Durante toda la vida se nos ofrecen pistas que nos recuerdan
la dirección que debemos seguir.
Si no prestamos atención, tomamos malas decisiones y
acabamos con una vida desgraciada. Si ponemos atención
aprendemos las lecciones y llevamos una vida plena y feliz,
que incluye una buena muerte.
El mayor regalo
que nos ha hecho Dios es el libre albedrío, que coloca sobre
nuestros hombros
la responsabilidad de adoptar las mejores resoluciones
posibles.
La primera
decisión importante la tomé yo sola cuando estaba en el
sexto año de enseñanza básica. Hacia el final del semestre
la profesora nos dio una tarea; teníamos que escribir una
redacción en la que explicáramos qué queríamos ser cuando
fuéramos mayores. En Suiza, el trabajo en cuestión era un
acontecimiento importantísimo, pues servía para determinar
nuestra instrucciónfutura. O bien te encaminabas a la
formación profesional, o bien seguías durante años rigurosos
estudios universitarios.
Yo cogí lápiz y
papel con un entusiasmo poco común. Pero por mucho que
creyera que estaba
forjando mi destino, la realidad era muy otra. No todo
dependía de la decisión de los hijos. Sólo tenía que pensar
en la noche anterior. Después de la cena, mi padre hizo a un
lado su plato y nos miró detenidamente antes de hacer una
importante declaración.
Ernst Kübler era un hombre fuerte, recio, con opiniones a
juego. Años atrás había enviado a mi hermano mayor, Ernst, a
un estricto internado universitario. En ese momento estaba a
punto de revelar el futuro de sus hijas trillizas.
Yo me sentí impresionadísima cuando le dijo a Erika, la más
frágil de las tres, que haría una
carrera universitaria. Después le dijo a Eva, la menos
motivada, que recibiría formación general en
un colegio para señoritas. Finalmente fijó los ojos en mí y
yo rogué para mis adentros que me concediera mi sueño de ser
médica. Seguro que él lo sabía.
Pero no olvidaré jamás el momento siguiente. —Elisabeth, tú
vas a trabajar en mi oficina —me dijo—. Necesito una
secretaria eficiente e inteligente. Ese será el lugar
perfecto para ti.
Me sentí terriblemente abatida. Al ser una de las tres
trillizas idénticas, toda mi vida había luchado por tener mi
propia identidad. Y en ese momento, de nuevo, se me negaban
los pensamientos y sentimientos que me hacían única.
Me imaginé trabajando en su oficina, sentada todo el día
ante un escritorio, escribiendo cifras. Mis jornadas serían
tan uniformes como las líneas de un papel cuadriculado.
Eso no era para mí. Desde muy pequeña había sentido una
inmensa curiosidad por la vida.
Contemplaba el mundo maravillada y reverente. Soñaba con ser
médica rural o, mejor aún, con ejercer la medicina entre los
pobres de India, del mismo modo en que mi héroe Al-bert
Schweitzer lo hacía en África. No sabía de dóndehabía sacado
esas ideas, pero sí sabía que no estaba hecha para trabajar
en la oficina de mi padre.
- ¡No, gracias! —repliqué.
En aquel tiempo una respuesta así de un hijo no era
aceptable, sobre todo en mi casa. Mi padre
se puso rojo de indignación, se le hincharon las venas de
las sienes. Entonces explotó:
- Si no quieres trabajar en mi oficina, puedes pasarte el
resto de tu vida de empleada doméstica
—gritó, y se fue furioso a encerrarse en su estudio.
- Prefiero eso —contesté al instante.
Y lo decía en serio. Prefería trabajar de empleada del hogar
y conservar mi independencia que permitir que alguien,
aunque fuera mi padre, me condenara a una vida de contable o
secretaria. Eso habría sido para mí como ir a la cárcel.
Todo eso me aceleró el corazón y la pluma cuando, a la
mañana siguiente en la escuela, llegó
el momento de escribir la redacción.
En la mía no apareció ni la más mínima alusión a un trabajo
de oficina. Entusiasmada, escribí
sobre seguir los pasos de Schweitzer en la selva e
investigar las muchas y vanadas formas de la vida. "Deseo
descubrir la finalidad de la existencia."
Desafiando a mi padre, afirmé también que aspiraba a ejercer
la medicina. No me importaba que él leyera mi trabajo y
volviera a enfurecerse. Nadie me podía robar los sueños.
"Apuesto a que algún día podré hacerlo sola —me dije—.
Siempre hemos de aspirar a la estrella más alta."
Las preguntas de mi infancia eran: ¿por qué nací trilliza
sin una clara identidad propia? ¿Por qué era tan duro mi
padre? ¿Por qué mi madre era tan cariñosa? Tenían que ser
así. Eso formaba parte del plan. Creo que toda persona tiene
un espíritu o ángel guardián. Ellos nos ayudan en la
transición entre la vida y la muerte y también a elegir a
nuestros padres antes de nacer.
Mis padres eran una típica pareja conservadora de clase
media alta de Zúrich. Sus personalidades demostraban la
verdad del viejo axioma de que los polos opuestos se atraen.
Mi padre, director adjunto de la empresa de suministros de
oficinas más importante de la ciudad, era un hombre fornido,
serio, responsable y ahorrador. Sus ojos castaño oscuro sólo
veían dos posibilidades
en la vida: su idea y la idea equivocada.
Pero también tenía un enorme entusiasmo por la vida. Nos
dirigía en los cantos alrededor del piano familiar y le
encantaba explorar las maravillas del paisaje suizo. Miembro
del prestigioso Club
de Esquí de Zúrich, era el hombre más feliz del mundo cuando
iba de excursión, escalaba o esquiaba en las montañas. Ese
amor a la naturaleza se lo transmitió a sus hijos.
Mi madre era esbelta, bronceada y de aspecto sano, aunque no
participaba en las actividades
al aire libre con el mismo entusiasmo de mi padre. Menuda y
atractiva, era un ama de casa práctica y
orgullosa de sus habilidades. Era una excelente cocinera.
Ella misma confeccionaba gran parte de su ropa, tejía
mullidos suéters, tenía la casa ordenada y limpia, y cuidaba
de un jardín que atraía a muchos admiradores. Era
valiosísima para el negocio de mi padre. Después de que
naciera mi hermano, se consagró a ser una buena madre.
Pero deseaba tener una preciosa hijita para completar el
cuadro. Sin ninguna dificultad quedó embarazada por segunda
vez.
Cuando el 8 de julio de 1926 le comenzaron los dolores del
parto, oró a Dios pidiéndole una chiquitína regordeta a la
cual pudiera vestir con ropa para muñecas. La doctora B.,
tocóloga de edad avanzada, la asistió durante los dolores y
contracciones. Mi padre, que estaba en la oficina cuando le
comunicaron el estado de mi madre, llegó al hospital en el
momento en que culminaba la espera de
nueve meses. La doctora se agachó y cogió a un bebé
pequeñísimo, el recién nacido más diminuto que los presentes
en la sala de partos habían visto venir al mundo con vida.
Esa fue mi llegada; pesé 900 gramos. La doctora se
sorprendió ante mi tamaño, o mejor dicho ante mi falta de
tamaño; parecía un ratoncito. Nadie supuso que sobreviviría.
Pero en cuanto mi padre oyó mi primer vagido, se precipitó
al pasillo a llamar a su madre, Frieda, para informarle de
que tenía otro nieto. Cuando volvió a entrar en la
habitación, le sacaron de su error.
- En realidad Frau Kübler ha dado a luz a una hija —le dijo
la enfermera.
Le explicaron que muchas veces resulta difícil establecer el
sexo de los bebés tan pequeñitos. Así pues, volvió a correr
hacia el teléfono para decir a su madre que había nacido su
primera nieta.
- La vamos a llamar Ehsabeth —le anunció orgulloso.
Cuando volvió a entrar en la sala de partos para confortar a
mi madre se encontró con otra sorpresa. Acababa de nacer una
segunda hija, tan frágil como yo, de 900 gramos. Después de
dar la otra buena noticia a mi abuela, mi padre vio que mi
madre continuaba con muchos dolores. Ella juraba que aún no
había terminado, que iba a dar a luz otro bebé. Para mi
padre aquella afirmación era fruto del agotamiento y, un
poco a regañadientes, la anciana y experimentada doctora le
dio la razón.
Pero de pronto mi madre empezó a tener más contracciones.
Comenzó a empujar y al cabo de unos momentos nació una
tercera hija. Esta era grande, pesaba 2,900 kilos,
triplicaba el peso de cada una de las otras dos, y tenía la
cabecita llena de rizos. Mi agotada madre estaba
emocionadísima. Por fin tenía a la niñita con la que había
soñado esos nueve meses.
La anciana doctora B. se creía clarividente. Nosotras éramos
las primeras trillizas cuyo nacimiento le había tocado
asistir.
Nos miró detenidamente las caras y le hizo a mi madre los
vaticinios para cada una. Le dijo que
Eva, la última en nacer, siempre sería la que estaría "más
cerca del corazón de su madre", mientras que Erika, la
segunda, siempre "elegiría el camino del medio". Después la
doctora B. hizo un gesto hacia mí, comentó que yo les había
mostrado el camino a las otras dos y añadió: —Jamás tendrá
que preocuparse por ésta. Al día siguiente todos los diarios
locales publicaban la emocionante noticia del nacimiento de
las trillizas Kübler. Mientras no vio los titulares, mi
abuela creyó que mi padre había querido gastarle una broma
tonta. La celebración duró varios días. Sólo mi hermano no
participó del entusiasmo: sus días de principito encantado
habían acabado bruscamente. Se vio sumergido bajo
un alud de pañales. Muy pronto estaría empujando un pesado
coche por las colinas u observando a sus tres hermanitas
sentadas en orinales idénticos. Estoy segurísima de que la
falta de atención que sufrió explica su posterior
distanciamiento de la familia.
Para mí era una pesadilla ser trilliza. No se lo desearía ni
a mi peor enemigo. Éramos iguales, recibíamos los mismos
regalos, las profesoras nos ponían las mismas notas; en los
paseos por el parque los transeúntes preguntaban cuál era
cuál, y a veces mi madre reconocía que ni siquiera ella
lo sabía.
Era una carga psíquica pesada de llevar. No sólo nací siendo
una pizca de 900 gramos con pocas probabilidades de
sobrevivir, sino que además me pasé toda la infancia
tratando de saber quién era yo.
Siempre me pareció que tenía que esforzarme diez veces más
que todos los demás y hacer diez veces más para demostrar
que era digna de... algo, que merecía vivir. Era una tortura
diaria.
Sólo cuando llegué a la edad adulta comprendí que en
realidad eso me benefició.
Yo misma
había elegido para mí esas circunstancias antes de venir al
mundo. Puede que no hayan sido agradables, puede que no
hayan sido las que deseaba, pero fueron las que me dieron el
aguante, la determinación y la energía para todo el trabajo
que me aguardaba.