En nuestras investigaciones, el reverendo Gaines y yo
mantuvimos las distancias entre nosotros. Í4o, no había
ningún malentendido, simplemente acordamos no comparar
nuestras observaciones hasta que cada uno tuviera veinte
casos.
Peinamos los
pasillos cada uno por su lado. También buscamos fuera del
hospital. Hicimos averiguaciones y seguimos las pistas para
encontrar enfermos que se ajustaran a nuestros requisitos.
Nos limitábamos a pedirles que nos contaran lo que les había
ocurrido o lo que habían sentido.
Todos estaban tan
deseosos de encontrar a alguien interesado en escucharlos,
que sus relatos brotaban a raudales.
Cuando finalmente comparamos nuestras notas, nos quedamos
atónitos, a la vez que tremendamente entusiasmados, por el
material recogido. "Sí, vi a mi padre tan claro como la luz
del día", me dijo un paciente.
Otra persona le
dio las gracias al reverendo Gaines por hacerle la
pregunta: "Me alegra tanto poder hablar de eso con alguien.
Todas las personas a las que se lo he
contado me han tratado como si estuviera loco, y todo fue
tan agradable y apacible..." "Volví a ver", contó una mujer
que había quedado ciega en un accidente. Pero cuando la
reanimaron, perdió nuevamente la vista.
Eso ocurrió mucho antes de que nadie hubiera escrito algo
sobre las experiencias de muerte clínica temporal o de la
vida después de la muerte; por lo tanto sabíamos que el
público en general acogería nuestros hallazgos con
escepticismo y franca incredulidad, y quedaríamos en
ridículo. Pero hubo un caso que me convenció. Una niña de
doce años me dijo que no le había contado la experiencia a
su madre. La experiencia fue tan agradable que no tenía
ningún deseo de volver de allí. "No quiero contarle a mi
madre que existe un hogar más agradable que el nuestro",
explicó.
Finalmente le relató a su padre todos los detalles, incluso
que su hermano la había abrazado
con mucho cariño. Eso sorprendió al padre, que reconoció que
en realidad habían tenido otro hijo, de cuya existencia la
niña no tenía idea hasta ese momento. El niño había muerto
unos meses antes de que ella naciera.
Mientras el reverendo y yo pensábamos qué hacer con nuestros
descubrimientos, nuestras vidas siguieron avanzando en
direcciones diferentes. Los dos habíamos estado buscando
puestos fuera del ambiente sofocante del hospital. El
reverendo Gaines se marchó primero. A comienzos de
1970 se hizo cargo de una iglesia de Urbana; también adoptó
el nombre africano de Mwalimu Imara.
Todo ese tiempo yo había albergado la esperanza de ser yo
quien me marchara primero, pero mientras eso no ocurriera
tenía que continuar con los seminarios.
Estos no resultaban tan bien sin mi socio, que era un fuera
de serie. Lo reemplazó su antiguo jefe, el pastor N. Pero
era tal la falta de química entre nosotros dos que un alumno
creyó erróneamente que él era el médico y yo la consejera
espiritual. Vamos, un desastre.
Yo seguía preparándome para dejar ese trabajo, y finalmente
llegó el viernes en que había decidido impartir el último
seminario sobre "La muerte y el morir" de mi carrera.
Siempre he sido propensa a los extremos. Después del
seminario, me acerqué al pastor N., sin saber muy bien cómo
decirle que renunciaba. Nos detuvimos ante el ascensor,
hablando del seminario que acababa de terminar y de otros
asuntos. Cuando él pulsó el botón para llamar el ascensor,
decidí aprovechar ese momento para dimitir, antes de que él
entrara en el ascensor. Pero ya era demasiado tarde, pues se
habían abierto las puertas.
Yo me disponía a hablar, cuando repentinamente apareció una
mujer entre el ascensor y la espalda del pastor N. Me quedé
con la boca abierta. La mujer estaba flotando en el aire,
casi transparente, y me sonreía como si nos conociéramos.
- ¡Dios santo! ¿Quién es? —exclamé extrañada.
El pastor N. no tenía idea de lo que ocurría. A juzgar por
su expresión, debía de pensar que me
estaba volviendo loca.
- Creo que la conozco —dije—. Me está mirando.
- ¿Qué? —preguntó él. Miró a su alrededor y no vio nada—.
¿De qué está hablando?
- Está esperando que usted entre en el ascensor, entonces se
me acercará —le expliqué. Seguramente durante todo ese rato
el pastor había estado deseando huir, porque saltó dentro
del ascensor como si se tratara de una red de seguridad. Y
en cuanto se hubieron cerrado las puertas, la mujer, la
aparición, se acercó a mí.
- Doctora Ross, he tenido que volver —me dijo—. ¿Le
importaría si fuéramos a su despacho? Sólo necesito unos
minutos.
Mi despacho estaba sólo a unos cuantos metros, pero fue la
caminata más rara y perturbadora
que había hecho en mi vida. ¿Estaría experimentando un
episodio psicótico? Había estado algo estresada, sí, pero no
tanto como para ver fantasmas, y mucho menos un fantasma que
se detuvo ante mi despacho, abrió la puerta y me hizo pasar
primero como si yo fuera la visita. Pero en cuanto cerró la
puerta, la reconocí. —¡Señora Schwartz!
¿Señora Schwartz? La señora Schwartz había muerto hacía diez
meses y estaba enterrada. Sin embargo, allí estaba, en mi
despacho, a mi lado. Era la misma de siempre, afable y
reposada, aunque algo preocupada. Mi estado de ánimo era
bastante diferente, tanto que tuve que sentarme para no
desmayarme.
- Doctora Ross, he tenido que volver por dos motivos —me
dijo claramente—. El primero, para agradecerles a usted y al
reverendo Gaines todo lo que han hecho por mí.
Yo toqué mi pluma, los papeles y la taza de café para
comprobar si eran reales. Sí, eran tan reales como el sonido
de su voz.
- Pero el segundo motivo ha sido para decirle que no
renuncie a su trabajo sobre la muerte y la forma de morir.
Todavía no.
La señora Schwartz se aproximó al costado de mi escritorio y
me dirigió una sonrisa radiante. Eso me dio un momento para
pensar. ¿Era éste un suceso real? ¿Cómo sabía que yo pensaba
renunciar?
- ¿Me oye? Su trabajo acaba de empezar —continuó—. Nosotros
le ayudaremos.
Aunque me resultaba difícil creer que eso estuviera
ocurriendo, no pude evitar decirle: —Sí, la oigo.
De pronto presentí que ella ya conocía mis pensamientos y
todo lo que iba a decirle. Decidí
pedirle una prueba de que estaba realmente allí; le pasé una
hoja de papel y una pluma y le pedí que escribiera una breve
nota para el reverendo Gaines. Ella escribió unas palabras
de agradecimiento.
- ¿Está satisfecha ahora? —me preguntó.
Francamente, yo no sabía qué era lo que sentía. Pasado un
momento la señora Schwartz desapareció. Salí a buscarla por
todas partes; no encontré nada. Volví corriendo a mi
despacho y
estudié detenidamente la nota, tocando el papel, analizando
la letra, etcétera. Pero entonces me detuve. ¿Por qué
dudarlo? ¿Para qué continuar haciéndome preguntas?
Como he comprendido desde entonces, si la persona no está
preparada para las experiencias místicas, nunca va a creer
en ellas. Pero si está receptiva, abierta, entonces no sólo
las tiene y cree
en ellas, sino que alguien puede cogerla y suspenderla en el
aire con un pulgar y va a saber que ese alguien es
absolutamente real. \
De pronto, lo último que deseaba en el mundo era dejar mi
trabajo. Si bien a los pocos meses abandoné el hospital, esa
noche me fui a casa llena de energía y entusiasmada ante el
futuro. Sabía
que la señora Schwartz me había impedido cometer un terrible
error. Le envié su nota a Mwalimu, y todavía la tiene, que
yo sepa. Durante muchísimo tiempo, él continuó siendo la
única persona a quien
le había contado lo de ese encuentro. Manny me habría
regañado como todos los demás médicos.
Pero Mwalimu era diferente.
Nos elevamos a
otro plano. Hasta ese momento habíamos intentado definir la
muerte, pero desde entonces nos dedicamos a mirar más allá,
hacia una vida futura. Acordamos continuar entrevistando a
pacientes y acumulando información sobre la vida después de
la muerte. Después de todo, se lo había prometido a la
señora Schwartz.