Llegar a Varsovia fue difícil. Trabajé para un granjero
segando el heno y ordeñando vacas para ganar el dinero
suficiente para mi viaje. Después me fui a dedo hasta
Estocolmo, donde conseguí visado y me gasté casi todo el
dinero arduamente ganado en un billete para el barco.
Y menudo
barco también; tenía todo el casco oxidado, y los incesantes
crujidos no inspiraban la confianza de que lograra llegar a
Gdansk (Danzig). Mi billete era de tercera.
Por la noche me
acurruqué en un duro banco de madera y soñé con lujos y
comodidades, como por ejemplo una cálida manta y una mullida
almohada, y no hice ningún caso de cuatro tíos que
merodeaban por la cubierta en la oscuridad. Estaba demasiado
agotada para preocuparme.
Resultó que no había de qué preocuparse.
Por la mañana se
presentaron los cuatro hombres,
todos de diferentes países del Este, todos médicos. Venían
de regreso de un congreso médico. Afortunadamente para mí,
me invitaron a hacer el resto del viaje a Varsovia con
ellos. La estación de ferrocarril estaba abarrotada, y el
andén donde se detuvo el tren estaba peor aún. La gente no
sólo llevaba enormes cantidades de maletas y baúles; algunos
llevaban también gallinas y gansos, y otros, cabras y
ovejas. Parecía una caótica arca de Noé.
Si hubiera ido sola, jamás podría haberme subido al tren.
Cuando el convoy llegó, se armó un tremendo alboroto, pues
toda la gente chillaba tratando de embarcar. Uno de los
médicos, un húngaro alto y desmadejado, trepó al techo con
la agilidad de un mono y desde allí nos ayudó a subir
a los demás. Yo me agarré a la chimenea cuando sonó el pito
y el tren se puso en marcha. No eran
los asientos más seguros del tren, ciertamente, sobre todo
cuando entraba en los túneles y teníamos
que aplastarnos contra el techo, o cuando de la chimenea
salía un humo negro que nos hacía difícil respirar. Pero
cuando el tren se desocupó un poco pudimos bajar e
instalarnos en un compartimiento. Compartiendo la comida y
contándonos nuestras respectivas experiencias, de pronto el
viaje nos pareció un verdadero lujo.
Si el viaje a Varsovia fue una aventura, la llegada allí fue
algo increíble. Para mis compañeros
de viaje era el lugar donde tenían que cambiar de trenes.
Yo, por mi parte, sabía que me encontraba
en una encrucijada, el lugar donde algo tenía que suceder.
Con las caras ennegrecidas como un
grupo de deshollinadores, nos despedimos. Después empecé a
escudriñar la multitud en busca de señales de mi amigo
cuáquero. No había podido comunicar a nadie la fecha de mi
llegada. ¿Sabrían cuándo ir a recogerme a la estación?
¿Adonde tenía que acudir?
Pero el destino se parece mucho a la fe; ambas cosas exigen
una ferviente confianza en la voluntad de Dios. Miré hacia
un lado, miré hacia el otro. No vi a nadie conocido. De
pronto, por encima de un mar humano vi ondear una inmensa
bandera suiza. Entonces vi a Richie y a varios otros. Era un
milagro que estuvieran allí. ¡El abrazo que le di! Sus
amigos me ofrecieron té caliente y sopa. Jamás alimento
alguno me había sabido tan bien como ése. Tampoco me habría
venido mal
un largo sueño en una buena cama. Pero nos subimos en la
caja descubierta de un camión y pasamos el resto del día
viajando por caminos de tierra, bombardeados y llenos de
baches, en dirección al campamento del Servicio de
Voluntarios instalado en la fértil región de Lucima.
El trayecto me puso de manifiesto la urgencia con que nos
necesitaban allí. Habían transcurrido casi dos años desde el
final de la guerra y Varsovia continuaba en ruinas. Bloques
enteros de edificios estaban convertidos en montañas de
escombros. Sus habitantes, alrededor de 300.000 personas,
vivían ocultos en refugios subterráneos; los únicos signos
de vida humana se veían por la noche, cuando se elevaba el
humo de las hogueras al aire libre que encendían para
cocinar y calentarse. Los pueblos de los alrededores,
destruidos por alemanes y rusos, también estaban arrasados.
Familias enteras vivían simplemente en trincheras, como
animales en sus madrigueras.
En el campo los árboles estaban talados y el suelo lleno de
grandes hoyos hechos por las bombas. Cuando llegamos a
Lucima, me sentí privilegiada por contarme entre las
personas lo bastante
fuertes para asistir a los muchos habitantes del pueblo que
necesitaban urgente atención médica.
¿Era posible sentirse de otra manera? No, no cuando no hay
hospital ni servicios médicos y uno se encuentra entre
personas aquejadas de tifoidea y tuberculosis. Los más
afortunados simplemente padecían viejas heridas infectadas
causadas por metralla. Los niños morían de enfermedades tan
comunes como el sarampión. Pero a pesar de sus problemas,
eran personas maravillosas y generosas.
No hacía falta ser una experta en socorrismo para darse
cuenta de que la única manera de
abordar una situación así era arremangarse y comenzar a
trabajar. El campamento del Servicio de
Voluntarios consistía en tres enormes tiendas. La mayoría de
las noches yo dormía al aire libre, bajo
la manta militar de lana que me mantuvo abrigada en mis
viajes a través de Europa. Nuevamente me
asignaron el trabajo de cocinera. Nada me hacía más feliz
que convertir latas de plátanos desecados, gansos que nos
regalaban, harina, huevos y cualquier otro ingrediente que
hubiera, en sabrosas comidas que fueran del agrado de los
voluntarios llegados de todas partes del mundo y unidos por
un único fin.
Cuando llegué ya se habían reconstruido bastantes casas y se
estaba construyendo una escuela nueva. Allí trabajé de
albañil, poniendo ladrillos y tejas. Chapurreaba muy mal el
polaco, pero cada mañana, mientras lavaba mi ropa en el río,
me daba clases una joven delgadísima que estaba muriendo de
leucemia. Habiendo visto tanto sufrimiento y desgracia en su
corta vida, no pensaba que su situación fuera el peor
desastre del mundo. Lejos de ello, en cierto modo aceptaba
su destino sin amargura ni rencor. Para ella eso era
sencillamente su vida, o al menos parte de ella. No es
necesario decir que me enseñó muchas más cosas que un nuevo
idioma.
Cada día había que ser un factótum. Una vez contribuí a
apaciguar al alcalde y a un grupo de personalidades del
pueblo que protestaban porque habíamos construido sin los
permisos oficiales, es decir, sin haberles "untado" a ellos.
Otra vez ayudé a parir a la vaca de un granjero.
Los trabajos eran de lo más heterogéneo. Una tarde estaba
colocando ladrillos en una pared de
la escuela cuando un hombre se cayó y se hizo una buena
herida en la pierna. En circunstancias normales la herida
habría necesitado varios puntos. Pero allí sólo estábamos yo
y una polaca que se apresuró a coger un puñado de tierra y
se lo aplicó a la herida. Yo salté del techo gritando "¡No,
que
se le va a infectar!"
Pero esas mujeres eran como chamanes. Practicaban una
medicina popular antiquísima y terrenal, como la homeopatía,
y sabían exactamente lo que hacían.
De todos modos se quedaron admiradas cuando yo le até la
pierna para detener la hemorragia. Desde entonces comenzaron
a llamarme "doctora Pañi". Yo intenté explicar que no era
médico, pero nadie logró convencerlas, ni yo misma.
Hasta ese momento todas las necesidades médicas eran
atendidas por dos mujeres, Hanka y
Danka. Eran personas enérgicas y francas, fabulosas, a
quienes llamaban Feldsckers. Las dos habían colaborado con
la resistencia polaca en el frente ruso, donde habían
aprendido los rudimentos de la medicina de campo y habían
visto todos los tipos posibles de heridas, lesiones,
enfermedades y horrores. Para qué decir que no se arredraban
ante nada.
Cuando se enteraron de que yo había detenido la hemorragia
en la pierna del hombre, me hicieron preguntas acerca de mi
formación. En cuanto oyeron la palabra "hospital", me
acogieron como a una de ellas. Desde entonces llevaban a los
enfermos y lesionados al edificio que estábamos construyendo
para que yo los examinara.
Me veía ante todo tipo de males, desde infecciones a
extremidades que había que amputar. Yo hacía todo lo que
podía, aunque muchas veces no era más que un buen abrazo
lleno de cariño.
Un día me hicieron un regalo increíble. Era una cabana de
troncos con dos habitaciones. La habían limpiado, habían
instalado una cocina de leña y unos cuantos estantes, y
decidieron que ésa
sería una clínica donde las tres podríamos tratar a los
pacientes. Y ahí acabó mi trabajo en la
construcción.
No sé si lo que hice a continuación fue ejercer la medicina
o rezar pidiendo milagros. Todas las mañanas se formaba una
cola de veinticinco a treinta personas fuera de la clínica.
Algunas habían caminado durante días para llegar allí. Con
frecuencia tenían que esperar horas. Si estaba lloviendo,
se les permitía aguardar en la habitación que normalmente
reservábamos para los gansos, pollos, cabras y otras
aportaciones que hacía la gente a nuestro campamento en
lugar de dinero. La otra habitación la usábamos para
intervenciones quirúrgicas. Teníamos poco instrumental,
pocos remedios y nada de anestesia. Sin embargo, he de decir
que realizamos muchas operaciones osadas y complicadas.
Amputábamos extremidades, extraíamos metralla, asistíamos a
parturientas.
Un día se presentó una mujer embarazada a la que se le había
formado un tumor del tamaño de un
pomelo. Se lo abrimos, sacamos el pus y nos esmeramos en
eliminar el quiste. Cuando la hubimos tranquilizado
diciéndole que el bebé estaba muy bien, se levantó y se fue
a casa.
La resistencia de aquella gente no tenía límites. Su
valentía y voluntad de vivir me causaron una profunda
impresión. A veces atribuía el elevado índice de
recuperación a esa sola determinación. Comprendí que la
esencia de su existencia, y de la existencia de toda
criatura humana, era simplemente continuar viviendo,
sobrevivir.
Para alguien que en otro tiempo había escrito que su
objetivo era descubrir el sentido de la
vida, ésa fue una profunda lección.
La prueba más difícil se me presentó una noche cuando Hanka
y Danka estaban fuera; habían ido a atender unas urgencias
en pueblos cercanos y yo estaba a cargo de la clínica.
Era mi primer vuelo a solas. Y en qué circunstancias: se nos
habían agotado todas las provisiones médicas. Si ocurría
algo, tendría que improvisar. Por suerte el día estuvo
tranquilo y la noche se presentaba seductoramente agradable.
Me enrollé en mi manta pensando: "Ah, nada me
va a despertar esta noche. Por una vez voy a disfrutar de
una buena noche de sueño."
Pero pensar eso me trajo mala suerte. Alrededor de la
medianoche oí algo que me pareció el llanto de un niño
pequeño. Me negué a abrir los ojos, tal vez era un sueño. Y
si no era un sueño,
¿qué? Los pacientes solían llegar a cualquier hora, incluso
por la noche. Si los atendía a todos, jamás habría dormido
ni un momento, así que fingí que dormía.
Pero volví a oírlo. Era el lloro de un niño pequeño, un
gemido suplicante, impotente, que no cesaba; después una
inspiración ronca, una dolorosa inspiración de aire.
Reprendiéndome por ser tan blanda, abrí los ojos. Tal como
lo temía, no estaba soñando. Iluminada por la suave luz de
la luna llena, había una campesina sentada a mi lado. Se
había envuelto en una manta. Ciertamente los gemidos no
provenían de ella. Cuando me incorporé, volví a
oír el ronco vagido y vi que acunaba a un niño pequeño en
los brazos. Lo observé lo mejor que pude
mientras trataba de mantener los ojos abiertos; sí, era un
niño. Después miré a la madre. Ella me pidió disculpas por
despertarme a aquellas horas, pero me explicó que había
caminado desde su pueblo tan pronto como se enteró de que
había unas señoras doctoras que ponían bien a las personas
enfermas.
Le toqué la frente al pequeño, que tendría unos tres años.
Ardía de fiebre. Observé ampollas alrededor de la boca y en
la lengua, y señales de deshidratación. Síntomas de una
cosa: fiebre tifoidea. Desgraciadamente era muy poco lo que
yo podía hacer. No teníamos medicamentos. Se lo expliqué con
un encogimiento de hombros.
- Nada —le dije—. Lo único que puedo hacer es invitarla a la
clínica y preparar una taza de té caliente.
Agradecida, me acompañó al interior de la clínica. Mientras
su hijo se esforzaba por respirar, me miró fijamente como
sólo una madre sabe mirar. Callada, triste, suplicante, con
unos ojos negros que reflejaban profundidades inimaginables
de aflicción.
- Tiene que salvarlo —me dijo con naturalidad. Yo negué con
la cabeza, en actitud resignada.
—No, tiene que salvar a mi último hijo —insistió. Entonces,
sin el menor estremecimiento de
emoción, explicó—: Es el último de mis trece hijos. Todos
los otros murieron en Maidanek, el campo
de concentración. Pero éste nació allí. No quiero que muera,
ahora que hemos salido de allí.
Aun en el caso de que esa pequeña clínica hubiera sido un
hospital totalmente equipado, había pocas probabilidades de
salvar al niño. Pero no quise parecer una idiota impotente.
Esa mujer ya había soportado suficientes crueldades. Si de
alguna manera había logrado aferrarse a una esperanza
mientras toda su familia era asesinada en las cámaras de
gas, entonces yo también tenía que apelar a todas mis
fuerzas.
Así pues, me devané los sesos durante un rato e ideé un
plan. Había un hospital en Lublin, una ciudad que estaba a
unos 30 kilómetros de distancia. Aunque el campamento no
podía proporcionar medios de transporte, podíamos caminar.
Si el niño sobrevivía al trayecto, tal vez podríamos
convencer al personal del hospital de que lo admitieran.
El plan era arriesgado. Pero la mujer, sabiendo que era la
única opción, cogió al niño en sus brazos y me dijo: —De
acuerdo, vamos.
Durante 30 kilómetros hablamos y nos turnamos para llevar al
niño, que no estaba nada bien. A
la salida del sol llegamos a las altas puertas de hierro del
enorme hospital de piedra. Estaban cerradas con llave, y un
guardia nos dijo que no admitían a más pacientes. ¿Habíamos
caminado los
30 kilómetros para nada? Miré al niño que por momentos
perdía y recuperaba el conocimiento. No,
ese esfuerzo no sería en vano. Tan pronto divisé a alguien
que parecía ser médico, moví los brazos para llamarle la
atención. De mala gana el médico tocó al niño, le tomó el
pulso y llegó a la conclusión de que no había esperanzas.
- Ya tenemos enfermos en camas puestas en los cuartos de
baño —explicó—. Puesto que este
niño no va a poder salvarse, no tiene sentido admitirlo.
Repentinamente me convertí en una mujer agresiva y furiosa.
- Soy suiza —le dije moviendo el índice bajo su nariz—,
caminé e hice autostop para venir a
Polonia a ayudar al pueblo polaco. Atiendo yo sola a
cincuenta pacientes diarios en una diminuta clínica en
Lucima. Ahora he hecho todo este trayecto para salvar a este
niño. Si no lo admite, volveré
a Suiza y le diré a todo el mundo que los polacos son la
gente más insensible del mundo, que no
sienten amor ni compasión, y que un médico polaco no se
apiadó de una mujer cuyo hijo, el último de trece,
sobrevivió a un campo de concentración.
Eso dio resultado. A regañadientes, el médico estiró los
brazos para coger al pequeño y accedió a admitirlo, pero con
una condición: la madre y yo teníamos que dejarlo allí
durante tres semanas.
- Pasadas tres semanas el niño o bien va a estar enterrado o
estará lo suficientemente recuperado para que se lo
lleven—dijo.
Sin detenerse a pensar, la madre bendijo a su hijo y se lo
entregó al médico. Había hecho todo
lo que era humanamente posible, y yo noté su alivio cuando
el médico y el niño entraron en el hospital. Cuando los
perdimos de vista, le pregunté:
- ¿Qué desea hacer ahora?
- Volver con usted a ayudarla —contestó.
Se convirtió en la mejor ayudante que he tenido en mi vida.
Hervía mis tres preciadas jeringas
en un pequeño cazo, lavaba las vendas y las ponía a secar al
sol, barría la clínica, ayudaba a preparar las comidas e
incluso sujetaba a los pacientes cuando había que
practicarles alguna incisión. De intérprete a enfermera o
cocinera, no había función que no desempeñara.
Una mañana al despertar comprobé que había desaparecido.
Al parecer, durante la noche se había ido a hurtadillas sin
dejar ni una nota ni despedirse. Me
sentí al mismo tiempo desconcertada y desilusionada. Pero
varios días después comprendí lo sucedido. Habían
transcurrido las tres semanas desde que lleváramos al niño
al hospital de Lublin. Inmersa como estaba en el trabajo
diario, yo no había llevado la cuenta, pero ella había
contado cada día.
Pasada una semana, al despertar después de una noche bajo
las estrellas, encontré un pañuelo en el suelo junto a mi
cabeza. Estaba lleno de tierra.
Imaginándome que se trataría de una de esas cosas
supersticiosas que ocurrían todo el
tiempo, lo coloqué en un estante de la clínica y lo olvidé,
hasta que una de las mujeres del pueblo me instó a soltar
los nudos y mirar dentro. Claro, junto con la tierra
encontré una nota dirigida a la
"doctora Pañi". La nota decía: "De la señora W., cuyo último
de sus trece hijos usted ha salvado,
tierra polaca bendita."
Ah, o sea que el niño estaba vivo. Una gran sonrisa me
iluminó la cara.
Volví a leer la última línea de la nota: "Tierra polaca
bendita." Entonces lo comprendí todo.
Después de marcharse a medianoche, esa mujer había caminado
los 30 kilómetros hasta el hospital
y recogido a su hijo, vivo y recuperado. Desde Dublín lo
llevó a su pueblo, recogió un puñado de
tierra de su casa y buscó a un sacerdote para que la
bendijera. .
Dado que los
nazis habían exterminado a la mayoría de los sacerdotes,
estoy segura de que tuvo que caminar bastante para encontrar
uno. Ahora esa tierra era especial, bendecida por Dios.
Después de dejarme su regalo se volvió a casa. Cuando
comprendí todo esto, esa pequeña bolsita se convirtió en el
más preciado regalo que había recibido en mi vida. Y aunque
en esos momentos no tenía forma de saberlo, prontome
salvaría también la vida