedó dormido
durante mucho rato. Ese día, a poca distancia, lo esperaban
dos asaltantes que estaban planeando asesinarlo para robarle
las ovejas. Pero como el chico no apareció, decidieron
marcharse, pensando que habría cambiado su ruta.
• ¿Los corazones siempre ayudan a los hombres? -preguntó el
muchacho al Alquimista.
• Sólo a los que viven su Leyenda Personal. Pero ayudan
mucho a los niños, a los borrachos y a los viejos.
• ¿Quiere decir eso entonces que no hay peligro?
• Quiere decir solamente que los corazones se esfuerzan al
máximo
• repuso el Alquimista.
Cierta tarde pasaron por el campamento de uno de los clanes.
Había árabes con vistosas ropas blancas y armas por todos
los rincones. Los hombres fumaban narguile y conversaban
sobre los combates. Nadie prestó atención a los viajeros.
• No hay ningún peligro -dijo el muchacho cuando ya se
habían alejado un poco del campamento.
El Alquimista se puso furioso.
• Con fía en tu corazón -dijo-, pero no olvides que te
encuentras en
el desierto. Cuando los hombres están en guerra, el Alma del
Mundo también siente los gritos de combate. Nadie deja de
sufrir las conse- cuencias de cada cosa que sucede bajo el
sol.
«Todo es una
sola cosa», pensó el muchacho.
Y como si el desierto quisiera mostrar que el viejo
Alquimista tenía razón, dos jinetes aparecieron por detrás
de los viajeros.
• No podéis seguir adelante -dijo uno de ellos-. Estáis en
las arenas donde se libran los combates.
• No voy muy lejos -respondió el Alquimista mirando
profunda- mente a los ojos de los guerreros. Después de un
breve silencio, éstos accedieron a dejarles seguir el viaje.
El muchacho presenció todo aquello fascinado.
• Ha dominado a
los guardias con la mirada -comentó.
• Los ojos muestran la fuerza del alma -repuso el
Alquimista.
Era verdad, pensó el chico. Se había dado cuenta de que, en
medio de la multitud de soldados en el campamento, uno de
ellos los había estado mirando fijamente. Y estaba tan
distante que ni siquiera se podía distinguir bien su rostro.
Pero el muchacho tenía la certeza de que los estaba mirando.
Finalmente, cuando comenzaron a franquear una montaña que se
extendía por todo el horizonte, el Alquimista le dijo que
faltaban dos días para llegar a las Pirámides.
• Si nos vamos a separar pronto, enséñeme Alquimia -pidió el
muchacho.
• Tú ya sabes. Es penetrar en el Alma del Mundo y descubrir
el tesoro que ella nos reservó.
• No es eso lo que quiero saber. Me refiero a transformar el
plomo en oro.
El Alquimista respetó el silencio del desierto, y sólo
respondió al muchacho cuando se detuvieron para comer.
• Todo evoluciona en el Universo -dijo-. Y para los sabios,
el oro
es el metal más evolucionado. No me preguntes por qué; no lo
sé. Sólo sé que la Tradición siempre acierta.
»Son los hombres quienes no interpretaron bien las palabras
de los sabios. Y, en vez de ser un símbolo de la evolución,
el oro pasó a ser la señal de las guerras.
• Las cosas hablan muchos lenguajes -dijo el muchacho-. Vi
cuando el relincho de un camello era solamente un relincho,
después pasó a ser una señal de peligro y finalmente volvió
a ser un simple relincho.
Guardó silencio. El Alquimista ya debía de saber todo
aquello
• Conocí a verdaderos Alquimistas -continuó-. Se encerraban
en el
laboratorio, intentaban evolucionar como el oro y acababan
descu- briendo la Piedra Filosofal. Porque habían entendido
que cuando una cosa evoluciona, evoluciona también todo lo
que la rodea.
»Otros consiguieron la Piedra de manera accidental. Ya
tenían el don, sus almas estaban más despiertas que las de
otras personas. Pero éstos no cuentan, pues no abundan.
»Otros, finalmente, sólo buscaban el oro. Éstos jamás
descubrieron
el secreto. Se olvidaron de que el plomo, el cobre y el
hierro también tienen su Leyenda Personal para cumplir.
Quien interfiere en la Leyenda Personal de los otros nunca
descubrirá la suya.
Las palabras del Alquimista sonaron como una maldición. El
muchacho se inclinó y recogió una concha del suelo del
desierto.
• Esto un día ya fue un mar -dijo el Alquimista.
• Ya me había dado cuenta -repuso el muchacho.
El Alquimista le pidió que se colocara la concha en el oído.
Él ya lo había hecho muchas veces de niño, y escuchó, como
entonces, el sonido del mar.
• El mar continúa dentro de esta concha, porque es su
Leyenda Personal. Y jamás la abandonará, hasta que el
desierto se cubra nuevamente de agua.
Después montaron en sus caballos y prosiguieron en dirección
a las Pirámides de Egipto.
El sol había comenzado a descender cuando el corazón del
muchacho dio señal de peligro. Estaban en medio de
gigantescas dunas, y el muchacho miró al Alquimista, pero al
parecer éste no había notado nada. Cinco minutos más tarde
vio, delante de ellos, las siluetas de dos jinetes
recortadas contra el sol. Antes de que pudiese hablar con el
Alquimista, los dos jinetes se transformaron en diez,
después en cien, hasta que las gigantescas dunas quedaron
cubiertas por ellos.
Eran guerreros vestidos de azul, con una tiara negra sobre
el turbante. Llevaban el rostro tapado por otro velo azul
que sólo dejaba
al descubierto los ojos.
Aun a distancia, los ojos mostraban la fuerza de sus almas.
Y esos ojos hablaban de muerte.
Los llevaron a un campamento militar en las inmediaciones.
Un soldado empujó al muchacho y al Alquimista al interior de
una tienda, donde se hallaban reunidos un comandante y su
estado mayor.
La tienda era diferente de las que había conocido en el
oasis.
• Son los espías -anunció uno de los hombres.
• Sólo somos viajeros -replicó el Alquimista.
• Se os ha visto en el campamento enemigo hace tres días. Y
estuvisteis hablando con uno de los guerreros.
• Soy un hombre que camina por el desierto y conoce las
estrellas
• dijo el Alquimista-. No tengo informaciones de tropas o de
movi- miento de clanes. Sólo estoy guiando a mi amigo hasta
aquí.
• ¿Quién es tu amigo? -preguntó el comandante.
• Un Alquimista -repuso el Alquimista-. Conoce los poderes
de la naturaleza. Y desea mostrar al comandante su capacidad
extraordina- ria.
El muchacho, aterrado, escuchaba en silencio.
• ¿Qué hace un extranjero en nuestra tierra? -quiso saber
otro hombre.
• Ha traído dinero para ofrecer a vuestro clan -respondió el
Alquimista antes de que el chico pudiese abrir la boca. Le
cogió la bolsa y entregó las monedas de oro al general.
El árabe las aceptó en silencio. Permitían comprar muchas
armas.
• ¿Qué es un Alquimista? -preguntó finalmente.
• Un hombre que conoce la naturaleza y el mundo.
Si él quisiera, destruiría este campamento sólo con la
fuerza del viento.
Los hombres rieron. Estaban acostumbrados a la fuerza de la
guerra,
y el viento no detiene un golpe mortal. Dentro del pecho de
cada uno, sin embargo, sus corazones se encogieron. Eran
hombres del desierto y como tales temían a los hechiceros.
• Quiero verlo -dijo el general.
• Necesitamos tres días -respondió el Alquimista-. Y él se
transfor- mará en viento para mostrar la fuerza de su poder.
Si no lo consigue, nosotros os ofrecemos humildemente
nuestras vidas, en honor de vuestro clan.
• No puedes ofrecerme lo que ya es mío -dijo, arrogante, el
general. Pero concedió tres días a los viajeros.
El muchacho estaba paralizado de terror. Salió de la tienda
porque el Alquimista lo sostenía por el brazo.
• No dejes que perciban tu miedo -dijo el Alquimista-. Son
hombres valientes, y desprecian a los cobardes.
El muchacho, no obstante, se había quedado sin voz. Sólo
consiguió hablar después de algún tiempo, mientras caminaban
por el campamento. No era necesario encerrarlos: los árabes
se habían limitado a quitarles los caballos. Y una vez más
el mundo mostró sus múltiples lenguajes; el desierto, que
antes era un terreno libre e infinito, se había convertido
ahora en una muralla infranqueable.
• ¡Les ha dado todo mi tesoro! -exclamó el muchacho-. ¡Todo
lo que gané en toda mi vida!
• ¿Y de qué te serviría si murieras? -replicó el
Alquimista-. Tu dinero te ha salvado por tres días. Pocas
veces el dinero sirve para retrasar la muerte.
Pero el muchacho estaba demasiado asustado para escuchar
palabras sabias. No sabía cómo transformarse en viento. No
era un Alquimista.
El Alquimista pidió té a un guerrero y colocó un poco en las
muñecas del muchacho, sobre la vena que transmite el pulso.
Una ola de tranquilidad inundó su cuerpo, mientras el
Alquimista decía unas palabras que él no conseguía entender.
• No te desesperes -dijo el Alquimista con una voz
extrañamente dulce-, porque esto impide que puedas conversar
con tu corazón.
• Pero yo no sé transformarme en viento.
• Quien vive su Leyenda Personal sabe todo lo que necesita
saber. Sólo una cosa hace que un sueño sea imposible: el
miedo a fracasar.
• No tengo miedo de fracasar. Simplemente no sé
transformarme en viento.
• Pues tendrás que aprender. Tu vida depende de ello.
• ¿Y si no lo consigo?
• Morirás mientras estabas viviendo tu Leyenda Personal.
Pero eso ya es mucho mejor que morir como millones de
personas que jamás supieron que la Leyenda Personal existía.
»Mientras tanto, no te preocupes. Generalmente la muerte
hace que las personas se tornen más sensibles a la vida.
Pasó el primer día. Hubo una gran batalla en las
inmediaciones, y varios heridos fueron trasladados al
campamento militar. «Nada cambia con la muerte», pensaba el
muchacho. Los guerreros que morían eran sustituidos por
otros, y la vida continuaba.
• Podrías haber muerto más tarde, amigo mío -dijo el guarda
al cuerpo de un compañero suyo-. Podrías haber muerto cuando
llegase
la paz. Pero hubieras terminado muriendo de cualquier manera
Al caer el día, el muchacho fue a buscar al Alquimista.
Llevaba al
halcón hacia el desierto.
• No sé transformarme en viento -repitió el muchacho.
• Acuérdate de lo que te dije: el mundo no es más que la
parte visible de Dios. Y que la Alquimia es traer al plano
material la perfección espiritual.
• ¿Y ahora qué hace?
• Alimento a mi halcón.
• Si no consigo transformarme en viento, moriremos -dijo el
muchacho-. ¿Para qué alimentar al halcón?
• Quien morirá eres tú -replicó el Alquimista-. Yo sé
transformarme en viento.
El segundo día, el muchacho fue hasta lo alto de una roca
que quedaba cerca del campamento. Los centinelas lo dejaron
pasar; ya habían oído hablar del brujo que se transformaba
en viento, y no querían acercarse a él. Además, el desierto
era una enorme e infran- queable muralla.
Se pasó el resto de la tarde del segundo día mirando al
desierto. Escuchó a su corazón. Y el desierto escuchó su
angustia.
Ambos hablaban la misma lengua.
A1 tercer día, el general se reunió con los principales
comandantes.
• Vamos a ver al muchacho que se transforma en viento -dijo
el general al Alquimista.
• Vamos a verlo -repuso el Alquimista.
El muchacho los condujo hasta el lugar donde había estado el
día anterior. Entonces les pidió a todos que se sentaran.
• Tardaré un poco -advirtió el muchacho.
• No tenemos prisa -respondió el general-. Somos hombres del
desierto.
El muchacho comenzó a mirar al frente, hacia el horizonte.
En la lejanía se divisaban montañas, rocas y plantas
rastreras que insistían en vivir en un lugar en el que la
supervivencia era imposible. Allí estaba el desierto, que él
había recorrido durante tantos meses y del que, aun así,
sólo conocía una pequeña parte. En esta pequeña parte había
encontrado ingleses, caravanas, guerras de clanes y un oasis
con cincuenta mil palmeras y trescientos pozos.
• ¿Qué haces aquí de nuevo? -le preguntó el desierto-.
¿Acaso no nos contemplamos suficientemente ayer?
• En algún punto guardas a la persona que amo -dijo el
muchacho-.
Entonces, cuando miro a tus arenas, también la veo a ella.
Quiero volver junto a ella, y necesito tu ayuda para
transformarme en viento.
• ¿Qué es el amor? -preguntó el desierto.
• El amor es cuando el halcón vuela sobre tus arenas. Porque
para él, tú eres un campo verde, y él nunca volvió sin caza.
Él conoce tus rocas, tus dunas y tus montañas, y tú eres
generoso con él.
-El pico del halcón arranca pedazos de mí -dijo el
desierto-. Durante años yo crío su caza, la alimento con la
escasa agua que tengo, le muestro dónde está la comida. Y un
día, justamente cuando yo empezaba a sentir el cariño de la
caza sobre mis arenas, el halcón baja
del cielo y se lleva lo que yo crié.
• Pero tú criaste la caza precisamente para eso -respondió
el muchacho-. Para alimentar al halcón.
Y el halcón alimentará al hombre. Y el hombre entonces
alimentará un día tus arenas, de donde volverá a surgir la
caza. Así se mueve el mundo.
• ¿Y eso es el amor?
• Sí, eso es el amor. Es lo que hace que la caza se
transforme en halcón, el halcón en hombre y el hombre de
nuevo en desierto. Es esto lo que hace que el plomo se
transforme en oro, y que el oro vuelva a esconderse bajo la
tierra.
• No entiendo tus palabras -dijo el desierto.
• Entonces entiende que en algún lugar de tus arenas, una
mujer me espera. Y para poder regresar con ella, tengo que
transformarme en viento.
El desierto guardó silencio durante unos instantes.
• Yo te ofrezco mis arenas para que el viento pueda soplar.
Pero yo solo no puedo hacer nada. Pide ayuda al viento.
Una pequeña brisa comenzó a soplar. Los comandantes oían al
muchacho a lo lejos, hablando un lenguaje que desconocían.
El Alquimista sonreía.
El viento se acercó al muchacho y tocó su rostro. Había
escuchado su conversación con el desierto, porque los
vientos siempre lo oyen todo. Recorrían el mundo sin un
lugar donde nacer y sin un lugar donde morir.
• Ayúdame -le pidió el muchacho al viento-. Un día escuché
en ti la voz de mi amada.
• ¿Quién te enseñó a hablar el lenguaje del desierto y del
viento?
• Mi corazón -repuso el muchacho.
El viento tenía muchos nombres. Allí lo llamaban siroco,
porque los árabes creían que provenía de tierras cubiertas
de agua, habitadas por hombres negros. En la tierra lejana
de donde procedía el mucha- cho lo llamaban Levante, porque
creían que traía las arenas del desierto y los gritos de
guerra de los moros. Tal vez en algún lugar más allá de los
campos de ovejas, los hombres pensaran que el viento nacía
en Andalucía. Pero el viento no venía de ninguna parte, y no
iba a ninguna parte, y por eso era más fuerte que el
desierto. Un día ellos podrían plantar árboles en el
desierto, e incluso criar ovejas, pero jamás conseguirían
dominar el viento.
• Tú no puedes ser viento -le dijo el viento-. Somos de
naturalezas diferentes.
-No es verdad -replicó el muchacho-. Conocí los secretos de
la Alquimia mientras vagaba por el mundo contigo. Tengo en
mí los vientos, los desiertos, los océanos, las estrellas, y
todo lo que fue creado en el Universo. Fuimos hechos por la
misma Mano, y tenemos la misma Alma. Quiero ser como tú,
penetrar en todos los rincones, atravesar los mares,
levantar la arena que cubre mi tesoro, acercar a mí
la voz de mi amada.
• Escuché tu conversación con el Alquimista el otro día
-dijo el viento-. Él dijo que cada cosa tiene su Leyenda
Personal. Las personas no pueden transformarse en viento.
• Enséñame a ser viento durante unos instantes -le pidió el
muchacho-, para que podamos conversar sobre las
posibilidades ilimitadas de los hombres y de los vientos.
El viento era curioso, y aquello era algo que él no conocía.
Le gustaría conversar sobre aquel asunto, pero no sabía cómo
transformar
a los hombres en viento. ¡Y eso que sabía hacer infinidad de
cosas! Construía desiertos, hundía barcos, derribaba bosques
enteros y paseaba por ciudades llenas de música y de ruidos
extraños. Se consideraba ilimitado y, sin embargo, ahí
estaba ese muchacho diciéndole que aún había más cosas que
un viento podía hacer.
• Es eso que llaman Amor -dijo el muchacho al ver que el
viento estaba a punto de acceder a su petición-. Cuando se
ama es cuando se consigue ser algo de la Creación. Cuando se
ama no tenemos ninguna necesidad de entender lo que sucede,
porque todo pasa a suceder dentro de nosotros, y los hombres
pueden transformarse en viento. Siempre que los vientos
ayuden, claro esta
El viento era muy orgulloso y le molestó lo que el chico
decía.
Comenzó a soplar con más fuerza, levantando las arenas del
desierto. Pero finalmente tuvo que reconocer que, aun
habiendo recorrido el mundo entero, no sabía cómo
transformar a los hombres en viento. Y no conocía el Amor.
• Mientras paseaba por el mundo noté que muchas personas
hablaban de amor mirando hacia el cielo -dijo el viento,
furioso por tener que aceptar sus limitaciones-. Tal vez sea
mejor preguntar al cielo.
• Entonces ayúdame -dijo el muchacho-. Llena este lugar de
polvo para que yo pueda mirar al sol sin quedarme ciego.
El viento sopló con mucha fuerza, y el cielo se llenó de
arena, dejando apenas un disco dorado en el lugar del sol.
Desde el campamento resultaba muy difícil ver lo que
sucedía. Los hombres del desierto ya conocían aquel viento.
Se llamaba simún, y era peor que una tempestad en el mar
(porque ellos no conocían el mar). Los caballos relinchaban
y las armas empezaron a quedar cubiertas de arena.
En el peñasco, uno de los comandantes le dijo al general:
• Quizá sea mejor parar todo esto.
Ya casi no podían ver al muchacho. Los rostros seguían
cubiertos por los velos azules, pero los ojos ahora
transmitían solamente espanto.
• Vamos a poner fin a esto -insistió otro comandante.
• Quiero ver la grandeza de Alá -dijo, con respeto, el
general-. Quiero ver cómo los hombres se transforman en
viento.
Pero anotó mentalmente el nombre de los dos hombres que
habían tenido miedo. En cuanto el viento parase, los
destituiría de sus respectivos puestos, porque los hombres
del desierto no sienten miedo.
• El viento me dijo que tú conoces el Amor -dijo el muchacho
al Sol-. Si conoces el Amor, conoces también el Alma del
Mundo, que está hecha de Amor.
• Desde donde estoy puedo ver el Alma del Mundo -dijo el
Sol-.
Ella se comunica
con mi alma y los dos juntos hacemos crecer las plantas
y caminar en busca de sombra a las ovejas. Desde donde
estoy, y estoy muy lejos del mundo, aprendí a amar. Sé que
si me aproximo un poco más a la Tierra, todo lo que hay en
ella morirá, y el Alma del Mundo dejará de existir. Entonces
nos contemplamos y nos queremos, y yo le doy vida y calor y
ella me da una razón para vivir.