EQUIPAMIENTO
La
discriminación
es el odioso punto de partida de este tramo del camino. Palabra
grave y complicada si las hay, porque evoca desprecio, racismo,
exclusión de los otros.
Sin embargo, no es éste el único sentido que tiene la palabra, no es
éste el sentido en el que la uso; hablo de discriminación en cuanto
a conciencia de otredad. Es decir, la capacidad de discriminarse o,
si suena menos lesivo, distinguirse de los otros que no son yo.
Saber que hay una diferencia entre lo que llamo yo y el no-yo.
Que vos sos quien sos y yo soy quien soy.
Que somos una misma cosa, pero no somos la misma cosa.
Que no soy la misma cosa que vos, que soy otro.
Que no soy idéntico a vos y que vos no sos idéntico a mí.
Que somos diferentes. A veces muy diferentes.
Esto es lo que llamo conciencia de otredad o capacidad de
autodiscriminarse.
Y debo empezar por allí, porque así empezó nuestra historia.
Nacimos creyendo que el universo era parte de nosotros, en plena
relación simbiótica, sin tener la más mínima noción de límite entre
lo interno y lo externo.
Durante esta “fusión” (como la llama Winnicott), mamá, la cuna, los
juguetes, la pieza y el alimento no eran para nosotros más que una
prolongación indisoluble de nuestro cuerpo.
Sin necesidad de que nadie nos lo enseñe directa-mente, dice el
mismo Winnicott que la “capacidad innata de desarrollo y de
maduración” con la que nacimos nos llevará a un profundo dolor
(posible-mente el primero): el darnos cuenta, a la temprana edad de
siete u ocho meses, que esa fusión era sólo ilusión. Mamá no
aparecía con sólo desearlo, el chiche buscado no se materializaba al
pensarlo, el alimento no estaba siempre disponible.
Tuvimos que asumir en contra de nuestro deseo narcisista que entre
todo y nosotros había una distan-cia, una barrera, un límite,
materializado en lo que aprendimos después a llamar nuestra propia
piel.
Aprendimos sin quererlo la diferencia entre el adentro y el afuera.
Aprendimos a diferenciar entre fantasía y realidad.
Aprendimos a esperar y, por supuesto, a tolerar la frustración.
Pasamos del vínculo indiscriminado e ilusoriamente omnipotente a la
autodiscriminación y el proceso de individuación.
Una vez que puedo separarme comienzo progresivamente a construir lo
que los técnicos llaman mi identidad, el self, el yo.
Aprendo a no confundirme con el otro, a no creer que el otro siente
o debe sentir necesariamente igual que yo, los demás no piensan ni
deben pensar como yo. Que el otro no está en este mundo para
satisfacer mis deseos ni para llenar mis expectativas.
Discriminado, confirmo definitivamente que yo soy yo y vos sos vos.
Recién entonces puedo avanzar en este tramo para tomar la dirección
del autoconocimiento.
Y digo tomar la dirección, no conquistar. Porque saber que vos no
sos yo y que yo no soy vos no alcanza para saber quién soy. La
autodiscriminación es necesaria, pero no es suficiente.
Acceso al autoconocimiento
El autoconocimiento consiste, sobre todo, en ocuparme de trabajar
sobre mí para llegar a descubrir —más que construir— quién soy,
tener claro cuáles son mis fortalezas y cuáles mis debilidades, qué
es lo que me gusta y qué es lo que no me gusta, qué es lo que quiero
y qué es lo que no quiero.
El “conócete a ti mismo” es uno de los planteos más clásicos y
arquetípicos de los pensadores de todos los tiempos. El asunto —de
por sí desafiante— es en verdad muy difícil, y está en el origen de
una gran cantidad de planteos filosóficos, existenciales, mora-les,
éticos, antropológicos, psicológicos, etc.
Tomar conciencia de quién soy es, para mí, el resultado de una
desprejuiciada mirada activamente dirigida hacia adentro para poder
reconocerme.
Este reconocimiento de quién soy adquiere aquí el sentido de saberse
uno mismo, no el de las cosas que pienso o creo que soy.
Porque hay una diferencia importante entre creer y saber.
Pensemos. Si digo: “Yo creo que mañana vuelvo a Buenos Aires”,
necesariamente estoy admitiendo que pueden pasar cosas en el medio,
que acaso algo me lo impida. Pero si digo: “Yo sé que mañana va a
salir el sol”, tengo certeza de que va a ser así. Aunque el día
amanezca nublado, mañana va a salir el sol. Lo sé.
Siempre que digo “sé” estoy hablando de una convicción que no
requiere prueba ni demostración.
Cuando digo “creo” apuesto con firmeza a eso que creo.
En cambio, cuando digo “sé”, no hay apuesta.
Claro, uno puede saber y puede equivocarse, puede darse cuenta que
no sabía, que creía que sabía y aseguraba que era así con la firmeza
y la convicción para decir “sé” y descubrir más tarde el error
cometido. No hay contradicción; cuando yo hablo de “saber” me
refiero a esa convicción, no al acierto de la aseveración.
El autoconocimiento es la convicción de saber que uno es como es.
Y como dije, esto implica mucho trabajo personal con uno mismo.
¿Cuánto? Depende de las personas, pero de todos modos, siempre
estamos sabiéndonos un poco más.
A mí me llevó mucho tiempo y mucho trabajo empezar a saber quién era
(debe ser por la gran superficie corporal para recorrer...). Otros
lo hacen más rápido. Pero no es algo que se haga en una semana.
Hay que trabajar con uno.
Hay que observarse mucho.
Evidentemente, esto no quiere decir que haya que mirarse todo el
tiempo, pero sí mirarse en soledad y en interacción, en el despertar
de cada día y en el momento de cerrar los ojos cada noche, en los
momentos más difíciles y en los más sencillos.
Mirar lo mejor y lo peor de mí mismo.
Mirarme cuando me miro y ver cómo soy a los ojos de otros que
también me miran.
Mirarme en la relación con los demás y en la manera de relacionarme
conmigo mismo.
Misteriosamente, para saber quién soy, hace falta poder escuchar.
Uno puede mirarse las manos, el dorso y el anverso; uno puede, con
un poco de esfuerzo, mirarse los co-dos o los talones; algunos la
planta del pie. Pero hay partes de uno que nos definen, como por
ejemplo la cara, que nunca podremos ver a ojo desnudo. Para verla
necesitamos un espejo, y el espejo de lo que somos es el otro, el
espejo es el vínculo con los demás.
Cuanto más cercano y comprometido es el vínculo, más agudo, cruel y
detallista el espejo
Decimos con Silvia Salinas en
Amarse con los ojos abiertos
que el mejor espejo es tu pareja, el que te refleja con más claridad
y más precisión.
Pero más allá de tu pareja, hay miles y miles de espejos en los
cuales te mirás para saber quién sos. Estos espejos no deben
configurar tu identidad, pero pueden ayudar a que vos completes tu
imagen.
Si todo el mundo me dice que soy muy agresivo, yo no puedo vivir
gritando: “¡No, el agresivo sos vos!”, sin si-quiera preguntarme qué
hay de cierto en este comentario.
No digo aceptar de entrada toda observación, venga de quien venga.
Pero sí preguntarnos si aquello que nuestros amigos nos dicen no
tiene algo de cierto, aunque no lo podamos percibir a simple vista.
Es muy gracioso cómo uno puede no escuchar lo que el otro dice.
Si todos me dicen que estoy muy gordo, será bueno considerar esta
observación.
Para poder sabernos, es necesario mirarnos mucho y es-cuchar mucho
lo que los otros ven en nosotros.
Y para poder escuchar, es decir, para que el otro pueda hablar, hace
falta que uno se anime a mostrarse.
Así, transitar la senda del autoconocimiento implica que yo me anime
a mostrarme tal como soy, sin esconderme, sin personajes, sin
turbiedades, sin engaños, y que participe del feedback
generado por haberte mostrado lo que soy.
Cuanto más te muestre de mí y más te escuche, más voy a
saber de mí.
Y cuanto más sepa de mí, de mejores maneras voy a estar a cargo de
mi persona.
Y cuanto mejor esté a cargo de mi persona, menos dependiente seré
del afuera.
“¿No es una contradicción? ¿Escuchando tanto no me vuelvo más
dependiente?”
No, no es ninguna contradicción.
Es un aprendizaje del camino.
Nunca dependiendo de la palabra de los otros, pero
siempre escuchándola.
Nunca obedeciendo el consejo de los demás, pero siempre teniéndolo
en cuenta.
Nunca pendiente de la opinión del afuera, pero siempre registrándola
con claridad.
Un hombre trabaja en el jardín de su casa.
Un joven pasa en moto y le grita:
—¡¡Cornuuuuudoooo!!
El hombre gira lentamente la cabeza y ve alejarse al joven en su
moto a toda velocidad.
Sigue con su trabajo y, a los cinco minutos, el mismo joven pasa en
la moto y le grita:
—¡¡Cornuuuuudoooo!!
El hombre levanta rápidamente la vista para ver alejarse, otra vez,
la espalda del motociclista.
Menea la cabeza de lado a lado y, con la frente gacha, entra en la
casa. Va hasta la cocina y encuentra a su esposa que está cortando
unas verduras. Le pregunta:
—¿Vos andás en algo raro, che?
—¿A qué viene eso? —pregunta la esposa.
—No, lo que pasa es que hay un tipo que a cada rato pasa en una moto
y me grita cornudo y entonces...
—¿Y vos le vas a prestar atención a lo que cualquier idiota
desconocido te grite?
—Tenés razón, querida, disculpame...
Le da un beso en la mejilla y vuelve al jardín.
A los diez minutos, pasa el de la moto y le grita:
—¡¡¡Cornudo y alcahueteeeeeee!!!
No hay caso. Hay que escuchar.
Para transitar el camino de la autodependencia, debo darme cuenta en
esta etapa que con un solo espejo donde mirarme no alcanza; tengo
que acostumbrarme a mirarme en todos los espejos que pueda
encontrar.
Y es cierto que algunos espejos me muestran feo.
Un hombre camina por un sendero y encuentra al costado, sobre la
hierba, un espejo abandonado.
Lo levanta, lo mira y dice:
“Qué horrible, con razón lo tiraron”.
El primer paso en el camino del crecimiento es volverse un valiente
conocedor de uno mismo. Un conocedor de lo peor y lo mejor de mí.
Cuando yo hablo de esto, mucha gente me pregunta si ocuparse tanto
tiempo de conocerse no es demasiado individualista.
Yo creo que no, aunque confieso que mi desacuerdo se dirige más a la
palabra “demasiado” que a la palabra “individualista”. Porque
individualista sí soy, y encima ni me avergüenzo.
Por mi parte, estoy convencido de que solamente si me conozco voy a
poder transitar el espacio de aportarte a vos lo mejor que tengo.
Solamente conociéndome puedo pensar en vos.
Creo que es imposible que yo me ocupe de conocerte a vos antes de
ocuparme de mí.
Es innegable que yo voy a poder ayudar más cuanto más sepa de mí,
cuanto más camino tenga recorrido, cuanta más experiencia tenga,
cuantas más veces me haya pasado lo que hoy te pasa.
Por supuesto, hay miles de historias de vida de personas que han
ayudado a otra gente sin ningún conocimiento, con absoluta
ignorancia y portando como única herramienta el corazón abierto
entre las manos. Son los héroes de lo cotidiano.
Es verdad. No todo es la cabeza, no todo es el conocimiento que se
tiene de las cosas. Saberme no es imprescindible para poder ayudar,
sin embargo, suma.
Y yo sigo apostando a sumar.
Sigo creyendo que es muy difícil dar lo que no se tiene.
Darse cuenta
Mi idea del autoconocimiento empieza por recordar que:
No es que uno tenga un cuerpo, sino que uno es un cuerpo.
No es que uno tenga emociones, sino que uno es las emociones que
siente.
No es que uno tenga una manera de pensar, sino que uno es su manera
de pensar.
En definitiva, que cada uno de nosotros es sus pensamientos, sus
sentimientos, su propio cuerpo y es, al mismo tiempo, algo más: su
esencia.
Cada uno de nosotros debe saber que es todo aquello que la alegoría
del carruaje nos ayuda a integrar.
Si pretendo saberme, debo empezar por mirarme con una mirada
ingenua.
Sin prejuicios, sin partir desde ningún preconcepto de cómo debería
yo ser.
Nunca podré saberme si me busco desde la mirada crítica.
Es bastante común y, digo yo, bastante siniestro, analizar
nuestras acciones y pensamientos con frases del estilo:
“¡Qué tarado que soy!”
“Tendría que haberme dado cuenta...”
“¿Cómo puedo ser tan estúpido?”
“¡¡Me quiero matar!!”
Etc., etc.
Yo digo que si uno pudiera transformar eso en una actitud más
aceptadora, más cuidadosa, si uno pudiera decir:
“Me equivoqué. La próxima vez puedo tratar de hacerlo mejor...”
“Quizá sea bueno tomar nota de esto...”
“Lo hice demasiado a la ligera, mi ansiedad a veces no me sirve...”
“De aquí en adelante voy a buscar otras alternativas...”
Entonces los cambios serían paradójicamente más posibles.
Nadie hace un cambio desde la exigencia.
Nadie se modifica de verdad por el miedo.
Nadie crece desde la represión.
Qué bueno sería dejar de estar ahí, criticones y reprochadores...
Este es el único camino porque, en realidad, yo voy a tener que
estar conmigo por el resto de mi vida, me guste o no. Corta o larga,
mucha o poca, es mi vida, y voy a tener que estar a mi lado.
La palabra amigo se deriva de la suma de tres monosílabos:
a-me-cum.
Aquel que está al lado, conmigo.
Qué bueno sería enrolarnos en esa lista.
Ya que voy a estar conmigo para siempre, qué bueno sería, entonces,
ponerme conscientemente de mi lado...
Ya que estoy conmigo desde el principio y nadie sabe más de mí que
yo (nadie, ni siquiera mi terapeuta), qué bueno sería ser un buen
amigo de mí mismo, estar al lado mío haciendo y pensando en lo mejor
para mí.
Querer hacer de mí mismo algo diferente de lo que soy no es el
camino de saberse, es el camino de cambiarse. Y te digo desde ya lo
que alguna vez repetiré más extensamente: intentar cambiarse no
construye, es el camino equivocado, es un desvío, es una pérdida del
rumbo.
El camino de saberse empieza en aceptar que soy este que soy, y
trabajar partiendo de lo que voy descubriendo para ver qué voy a
hacer conmigo, para ver cómo hago para ser mejor yo mismo, si es que
me gusta ser mejor, pero sabiendo que está bien ser como soy, y en
todo caso, estará mejor si puedo asistir a ese cambio.
A veces el cambio es explorar una ruta que nadie antes ha recorrido.
Permítanme poner como ejemplo mi propia experiencia en un área
quizás poco trascendente, pero que me servirá como ejemplo:
En mi propio camino de autoconocimiento, me di cuenta que la gente
se fastidiaba conmigo cuando yo no sabía contestar a la simple
pregunta: “¿A qué te dedicás?”.
No me sentía cómodo diciendo médico, ni psiquiatra, ni
psicoanalista, ni psicoterapeuta. Así que descartaba todos esos
calificativos.
Si bien tengo título de Médico, un médico es alguien que cura
a la gente, y hace mucho comprendí que, por lo menos yo, nunca curé
a nadie (cuanto mucho, alguien se curó a sí mismo al lado mío).
Psiquiatra
ya no soy, porque un médico psiquiatra es alguien que se dedica a
trabajar con enfermedades psiquiátricas, y si bien me entrené en la
especialidad y trabajé durante más de diez años en hospitales e
instituciones psiquiátricas como médico de planta, hace mucho tiempo
que ya no lo hago.
Psicoanalista
nunca llegué a ser porque en ningún momento apoyé mi trabajo en esa
escuela: el psicoanálisis.
Psicoterapeuta
podría ser, pero tampoco me dedico a hacer todo el tiempo
psicoterapia, y encima la palabra terapeuta se refiere a la atención
de los enfermos y yo trabajo más tiempo con pacientes sanos que con
enfermos que sufren.
¿Qué hacer?
Mirar. Mirarme. Darme cuenta que aquello que yo sabía de mí no se
correspondía con ninguna profesión que yo conociera y aceptar que no
podía definir mi trabajo con alguna de las palabras mencionadas que
los demás se ocupaban de colgar de mí. Pero escuchaba su reclamo y
su necesidad de saber a qué me dedicaba.
Esta demanda me ayudó a saber que también yo necesitaba definirme.
Ya me había discriminado, no era lo que los demás eran, pero ¿qué
era?
Así que tuve que buscar una nueva manera de definirme.
Y la encontré: ayudador profesional.
Lo de ayudador por la ayuda, y lo de profesional
porque estoy entrenado para el trabajo y cobro por hacerlo. No tiene
que ver con ninguna otra cosa, no es porque “profese” alguna
doctrina, sino porque dicho en buen romance, de eso vivo.
Algunos colegas critican mi definición porque opinan que la palabra
ayudador no suena muy formal (ellos también se discriminan de
mí, ¡¡bravo!!), y la verdad es que no es una opinión tan errada,
sobre todo en la medida en que yo me ocupo arduamente de no ser
formal.
Por otra parte, aunque a la gente no le guste, a mí me parece
hermosa la palabra ayudador, creo que tiene mucho que ver con
mi postura sobre el sentido de trabajar en salud mental.
El modelo gestáltico de terapia fue inventado por Fritz Perls.
Al principio de su carrera, Perls empezó diciendo que él no podía
curar a los pacientes y que, en lugar de la curación, él solamente
podía ofrecerles el amor, que todo lo demás lo tenían que hacer
solos. Más adelante les dijo que lo único que podía darles era
herramientas, algunos recursos para que ellos se curaran a sí
mismos.
En los últimos años de Esalem, cuando los pacientes lo iban a ver,
Fritz les decía:
“Yo no tengo los recursos, y no tengo más amor para darte, no puedo
darte ninguna cosa que no sepas, ni quiero hacerme responsable de tu
sanación, lo único que puedo ofrecerte es un lugar donde vos, solo,
vayas aprendiendo a ayudarte.”
Esta idea me parece muy importante y muy fuerte, porque a partir de
allí, el vínculo que se establece entre el profesional y el paciente
es nada más (y nada menos) que una herramienta para que éste se
ayude a sí mismo.
A esto me refiero cuando digo que soy ayudador profesional.
Mi profesión consiste en ofrecer ayuda a otros a partir de haber
leído algunas cosas que ellos no han leído ni experimentado. Esto es
en realidad lo único que hago, ayudar a que te cures, a que crezcas,
a que madures, a que te mires. Esto no es ni mucho ni poco, no lo
digo con vanidad ni con modestia, lo digo porque de verdad creo que
es así.
A partir de esto que digo, a veces se me pregunta si puede
considerarse terapéutico hablar sobre los problemas de uno con un
amigo.
Yo creo que sí. Estoy seguro de que una charla con un buen amigo
puede ser muy terapéutica. En todo caso, lo triste es pensar que a
veces alguien pueda llegar a un consultorio terapéutico porque no
tiene amigos.
¿Quiere decir que los terapeutas no hacen falta?
No, en muchos casos, el lugar del psicoterapeuta no puede ser
reemplazado por un amigo, así como los amigos cumplen funciones que
no pueden ser reemplazadas por un terapeuta.
Y esta especificidad no tiene nada que ver con la supuesta
objetividad del terapeuta, nadie es objetivo. No se engañen ni se
dejen engañar. Para tener una visión objetiva tendríamos que ser un
objeto. Si uno es un sujeto está condenado a dar solamente su propia
visión subjetiva.
Por lo tanto, lo que un terapeuta, un ayudador, un psicólogo o un
analista pueden dar es una mirada subjetiva desde el lugar de
terapeutas, y éste es un lugar diseñado en función del paciente para
que él aprenda a ayudarse o a curarse a sí mismo.
Más que esto, me parece que nadie puede hacer.
Así fue como el hecho de poder escuchar el fastidio ajeno y
registrar mi propia incomodidad me condujo a un lugar confortable de
acompañarme a mí mismo. Lo poco académica que suena la palabra
ayudador es justa-mente el punto: tiene mucho que ver conmigo y
con mi manera poco académica de pensar estas cosas.
Para hacer lo que hoy hago, el haber estudiado medicina o el ser
psiquiatra es casi un hecho accidental. Ciertas cosas que yo aprendí
estudiando medicina y algunas de las que aprendí siendo psiquiatra
me han servido de mucho, y otras no tanto. Muchas cosas las aprendí
caminando por la calle, vendiendo medias en una estación de tren,
estudiando teatro o disfrazándome de payaso para los chicos
internados en el Instituto del Quemado.
En el camino profesional aprendí (como todos) más de mis pacientes
que de mis colegas.
Aprendí a no desechar ninguna posibilidad de explorar mi interior,
menos aún la que me brindaron los infinitos espejos de las miradas
de los demás.
Es decir, creo que cualquiera de nosotros debería poner al servicio
de lo que hace todo lo que tiene, y de eso se trata este tramo del
camino. De poner a disposición todos los recursos con los que cada
uno cuenta.
Si es un recurso mío haber sido médico alguna vez, me parece que
debería utilizar este recurso; si es un recurso mío haber estudiado
teatro algún día para poder hacer esta cosa histriónica de contar un
cuento, sería bueno que yo lo usara; si es un recurso mío haber
viajado por algunas provincias del interior, haber hecho campamento
o haber vivido en algún momento en un kibutz, seguramente es bueno
para mí utilizar estos recursos para poder transmitir lo que he
aprendido.
No hay que desechar lo aprendido por no estar conformes hoy con la
situación vinculada a ese aprendizaje. Por ejemplo, si adquiriste tu
capacidad de convencer a otros cuando eras vendedor, y hoy no
trabajás como vendedor, la capacidad adquirida la podés usar para
otras cosas que hoy te interesen, más allá de ser o no vendedor. Por
ejemplo, para conseguir que tus alumnos comprendan mejor el difícil
punto de la materia que estás explicando.
Es increíble cómo muchas personas reniegan de algunos recursos que
tienen porque están enojadas con el tiempo, la circunstancia o el
lugar donde los aprendieron. Simplemente no quieren utilizarlos. Si
aprendieron a jugar al tenis con Fulana, y ahora están peleados con
Fulana, entonces no juegan más al tenis.
¡¡¡Qué ridículo!!!
En cuanto a las parejas ocurre lo mismo. Pirulo se separa en una
situación conflictiva, entonces resulta que todo lo que aprendió y
consiguió en esa relación de pareja ahora lo abandona, quiere
deshacerse de ello como si por haberlo aprendido en esa situación
ahora ya no le pudiera servir. Estas personas no se dan cuenta que
los recursos internos son justamente eso, internos, y por ende, le
pertenecen a cada uno.
Un señor va a visitar a un sabio y le dice:
—Yo quiero que me enseñes tu sabiduría porque quiero ser sabio;
quiero poder tomar la decisión adecuada en cada momento. ¿Cómo hago
para saber cuál es la respuesta indicada en cada situación?
Entonces, el sabio le dice:
—En lugar de contestarte te voy a hacer una pregunta: Por una
chimenea salen dos señores, uno de ellos con la cara tiznada y el
otro con la cara limpia, ¿cuál de los dos se lava la cara?
—Bueno, eso es obvio —dice el hombre—, se lava la cara el que la
tiene sucia.
Y el sabio le contesta:
—No siempre lo obvio es la respuesta indicada. Andá y pensá.
El hombre se va, piensa durante quince días y regresa contento para
decirle al sabio:
—¡Qué estúpido fui! Ya me di cuenta: el que se lava es el que tiene
la cara limpia. Porque el que tiene la cara limpia ve que el otro
tiene la cara sucia y entonces piensa que él mismo también la tiene
sucia. Por eso se lava. En cambio, el que tiene la cara sucia ve que
el otro tiene la cara limpia y piensa que la de él también debe
estar limpia. Por eso no se lava.
—Muy bien —agrega el sabio—, pero no siempre la inteligencia y la
lógica pueden darte una respuesta sensata para una situación. Andá y
pensá.
El hombre regresa a su casa a pensar. Pasados quince días vuelve y
le dice al sabio:
—¡Ya sé! Los dos se lavan la cara. El que tiene la cara limpia, al
ver que el otro la tiene sucia, cree que la suya también está sucia
y por eso se lava. Y el que tiene la cara sucia, al ver que el otro
se lava la cara piensa que él también la tiene sucia y entonces
también se la lava.
El sabio hace una pausa y luego añade:
—No siempre la analogía y la similitud te sirven para llegar a la
respuesta correcta.
—No entiendo —dice el hombre.
El sabio lo mira atentamente y le dice:
—¿Cómo puede ser que dos hombres bajen por una chimenea, uno salga
con la cara sucia y el otro con la cara limpia?
La mayor parte de las veces, para encontrar la respuesta correcta lo
único que hace falta es el sentido común.
Y es el sentido común el que, sin lugar a dudas, nos grita desde
nuestro yo interno más sabio: ¡Utilizá todo lo que tenés para
redoblar tu posibilidad de llegar adonde querés!
A todo esto que tenemos lo llamo recursos.
Así como el curso de un río es el lecho por el que el río corre, el
curso de una vida es el camino por el que esa vida transcurre. Desde
este punto de vista, toda herramienta que permite retomar el curso,
recuperar el rumbo, reencontrar el camino o encontrar nuevas salidas
ante las situaciones a resolver, es un recurso.
En nuestra vida nos encontramos con obstáculos que nos impiden el
paso. Si uno quiere seguir avanzando va a tener que despejar el
camino para continuar por él o encontrar otro curso para seguir. Es
interesante asociar el término recurso con el verbo
recurrir, porque de verdad es una asociación que mucha gente no
puede hacer fácilmente.
Un recurso es un elemento interno o externo al cual nosotros
recurrimos, es tomar de nuestra reserva la herramienta guardada para
lograr un fin determinado, que puede ser disfrutar algo, solventar
una dificultad, traspasar un obstáculo, encontrarse de cara con una
situación, solucionar un problema.
Un recurso es toda herramienta
de la cual uno es capaz de valerse
para hacer otra cosa; para enfrentar, allanar
o resolver las contingencias
que se nos puedan presentar.
En cierto modo, la mayoría de las herramientas nos vienen dadas,
están disponibles, sin embargo algunas otras hay que fabricarlas.
Una de las diferencias entre los animales superiores y el hombre es
la capacidad excluyente de éste de fabricar algunas herramientas
utilizando otras herramientas. Un mono puede agarrar un palo para
cazar algunas hormigas, una paloma puede valerse de ramas para hacer
un nido, pero lo que ningún animal puede hacer es fabricar una
herramienta a partir de otra.
Hay muchos tipos de herramientas:
Algunas sirven para muchos fines y otras son muy específicas.
Algunas son simples y rudimentarias y otras extremadamente
sofisticadas y difíciles de describir.
Algunas están siempre disponibles y otras hay que salir a
conseguirlas.
Hay, por fin, algunas herramientas que se pueden usar intuitivamente
desde la primera vez que uno las descubre; sin embargo, hay otras
que habrá que aprender a utilizarlas.
Yo puedo tener una herramienta, pero si no sé usarla no me sirve.
¿Cómo podría servirme de una sierra eléctrica si no sé cómo se
prende, cómo se usa, cómo se manipula? Lo más probable es que me
lastime, que en lugar de hacer una cosa en mi beneficio haga algo
que me perjudique.
Estas herramientas pertenecen a dos grandes grupos: recursos
externos y recursos internos.
Ya hemos visto que desde muy pequeños hemos sido forzados a aprender
qué es adentro y qué es afuera. No obstante, la mayoría de los
pacientes que visitan un consultorio terapéutico sobreviven a un
cierto grado de falta de conciencia en este punto. Y la consecuencia
es nefasta. Se viven como propios algunos hechos y situaciones que
en realidad son externos, o más frecuentemente, ven colocado afuera
algo que en realidad está sucediendo adentro.
Por ello, es necesario hacer esta aclaración:
A todos aquellos recursos que están de la piel para adentro los
llamaré internos, y a todos los que están de la piel para
afuera, externos.
Recursos externos
Los recursos externos son aquellas cosas, instituciones y personas
que, desde afuera, me pueden ayudar a retomar el camino perdido.
La casa donde yo vivo, mi trabajo, el auto, el dinero de mi cuenta
bancaria, son las cosas que forman parte de mis recursos externos.
Si nosotros no contáramos con este recurso no podríamos solucionar
muchas cosas. Ante un problema, por ejemplo, tenemos que hacer un
gasto porque saltó la instalación eléctrica, ¿qué hacemos? Nuestros
ahorros, nuestras reservas, son el recurso que utilizamos para
resolver este problema.
En cuanto a las instituciones, aunque yo no me atienda en el
hospital que hay a cinco cuadras de mi casa, ese hospital es un
recurso; la obra social a la cual pertenezco es un recurso, la use o
no, puedo valerme de ella. Otro tanto pasará con la facultad donde
estudié, la biblioteca de mi barrio o la comisaría de mi zona.
Volviendo al ejemplo del gasto imprevisto, si mis ahorros no
alcanzan (o no existen) puedo ir al banco más cercano a pedir un
crédito.
También las personas pueden ser recursos. Nuestros amigos, maestros
y familiares son algunas de las personas a las que solemos recurrir.
Quizás alguno de ellos pueda prestarme el dinero si el banco me lo
niega. Y quizás más todavía, mi amigo Alfredo, que es tan
habilidoso, me quiera dar una mano para hacerlo.
Un ejercicio interesante puede ser anotar en una hoja los recursos
externos que yo tengo, y sobre todo, quiénes son las personas de mi
mundo con las que cuento y para qué cuento.
Con algunas personas cuento para divertirme, con otras para charlar,
para que me den un abrazo cuando lo necesito, para que me presten
dinero, para que me cobijen o me protejan o para que me den un buen
consejo económico. En fin, esto es infinito. Les sugiero que
investiguen con quiénes cuentan y para qué en cada caso.
Como es un ejercicio de uno para con uno, no hay necesidad de
mentir. Al hacer esta lista es probable que nos llevemos algunas
sorpresas. Por ejemplo, que una persona figure muchas veces; que
alguien que a priori uno pensaba que no iba a figurar, figure
tercero; que otro que uno había pensado que seguramente figuraría,
no figure ni último...
A veces es necesario tener el coraje de pedir ayuda a alguien
que representa un recurso externo. Una situación sin resolverse
queda flotando, y una cantidad de nuestra energía quedará atrapada
en esa situación y no se podrá seguir adelante.
Hay que aprender a pedir ayuda sin depender y hay que aprender a
recibir ayuda sin creer que uno está dependiendo.
Cuidado...
Recibir ayuda no es lo mismo que depender.
Recursos internos
En el fondo de mi casa hay un cuarto de herramientas. Tengo allí
todas las herramientas que podría necesitar para las tareas con las
que me enfrento a diario.
¡Es increíble! Hubo una época de mi vida en la que todavía no había
descubierto la existencia de este cuarto del fondo. Yo creía que en
mi casa simplemente no había un lugar para las herramientas. Cada
vez que necesitaba hacer algo tenía que pedir ayuda a alguien o
pedir prestada la herramienta necesaria. Me acuerdo perfectamente el
día del descubrimiento:
Yo venía pensando que debía tener siempre a mano las herramientas
que más usaba y estaba dispuesto a hacerme de ellas, pero me quedé
pensando que antes debía encontrarles un lugar en mi casa para poder
guardarlas. Recordaba con nostalgia el cuartito de chapa del fondo
de la casa de mi abuelo Mauricio y tenía muy presente mi inquietud
de aquel día en que llegué a casa con MI primera herramienta. Me
desesperaba pensar que se me podía perder si no le encontraba un
lugar. Al final, por supuesto, la había apoyado en un estante
cualquiera y todavía recuerdo en los puños la bronca de no
encontrarla cuando la necesitaba y tener que ir a buscarla a las
casas de otros como si no la tuviera.
Así fue que salí al fondo pensando en construir un cuartito pequeño
en el rincón izquierdo del jardín. Qué sorpresa fue encontrarme allí
mismo, en el lugar donde yo creía que debía estar mi cuarto de
herramientas, con una construcción bastante más grande que la que yo
pensaba construir. Un cuarto que después descubrí, estaba lleno de
herramientas.
Ese cuarto del fondo siempre había estado en ese lugar y, de hecho,
sin saber cómo, mis herramientas perdidas estaban ahí perfectamente
ordenadas al lado de otras extrañas que ni sabía para qué servían y
algunas más que había visto usar a otros pero que nunca había
aprendido a manejar.
No sabía todavía lo que fui descubriendo con el tiempo, que en mi
cuarto del fondo están TODAS las herramientas, que todas están
diseñadas como por arte de magia para el tamaño de mis manos y que
todas las casas tienen un cuarto similar.
Claro, nadie puede saber que cuenta con este recurso si ni siquiera
se enteró de que tiene el cuartito; nadie puede usar efectivamente
las herramientas más sofisticadas si nunca se dio el tiempo para
aprender a manejarlas; nadie puede saberse afortunado por este
regalo mágico si prefiere vivir pidiéndole al vecino sus
herramientas o disfruta de llorar lo que dice que a su casa le
falta.
Desde el día del descubrimiento no he dejado de pedir ayuda cada vez
que la necesité, pero la ayuda recibida siempre terminó siendo el
medio necesario para que, más tarde o más temprano, me sorprendiera
encontrando en el fondo mi propia herramienta y aprendiera del otro
a usarla con habilidad.
Los recursos internos son herramientas comunes a todos, no hay nadie
que no los tenga.
Uno puede saber o no saber que los tiene, uno puede haber aprendido
a usarlos o no.
Podrás tener algunas herramientas en mejor estado que otros, que a
su vez te aventajarán en otros recursos. Pero todos tenemos ese
“cuartito de herramientas” repleto de recursos, suficientes, digo
yo, si nos animamos a explorarlo...
La seducción, por ejemplo, es un recurso prioritario e importante,
una herramienta que mucha gente cree que no tiene. Y yo digo: “No
buscó bien”. En la relación con los otros, si uno no puede hacer uso
de este recurso, de verdad, le va mal. Alguien que no puede hacer
uso ni siquiera mínimamente de su seducción, no sólo no puede
conseguir una pareja, tampoco podrá lograr un crédito en un banco o
un descuento en una compra.
Seducir no es “levantarse” a alguien, seducir tiene que ver con
generar confianza, simpatía, con generar una corriente afectiva
entre dos personas. Seducir tiene que ver con la afectividad de
todas las relaciones interpersonales. Muchos piensan que la
seducción es un don natural, y en parte es cierto, pero también es
un don universal y entrenable.
Autoconciencia y darse cuenta
El camino del crecimiento personal empieza por el autoconocimiento,
y éste por la autoconciencia, que es también el primero y el
principal de los recursos internos.
Cuanto más hábil sea yo en el uso de esta herramienta, más rápido
avanzaré por el camino y más efectivo será mi accionar.
Pero uno va aprendiendo que hay herramientas que se combinan,
recursos que se suman y optimizan. El ser consciente de mí hay que
relacionarlo con la capacidad de darse cuenta del afuera. Es decir,
si yo no puedo darme cuenta de lo que está pasando, no puedo hacer
ninguna evaluación, no puedo razonar, no puedo hacer ningún
pronóstico, no puedo elaborar la acción que a mí me conviene
realizar.
Cuentan que había un papá que tenía un hijo que era un poco tonto.
Llama al hijo y le dice:
—¡Vení para acá! ¡Andá hasta el almacén y fijate si yo estoy ahí!
—Sí, papá —dice el nene.
El padre le comenta a su amigo:
—¿Te das cuenta? Es tan tonto que no ve que si estoy acá no puedo
estar allá.
Entretanto, el nene se encuentra con un amiguito que le dice:
—¿Adónde vas?
—Voy hasta acá a la esquina, mi papá me mandó a ver si estaba ahí.
¡Es tan bobo mi papá! ¿Cómo me va a mandar a ver si está en la
esquina?
Y el amiguito le dice:
—Claro, ¡podría haber hablado por teléfono
Asertividad
Después del darse cuenta de uno mismo, para mí el recurso más
importante es la capacidad de defender el lugar que ocupo y la
persona que soy, la fuerza que me permite no dejar de ser el que soy
para complacer a otros. Me refiero a la capacidad que tiene cada uno
de nosotros para afirmarse en sus decisiones, tener criterio propio
y cuidar sus espacios de invasores y depredadores. En psicología se
llama asertiva a aquella persona que, en una reunión, cuando todos
están de acuerdo en una cosa, puede decir, siendo sincero y sin
enojarse: “Yo no estoy de acuerdo”.
No estoy hablando de ser terco, estoy hablando de mostrar y defender
mis ideas. Estoy hablando también, por extensión, de la capacidad
para poner límites, de la valoración de la intuición y de la validez
de la propia percepción de las cosas. Estoy hablando de no vivir
temblando ante la fantasía de ser rechazado por aquellos con los
cuales no acuerdo. Estoy hablan-do, finalmente, del coraje de ser
quien soy.
Emociones
Para hablar de sentimientos vamos a tener que ponernos de acuerdo
sobre su significación. Como su nombre lo indica, una emoción
(emoción) es un impulso a la acción. Cada respuesta afectiva es la
antesala de la movilización de energía que necesito para ponerme en
movimiento. Por eso los afectos son parte de los recursos internos,
cuento con ellos para destrabarme.
¿Cuáles son estos recursos afectivos?
Todo aquello que soy capaz de sentir, todo, las llamadas buenas y
las llamadas malas emociones, lo positivo y lo negativo (?), desde
el amor hasta el odio, desde el rechazo hasta el deseo. Entran allí
las escalas de valores, la voluntad, la atracción, la tristeza, los
miedos, la culpa y, por supuesto, el propio amor del que hablamos.
Cuando yo estudiaba la Biblia con el rabino Mordejai Ederi, él solía
llamarnos la atención sobre algunas aparentes contradicciones en el
texto sagrado, esto es, pasajes en los cuales se decía una cosa y
pasajes que más adelante parecían decir (o literalmente decían) otra
distinta. Mordejai siempre aludía a que estas contra-dicciones
estaban hechas a propósito para poder mostrar algo. Recuerdo que él
citaba un pasaje bíblico que dice: “Sólo se puede amar aquello que
se conoce” y otro que establece: “Sólo se puede conocer aquello que
se ama” (y lo peor de todo es que ambos suenan lógicos y
consistentes). La pregunta que Mordejai nos instaba a hacernos era
obvia: ¿Cómo es, primero se conoce y después se ama o primero se ama
y después se conoce?
Aprendimos de su mano que esta contradicción quizás esté allí para
indicar que ambas cosas suceden al mismo tiempo, porque uno conoce y
ama al mismo tiempo, y cuanto más conoce más ama y cuanto más ama
más puede conocer. Dicho de otra manera, no puedo amar algo que no
conozco y no puedo conocer algo que no amo.
El amor es en sí mismo un camino que habrá que recorrer de principio
a fin, pero por ahora tan sólo quiero establecer la necesidad de
saber que necesito de mi capacidad afectiva para darme cuenta del
universo en el que vivo. ¿Cómo podría tener ganas de tomarme el
trabajo y correr los riesgos de salir a conocer el mundo si no me
sintiera capaz de amarlo?
Ya dijimos que un recurso es una herramienta interna que nos permite
retomar el camino.
El amor es entonces una herramienta privilegiada para conectarme con
el deseo de seguir el curso.
Las emociones se sienten más allá de que a uno le guste o no
sentirlas, más allá de que quiera sentirlas con más o menos fuerza,
más allá de la propia decisión. Sin embargo, si bien no puedo ser
dueño de mis sentimientos, sí puedo ser dueño de lo que hago con mis
sentimientos, adueñarme de ellos, y ese adueñarme responsablemente
de lo que siento quizás sea la verdadera herramienta.
Aceptación
Si uno va al diccionario, conformar quiere decir adaptarse a
una nueva forma y también adoptar una cosa la forma de otra. Digo
yo, entonces, que conformarse debe tener para nosotros también dos
significados: uno fuerte y constructivo y otro oscuro y destructivo.
La manera positiva del conformarse se llama aceptación y la manera
negativa se llama resignación. Yo puedo conformarme aceptando las
cosas como son, o puedo conformarme resignándome a que las cosas
sean como son.
Cuando yo acepto, digo:
“Esto es así, cómo hago para seguir adelante con esta realidad”.
En cambio, cuando me resigno, lo que hago es apretar los dientes y
decir: “¡La puta que lo parió, es así y me la tengo que bancar!”
Esta diferencia se basa en que el conformismo de la aceptación
implica la serenidad de la ausencia de urgencias para el cambio,
mientras que el conformismo de la resignación implica forzarse a
quedarse anclado en la bronca, diciendo que me banco lo que sucede
cuando en realidad sólo estoy agazapado esperando la situación y las
condiciones para saltar sobre el hecho y cambiarlo, o postergando la
demostración de mi enojo.
Hay quienes creen que, en realidad, hay que con-formarse de
cualquier manera, aceptando o resignándose, y hay quienes creen
—como yo— que la aceptación es un camino deseable y la resignación
no lo es.
Seguramente, hay cosas en la vida de cada uno, cosas que pasaron,
que no podrían ser aceptadas jamás, y en esos casos sólo queda
resignarse. Si alguien ha pasado por esos dolores inconmensurables
como podría ser la muerte de un ser muy querido, ¿cómo podría, de
verdad, aceptarse algo así? En este caso, como en un primer momento
lo único que queda es resignarse, el conformismo de la resignación
aparece como la única salida. Cuando lleguemos a El camino de las
lágrimas será la hora de volver sobre este punto.
Podríamos quedarnos hablando sobre los recursos infinitamente; baste
por ahora esta pequeña nómina de las herramientas que encontré en mi
cuartito y en el de todos los que conocí:
Recursos Internos
Autoconciencia
Capacidad de darse cuenta
Asertividad
Habilidades personales
Capacidad afectiva
Inteligencia
Principios morales
Fuerza de voluntad
Coraje
Seducción
Habilidad manual
Histrionismo
Carisma
Mirada estética
Tenacidad
Capacidad de aprender
Creatividad
Percepción
Experiencia
Intuición
Planteo ético
Aceptación
Estas herramientas son nada más que unas pocas de las que están, te
aseguro, guardadas en el cuarto que quizás nunca viste del fondo de
tu casa. No importa que no las uses todos los días; no las saques,
no renuncies a ellas, ni siquiera dejes de practicar con cada una de
vez en cuando; ellas tienen que estar allí, quizás las necesites
mañana.
Cada uno va a usar estas herramientas para lo que quiera.
Las buenas herramientas no garantizan que el fin para el cual puedan
ser utilizadas sea bueno.
Como sucede con todas las herramientas, no sólo hay que saber
usarlas, sino que será necesario dirigir su uso. Esto es, uno puede
utilizar los mismos recursos para cosas maravillosas o para cosas
terribles. Si tengo un martillo, un serrucho, clavos, tornillos,
maderas y metales, yo puedo utilizarlos para construir una casa o
para fabricar una horca.
El objetivo es personal; la herramienta da la posibilidad, pero la
intencionalidad de quien la usa es lo que vale.