Mi padre disfrutaba tomando fotos de todos los acontecimientos
familiares, y poniéndolas después en álbumes con un orden
meticuloso. También llevaba detallados diarios, donde anotaba cuál
de nosotras balbucía las primeras palabras, cuál aprendía a gatear o
a caminar, cuál decía algo divertido o inteligente, en fin, todos
esos preciosos momentos que siempre me hicieron fruncir el ceño
hasta que fueron destruidos.
Afortunadamente
todavía los tengo alojados en la mente.
La época de Navidad era la mejor del año. En Suiza, todos los niños
se afanan por confeccionar a mano un regalo para cada miembro de la
familia y los parientes cercanos. Durante los días anteriores a
Navidad nos sentábamos a tejer forros para los colgadores de ropa, a
bordar pañuelos y a pensar en nuevos puntos para manteles y pañitos
de adorno.
Recuerdo lo
orgullosa que me sentí de mi hermano cuando llevó a casa una
caja para útiles de lustrar zapatos que había hecho en la
escuela durante la clase de carpintería.
Mi madre era la mejor cocinera del mundo, pero siempre se
preciaba de preparar platos especiales y nuevos para las
fiestas. Escogía con esmero las mejores tiendas donde
comprar la carne y las verduras, y no le hacía ascos a
caminar kilómetros para adquirir algo especial en un
comercio que quedaba al otro lado de la ciudad.
Aunque a nuestros ojos
mi padre era ahorrador, siempre traía a casa un hermoso ramo de
anémonas, ranúnculos, margaritas y mimosas frescas para Navidad. Aun
hoy, en el mes de diciembre, con sólo cerrar los ojos huelo el aroma
de esas flores. También nos traía cajas de dátiles, higos y otras
exquisiteces que hacían que el adviento fuera una época especial y
mística. Mi madre llenaba todos los búcaros con flores y ramas de
pino y decoraba con mimo toda la casa. Siempre había un ambiente de
expectación y entusiasmo.
El 25 de diciembre mi padre nos llevaba a los niños a dar un largo
paseo en busca del Niño
Jesús. Con sus excepcionales dotes de narrador, nos hacía creer que
cualquier destello brillante en
la nieve era una señal de que el Niño Jesús estaba a punto de
llegar. Jamás poníamos en duda sus
palabras mientras recorríamos bosques y colinas, siempre con la
esperanza de verlo con nuestros propios ojos. La excursión solía
durar horas, hasta que se hacía de noche y mi padre decía, en tono
derrotado, que era hora de volver a casa para que mi madre no se
preocupara.
Pero en cuanto llegábamos al jardín, aparecía mi madre envuelta en
su grueso abrigo, como si
regresara de una compra de última hora. Todos entrábamos en la casa
al mismo tiempo y allí descubríamos que por lo visto el Niño Jesús
había permanecido todo ese tiempo en nuestra sala de estar, y
encendíamos todas las velitas del enorme árbol de Navidad,
maravillosamente adornado. Bajo el árbol había paquetes de regalos.
Luego celebrábamos un gran banquete mientras las velas brillaban con
luz trémula.
Después pasábamos al salón, que era a la vez la sala de música y
biblioteca, y entonábamos al
unísono las viejas y queridas canciones de Navidad. Mi hermana Eva
tocaba el piano y mi hermano
el acordeón. Mi padre iniciaba el canto con su hermosa voz de tenor
y todos lo seguíamos. A continuación mi padre nos leía algún cuento
navideño que sus hijos escuchábamos con embeleso sentados a sus
pies. Mientras mi madre servía los postres, nosotros merodeábamos
alrededor del árbol tratando de adivinar qué contenían los paquetes.
Finalmente, después del postre, abríamos los regalos y nos
quedábamos jugando hasta la hora de irnos a la cama.
De costumbre los días laborales mi padre se marchaba por la mañana
temprano para coger el tren hacia Zúrich. Regresaba a mediodía y
volvía a marcharse después de la comida principal del día. Eso le
dejaba muy poco tiempo a mi madre para hacer las camas, limpiar la
casa y preparar la comida, que normalmente constaba de cuatro
platos. Todos teníamos que estar en la mesa, donde
mi estricto padre nos fulminaba con sus "miradas de águila" si
hacíamos demasiado ruido o no dejábamos limpio el plato. Rara vez
tenía que levantar la voz, de modo que cuando lo hacía, todos nos
apresurábamos a portarnos bien. Si no, nos invitaba a pasar a su
estudio, y sabíamos muy bien
lo que eso significaba.
No recuerdo ninguna ocasión en que mi padre se hubiera enfadado con
Eva o con Erika. Erika era una niña extraordinariamente buena y
callada. Eva era la predilecta de mi madre. Así pues, los blancos de
las reprimendas solíamos ser Ernst y yo. Mi padre nos había puesto
sobrenombres a las tres niñas. A Erika la llamaba Augedaechli, que
significa "la tapita que cubre el ojo", nombre simbólico que
expresaba lo unido que se sentía a ella, y tal vez el hecho de que
siempre la veía medio dormida, soñadora, con los ojos casi cerrados.
A mí me llamaba Meisli, "gorrioncillo", debido a que siempre iba
saltando de rama en rama, y a veces Muselí, "ratoncita", porque
nunca estaba quieta en la silla. A Eva la llamaba Leu, que significa
"león", posiblemente por sus abundantes y preciosos cabellos, y
también por su voraz apetito. Ernst era el único al que llamaba por
su verdadero nombre.
Por la noche, mucho después de que volviéramos de la escuela y mi
padre del trabajo, nos reuníamos todos en la sala de música a
cantar. Mi padre, muy solicitado animador en el prestigioso Club de
Esquí de Zú-rich, procuraba que aprendiéramos cientos de baladas y
canciones populares. Con el tiempo se hizo evidente que Erika y yo
no estábamos dotadas para el canto y estropeábamos
el coro con nuestras voces desentonadas. En consecuencia, mi padre
nos relegó a la cocina a fregar
los platos. Casi diariamente, mientras los otros cantaban, Erika y
yo lavábamos los platos cantando
por nuestra cuenta. Pero no nos importaba. Cuando acabábamos, en
lugar de ir a reunimos con los demás, nos sentábamos en el tablero
de la cocina a cantar las dos solas y desde allí pedíamos a los
demás que entonaran nuestras canciones favoritas, por ejemplo el Ave
María, Das alte Lied y Always. Ésos fueron los tiempos más felices.
Llegada la hora de dormir, las tres niñas nos acostábamos en camas
idénticas, con sábanas idénticas, y dejábamos preparadas nuestras
ropas idénticas en sillas idénticas para el día siguiente. Desde las
muñecas a los libros, todas teníamos cosas iguales. Era
enloquecedor. Recuerdo que cuando éramos pequeñas, a mi hermano lo
ponían de vigilante en nuestras sesiones sentadas en el orinal. Su
tarea consistía en evitar que yo me levantara antes de que mis
hermanas hubieran terminado. A mí me fastidiaba muchísimo ese trato,
era como estar con camisa de fuerza. Todo eso ahogaba mi propia
identidad.
En la escuela yo destacaba mucho más que mis hermanas. Era una
alumna excelente, sobre todo en matemáticas y lengua, pero era más
famosa por defender de los matones a los niños débiles, indefensos o
discapacitados. Aporreaba las espaldas de los matones con tanta
frecuencia que mi madre ya estaba acostumbrada a que, después de
clases, pasara el niño de la carnicería, el chismoso del pueblo, y
dijera: "Betli va a llegar tarde hoy. Está zurrando a uno de los
chicos."
Mis padres nunca se enfadaban por eso, ya que sabían que lo único
que yo hacía era proteger
a los niños que no podían defenderse solos.
A diferencia de mis hermanas, también me gustaban mucho los
animalitos domésticos. Cuando terminaba el parvulario, un amigo de
la familia que regresó de África me regaló un monito al que le puse
Chicho. Rápidamente nos hicimos muy buenos amigos. También recogía
todo tipo de animales
y en el sótano había improvisado una especie de hospital donde
curaba a pajaritos, ranas y culebras lesionados. Una vez cuidé a un
grajo herido hasta que recuperó la salud y fue capaz de volver a
volar. Me imagino que los animales sabían instintivamente en quién
podían confiar.
Eso lo veía claro en los varios conejitos que teníamos en un pequeño
corral en el jardín. Yo era
la encargada de limpiarles la jaula, darles la comida y jugar con
ellos. Cada pocos meses mi madre preparaba guiso de conejo para la
cena. Yo evitaba convenientemente pensar de qué modo llegaban
los conejos a la olla, pero sí observaba que los conejos sólo se
asomaban a la puerta cuando me acercaba yo, jamás cuando se acercaba
otra persona de mi familia. Lógicamente eso me estimulaba
a mimarlos más aún. Por lo menos me distinguían de mis hermanas.
Cuando comenzaron a multiplicarse los conejos, mi padre decidió
reducir su número a
determinado mínimo. No entiendo por qué hizo eso. No costaba nada
alimentarlos, ya que comían hojas de diente de león y hierbas, y eri
el patio no había escasez de ninguna de esas cosas. Pero tal
vez se imaginaba que así ahorraba dinero. Una mañana le pidió a mi
madre que preparara conejo asado; y a mí me dijo:
- De camino a la escuela lleva uno de tus conejos al carnicero; y a
mediodía lo traes para que tu madre tenga tiempo de prepararlo para
la cena.
Aunque lo que me pedía me dejó sin habla, obedecí. Esa noche observé
a mi familia comerse
"mi" conejito. Casi me atraganté cuando mi padre me dijo que probara
un bocado.
- Un muslo tal vez —me dijo. Yo me negué rotundamente y me las
arreglé para evitar una
"invitación" al estudio de mi padre.
Este drama se repitió durante meses, hasta que el único conejo que
quedaba era Blackie, mi favorito. Estaba gordo, parecía una gran
bola peludita. Me encantaba acunarlo y contarle todos mis secretos.
Era un oyente maravilloso, un psiquiatra fabuloso. Yo estaba
convencida de que era el único ser en todo el mundo que me amaba
incondicionalmente. Pero llegó el día temido. Después del desayuno
mi padre me ordenó que llevara a Blackie al carnicero.
Salí al patio temblorosa y con un nudo en la garganta. Cuando lo
cogí, le expliqué lo que me
habían ordenado hacer. Blackie me miró moviendo su naricita rosa.
—No puedo hacerlo —le dije y lo coloqué en el suelo—. Huye, escapa
—le supliqué—. Vete. Pero él no se movió.
Finalmente se me hizo tarde, las clases ya estaban a punto de
comenzar. Cogí a Blackie y corrí hasta la carnicería, con la cara
bañada en lágrimas. Tengo que pen-11 sar que el pobre Blackie
presintió que iba a suceder algo ! 1 terrible; quiero decir que el
corazón le latía tan rápido como el mío cuando lo entregué al
carnicero y salí corriendo hacia la escuela sin despedirme.
Me pasé el resto del día pensando en Blackie, preguntándome si ya lo
habrían matado, si
sabría que yo lo quería y que siempre lo echaría de menos. Lamenté
no haberme despedido de él. Todas esas preguntas que me hice, y no
digamos mi actitud, sembraron la semilla para mi trabajo futuro.
Odié mi sufrimiento y culpé a mi padre.
Después de las clases entré lentamente en el pueblo. El carnicero
estaba esperando en la puerta. Me entregó la bolsa tibia que
contenía a Blackie y comentó:
- Es una pena que hayas traído a esta coneja. Dentro de uno o dos
días habría tenido conejitos. Para empezar, yo no sabía que mi
Blackie era coneja. Creía que sería imposible sentirme peor,
pero me sentí peor. Deposité la bolsa en el mostrador.
Más tarde, sentada a la mesa, contemplé a mi familia comerse mi
conejito. No lloré, no quería que mis padres supieran lo mucho que
me hacían sufrir.
Mi razonamiento fue que era evidente que no me querían, por lo tanto
tenía que aprender a ser fuerte y dura. Más fuerte que nadie.
Cuando mi padre felicitó a mi madre por aquel delicioso guiso, me
dije: "Si eres capaz de aguantar esto, puedes aguantar cualquier
cosa en la vida."
Cuando tenía diez años nos mudamos a una casa de tamaño mucho mayor,
a la que llamamos
"la Casa Grande", situada a más altura sobre las colmas que
dominaban el pueblo. Teníamos seis dormitorios, pero mis padres
resolvieron que sus tres hijas continuaran compartiendo la misma
habitación. Sin embargo, para entonces el único espacio que a mí me
importaba era el del aire libre. Teníamos un jardín espectacular, de
casi una hectárea, cubierto de césped y flores, lo que ciertamente
fue el origen de mi interés por cultivar cualquier cosa que brote y
dé flores. También estábamos rodeados por granjas y viñedos, tan
bonitos que parecían una ilustración de libro, y al fondo se veían
las escarpadas montañas coronadas de nieve.
Vagabundeaba por el campo en busca de animalitos heridos, para
llevarlos a "mi hospital" del sótano. Para mis pacientes menos
afortunados, que no sanaban, hice un cementerio a la sombra de
un sauce y me encargaba de que siempre estuviera decorado con
flores.
Mis padres no me protegían de las realidades de la vida y de la
muerte que ocurrían de modo natural, lo cual me permitió asimilar
sus diferentes circunstancias así como las reacciones de las
personas. Cuando estaba en tercer año llegó a mi clase una nueva
alumna llamada Susy. Su padre,
un médico joven, acababa de instalarse en Meilen con su familia. No
es fácil comenzar a ejercer la medicina en un pueblo pequeño, así
que le costó muchísimo atraerse pacientes. Pero todo el mundo
encontraba adorables a Susy y su hermanita.
Al cabo de unos meses Susy dejó de asistir a la escuela. Pronto se
corrió la voz de que estaba gravemente enferma. Todo el pueblo
culpaba al padre por no mejorarla. Por lo tanto no debe de ser buen
médico, razonaban. Pero ni siquiera los mejores médicos del mundo
podrían haberla curado. Resultó que Susy había contraído la
meningitis.
Todo el pueblo, incluidos los niños de la escuela, seguimos el
proceso de su enfermedad:
primero padeció parálisis, después sordera y finalmente perdió la
vista.
Los habitantes del pueblo, aunque lo sentían por la familia, eran
como la mayoría de los vecinos de las ciudades pequeñas: tenían
miedo de que esa horrible enfermedad entrara en sus casas si se
acercaban demasiado. En consecuencia, la nueva familia fue
prácticamente rechazada y quedó sola en momentos de gran necesidad
afectiva.
Me perturba pensar en eso ahora, aun cuando yo era de las compañeras
de Susy que continuábamos comunicándonos con ella. Le entregaba
notas, dibujos y flores silvestres a su hermana para que se las
llevara. "Dile a Susy que pensamos mucho en ella. Dile que la echo
mucho
de menos", le decía.
Nunca olvidaré que el día en que murió Susy, las cortinas de su
dormitorio estaban corridas. Recuerdo cuánto me entristeció que
estuviera aislada del sol, de los pájaros, los árboles y todos los
hermosos sonidos y paisajes de la naturaleza. Eso no me parecía
bien, como tampoco estimé razonables las manifestaciones de tristeza
y aflicción que siguieron a su muerte, puesto que pensaba que la
mayoría de los residentes de Meilen se sentían aliviados de que por
fin hubiera acabado todo.
La familia de Susy, desprovista de motivos para quedarse, se marchó
del pueblo.
Me impresionó mucho más la muerte de uno de los amigos de mis
padres. Era un granjero, más o menos cincuentón, justamente el que
nos llevó al hospital a mi madre y a mí cuando tuve neumonía. La
muerte le sobrevino después de caerse de un manzano y fracturarse el
cuello, aunque
no murió inmediatamente.
En el hospital los médicos le dijeron que no había nada que hacer,
por lo que él insistió en que
lo llevaran a casa para morir allí. Sus familiares y amigos tuvieron
mucho tiempo para despedirse. El día que fuimos a verlo estaba
rodeado por su familia y sus hijos. Tenía la habitación llena a
rebosar
de flores silvestres, y le habían colocado la cama de modo que
pudiera mirar por la ventana sus campos y árboles frutales, los
frutos de su trabajo que sobrevivirían al paso del tiempo. La
dignidad,
el amor y la paz que vi allí me dejaron una impresión imborrable.
Al día siguiente de su muerte volvimos a su casa por la tarde para
dar el último adiós a su cadáver. Yo no iba de muy buena gana, pues
no me apetecía la experiencia de ver un cuerpo sin vida. Venticuatro
horas antes, ese hombre, cuyos hijos iban a la escuela conmigo,
había pronunciado
mi nombre, con dificultad pero con cariño: "pequeña Betli". Pero la
visita resultó ser una experiencia
fascinante. Al mirar su cuerpo comprendí que él ya no estaba allí.
Cualesquiera que fueran la fuerza
y la energía que le habían dado vida, fuera lo que fuera aquello
cuya pérdida lamentábamos, ya no estaba allí. Mentalmente comparé su
muerte con la de Susy. Fuera lo que fuese lo que le sucedió a Susy,
se desarrolló en la oscuridad, detrás de cortinas cerradas que
impidieron que los rayos del sol
la iluminaran durante sus últimos momentos.
En cambio el
granjero había tenido lo que yo ahora llamo una buena
muerte: falleció en su casa, rodeado de amor, de respeto,
dignidad y afecto. Sus familiares le dijeron todo lo que
tenían que decirle y le lloraron sin tener que lamentar
haber dejado ningún asunto inconcluso.
A través de esas pocas experiencias, comprendí que la muerte
es algo que no siempre se puede controlar. Pero bien mirado,
eso me pareció bien.