Era una mujer adulta, una médica en ejercicio y estaba a
punto de casarme, pero mi madre me trataba como a una niña
pequeña. Me llevó al peluquero a que me arreglaran el
cabello, me llevó a una especialista en maquillaje y me
obligó a hacer todas esas tonterías femeninas que yo apenas
toleraba.
También me decía
que no me quejara por ir a Estados Unidos, ya que Manny era
un hombre inteligente y guapo con el que muchas mujeres
desearían casarse. "Probablemente quiere que le ayudes a
preparar sus exámenes finales", me decía.
Esa pulla fue una muestra de inseguridad por su parte.
Quería que yo apreciara lo que tenía. Pero yo ya me sentía
afortunada.
Después de que Manny aprobara los exámenes, y sin mi ayuda,
nos casamos. Fue una gran celebración. Mi padre fue el único
que no lo pasó en grande. Impedido por la fractura de cadera
que había sufrido hacía unos meses, no pudo mostrar su
agilidad y majestuosidad en la pista de baile, y eso lo
deprimió. Pero lo compensó con creces mediante su regalo de
bodas, una grabación de algunas de sus canciones favoritas
cantadas por él mismo acompañado brillantemente al piano por
Eva.
Después de la
boda toda la familia fuimos a la Feria Mundial de Bruselas.
Y después mis familiares nos despidieron desde el muelle
cuando, junto con varios amigos de Manny que habían asistido
a nuestra boda, mi marido y yo subimos a bordo del Liberté,
el enorme transatlántico que nos llevaría a Estados Unidos.
Ni las exquisitas comidas, ni el sol ni el baile en cubierta
lograron calmar la tristeza que sentía al dejar Suiza y
partir hacia un país por el que no sentía ningún interés.
Sin embargo, me dejé llevar sin discutir, y por lo que
escribí en mi diario, se ve que pensaba que era un viaje que
tenía que hacer.
¿Cómo saben estos gansos cuándo es el momen-; to de volar
hacia el sol? ¿Quién les anuncia
las estaciones? ¿Cómo sabemos los seres humanos cuándo es el
momento de hacer otra cosa?
¿Cómo sabemos cuándo ponernos en marcha? Seguro que a
nosotros nos ocurre igual que a las
aves migratorias; hay una voz interior, si estamos
dispuestos a escucharla, que nos dice con toda certeza
cuándo adentrarnos en lo desconocido.
La noche anterior a nuestra llegada a Estados Unidos, en mi
sueño me vi vestida de indio
cabalgando por el desierto. En el sueño el sol era tan
ardiente que desperté con la garganta seca y dolorida.
Repentinamente también sentí sed de esa nueva aventura. Le
conté a Manny que cuando era niña dibujaba escudos y
símbolos indios y bailaba encima de una roca como un
guerrero, a pesar
de no haber visto nunca nada de la cultura aborigen de
Estados Unidos. ¿Era una casualidad mi sueño? No me pareció
probable. Curiosamente, eso me tranquilizó. Como una voz
interior, me hizo percibir que lo desconocido podía ser en
realidad como ir a casa. Para Manny lo era. Bajo un fuerte
aguacero, me señaló la Estatua de la Libertad. Miles de
personas esperaban en el muelle para recibir
a los pasajeros del barco. Allí estaban la madre de Manny,
sordomuda, y su hermana. Durante años había oído hablar
muchísimo de ellas. En ese momento sólo tenía muchas
preguntas. ¿Cómo serían? ¿Recibirían bien a una extranjera
en la familia? ¿A una mujer no judía?
Su madre era una muñeca cuya felicidad al ver a su hijo
médico se manifestó en sus ojos con tanta claridad como si
lo hubiera dicho con palabras. Su hermana fue otra historia.
Cuando nos encontró, estábamos buscando nuestras quince
maletas, baúles y cajas. Abrazó con fuerza a Manny; luego,
esa mujer de Long Island que tenía una masa de hermosos
cabellos muy bien peinados y vestía ropa nueva, me examinó
el pelo empapado y la ropa mojada, que me daban el aspecto
de haber venido nadando detrás del barco, y miró a su
hermano como preguntándole: "¿Esto es lo mejor que lograste
encontrar?"
Una vez pasado el control de aduana, donde retuvieron mi
maletín médico, fuimos a cenar a casa de la cuñada de Manny.
Vivía en Lynbrook, en Long Island. Durante la cena, cometí
un pecado
no intencionado al pedir un vaso de leche. Lo divertido es
que yo jamás bebía leche y habría
preferido una copa de brandy, pero creía que en Estados
Unidos todos bebían leche; ¿acaso no era
"el país de la leche y la miel"? Bueno pues, pedí leche. Mi
marido me dio un fuerte pisotón bajo la mesa. Estábamos en
una casa kosher*, me explicó.
- Tendrá que aprender a observar el kosher —comentó en tono
sarcástico mi cuñada.
Después de la cena entré en la cocina, con la esperanza de
estar un rato sola, y sorprendí a mi cuñada de pie junto al
refrigerador mordisqueando un trozo de jamón. Al instante me
puse de buen humor.
- No tengo la menor intención de observar el ko-sher —le
dije—, y supongo que tú tampoco eres muy kosher.
Mi actitud mejoró un tanto cuando a las pocas semanas Manny
y yo nos mudamos a nuestro
apartamento. Este era pequeño, pero estaba muy cerca del
hospital comunitario Glen Cove, donde
los dos trabajábamos de residentes supervisados. Una vez que
comenzó el trabajo me sentí notablemente más feliz, aunque
el horario era agotador y el salario no nos alcanzaba para
tener qué comer hasta fin de mes. Me encontraba muy a gusto
al llevar una bata blanca y tener una lista de pacientes
para ocupar mis pensamientos y energías.
Nota : Kosher: alimento conforme a la ley judía. Aplicado a
persona o cosa legítima, auténtica, legal. (N. de la T.)fin
de nota)
Mis días comenzaban muy temprano. Preparaba el desayuno para
Manny y después los dos trabajábamos hasta bien entrada la
noche. Volvíamos a casa juntos, escasamente con las fuerzas
suficientes para arrastrarnos hasta la cama. Todos los fines
de semana estábamos de guardia en el hospital, atendiendo
las 250 camas los dos solos. Mutuamente nos felicitábamos
por nuestras fuerzas. Manny era un detective médico
meticuloso y lógico; yo era intuitiva y tranquila, capaz de
tomar rápidamente las necesarias decisiones en la sala de
urgencias.
Rara vez teníamos tiempo para hacer algo que no fuera
trabajo, y sí lo teníamos, no disponíamos de dinero. Había
excepciones, eso sí. Una vez el jefe de Manny nos regaló
entradas para el Ballet Bolshoi; fue una salida especial que
nos entusiasmó. Nos pusimos nuestras mejores galas y cogimos
el tren para Manhattan. Pero tan pronto como apagaron las
luces yo me quedé dormida, y sólo desperté cuando bajaron
por última vez el telón.
La mayor parte de las dificultades que tuve procedían de mi
adaptación a una nueva cultura. Recuerdo a un joven al que
admitieron en la sala de urgencias con un grave problema de
oído. Estaba en una camilla, sujeto con correas, como es lo
habitual. Mientras esperaba que lo viera un
otorrinolaringólogo, me preguntó si podía ir al rest room,
que quiere decir lavabo, pero yo, que jamás había oído esa
palabra, creí que era una sala para descansar. Sabiendo que
el especialista llegaría
en cualquier momento, no podía permitirle ir a ninguna
parte. Y antes de volver a salir a hacer mis rondas, añadí:
- Donde mejor va a descansar es quedándose quieto donde
está.
La vez siguiente que pasé por ahí, una enfermera estaba
desatándole las correas para que pudiera ir al lavabo. Roja
de vergüenza escuché la explicación de la enfermera:
- Doctora, tenía la vejiga a punto de estallar.
Pasé un momento aún más humillante cuando estaba de ayudante
en el quirófano. Durante la operación, que era de rutina, el
cirujano coqueteaba descaradamente con la enfermera, casi
sin advertir mi presencia, aunque yo era la que le pasaba
los instrumentos que necesitaba. De pronto el paciente
comenzó a sangrar.
- Shit! —exclamó el cirujano, olvidando sus coqueteos.
Otra palabra desconocida para mí. Miré la bandeja de
instrumentos y en un momento de pánico
me disculpé diciendo:
- No sé cuál es el shit.
Después Manny me explicó por qué todos se habían echado a
reír (shit significa "mierda"). Pero normalmente él se
divertía como todos los demás con lo que él llamaba "mis
episodios cómicos". El peor de todos ocurrió la noche en que
el jefe de Manny y su esposa nos llevaron a cenar a un
restaurante muy elegante.
De aperitivo yo pedí un screwdriver (destornillador); cuando
sirvió el plato principal, el camarero
me preguntó si deseaba otra bebida. Tratando de hacer una
gracia, pero sin saber lo que decía, le contesté "No, thanks,
I’ve been screwded enough". ("No gracias, ya me han follado
bastante"). El fuerte puntapié que me propinó Manny en la
espinilla me dijo que mi salida no había sido ni graciosa
ni ingeniosa.
Yo sabía que esas meteduras de pata eran inevitables,
formaban parte de mi adaptación a Estados Unidos. Nada me
resultó tan duro como no celebrar la Navidad con mi familia.
Si no hubiera sido por la bibliotecaria del hospital, mujer
de ascendencia danesa, que nos invitó a su casa a cenar,
tal vez me habría vuelto a Suiza antes del Año Nuevo. En su
casa tenía un árbol de Navidad de verdad, con velitas de
verdad, igual que el de mi familia en Suiza. Como les
escribí después a mis padres "en la noche más oscura
encontré mi velita".
Le agradecí a Dios lo de esa noche, pero ésta no me sirvió
para adaptarme mejor que antes. Mis vecinas de Long Island
conversaban por encima de las tapias de sus patios haciendo
comparaciones entre sus respectivos psicólogos, hablando de
las cosas más íntimas como si nada fuese privado. Si eso no
era el colmo del mal gusto, encontraba peor todavía lo que
veía en las salas infantiles del hospital. Las madres,
vestidas como para un desfile de modelos, llegaban a verlos
llevándoles juguetes caros que supongo eran para demostrar
lo mucho que querían a sus hijos enfermos. Cuanto más grande
el juguete, más los querían, ¿verdad? No me extraña que
todas necesitaran psicoanalistas.
Un día, a un niño le dio una pataleta colosal cuando su
madre olvidó llevarle un juguete. En lugar de decirle "Hola,
mamá, me alegro de que hayas venido", la saludó gritándole
"¿Dónde está mi regalo?", y la madre salió aterrada,
corriendo a la tienda de juguetes. Yo me sentí consternada.
¿Qué pensaban esas madres y esos niños estadounidenses? ¿Es
que no tenían valores? ¿De qué servían todos esos regalos
cuando lo que realmente necesita un niño enfermo es un padre
o una madre que les coja la mano y converse con sinceridad y
cariño acerca de la vida?
Tanto rechazo sentía hacia esos niños y sus padres que
cuando nos llegó el momento de elegir especialidad, Manny
decidió hacer su residencia en patología en el hospital
Montefiore del Bronx, mientras que yo resolví postular por
lo que llamaba la "minoría depravada", es decir pediatría.
La competición por obtener una de las veintitantas vacantes
de residencia en el famoso hospital para bebés del Centro
Médico Columbia Presbyterian era muy reñida, sobre todo para
los extranjeros. Pero el doctor Patrick O’Neal, el liberal y
veterano director médico que me entrevistó, jamás había
escuchado un motivo como el mío para desear especializarse
en pediatría.
- No soporto a estos niños —le confesé—, ni a sus madres.
Sorprendido y confundido, el doctor casi se cayó de la
silla. Su expresión exigía que se lo aclarase.
- Si pudiera trabajar con ellos podría comprenderlos mejor
—le expliqué—, y tal vez también aprendería a tolerarlos
—añadí.
Pese a que no fue muy ortodoxa, la entrevista acabó bien. Al
final, el doctor O’Neil, en busca de una respuesta que no
fuera un simple sí o no, me explicó que el horario, que
exigía guardia de 24
horas en noches alternas, era demasiado agotador para las
residentes embarazadas. Sabiendo qué información me pedía,
le aseguré que en mis planes no entraba fundar una familia
todavía. Al cabo
de dos meses encontré en el buzón una carta del Columbia
Presbyterian y corrí a abrazar a Man-ny,
que tenía programado comenzar su residencia ese verano. Me
habían aceptado, era la primera extranjera admitida como
residente pediátrica en ese prestigioso hospital.
Nuestra celebración incluyó la compra de un nuevo Chevrolet
Impala color turquesa, derroche
que hizo resplandecer de orgullo a Manny. Era como si viera
un próspero futuro en su brillante acabado. A eso siguieron
más buenas noticias. Después de varias mañanas de
desagradables náuseas, descubrí que estaba embarazada.
Siempre me había visto como una madre, por lo que me sentí
entusiasmada. Por otro lado, el embarazo ponía en peligro mi
ambicionada residencia en el hospital. ¿No me había
explicado claramente la norma del hospital el doctor O’Neil?
Nada de residentes embarazadas. Sí, lo había dicho muy
claramente.
Durante unos días acaricié la idea de no decírselo.
Estábamos en jumo y el embarazo no se
notaría hasta dentro de unos tres o cuatro meses. Entonces
ya tendría en mi haber tres meses de residencia. Pensé que
tal vez si el doctor O’Neil veía lo mucho que yo trabajaba
haría una excepción. Pero no podía mentir. Cuando se lo dije
me pareció que estaba realmente desilusionado, pero era
imposible hacer una excepción a la regla. Lo más que pudo
hacer fue prometerme reservarme un puesto al año siguiente.
Ese gesto fue muy simpático, pero no me servía de nada en la
situación que me encontraba en esos momentos. Necesitaba un
trabajo. A Manny le iban a pagar 105 dólares al mes por su
trabajo como residente en el Montefiore, y eso no era
suficiente para cubrir nuestros gastos, y mucho menos
si teníamos un bebé. No sabía qué hacer. Era ya muy tarde,
todos los puestos para residentes de la ciudad estarían ya
ocupados.
Una noche Manny me contó que acababa de enterarse de que
había un puesto libre para residente en el Departamento de
Psiquiatría del Hospital Estatal de Manhattan. No me
entusiasmó mucho la idea. El Manhattan era un
establecimiento para enfermos mentales, un depósito público
para las personas menos deseables y más trastornadas. Lo
dirigía un psiquiatra suizo medio chiflado
que ahuyentaba a todos los residentes. Nadie quería trabajar
con él. Y por encima de todo, yo detestaba la psiquiatría.
Estaba en el último lugar de mi lista de especialidades.
Pero necesitábamos pagar el alquiler y poner comida sobre la
mesa. Yo necesitaba también
tener algo que hacer.
Así pues, me entrevisté con el doctor D. Después de charlar
como vecinos en nuestro idioma natal, me marché con la
promesa de una subvención para investigación y un salario de
400 dólares
al mes. Repentinamente nos sentimos ricos. Alquilamos un
precioso apartamento de una habitación
en la calle 96 Este de Manhattan. En la parte de atrás había
un pequeño jardín. Un fin de semana lo preparé para plantar
flores y verduras llevando cubos con tierra desde Long
Island. Esa noche no hice caso de unas manchitas de sangre.
Dos días después me desmayé en el quirófano durante una
operación. Desperté en una habitación del Glen Cove, como
paciente, después de haber sufrido un aborto espontáneo.
Manny llenó de flores nuestro apartamento a modo de
consuelo, pero el único consuelo real que yo tenía era mi fe
en un poder superior. Todo lo que ocurre tiene su motivo, la
casualidad no existe. La propietaria de la casa, en el papel
de madre suplente, me preparó mi plato favorito, filete
mignon, para cenar. Lo irónico era que su hija había salido
ese día del mismo hospital después de dar a luz a una niñita
sana mientras yo salía con los brazos vacíos.
Esa noche oí el
llanto de la recién nacida a través de las paredes del
apartamento. Hasta ese momento no me había dado cuenta de lo
profunda que en, mi pena.
Pero en ello había también otra importante lección posible
que no obtengamos lo que
deseamos, pero Dios siempre nos da lo que necesitamos.