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EL ALQUIMISTA

Segunda  Parte 

 Pág. 91 a 100

Paulo Coelho

 
 


»Siempre, antes de realizar un sueño, el Alma del Mundo decide
comprobar todo aquello que se aprendió durante el camino. Hace esto no porque sea mala, sino para que podamos, junto con nuestro sueño, conquistar también las lecciones que aprendimos mientras íbamos hacia él. Es el momento en el que la mayor parte de las personas desiste. Es lo que llamamos, en el lenguaje del desierto, morir de sed cuando las palmeras ya aparecieron en el horizonte.
»Una búsqueda comienza siempre con la Suerte del Principiante. Y termina siempre con la Prueba del Conquistador.
El muchacho se acordó de un viejo proverbio de su tierra. Decía que la hora más oscura era la que venía antes del nacimiento del sol. A1 día siguiente apareció la primera señal concreta de peligro. Tres guerreros se aproximaron y les preguntaron qué estaban haciendo por
allí.

 
   

• Vine a cazar con mi halcón -repuso el Alquimista.
• Tenemos que registrarlos para comprobar que no llevan armas
• dijo uno de los guerreros.
El Alquimista desmontó con calma de su caballo. El chico hizo lo mismo.
• ¿Para qué llevas tanto dinero? -preguntó el guerrero cuando vio la bolsa del muchacho.
• Para llegar a Egipto -respondió él.
El guarda que estaba registrando al Alquimista encontró un pequeño frasco de cristal lleno de líquido y un huevo de vidrio amarillento, poco mayor que un huevo de gallina.
• ¿Qué es todo esto? -inquirió.
• Es la Piedra Filosofal y el Elixir de la Larga Vida. Es la Gran Obra de los Alquimistas. Quien tome este elixir jamás caerá enfermo, y una partícula de esta piedra transforma cualquier metal en oro.
Los guardas rieron a más no poder, y el Alquimista rió con ellos. Les había hecho mucha gracia la respuesta, y los dejaron partir sin mayores contratiempos con todas sus pertenencias.
• ¿Está usted loco? -preguntó el muchacho al Alquimista cuando ya se habían distanciado bastante-. ¿Por qué les dijo eso?
• Para enseñarte una simple ley del mundo -repuso el Alquimista-. Cuando tenemos los grandes tesoros delante de nosotros, nunca los reconocemos. ¿Y sabes por qué? Porque los hombres no creen en tesoros.

Continuaron andando por el desierto. Cada día que pasaba, el
corazón del muchacho iba quedando más silencioso. Ya no quería saber de cosas pasadas o de cosas futuras; se contentaba con contem- plar también el desierto y beber junto con el muchacho el Alma del Mundo. Él y su corazón se hicieron grandes amigos, y cada uno pasó
a ser incapaz de traicionar al otro.
Cuando el corazón hablaba era para estimular y dar fuerzas al muchacho, que a veces encontraba terriblemente aburridos los días de silencio. El corazón le contó por primera vez sus grandes cualidades: su coraje al abandonar las ovejas, al vivir su Leyenda Personal, y su entusiasmo en la tienda de cristales.
Le explicó también otra cosa que el chico nunca había notado: los peligros que habían pasado cerca sin que él los percibiera. Su corazón le dijo que en una ocasión había escondido la pistola que él había robado a su padre, pues podía haberse herido con ella muy fácilmente.
Y recordó un día en que el chico había empezado a sentirse mal y a vomitar en pleno campo, y después se quedó dormido durante mucho rato. Ese día, a poca distancia, lo esperaban dos asaltantes que estaban planeando asesinarlo para robarle las ovejas. Pero como el chico no apareció, decidieron marcharse, pensando que habría cambiado su ruta.
• ¿Los corazones siempre ayudan a los hombres? -preguntó el muchacho al Alquimista.
• Sólo a los que viven su Leyenda Personal. Pero ayudan mucho a los niños, a los borrachos y a los viejos.
• ¿Quiere decir eso entonces que no hay peligro?
• Quiere decir solamente que los corazones se esfuerzan al máximo
• repuso el Alquimista.
Cierta tarde pasaron por el campamento de uno de los clanes. Había árabes con vistosas ropas blancas y armas por todos los rincones. Los hombres fumaban narguile y conversaban sobre los combates. Nadie prestó atención a los viajeros.
• No hay ningún peligro -dijo el muchacho cuando ya se habían alejado un poco del campamento.
El Alquimista se puso furioso.
• Con fía en tu corazón -dijo-, pero no olvides que te encuentras en
el desierto. Cuando los hombres están en guerra, el Alma del Mundo también siente los gritos de combate. Nadie deja de sufrir las conse- cuencias de cada cosa que sucede bajo el sol.

«Todo es una sola cosa», pensó el muchacho.
Y como si el desierto quisiera mostrar que el viejo Alquimista tenía razón, dos jinetes aparecieron por detrás de los viajeros.
• No podéis seguir adelante -dijo uno de ellos-. Estáis en las arenas donde se libran los combates.
• No voy muy lejos -respondió el Alquimista mirando profunda- mente a los ojos de los guerreros. Después de un breve silencio, éstos accedieron a dejarles seguir el viaje.
El muchacho presenció todo aquello fascinado.
 
 

• Ha dominado a los guardias con la mirada -comentó.
• Los ojos muestran la fuerza del alma -repuso el Alquimista.
Era verdad, pensó el chico. Se había dado cuenta de que, en medio de la multitud de soldados en el campamento, uno de ellos los había estado mirando fijamente. Y estaba tan distante que ni siquiera se podía distinguir bien su rostro. Pero el muchacho tenía la certeza de que los estaba mirando.
Finalmente, cuando comenzaron a franquear una montaña que se extendía por todo el horizonte, el Alquimista le dijo que faltaban dos días para llegar a las Pirámides.
• Si nos vamos a separar pronto, enséñeme Alquimia -pidió el muchacho.
• Tú ya sabes. Es penetrar en el Alma del Mundo y descubrir el tesoro que ella nos reservó.
• No es eso lo que quiero saber. Me refiero a transformar el plomo en oro.
El Alquimista respetó el silencio del desierto, y sólo respondió al muchacho cuando se detuvieron para comer.
• Todo evoluciona en el Universo -dijo-. Y para los sabios, el oro
es el metal más evolucionado. No me preguntes por qué; no lo sé. Sólo sé que la Tradición siempre acierta.
»Son los hombres quienes no interpretaron bien las palabras de los sabios. Y, en vez de ser un símbolo de la evolución, el oro pasó a ser la señal de las guerras.
• Las cosas hablan muchos lenguajes -dijo el muchacho-. Vi cuando el relincho de un camello era solamente un relincho, después pasó a ser una señal de peligro y finalmente volvió a ser un simple relincho.
Guardó silencio. El Alquimista ya debía de saber todo aquello

• Conocí a verdaderos Alquimistas -continuó-. Se encerraban en el
laboratorio, intentaban evolucionar como el oro y acababan descu- briendo la Piedra Filosofal. Porque habían entendido que cuando una cosa evoluciona, evoluciona también todo lo que la rodea.
»Otros consiguieron la Piedra de manera accidental. Ya tenían el don, sus almas estaban más despiertas que las de otras personas. Pero éstos no cuentan, pues no abundan.
»Otros, finalmente, sólo buscaban el oro. Éstos jamás descubrieron
el secreto. Se olvidaron de que el plomo, el cobre y el hierro también tienen su Leyenda Personal para cumplir. Quien interfiere en la Leyenda Personal de los otros nunca descubrirá la suya.
Las palabras del Alquimista sonaron como una maldición. El muchacho se inclinó y recogió una concha del suelo del desierto.
• Esto un día ya fue un mar -dijo el Alquimista.
• Ya me había dado cuenta -repuso el muchacho.
El Alquimista le pidió que se colocara la concha en el oído. Él ya lo había hecho muchas veces de niño, y escuchó, como entonces, el sonido del mar.
• El mar continúa dentro de esta concha, porque es su Leyenda Personal. Y jamás la abandonará, hasta que el desierto se cubra nuevamente de agua.
Después montaron en sus caballos y prosiguieron en dirección a las Pirámides de Egipto.
El sol había comenzado a descender cuando el corazón del muchacho dio señal de peligro. Estaban en medio de gigantescas dunas, y el muchacho miró al Alquimista, pero al parecer éste no había notado nada. Cinco minutos más tarde vio, delante de ellos, las siluetas de dos jinetes recortadas contra el sol. Antes de que pudiese hablar con el Alquimista, los dos jinetes se transformaron en diez, después en cien, hasta que las gigantescas dunas quedaron cubiertas por ellos.
Eran guerreros vestidos de azul, con una tiara negra sobre el turbante. Llevaban el rostro tapado por otro velo azul que sólo dejaba
al descubierto los ojos.
Aun a distancia, los ojos mostraban la fuerza de sus almas. Y esos ojos hablaban de muerte.
Los llevaron a un campamento militar en las inmediaciones. Un soldado empujó al muchacho y al Alquimista al interior de una tienda, donde se hallaban reunidos un comandante y su estado mayor.
La tienda era diferente de las que había conocido en el oasis.
• Son los espías -anunció uno de los hombres.
• Sólo somos viajeros -replicó el Alquimista.
• Se os ha visto en el campamento enemigo hace tres días. Y estuvisteis hablando con uno de los guerreros.
• Soy un hombre que camina por el desierto y conoce las estrellas
• dijo el Alquimista-. No tengo informaciones de tropas o de movi- miento de clanes. Sólo estoy guiando a mi amigo hasta aquí.
• ¿Quién es tu amigo? -preguntó el comandante.
• Un Alquimista -repuso el Alquimista-. Conoce los poderes de la naturaleza. Y desea mostrar al comandante su capacidad extraordina- ria.
El muchacho, aterrado, escuchaba en silencio.
• ¿Qué hace un extranjero en nuestra tierra? -quiso saber otro hombre.
• Ha traído dinero para ofrecer a vuestro clan -respondió el Alquimista antes de que el chico pudiese abrir la boca. Le cogió la bolsa y entregó las monedas de oro al general.
El árabe las aceptó en silencio. Permitían comprar muchas armas.
• ¿Qué es un Alquimista? -preguntó finalmente.
• Un hombre que conoce la naturaleza y el mundo.
Si él quisiera, destruiría este campamento sólo con la fuerza del viento.
Los hombres rieron. Estaban acostumbrados a la fuerza de la guerra,
y el viento no detiene un golpe mortal. Dentro del pecho de cada uno, sin embargo, sus corazones se encogieron. Eran hombres del desierto y como tales temían a los hechiceros.
• Quiero verlo -dijo el general.
• Necesitamos tres días -respondió el Alquimista-. Y él se transfor- mará en viento para mostrar la fuerza de su poder. Si no lo consigue, nosotros os ofrecemos humildemente nuestras vidas, en honor de vuestro clan.
• No puedes ofrecerme lo que ya es mío -dijo, arrogante, el general. Pero concedió tres días a los viajeros.
El muchacho estaba paralizado de terror. Salió de la tienda porque el Alquimista lo sostenía por el brazo.
• No dejes que perciban tu miedo -dijo el Alquimista-. Son hombres valientes, y desprecian a los cobardes.

El muchacho, no obstante, se había quedado sin voz. Sólo
consiguió hablar después de algún tiempo, mientras caminaban por el campamento. No era necesario encerrarlos: los árabes se habían limitado a quitarles los caballos. Y una vez más el mundo mostró sus múltiples lenguajes; el desierto, que antes era un terreno libre e infinito, se había convertido ahora en una muralla infranqueable.
• ¡Les ha dado todo mi tesoro! -exclamó el muchacho-. ¡Todo lo que gané en toda mi vida!
• ¿Y de qué te serviría si murieras? -replicó el Alquimista-. Tu dinero te ha salvado por tres días. Pocas veces el dinero sirve para retrasar la muerte.
Pero el muchacho estaba demasiado asustado para escuchar palabras sabias. No sabía cómo transformarse en viento. No era un Alquimista.
El Alquimista pidió té a un guerrero y colocó un poco en las muñecas del muchacho, sobre la vena que transmite el pulso. Una ola de tranquilidad inundó su cuerpo, mientras el Alquimista decía unas palabras que él no conseguía entender.
• No te desesperes -dijo el Alquimista con una voz extrañamente dulce-, porque esto impide que puedas conversar con tu corazón.
• Pero yo no sé transformarme en viento.
• Quien vive su Leyenda Personal sabe todo lo que necesita saber. Sólo una cosa hace que un sueño sea imposible: el miedo a fracasar.
• No tengo miedo de fracasar. Simplemente no sé transformarme en viento.
• Pues tendrás que aprender. Tu vida depende de ello.
• ¿Y si no lo consigo?
• Morirás mientras estabas viviendo tu Leyenda Personal. Pero eso ya es mucho mejor que morir como millones de personas que jamás supieron que la Leyenda Personal existía.
»Mientras tanto, no te preocupes. Generalmente la muerte hace que las personas se tornen más sensibles a la vida.
Pasó el primer día. Hubo una gran batalla en las inmediaciones, y varios heridos fueron trasladados al campamento militar. «Nada cambia con la muerte», pensaba el muchacho. Los guerreros que morían eran sustituidos por otros, y la vida continuaba.
• Podrías haber muerto más tarde, amigo mío -dijo el guarda al cuerpo de un compañero suyo-. Podrías haber muerto cuando llegase
la paz. Pero hubieras terminado muriendo de cualquier manera

Al caer el día, el muchacho fue a buscar al Alquimista. Llevaba al
halcón hacia el desierto.
• No sé transformarme en viento -repitió el muchacho.
• Acuérdate de lo que te dije: el mundo no es más que la parte visible de Dios. Y que la Alquimia es traer al plano material la perfección espiritual.
• ¿Y ahora qué hace?
• Alimento a mi halcón.
• Si no consigo transformarme en viento, moriremos -dijo el muchacho-. ¿Para qué alimentar al halcón?
• Quien morirá eres tú -replicó el Alquimista-. Yo sé transformarme en viento.
El segundo día, el muchacho fue hasta lo alto de una roca que quedaba cerca del campamento. Los centinelas lo dejaron pasar; ya habían oído hablar del brujo que se transformaba en viento, y no querían acercarse a él. Además, el desierto era una enorme e infran- queable muralla.
Se pasó el resto de la tarde del segundo día mirando al desierto. Escuchó a su corazón. Y el desierto escuchó su angustia.
Ambos hablaban la misma lengua.
A1 tercer día, el general se reunió con los principales comandantes.
• Vamos a ver al muchacho que se transforma en viento -dijo el general al Alquimista.
• Vamos a verlo -repuso el Alquimista.
El muchacho los condujo hasta el lugar donde había estado el día anterior. Entonces les pidió a todos que se sentaran.
• Tardaré un poco -advirtió el muchacho.
• No tenemos prisa -respondió el general-. Somos hombres del desierto.
El muchacho comenzó a mirar al frente, hacia el horizonte. En la lejanía se divisaban montañas, rocas y plantas rastreras que insistían en vivir en un lugar en el que la supervivencia era imposible. Allí estaba el desierto, que él había recorrido durante tantos meses y del que, aun así, sólo conocía una pequeña parte. En esta pequeña parte había encontrado ingleses, caravanas, guerras de clanes y un oasis con cincuenta mil palmeras y trescientos pozos.
• ¿Qué haces aquí de nuevo? -le preguntó el desierto-. ¿Acaso no nos contemplamos suficientemente ayer?
• En algún punto guardas a la persona que amo -dijo el muchacho-.
Entonces, cuando miro a tus arenas, también la veo a ella. Quiero volver junto a ella, y necesito tu ayuda para transformarme en viento.
• ¿Qué es el amor? -preguntó el desierto.
• El amor es cuando el halcón vuela sobre tus arenas. Porque para él, tú eres un campo verde, y él nunca volvió sin caza. Él conoce tus rocas, tus dunas y tus montañas, y tú eres generoso con él.
-El pico del halcón arranca pedazos de mí -dijo el desierto-. Durante años yo crío su caza, la alimento con la escasa agua que tengo, le muestro dónde está la comida. Y un día, justamente cuando yo empezaba a sentir el cariño de la caza sobre mis arenas, el halcón baja
del cielo y se lleva lo que yo crié.
• Pero tú criaste la caza precisamente para eso -respondió el muchacho-. Para alimentar al halcón.
Y el halcón alimentará al hombre. Y el hombre entonces alimentará un día tus arenas, de donde volverá a surgir la caza. Así se mueve el mundo.
• ¿Y eso es el amor?


• Sí, eso es el amor. Es lo que hace que la caza se transforme en halcón, el halcón en hombre y el hombre de nuevo en desierto. Es esto lo que hace que el plomo se transforme en oro, y que el oro vuelva a esconderse bajo la tierra.
• No entiendo tus palabras -dijo el desierto.
• Entonces entiende que en algún lugar de tus arenas, una mujer me espera. Y para poder regresar con ella, tengo que transformarme en viento.
El desierto guardó silencio durante unos instantes.
• Yo te ofrezco mis arenas para que el viento pueda soplar. Pero yo solo no puedo hacer nada. Pide ayuda al viento.
Una pequeña brisa comenzó a soplar. Los comandantes oían al muchacho a lo lejos, hablando un lenguaje que desconocían.
El Alquimista sonreía.
El viento se acercó al muchacho y tocó su rostro. Había escuchado su conversación con el desierto, porque los vientos siempre lo oyen todo. Recorrían el mundo sin un lugar donde nacer y sin un lugar donde morir.
• Ayúdame -le pidió el muchacho al viento-. Un día escuché en ti la voz de mi amada.
• ¿Quién te enseñó a hablar el lenguaje del desierto y del viento?
• Mi corazón -repuso el muchacho.
El viento tenía muchos nombres. Allí lo llamaban siroco, porque los árabes creían que provenía de tierras cubiertas de agua, habitadas por hombres negros. En la tierra lejana de donde procedía el mucha- cho lo llamaban Levante, porque creían que traía las arenas del desierto y los gritos de guerra de los moros. Tal vez en algún lugar más allá de los campos de ovejas, los hombres pensaran que el viento nacía en Andalucía. Pero el viento no venía de ninguna parte, y no iba a ninguna parte, y por eso era más fuerte que el desierto. Un día ellos podrían plantar árboles en el desierto, e incluso criar ovejas, pero jamás conseguirían dominar el viento.
• Tú no puedes ser viento -le dijo el viento-. Somos de naturalezas diferentes.
-No es verdad -replicó el muchacho-. Conocí los secretos de la Alquimia mientras vagaba por el mundo contigo. Tengo en mí los vientos, los desiertos, los océanos, las estrellas, y todo lo que fue creado en el Universo. Fuimos hechos por la misma Mano, y tenemos la misma Alma. Quiero ser como tú, penetrar en todos los rincones, atravesar los mares, levantar la arena que cubre mi tesoro, acercar a mí
la voz de mi amada.
• Escuché tu conversación con el Alquimista el otro día -dijo el viento-. Él dijo que cada cosa tiene su Leyenda Personal. Las personas no pueden transformarse en viento.
• Enséñame a ser viento durante unos instantes -le pidió el muchacho-, para que podamos conversar sobre las posibilidades ilimitadas de los hombres y de los vientos.
El viento era curioso, y aquello era algo que él no conocía. Le gustaría conversar sobre aquel asunto, pero no sabía cómo transformar
a los hombres en viento. ¡Y eso que sabía hacer infinidad de cosas! Construía desiertos, hundía barcos, derribaba bosques enteros y paseaba por ciudades llenas de música y de ruidos extraños. Se consideraba ilimitado y, sin embargo, ahí estaba ese muchacho diciéndole que aún había más cosas que un viento podía hacer.
• Es eso que llaman Amor -dijo el muchacho al ver que el viento estaba a punto de acceder a su petición-. Cuando se ama es cuando se consigue ser algo de la Creación. Cuando se ama no tenemos ninguna necesidad de entender lo que sucede, porque todo pasa a suceder dentro de nosotros, y los hombres pueden transformarse en viento. Siempre que los vientos ayuden, claro esta

El viento era muy orgulloso y le molestó lo que el chico decía.
Comenzó a soplar con más fuerza, levantando las arenas del desierto. Pero finalmente tuvo que reconocer que, aun habiendo recorrido el mundo entero, no sabía cómo transformar a los hombres en viento. Y no conocía el Amor.
• Mientras paseaba por el mundo noté que muchas personas hablaban de amor mirando hacia el cielo -dijo el viento, furioso por tener que aceptar sus limitaciones-. Tal vez sea mejor preguntar al cielo.
• Entonces ayúdame -dijo el muchacho-. Llena este lugar de polvo para que yo pueda mirar al sol sin quedarme ciego.
El viento sopló con mucha fuerza, y el cielo se llenó de arena, dejando apenas un disco dorado en el lugar del sol.
Desde el campamento resultaba muy difícil ver lo que sucedía. Los hombres del desierto ya conocían aquel viento. Se llamaba simún, y era peor que una tempestad en el mar (porque ellos no conocían el mar). Los caballos relinchaban y las armas empezaron a quedar cubiertas de arena.
En el peñasco, uno de los comandantes le dijo al general:
• Quizá sea mejor parar todo esto.
Ya casi no podían ver al muchacho. Los rostros seguían cubiertos por los velos azules, pero los ojos ahora transmitían solamente espanto.
• Vamos a poner fin a esto -insistió otro comandante.
• Quiero ver la grandeza de Alá -dijo, con respeto, el general-. Quiero ver cómo los hombres se transforman en viento.
Pero anotó mentalmente el nombre de los dos hombres que habían tenido miedo. En cuanto el viento parase, los destituiría de sus respectivos puestos, porque los hombres del desierto no sienten miedo.
• El viento me dijo que tú conoces el Amor -dijo el muchacho al Sol-. Si conoces el Amor, conoces también el Alma del Mundo, que está hecha de Amor.
• Desde donde estoy puedo ver el Alma del Mundo -dijo el Sol-.

Ella se comunica con mi alma y los dos juntos hacemos crecer las plantas
y caminar en busca de sombra a las ovejas. Desde donde estoy, y estoy muy lejos del mundo, aprendí a amar. Sé que si me aproximo un poco más a la Tierra, todo lo que hay en ella morirá, y el Alma del Mundo dejará de existir. Entonces nos contemplamos y nos queremos, y yo le doy vida y calor y ella me da una razón para vivir.

 

 
 
 
 

 
 

 
         
         
       
       
       
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