SITUACIÓN
Dice Hamlet Lima Quintana:
Todo depende de la luz,
de la manera de iluminar las cosas...
Todo depende de la forma,
de los contornos,
de las interpolaciones y
de las dudas.
Todo también depende
de que el tiempo nos marque,
de que los espacios nos den los titulares.
El verdadero problema es elegir entre
perseguir las sombras
o resignarse a ser el perseguido.
Un extraño “To be or not to be”
en este casi ser
en este casi no ser.
Salir desde las sombras
o hacer las sombras perdurables.
Y en la última etapa del abismo
después de liberar a los otros,
a todos los que son los otros,
recordar,
sin urgencias,
que uno es el preso.
Y a partir de allí...
liberarse.
Para entender la dependencia, vale la pena empezar a pensarnos de
alguna manera liberados y de muchas maneras prisioneros. En este
“casi ser y casi no ser” que evoca el poeta, pensarnos desde la
pregunta: ¿Qué sentido y qué importancia le dará cada uno de
nosotros al hecho de depender o no de otros?
Retomo aquí el lugar donde una vez abandoné una idea, que definí con
una palabra inventada: Autodependencia.
¿No había ya suficientes palabras que incluyeran la misma raíz?
Dependencia
Co-dependencia
Inter-dependencia
In-dependencia
¿Hacía falta una más?
Creo que sí.
La palabra dependiente deriva de pendiente, que quiere
decir literalmente que cuelga (de pendere), que está
suspendido desde arriba, sin base, en el aire.
Pendiente significa también incompleto, inconcluso, sin resolver. Si
es masculino designa un adorno, una alhaja que se lleva colgando
como decoración. Si es femenino define una inclinación, una cuesta
hacia abajo presumiblemente empinada y peligrosa.
Con todos estos significados y derivaciones no es raro que la
palabra de-pendencia evoque en nosotros estas imágenes que
usamos como definición:
Dependiente
es aquel que se cuelga de otro, que vive como suspendido en el aire,
sin base, como si fuera un adorno que ese otro lleva. Es alguien que
está cuesta abajo, permanentemente incompleto, eternamente sin
resolución.
Había una vez un hombre que padecía de un miedo absurdo, temía
perderse entre los demás. Todo empezó una noche, en una fiesta de
disfraces, cuando él era muy joven. Alguien había sacado una foto en
la que aparecían en hilera todos los invitados. Pero al verla, él no
se había podido reconocer. El hombre había elegido un disfraz de
pirata, con un parche en el ojo y un pañuelo en la cabeza, pero
muchos habían ido disfrazados de un modo similar. Su maquillaje
consistía en un fuerte rubor en las mejillas y un poco de tizne
simulando un bigote, pero disfraces que incluyeran bigotes y
mofletes pintados había unos cuantos. Él se había divertido mucho en
la fiesta, pero en la foto todos parecían estar muy divertidos.
Finalmente recordó que al momento de la foto él estaba del brazo de
una rubia, entonces intentó ubicarla por esa referencia; pero fue
inútil: más de la mitad de las mujeres eran rubias y no pocas se
mostraban en la foto del brazo de piratas.
El hombre quedó muy impactado por esta vivencia y, a causa de ello,
durante años no asistió a ninguna reunión por temor a perderse de
nuevo.
Pero un día se le ocurrió una solución: cualquiera fuera el evento,
a partir de entonces, él se vestiría siempre de marrón. Camisa
marrón, pantalón marrón, saco marrón, medias y zapatos marrones. “Si
alguien saca una foto, siempre podré saber que el de marrón soy yo”,
se dijo.
Con el paso del tiempo, nuestro héroe tuvo cientos de oportunidades
para confirmar su astucia: al toparse con los espejos de las grandes
tiendas, viéndose reflejado junto a otros que caminaban por allí, se
repetía tranquilizador: “Yo soy el hombre de marrón”.
Durante el invierno que siguió, unos amigos le regalaron un pase
para disfrutar de una tarde en una sala de baños de vapor. El hombre
aceptó gustoso; nunca había estado en un sitio como ése y había
escuchado de boca de sus amigos las ventajas de la ducha escocesa,
del baño finlandés y del sauna aromático.
Llegó al lugar, le dieron dos toallones y lo invitaron a entrar en
un pequeño box para desvestirse. El hombre se quitó el saco, el
pantalón, el pullover, la camisa, los zapatos, las medias... y
cuando estaba a punto de quitarse los calzoncillos, se miró al
espejo y se paralizó. “Si me quito la última prenda, quedaré desnudo
como los demás”, pensó. “¿Y si me pierdo? ¿Cómo podré identificarme
si no cuento con esta referencia que tanto me ha servido?”
Durante más de un cuarto de hora se quedó en el box con su ropa
interior puesta, dudando y pensando si debía irse... Y entonces se
dio cuenta que, si bien no podía permanecer vestido, probablemente
pudiera mantener alguna señal de identificación. Con mucho cuidado
quitó una hebra del pulóver que traía y se la ató al dedo mayor de
su pie derecho. “Debo recordar esto por si me pierdo: el que tiene
la hebra marrón en el dedo soy yo”, se dijo.
Sereno ahora, con su credencial, se dedicó a disfrutar del vapor,
los baños y un poco de natación, sin notar que entre idas y
zambullidas la lana resbaló de su dedo y quedó flotando en el agua
de la piscina. Otro hombre que nadaba cerca, al ver la hebra en el
agua le comentó a su amigo: “Qué casualidad, éste es el color que
siempre quiero describirle a mi esposa para que me teja una bufanda;
me voy a llevar la hebra para que busque la lana del mismo color”. Y
tomando la hebra que flotaba en el agua, viendo que no tenía dónde
guardarla, se le ocurrió atársela en el dedo mayor del pie derecho.
Mientras tanto, el protagonista de esta historia había terminado de
probar todas las opciones y llegaba a su box para vestirse. Entró
confiado, pero al terminar de secarse, cuando se miró en el espejo,
con horror advirtió que estaba totalmente desnudo y que no tenía la
hebra en el pie. “Me perdí”, se dijo temblando, y salió a recorrer
el lugar en busca de la hebra marrón que lo identificaba. Pocos
minutos después, observando detenidamente en el piso, se encontró
con el pie del otro hombre que llevaba el trozo de lana marrón en su
dedo. Tímidamente se acercó a él y le dijo: “Disculpe señor. Yo sé
quién es usted, ¿me podría decir quién soy yo?”
Y aunque no lleguemos al extremo de depender de otros para que nos
digan quiénes somos, estaremos cerca si renunciamos a nuestros ojos
y nos vemos solamente a través de los ojos de los demás. Depender
significa literalmente entregarme voluntariamente a que otro me
lleve y me traiga, a que otro arrastre mi conducta según su voluntad
y no según la mía. La dependencia es para mí una instancia siempre
oscura y enfermiza, una alternativa que, aunque quiera ser
justificada por miles de argumentos, termina conduciendo
irremediablemente a la imbecilidad.
La palabra imbécil la heredamos de los griegos (im:
con, báculo: bastón), quienes la usaban para llamar a
aquellos que vivían apoyándose sobre los demás, los que dependían de
alguien para poder caminar.
Y no estoy hablando de individuos transitoriamente en crisis, de
heridos y enfermos, de discapacitados genuinos, de débiles mentales,
de niños ni de jóvenes inmaduros. Éstos viven, con toda seguridad,
dependientes, y no hay nada de malo ni de terrible en esto, porque
naturalmente no tienen la capacidad ni la posibilidad de dejar de
serlo.
Pero aquellos adultos sanos que sigan eligiendo depender de otros se
volverán, con el tiempo, imbéciles sin retorno. Muchos de ellos han
sido educados para serlo, porque hay padres que liberan y padres que
imbecilizan.
Hay padres que invitan a los hijos a elegir devolviéndoles la
responsabilidad sobre sus vidas a medida que crecen, y también
padres que prefieren estar siempre cerca “Para ayudar”, “Por si
acaso”, “Porque él (cuarenta y dos años) es tan ingenuo” y “Porque
¿para qué está la plata que hemos ganado si no es para ayudar a
nuestros hijos?”.
Esos padres morirán algún día y esos hijos van a terminar intentando
usarnos a nosotros como el bastón sustituyente.
No puedo justificar la dependencia porque no quiero avalar la
imbecilidad.
Siguiendo el análisis propuesto por Fernando Savater, existen
distintas clases de imbéciles.
Los imbéciles intelectuales,
que son aquellos que creen que no les da la cabeza (o temen que se
les gaste si la usan) y entonces le preguntan al otro: ¿Cómo soy?
¿Qué tengo que hacer? ¿Adónde tengo que ir? Y cuando tienen que
tomar una decisión van por el mundo preguntando: “Vos ¿qué harías en
mi lugar?”. Ante cada acción construyen un equipo de asesores para
que piense por ellos. Como en verdad creen que no pueden pensar,
depositan su capacidad de pensar en los otros, lo cual es bastante
inquietante. El gran peligro es que a veces son confundidos con la
gente genuinamente considerada y amable, y pueden terminar, por
confluyentes, siendo muy populares. (Quizás deba dejar aquí una sola
advertencia: Jamás los votes.)
Los imbéciles afectivos
son aquellos que dependen todo el tiempo de que alguien les diga que
los quiere, que los ama, que son lindos, que son buenos.
Son protagonistas de diálogos famosos
—¿Me querés?
—Sí, te quiero...
—¿Te molestó?
—¿Qué cosa?
—Mi pregunta.
—No, ¿por qué me iba a molestar?
—Ah... ¿Me seguís queriendo?
(¡Para pegarle!)
Un imbécil afectivo está permanentemente a la búsqueda de otro que
le repita que nunca, nunca, nunca lo va a dejar de querer. Todos
sentimos el deseo normal de ser queridos por la persona que amamos,
pero otra cosa es vivir para confirmarlo.
Los varones tenemos más tendencia a la imbecilidad afectiva que las
mujeres. Ellas, cuando son imbéciles, tienden a serlo en hechos
prácticos, no afectivos.
Tomemos mil matrimonios separados hace tres meses y observemos su
evolución. El 95% de los hombres está con otra mujer, conviviendo o
casi. Si hablamos con ellos dirán:
—No podía soportar llegar a mi casa y encontrar las luces apagadas y
nadie esperando. No aguantaba pasar los fines de semana solo.
El 99% de las mujeres sigue viviendo sola o con sus hijos. Hablamos
con ellas y dicen:
—Una vez que resolví cómo hacer para arreglar la canilla y que
acomodé el tema económico, para qué quiero tener un hombre en mi
casa, ¿para que me diga “traéme las pantuflas, mi amor”? De ninguna
manera.
Ellas encontrarán pareja o no la encontrarán, desearán, añorarán y
querrán encontrar a alguien con quien compartir algunas cosas, pero
muy difícilmente acepten a cualquiera para no sentir la
desesperación de “la luz apagada”. Eso es patrimonio masculino.
Y por último...
Los imbéciles morales,
sin duda los más peligrosos de todos. Son los que necesitan
permanentemente aprobación del afuera para tomar sus decisiones.
El imbécil moral es alguien que necesita de otro para que le diga si
lo que hace está bien o mal, alguien que todo el tiempo está
pendiente de si lo que quiere hacer corresponde o no corresponde, si
es o no lo que el otro o la mayoría harían. Son aquellos que se la
pasan haciendo encuestas sobre si tienen o no tienen que cambiar el
auto, si les conviene o no com-prarse una nueva casa, si es o no el
momento ade-cuado para tener un hijo.
Defenderse de su acoso es bastante difícil; se puede probar no
contestando a sus demandas sobre, por ejemplo, cómo se debe doblar
el papel higiénico; sin embargo, creo que mejor es... huir.
Cuando alguno de estos modelos de dependencia se agudiza y se
deposita en una sola persona del entorno, el individuo puede llegar
a creer sinceramente que no podría subsistir sin el otro. Por lo
tanto, empieza a condicionar cada conducta a ese vínculo patológico
al que siente a la vez como su salvación y su calvario. Todo lo que
hace está inspirado, dirigido, producido o dedicado a halagar,
enojar, seducir, premiar o castigar a aquel de quien depende.
Este tipo de imbéciles son los individuos que modernamente la
psicología llama
COdependientes.
Un codependiente es un individuo que padece una enfermedad similar a
cualquier adicción, diferenciada sólo por el hecho (en realidad
menor) de que su “droga” es un determinado tipo de personas o una
persona en particular.
Exactamente igual que cualquier otro síndrome adictivo, el
codependiente es portador de una personalidad proclive a las
adicciones y puede, llegado el caso, realizar actos casi (o
francamente) irracionales para proveerse “la droga”. Y como sucede
con la mayoría de las adicciones, si se viera bruscamente privado de
ella podría caer en un cuadro, a veces gravísimo, de abstinencia.
La codependencia es el grado superlativo de la dependencia
enfermiza. La adicción queda escondida detrás de la valoración
amorosa y la conducta dependiente se incrusta en la personalidad
como la idea: “No puedo vivir sin vos”.
Siempre alguien argumenta:
—...Pero, si yo amo a alguien, y lo amo con todo mi corazón, ¿no es
cierto acaso que no puedo vivir sin él?
Y yo siempre contesto:
—No, la verdad que no.
La verdad es que siempre puedo vivir sin el otro, siempre, y
hay dos personas que deberían saberlo: yo y el otro. Me parece
horrible que alguien piense que yo no puedo vivir sin él y crea que
si decide irse me muero... Me aterra la idea de convivir con alguien
que crea que soy imprescindible en su vida.
Estos pensamientos son siempre de una manipulación y una exigencia
siniestras.
El amor siempre es positivo y maravilloso, nunca es negativo, pero
puede ser la excusa que yo utilizo para volverme adicto.
Por eso suelo decir que el codependiente no ama; él necesita, él
reclama, él depende, pero no ama.
Sería bueno empezar a deshacernos de nuestras adicciones a las
personas, abandonar estos espacios de dependencia y ayudar al otro a
que supere los propios.
Me encantaría que la gente que yo quiero me quiera; pero si esa
gente no me quiere, me encantaría que me lo diga y se vaya (o que no
me lo diga pero que se vaya). Porque no quiero estar al lado de
quien no quiere estar conmigo...
Es muy doloroso. Pero siempre será mejor que si te quedaras
engañándome.
Dice Antonio Porchia en su libro Voces:
“Han dejado de engañarte, no de quererte, y sufres como si hubiesen
dejado de quererte”.
Claro, a todos nos gustaría evitar la odiosa frustración de no ser
queridos. A veces, para lograrlo, nos volvemos neuróticamente
manipuladores: Manejo la situación para poder engañarme y creer que
me seguís queriendo, que seguís siendo mi punto de apoyo, mi bastón.
Y empiezo a descender. Me voy metiendo en un pozo cada vez más
oscuro buscando la iluminación del encuentro.
El primer peldaño es intentar transformarme en una necesidad para
vos.
Me vuelvo tu proveedor selectivo: te doy todo lo que quieras, trato
de complacerte, me pongo a tu disposición para cualquier cosa que
necesites, intento que dependas de mí. Trato de generar una relación
adictiva, reemplazo mi deseo de ser querido por el de ser
necesitado. Porque ser necesitado se parece tanto a veces a ser
querido... Si me necesitás, me llamás, me pedís, me delegás tus
cosas y hasta puedo creer que me estás queriendo.
Pero a veces, a pesar de todo lo que hago para que me necesites,
vos no parecés necesitarme. ¿Qué hago? Bajo un escalón más.
Intento que me tengas lástima...
Porque la lástima también se parece un poco a ser querido...
Así, si me hago la víctima (Yo que te quiero tanto... y vos que
no me querés...), quizás...
Este camino se transita demasiado frecuentemente. De hecho,
de alguna manera todos hemos pasado por este jueguito. Quizá no tan
insistentemente como para dar lástima, pero quién no dijo:
“¡Cómo me hacés esto a mí!”
“Yo no esperaba esto de vos, estoy tan defraudado... estoy tan
dolorido...”
“No me importa si vos no me querés... yo sí te quiero”.
Pero la bajada continúa...
¿Y si no consigo que te apiades de mí? ¿Qué hago? ¿Soporto tu
indiferencia?...
¡Jamás!
Si llegué hasta aquí, por lo menos voy a tratar de conseguir que me
odies.
A veces uno se saltea alguna etapa... baja dos escalones al mismo
tiempo y salta de la búsqueda de volverse necesario directamente al
odio, sin solución de continuidad. Porque, en verdad, lo que no
soporta es la indiferencia.
Y sucede que uno se topa con gente mala, tan mala que...¡ni
siquiera quiere odiarnos! Qué malas personas, ¿verdad?
Quiero que aunque sea me odies y no lo consigo.
Entonces... Estoy casi en el fondo del pozo. ¿Qué hago?
Dado que dependo de vos y de tu mirada, haría cualquier cosa para no
tener que soportar tu indiferencia. Y muchas veces bajo el último
peldaño para poder tenerte pendiente:
Trato de que me tengas miedo.
Miedo de lo que puedo llegar a hacer o hacerme (fantaseando dejarte
culpable y pensándome...)
Podríamos imaginar a Glenn Close diciéndole a Michael Douglas en la
película “Atracción fatal”:
—Si no pude conseguir sentirme querida ni necesitada, si te negaste
a tenerme lástima y ocuparte de mí por piedad, si ni siquiera
conseguí que me odies, ahora vas a tener que notar mi presencia,
quieras o no, porque a partir de ahora voy a tratar de que me temas.
Cuando la búsqueda de tu mirada se transforma en dependencia, el
amor se transforma en una lucha por el poder. Caemos en la tentación
de ponernos al ser-vicio del otro, de manipular un poco su lástima,
de darle bronca y hasta de amenazarlo con el abandono, con el
maltrato o con nuestro propio sufrimiento...
Volveremos a hablar de este tema cuando lleguemos a El camino del
encuentro, pero me parece importante dejar escrito aquí que, sin
importar la gravedad de este cuadro, sucede con él lo mismo que con
las restantes adicciones:
Tomando como única condición el deseo sincero de superar la
adicción, la codependencia se trata y se cura.
La propuesta es:
Abandonar TODA dependencia
Ésta no es ninguna originalidad, todos los colegas, maestros, gurúes
y filósofos del mundo hablan de esto. El problema es: ¿Hacia dónde
abandonarla?
Los colegas han encontrado una solución, la
INTERdependencia.
En la interdependencia yo dependo de vos y vos dependés de mí.
Esta solución es, como mínimo, desagradable. Y de máxima, una
elección del mal menor, una especie de terapia de sustitución. No me
gusta cómo “soluciona” la interdependencia. Puede ser más sana o más
enfermiza, pero de todos modos es un premio consuelo, porque
equivale a pensar que si bien yo dependo de vos, como vos también
dependés de mí, no hay problema porque estamos juntos.
Siempre digo que los matrimonios del mundo se dividen en dos grandes
grupos: aquellos donde ambos integrantes quieren haber sido elegidos
una vez y para siempre, y aquellos a los que nos gusta ser elegidos
todos los días, estar en una relación de pareja donde el otro siga
sintiendo que te vuelve a elegir. No por las mismas razones, pero te
vuelve a elegir.
La interdependencia parece generar lazos indisolubles que se
sostienen porque dependo y dependés, y no desde la elección
actualizada de cada uno. Porque los interdependientes son
dependientes; y cuando uno depende, ya no elige más...
Así que, aparentemente, sólo queda una posibilidad:
La
INdependencia.
Independencia quiere decir simplemente llegar a no depender de
nadie. Y esto sería maravilloso si no fuera porque implica una
mentira: nadie es independiente.
La independencia es una meta inalcanzable, un lugar utópico y
virtual hacia el cual dirigirse, que no me parece mal como punto de
dirección, pero que hace falta mostrar como imposible para no
quedarnos en una eterna frustración.
¿Por qué es imposible la independencia?
Porque para ser independiente habría que ser autosuficiente, y nadie
lo es. Nadie puede prescindir de los demás en forma permanente.
Necesitamos de los otros, irremediablemente, de muchas y diferentes
maneras.
Ahora bien. Si la independencia es imposible... la codependencia es
enfermiza... la interdependencia no es solución... y la dependencia
no es deseable... ¿entonces qué? Entonces, yo inventé una palabra:
Autodependencia