Unas semanas antes de que Manny y yo comenzáramos nuestros
nuevos trabajos, recibí una carta de mi padre. Era un
mensaje serio pero teñido de ironía. Acababa de sufrir una
embolia pulmonar y, según él, se aproximaba el final. Quería
que lo visitáramos por última vez.
También quería
que lo examinara yo, su médica favorita, la única en quien
confiaba. ¡Cuánto habíamos peleado por mi deseo de estudiar
medicina!
Después de la
pérdida de mi bebé y de la mudanza, Manny y yo estábamos
agotadísimos. No
teníamos el menor deseo de ir a Suiza. Pero la última
petición de Sepph me había enseñado que no hay que hacer
caso omiso de los deseos de un moribundo. Cuando desean
hablar, no quieren decir mañana, quieren decir de inmediato.
Así pues, Manny
vendió su Impala nuevo para pagar los billetes
de avión, y tres días después entramos en la habitación de
mi padre en el hospital. La escena con que nos encontramos
no era la que imaginábamos. En lugar de estar en su lecho de
muerte, mi padre estaba levantado y con un aspecto muy
saludable. Al día siguiente lo llevamos a casa.
Esa reacción exagerada no era propia de mi padre.
Tampoco era propio de Manny no decir nada después de haber
vendido su coche para nada. Algo pasaba. Más adelante
comprendí que cuando estaba en el hospital, mi padre debió
de haber sentido la premonición de que necesitábamos reparar
nuestra relación antes de que fuera demasiado tarde; y eso
fue exactamente lo que ocurrió. Durante el resto de la
semana mi padre filosofó conmigo acerca de la vida como
jamás había hecho antes. Eso nos unió más que nunca, y creo
que Manny comprendió que valía muchísimo más que cualquier
coche.
A nuestro regreso a Nueva York comencé mi práctica como
residente en el Hospital Estatal de
Manhattan, donde no se tenía en mucho aprecio la vida. Fue
en julio de 1959, uno de esos calurosos
y pegajosos días de verano. Tenía todos los motivos del
mundo para sentirme incómoda cuando entré en el hospital.
Éste era un imponente y sobrecogedor conjunto de edificios
de ladrillo, donde se albergaba a centenares de enfermos
mentales muy graves. Eran los peores casos de trastorno
mental. Algunos pasaban allí hasta veinte y más años.
Encontré increíble lo que vi allí; en esos edificios estaban
hacinadas personas indigentes cuyos
rostros contorsionados, gestos espasmódicos y gritos de
angustia decían muy claro que estaban sufriendo un infierno
en vida. Esa noche en mi diario definí lo visto como un "manicomio
de pesadilla". Podría haber sido peor.
El pabellón al que me asignaron estaba en un edificio de una
planta en el que vivían cuarenta esquizofrénicas crónicas.
Me dijeron que todas estaban desahuciadas, no había remedio
para ellas. Observé una sola cosa que podía explicar esa
afirmación: la enfermera jefe. Era amiga del director y por
lo tanto imponía sus propias reglas, entre las cuales estaba
la de permitir circular libremente a sus adorados gatos por
todo el pabellón. Estos orinaban por todos los rincones, y
como las ventanas provistas de barrotes se mantenían
cerradas, la fetidez era horrorosa. Al instante sentí
compasión por mis compañeros de trabajo, el doctor Philippe
Trochu, residente, y Grace Miller, asistenta social. Los dos
eran personas humanitarias.
No lograba imaginarme cómo podían sobrevivir allí mis
compañeros, aunque las pacientes lo tenían mucho peor. Las
golpeaban con palos, las castigaban aplicándoles
electrochoque y a veces
las metían en bañeras con agua caliente hasta el cuello y
las dejaban allí hasta 24 horas. A muchas
se las usaba de cobayas humanos en experimentos con LSD,
psilocibina y mescalina. Si protestaban, y todas lo hacían,
las sometían a castigos aún más inhumanos.
En mi calidad de investigadora me encontré en el centro de
ese nido de víboras. Mi trabajo
oficial consistía en registrar los efectos de esos
alucinógenos en las pacientes, pero después de escucharlas
explicar las aterradoras visiones que les producían esas
drogas, juré poner fin a esa práctica y cambiar la forma de
llevar esa institución.
No sería difícil modificar los procedimientos rutinarios del
hospital o de las enfermas. La mayoría permanecían
arrinconadas en su sala o en la de recreación, totalmente
ociosas, sin ningún tipo de ocupación, distracción ni
estímulo. Por la mañana tenían que formar en fila para
recibir los medicamentos que les provocaban un estado de
estupor y les producían horrorosos efectos secundarios. El
resto del día se las sometía a tratamientos similares. Vi
que había motivos para administrar medicamentos como el
Thorazine en la terapia para psicóticos, pero la mayoría de
esas personas estaba medicada en exceso y eran víctimas de
indiferencia y negligencia. En lugar de medicamentos, lo que
necesitaban era atención y cariño.
Con la ayuda de mis compañeros de trabajo, cambié esas
prácticas por otras que motivaran a
las pacientes a ocuparse de sí mismas y cuidarse. Si
deseaban Coca-cola y cigarrillos, tenían que ganarse el
dinero para pagar esos privilegios. Debían levantarse a la
hora, vestirse solas, peinarse y llegar a la fila a tiempo.
Las que no podían, o no querían, realizar esas sencillas
tareas, tenían que aceptar las consecuencias. El viernes por
la noche les entregaba su paga. Algunas se bebían toda su
cuota de Coca-cola y se fumaban todos los cigarrillos la
primera noche. Pero obtuvimos resultados.
¿Qué sabía yo de psiquiatría? Nada. Pero sí sabía de la vida
y abrí mi corazón a la desgracia,
la soledad y el miedo que sentían esas mujeres. Si me
hablaban, yo les contestaba; si me expresaban sus
sentimientos, yo las escuchaba y les contestaba. Ellas lo
notaron, y de pronto vieron que no estaban solas y dejaron
de sentirse asustadas.
Tuve que batallar más con mi jefe que con las pacientes. Él
se oponía a reducir los medicamentos, pero finalmente logré
que las pacientes realizaran tareas de poca monta, pero
productivas. Llenar cajas con lápices de rí-mel no era gran
cosa, pero era mejor que estar sentadas drogadas en estado
de trance. Después incluso comencé a sacar a la calle a las
pacientes de mejor conducta. Les enseñé a viajar en metro, a
hacer algunas compras y, en ocasiones especiales, incluso
las llevé a los almacenes Macy’s. Mis pacientes sabían que
me importaban y fueron mejorando.
En casa le contaba a Manny todas mis experiencias, todas las
historias sobre mis pacientes, entre ellas la de una joven
llamada Rachel. Era esquizofrénica catatónica, y estaba
clasificada entre
las incurables. Durante años se había pasado los días de pie
sin moverse de sitio en el patio. Nadie
recordaba que alguna vez hubiera di-
cho una palabra o emitido algún sonido. Cuando pedí que la
trasladaran a mi pabellón, todos pensaron que me había
vuelto loca.
Pero una vez que estuvo a mi cuidado, la traté como a las
demás. La obligaba a realizar tareas
y a ponerse en medio del grupo para las fiestas de
celebración, como Navidad y Chanukah, e incluso
su propio cumpleaños. Al cabo de casi un año de atención,
por fin habló. Ocurrió durante una terapia
de actividades artísticas, mientras dibujaba. Un médico se
detuvo a mirar lo que estaba dibujando y
ella le preguntó: "¿Le gusta?"
Al cabo de poco tiempo Rachel salió del hospital, se buscó
una casa para vivir sola y se dedicó
a la serigrafía artística.
Yo me alegraba de todos los éxitos, los grandes y los
pequeños, como aquel cuando un hombre que siempre estaba de
cara a la pared se volvió a mirar al grupo. Pero al final
del año me encontré ante una difícil elección. En mayo me
invitaron a presentar nuevamente mi solicitud para el
programa de pediatría en el Columbia Presbyte-rian. Me
debatí entre seguir mis sueños o continuar con mis
pacientes. Me parecía imposible decidirme, pero hacia el
final de esa misma semana descubrí que estaba embarazada
otra vez. Eso solucionó el problema.
Sin embargo, hacia fines de junio volví a sufrir un aborto
espontáneo. Por eso me había negado
a entusiasmarme mucho por mi embarazo. No quería volver a
pasar por la tristeza y depresión, aunque eso era imposible
de evitar. Mi tocólogo me dijo que era una de esas mujeres
cuyos embarazos no llegan a término. No le creí, porque en
mis sueños yo me veía con hijos. Esos abortos
los atribuí al destino. Así pues, me quedé otro año en el
Manhattan, donde mi objetivo era conseguir
el alta de todas las pacientes posibles. Me dediqué a
encontrarles trabajo fuera del hospital a la mayor parte de
las pacientes funcionales. Salían por la mañana y volvían
por la noche; aprendieron a emplear su dinero en comprar
cosas más básicas que la Coca-cola y los cigarrillos. Mis
superiores advirtieron mi éxito y me preguntaron en qué
teoría se basaba mi método. Yo no tenía ninguna.
- Hago cualquier cosa que me parece correcta después de
conocer a la paciente —les expliqué—. No se las puede
atontar con drogas y luego esperar que mejoren. Hay que
tratarlas como
a personas. No me refiero a ellas como lo hacéis vosotros,
no digo "Ah, la esquizofrénica de la sala
tal o cual". Las conozco por sus nombres. Conozco sus
hábitos. Y ellas responden.
El mayor éxito resultó ser el de la "casa abierta" que
iniciamos entre la asistenta social Grace Miller y yo. Se
invitó a las familias del barrio a visitar el hospital y a
adoptar pacientes. En otras palabras, queríamos conseguir
que personas absolutamente incapaces de establecer cualquier
tipo
de relación aprendieran a hacerlo. Algunas pacientes
respondieron maravillosamente bien.
Adquirieron un sentido de responsabilidad y finalidad para
sus vidas. Algunas incluso aprendieron a hacer planes para
el futuro.
La más maravillosa de todas fue una mujer llamada Alice.
Cuando se aproximaba la fecha en que sería dada de alta
después de haber pasado veinte años en la sala para enfermas
mentales, un día sorprendió a todo el mundo con una petición
muy poco común. Deseaba volver a ver a sus hijos.
¿Hijos? Nadie sabía allí que tuviera hijos.
Pero Grace hizo averiguaciones y descubrió que, en efecto,
Alice tenía dos hijos. Los dos eran
pequeños cuando la internaron en el hospital. Les habían
dicho que su madre había muerto.
Mi colega asistenta social encontró a esos hijos, ya
adultos, y les explicó el programa de
"adopción" del hospital.
Les dijo que había una "señora sola" que necesitaba una
familia adoptiva. En memoria de su madre ellos accedieron a
adoptarla. A ninguno se le informó de la verdadera identidad
de la señora. Pero jamás olvidaré la increíble sonrisa de
Alice cuando estuvo ante los hijos que ella creía que la
habían abandonado. Por fin, una vez que salió del hospital,
los hijos la llevaron a formar nuevamente parte de su
familia. -
Y hablando de familia, Manny y yo seguíamos intentando
comenzar la nuestra. En el otoño de
1959 volví a quedar embarazada. El nacimiento estaba
previsto para mediados de junio. Durante
nueve meses Manny me trató como si me pudiera romper. No sé
por qué, pero yo sabía que no iba a perder ese bebé. En
lugar de preocuparme por otro aborto, me imaginaba al bebé,
niñito o niñita. Me imaginaba cómo lo mimaría. Pensándolo
bien, la vida era difícil, cada día nos presentaba un nuevo
reto. Yo me preguntaba cómo es posible que una persona en su
sano juicio desee traer otra vida al mundo. Pero entonces
pensaba en la belleza del mundo y me reía. ¿Por qué no? Nos
mudamos a un apartamento en el Bronx. Era más grande que las
dos casas anteriores. Alrededor de una semana antes del
parto, mi madre llegó en avión para ayudarme con el bebé. No
se molestó en lo más mínimo porque yo me retrasara al ir a
recogerla; eso le dio tiempo para visitar Macy’s y las otras
tiendas.
Cuando habían pasado tres semanas de la fecha y no ocurría
nada, Manny y yo comenzamos a
recorrer en coche las calles adoquinadas de Brooklyn.
Buscábamos los baches para pasar por encima. Lo gracioso fue
que por fin me comenzaron los dolores del parto cuando
estábamos atascados en la carretera de Long Island en medio
de una tormenta. Siguiendo nuestro plan, nos dirigimos al
hospital Glen Cove. Después de quince horas de parto comencé
a hacer progresos, pero
ya los médicos habían decidido intervenir con fórceps. Yo
era contraria a esos procedimientos, pero
en ese momento estaba demasiado agotada para que me
importara. Simplemente deseaba estrechar en mis brazos un
bebé sano. Lo único que recuerdo fue mi chillido. Después me
colocaron
en los brazos un precioso niño sano, con los ojos abiertos,
que escudriñaba el nuevo mundo que lo rodeaba. Era el bebé
más hermoso que había visto en mi vida. Lo examiné
minuciosamente. Era un
niño, mi hijo. Pesó cerca de 3,700 kilos; su cabecita estaba
coronada por una mata de pelo oscuro y
tenía las pestañas más preciosas, largas y oscuras que
habíamos visto en un bebé. Manny le puso Kenneth. Ni mi
madre ni yo lográbamos pronunciar bien la "th" final de su
nombre, pero no nos importó. Estábamos fascinadas por su
llegada.
Habíamos acordado dejar que nuestros hijos decidieran por sí
mismos en cuestiones de religión
cuando tuvieran la edad suficiente, pero de todos modos
Manny insistió en que lo circuncidaran. Era por su familia.
Pero cuando me enteré de que iba a llegar un rabino, me
imaginé una circuncisión y después una Bar Mitzvah”” y eso
ya me pareció demasiado.
Nota : Bar Mitzvah: Ceremonia religiosa judía por la cual un
chico de trece años entra a formar parte de la comunidad
adulta. (N. de la T.)fin de nota).
El pediatra de Kenneth me calmó informándome de un problema
médico. El bebé tenía dificultades para orinar, tenía
cerrado el prepucio. Tendría que practicarle una
circuncisión inmediatamente. Aunque medio aturdida todavía,
me bajé de la cama de un salto para ayudarle en la
operación.
Me era imposible imaginar una felicidad más grande. Podía
imaginarme más cansada, pero no más feliz, muchas veces he
pensado maravillada cómo se las arregló mi madre con cuatro
hijos, tres
de las cuales llegamos de una sola vez. Pero como hacen
todas las madres, ella decía que no había
nada extraordinario en eso. Lo que no entendía era por qué
yo iba a volver al trabajo. En ese tiempo eran muy pocas las
mujeres que se las arreglaban para criar hijos y tener una
profesión al mismo tiempo. Supongo que yo fui una de esas
mujeres que nunca vieron otra opción. Para mí, mi familia
era lo más importante del mundo, pero también tenía que
cumplir una vocación.
Después de pasar un mes en casa volví al Hospital Estatal de
Manhattan, donde terminé mi segundo año de residencia. Entre
mis logros allí se cuentan el haber puesto fin a los
castigos más sádicos y haber conseguido el alta del noventa
y cuatro por ciento de las esquizofrénicas
"desahuciadas", que salieron a llevar vidas autosu-ficientes
y productivas fuera del hospital. De todas
formas necesitaba otro año más de residencia para ser una
psiquiatra hecha y derecha. Todavía no encontraba muy
apropiada la especialidad, pero Manny y yo estuvimos de
acuerdo en que era demasiado tarde para comenzar de nuevo.
Solicité un puesto en el Montefiore, una institución más
perfeccionada y que ofrecía más estímulo que el hospital
estatal. Me llamaron para una entrevista, pero ésta no fue
bien. Al parecer mi entrevistador, un médico de personalidad
fría y displicente, sólo estaba interesado en humillarme.
Sus preguntas pusieron en evidencia mi falta de conocimiento
(e interés) acerca de los tratamientos para personas
neuróticas, alcohólicas, con problemas sexuales y otros
tipos de enfermedades no psicóticas, al mismo tiempo que le
permitieron a él exhibir lo mucho que sabía.
Pero sólo eran
conocimientos librescos. En mi opinión, había una gran
diferencia entre lo que el sabia por sus lecturas y lo que
yo había experimentado en el Manhattan, y aunque eso
significaba poner en peligro
mi admisión en el montefiore,
- El conocimiento va muy bien -le dije- pero el conocimiento
solo no va a sanar a nadie. Si no se
usa.