Tuve suerte en la escuela. Mi interés por las matemáticas y
la literatura me convirtió en uno de esos escasos niños a
los que les gusta ir a la escuela. Pero no reaccioné así
frente a las clases obligatorias y semanales de religión.
Fue una pena,
porque ciertamente sentía inclinación por lo espiritual.
Pero el pastor R., que era el ministro protestante del
pueblo, enseñaba las Sagradas Escrituras los domingos de un
modo que sólo inspiraba miedo y culpabilidad, y yo no me
identificaba con "su" Dios.
Era un hombre
insensible, brutal y rudo. Sus cinco hijos, que sabían lo
poco cristiano que era
en realidad, llegaban a la escuela hambrientos y con el
cuerpo cubierto de cardenales. Los pobres se veían cansados
y macilentos. Nosotros les guardábamos bocadillos para que
desayunaran en el recreo, y les poníamos suéteres y cojines
en los bancos de madera del patio para que pudieran aguantar
sentados.
Finalmente
sus secretos familiares se filtraron hasta el patio de la
escuela: cada mañana su muy reverendo padre les propinaba
una paliza con lo primero que encontraba a mano.
En lugar de echarle en cara su comportamiento cruel y
abusivo, los adultos admiraban sus
sermones elocuentes y teatrales, pero todos los niños que
estábamos sometidos a su tiránico modo
de enseñar lo conocíamos mejor. Un suspiro durante su
charla, o un ligero movimiento de la cabeza
y ¡zas!, te caía la regla sobre el brazo, la cabeza, la
oreja, o recibías un castigo.
Perdió totalmente mi aprecio, como la religión en general,
el día en que le pidió a mi hermana Eva que recitara un
salmo. La semana anterior habíamos memorizado el salmo, y
Eva lo sabía muy bien; pero antes de que hubiera terminado
de recitarlo, la niña que estaba al lado de ella tosió, y el
pastor R. pensó que le había susurrado al oído el salmo. Sin
hacer ninguna pregunta, las cogió por
las trenzas a las dos e hizo entrechocar las cabezas de
ambas. Sonó un crujido de huesos que nos hizo temblar a toda
la clase.
Encontré que eso era demasiado y estallé. Lancé mi libro
negro de salmos a la cara del pastor;
le dio en la boca. Se quedó atónito y me miró fijamente,
pero yo estaba demasiado furiosa para sentir
miedo. Le grité que no practicaba lo que predicaba.
- No es usted un ejemplo de pastor bueno, compasivo,
comprensivo y afectuoso —le chillé—. No quiero formar parte
de ninguna religión que usted enseñe.
Dicho eso me marché de la escuela jurando que no volvería
jamás.
Cuando iba de camino a casa me sentía nerviosa y asustada.
Aunque sabía que lo que había hecho estaba justificado,
temía las consecuencias. Me imaginé que me expulsarían de la
escuela. Pero la mayor incógnita era mi padre. Ni siquiera
quería pensar de qué modo me castigaría. Pero por otro lado,
mi padre no era admirador del pastor R. Hacía poco el pastor
había elegido a nuestros vecinos como a la familia más
ejemplar del pueblo, y sin embargo todas las noches oíamos
cómo los padres se peleaban, gritaban y golpeaban a sus
hijos. Los domingos se mostraban como una familia
encantadora. Mi padre se preguntaba cómo podía estar tan
ciego el pastor R.
Antes de llegar a casa me detuve a descansar a la sombra de
uno de los frondosos árboles que bordeaban un viñedo. Esa
era mi iglesia. El campo abierto, los árboles, los pájaros,
la luz del sol. No tenía la menor duda respecto a la
santidad de la Madre Naturaleza y a la reverencia que
inspiraba.
La Naturaleza era eterna y digna de confianza; hermosa y
benévola en su trato a los demás; era clemente. En ella me
cobijaba cuando tenía problemas, en ella me refugiaba para
sentirme a salvo
de los adultos farsantes. Ella llevaba la impronta de la
mano de Dios.
Mi padre lo entendería. Era él quien me había enseñado a
venerar el generoso esplendor de la naturaleza llevándonos a
hacer largas excursiones por las montañas, donde
explorábamos los páramos y praderas, nos bañábamos en el
agua limpia y fresca de los riachuelos y nos abríamos camino
por la espesura de los bosques. Nos llevaba a agradables
caminatas en primavera y también
a peligrosas expediciones por la nieve. Nos contagiaba su
entusiasmo por las elevadas montañas, una edelweiss medio
escondida en una roca o la fugaz visión de una rara flor
alpina. Saboreábamos
la belleza de la puesta de sol. También respetábamos el
peligro, como aquella vez que me caí en una grieta de un
glaciar, caída que habría sido fatal si no hubiera llevado
atada una cuerda con la que me rescató.
Esos recorridos quedaron impresos para siempre en nuestras
almas.
En lugar de dirigirme a casa, donde con toda seguridad ya
habría llegado la noticia de mi encontronazo con el pastor
R., me metí a gatas en un lugar secreto que había
descubierto en los campos de detrás de casa. Para mí ése era
el lugar más sagrado del mundo. En el centro de un matorral
tan espeso que, aparte de mí, ningún otro ser humano había
penetrado allí jamás, se alzaba una enorme roca, de un metro
y medio de altura más o menos, cubierta de musgo, líquenes,
salamandras y horripilantes insectos. Era el único sitio
donde podía fundirme con la naturaleza y donde ningún ser
humano podría encontrarme. Trepé hasta lo alto de la roca.
El sol se filtraba por entre las ramas de los árboles como
por las vidrieras de una iglesia; levanté los brazos al
cielo como
un indio y entoné una oración inventada por mí dando gracias
a Dios por toda la vida y por todo cuanto vive. Me sentí más
cerca del Todopoderoso de lo que jamás me podrían haber
acercado los sermones del pastor R.
De vuelta al mundo real, mi relación con el espíritu fue
sometida a debate. En casa mis padres
no me hicieron ninguna pregunta respecto al incidente con el
pastor R.; yo interpreté su silencio
como apoyo. Pero tres días después el consejo de la escuela
se reunió en una sesión de urgencia para debatir el asunto.
En realidad, el debate sólo concernía a la mejor manera de
castigarme. No les cabía la menor duda de que yo había
actuado mal.
Afortunadamente, mi profesor favorito, el señor Wegmann,
convenció al consejo de que me permitieran dar mi versión
del incidente. Entré muy nerviosa. Una vez que comencé a
hablar miré fijamente al pastor R., que estaba sentado con
la cabeza inclinada y las manos entrelazadas, presentando la
imagen misma de la piedad. Después me dijeron que volviera a
casa y esperara. Transcurrieron lentísimos varios días,
hasta que una noche el señor Wegmann se presentó en casa
después de la cena. Informó a mis padres de que se me eximía
oficialmente de asistir a las clases del pastor R. Nadie se
molestó ni disgustó. La levedad del castigo implicaba que yo
no había actuado mal. El señor Wegmann me preguntó qué
pensaba. Le contesté que me parecía justo, pero que antes de
decirlo oficialmente deseaba que se cumpliera una condición
más. Quería que a Eva también se la eximiera de la clase.
"Concedido", contestó el señor Wegmann.
Para mí no había nada más semejante a Dios ni más inspirador
de fe en algo superior que la
vida al aire libre. Los ratos culminantes de mi juventud
fueron sin duda los pasados en una pequeña cabaña alpina en
Aniden. Mi padre, que era un guía inmejorable, nos explicaba
algo de cada flor y árbol. En invierno íbamos a esquiar.
Todos los veranos nos llevaba a arduas excursiones de dos
semanas, en las que aprendíamos el modo de vida espartano y
una estricta disciplina. También nos permitía explorar los
páramos, las praderas y los riachuelos que discurrían por
los bosques.
Pero todos nos preocupamos cuando mi hermana Enka perdió el
entusiasmo por esas excursiones. A partir de los doce años
se le hizo cada vez más desagradable salir de excursión.
Cuando llegó el momento de emprender nuestra excursión
escolar anual de tres días, en la que nos acompañaban varios
adultos y una profesora, se negó rotundamente a participar.
Eso debería haber constituido una indicación de que le
ocurría algo grave. Habiendo hecho largas excursiones con mi
padre, con muy poco alimento o comodidades, estábamos bien
entrenadas para esas acampadas. Ni siquiera Eva ni yo
entendíamos cuál podría ser su problema. Mi padre, que no
toleraba el comportamiento de "mariquita", sencillamente
impuso su ley y la obligó a ir.
Fue un error. Antes de salir para la excursión Erika se
quejó de fuertes dolores en la pierna y la
cadera. El primer día de excursión cayó enferma y entre un
padre y una profesora la llevaron de vuelta a Meilen, donde
la hospitalizaron. Ése fue el comienzo de años de
sufrimiento a manos de médicos y hospitales. Aunque tenía
paralizado un lado y cojeaba con la otra pierna, nadie logró
establecer un diagnóstico. Sufría tan fuertes dolores que
muchas veces, cuando volvíamos a casa de
la escuela, Eva y yo la oíamos gemir en el dormitorio.
Naturalmente eso nos hacía andar de puntillas por la casa y
mover tristemente la cabeza por la pobre Erika.
Puesto que no lograban diagnosticar su dolencia, muchas
personas pensaron que eso era histeria o simplemente una
manera de librarse de los deportes y actividades físicas.
Muchos años después, la tocóloga que asistiera a mi madre en
nuestro nacimiento, se impuso la tarea de descubrir
su enfermedad, que finalmente resultó ser una cavidad en el
hueso de la cadera. Ahora se sabe que
lo que tenía era poliomielitis combinada con osteoartritis.
En aquel tiempo eso era difícil de diagnosticar. El doloroso
tratamiento a que la sometieron en uno de los hospitales
especializados en cirugía ortopédica consistió en obligarla
a caminar a largas zancadas por una escalera mecánica.
Creían que si hacía suficiente ejercicio dejaría de
"fingirse enferma".
A mí me causaba una terrible frustración ver lo que tenía
que sufrir. Afortunadamente, una vez que establecieron el
diagnóstico y le administraron el tratamiento adecuado, pudo
ir a estudiar en un colegio de Zúrich y llevar una vida
productiva y libre de dolor. Pero yo siempre pensé que un
médico competente, atento y afectuoso habría hecho muchísimo
más para sanarla. Incluso le escribí cuando ella estaba en
el hospital contándole mi intención de convertirme
exactamente en ese tipo de médico. Lógicamente, el mundo
necesitaba curación y pronto la necesitaría aún más. En 1939
la maquinaria bélica nazi estaba comenzando a poner en
marcha su fuerza destructora. Nuestro profesor, el señor
Wegmann, oficial del ejército suizo, nos preparó para el
estallido de la guerra. En casa mi padre recibía a muchos
hombres de negocios alemanes que hacían comentarios sobre
Hitler
y sobre los rumores que corrían acerca de judíos acorralados
en Polonia y supuestamente asesinados en campos de
concentración, aunque nadie sabía de cierto qué estaba
ocurriendo. Pero
las conversaciones sobre la guerra nos asustaban e
inquietaban.
Una mañana de septiembre mi ahorrativo padre llegó a casa
con una radio, un aparato que en
nuestro pueblo era un lujo, pero que de pronto se convirtió
en necesidad. Todas las noches a las siete y media, después
de cenar, nos reuníamos alrededor de la enorme caja de
madera a escuchar
los informes sobre el avance de los nazis alemanes en
Polonia. Yo estaba de parte de los valientes
polacos que arriesgaban la vida para defender su patria y
lloraba cuando explicaban cómo morían mujeres y niños en Var-sovia
en la primera línea de batalla. Hervía de rabia cuando oía
que los nazis estaban matando judíos. Si hubiera sido hombre
habría ido a luchar.
Pero era una niña, no un hombre, así que en lugar de ir a
pelear le prometí a Dios que cuando tuviera edad suficiente
viajaría a Polonia a ayudar a esas gentes valientes a
derrotar a sus opresores. "Tan pronto pueda, tan pronto
pueda, iré a Polonia a ayudar", musitaba.
Mientras tanto odiaba a los nazis, y los odié aún más cuando
los soldados suizos confirmaron
los rumores de la existencia de campos de concentración para
judíos. Mi padre y mi hermano vieron
a soldados nazis situados a lo largo del Rin ametrallando a
un río humano de judíos que trataban de cruzar para
encontrar refugio.
Pocos llegaron vivos al lado suizo. A algunos los cogieron
vivos y los enviaron a campos de concentración. Muchos
murieron y quedaron flotando en el río. Las atrocidades eran
demasiado grandes y demasiado numerosas para quedar ocultas.
Todas las personas que yo conocía estaban horrorizadas.
Cada emisión de noticias de la guerra era para mí un desafío
moral. "¡No, jamás nos vamos a rendir! —gritaba mientras
escuchaba a Winston Churchill—. ¡Jamás!" En pleno furor de
la guerra aprendimos el significado de la palabra
sacrificio. Los refugiados entraban a raudales por las
fronteras suizas. Hubo que racionar los alimentos. Mi madre
nos enseñó a conservar huevos para que duraran uno o dos
años. Nuestro terreno cubierto de césped se convirtió en
huerta para cultivar patatas y verduras. En el sótano
teníamos tantos alimentos en lata que parecía un
supermercado moderno.
Me enorgullecía saber sobrevivir con alimentos cultivados en
casa, hacerme el pan, preparar conservas de frutas y
verduras y prescindir de los antiguos lujos. Era sólo un
pequeño aporte al esfuerzo bélico, pero el hecho de ser
autosuficientes me producía una nueva sensación de
confianza, y después esas habilidades me resultarían muy
provechosas.
Si comparábamos nuestra existencia con las condiciones en
que se encontraban los países vecinos, teníamos muchísimo
que agradecer. En el plano personal vivíamos relativamente
tranquilos.
A los dieciséis años mis hermanas se estaban preparando para
la confirmación, que era un gran
acontecimiento para un niño suizo. Estudiaban en Zúrich con
el pastor Zimmermann, famoso pastor protestante. Mi familia
lo conocía desde hacía mucho tiempo y existía entre ellos un
cariño y un
respeto mutuos. Cuando se acercaba la fecha de la ceremonia
les dijo a mis padres que había
soñado con celebrar la confirmación de las trillizas Kübler,
lo cual era una sutil manera de preguntar:
"¿Y Elisabeth?"
Yo no tenía la menor intención de pertenecer a la Iglesia,
pero el pastor me pidió que le
manifestara todas las quejas y críticas que tenía contra
ella. Se las dije una por una, desde el pastor
R. hasta mi creencia de que ningún Dios, y mucho menos mi
concepto de Dios, podía estar contenido bajo ningún techo ni
ser definido por ninguna ley o norma creada por el hombre.
- ¿Por qué entonces voy a pertenecer a esa Iglesia? —le
pregunté en tono interesado.
En lugar de tratar de hacerme cambiar de opinión, el pastor
Zimmermann defendió a Dios y la
fe alegando que lo que importaba era cómo vivía la gente, no
cómo rendía culto.
- Cada día hay que intentar hacer las opciones más elevadas
que Dios nos ofrece —me dijo—.
Eso es lo que de verdad determina si una persona vive cerca
de Dios.
Estuve de acuerdo, de modo que a las pocas semanas de
nuestra conversación el sueño del pastor Zimmermann se hizo
realidad. Las trillizas Kübler estuvieron en un estrado
bellamente decorado dentro de su sencilla iglesia mientras
él, gigantesco frente a nosotras, recitaba un versículo
de la Epístola de san Pablo a los Corintios: "Ahora
permanecen estas tres cosas, la fe, la esperanza
y el amor; pero la mayor de ellas es el amor."
Después nos miró,
fue poniendo la mano sobre la cabeza de cada una de nosotras
al tiempo que pronunciaba una sola palabra, una palabra que
nos representaba.
Eva era la fe. Erika la esperanza. Y yo el amor.
En un momento en que el amor parecía ser tan escaso en el
mundo, lo acepté como un regalo,
un honor y, por encima de todo, una responsabilidad.