El psiquiatra que más influyó en mi trabajo con la muerte y los
moribundos fue C. G. Jung. Cuando estudiaba primer año de medicina
solía ver al legendario psiquiatra suizo dando largos paseos por
Zúrich.
Ese personaje, al
parecer siempre sumido en profundas reflexiones, era una figura
conocida en las aceras y los alrededores del lago. Yo sentía una
misteriosa conexión con él, una familiaridad que me decía que nos
habríamos entendido fabulosamente bien. Pero por desgracia jamás me
presenté a él; de hecho, hacía lo imposible por evitar al gran
hombre. En cuanto lo divisaba, me cambiaba de acera o tomaba otra
dirección. Ahora lo lamento. Pero en ese tiempo pensaba que si
hablaba con él me haría psiquiatra, y eso estaba muy al final de mi
lista.
Desde el momento en que entré en la Facultad de Medicina,
comencé a hacer planes para ser
médica rural. En Suiza eso es lo normal, forma parte del
trato. Los médicos recién titulados comienzan a ejercer la
profesión en el campo. Es como un aprendizaje que introduce
a los nuevos galenos en la medicina general antes de que se
decidan por alguna especialidad como cirugía u ortopedia.
Si les gusta la
medicina rural, continúan ejerciéndola en el campo, que era lo que
yo me veía haciendo dentro de siete años.
En todo caso, ese sistema era muy eficiente. Producía buenos
médicos, cuya primera consideración era el enfermo, muy por delante
de la paga.
Tuve un buen comienzo en la facultad; avanzaba como una bala en las
materias básicas: ciencias naturales, química, bioquímica y
fisiología. Pero mi primer encuentro con la anatomía casi me cuesta
la expulsión de la facultad. El primer día observé que todos los
alumnos que me rodeaban
hablaban un idioma para mí desconocido. Creyendo que me había
equivocado de sala me levanté
para marcharme. El catedrático, profesor desconsiderado y apegado a
la disciplina, interrumpió su disertación y me reprendió por
perturbar la clase. Yo traté de explicárselo.
- No se ha confundido —me dijo—. Las mujeres deberían estar en casa
cocinando y cosiendo
en lugar de estudiar medicina.
Me sentí humillada. Más adelante me di cuenta de que un tercio de la
clase eran alumnos procedentes de Israel, que estaban allí gracias a
un acuerdo entre los dos gobiernos, y que el idioma extranjero que
había oído era hebreo. Después tendría otro encontronazo con el
mismo catedrático
de anatomía. Cuando se enteró de que varios alumnos de primer año,
entre los cuales estaba yo, en lugar de estudiar nos dedicábamos a
reunir fondos para ayudar a un estudiante israelí que estaba en muy
mala situación económica, expulsó al alumno que organizó la colecta
y a mí me dijo que me fuera a mi casa y estudiara para modista.
Fue una lección dura, pero pensé que ese profesor había olvidado
otra lección fundamental y decidí soltárselo, arriesgando así mi
carrera futura:
- Sólo queríamos ayudar a un compañero en desgracia —le dije—. ¿No
juró usted hacer lo mismo cuando recibió el título de médico?
Encajó bien mi argumento. Volvieron a admitir al compañero que había
sido expulsado y yo
continué ayudando a otros, generalmente a algún extranjero. Me hice
amiga de vanos alumnos indios. Uno tenía un amigo que había quedado
parcialmente ciego a consecuencia de una mordedura de rata. Estaba
hospitalizado en el departamento del doctor Amsler, donde yo
continuaba trabajando cinco noches a la semana. Ese chico, que era
de una aldea próxima al Himalaya, tenía miedo, estaba deprimido, y
llevaba días sin comer.
Yo sabía por experiencia lo terrible que es estar enfermo lejos de
casa. Así pues, conseguí que
le prepararan alguna comida india condimentada con curry. También
conseguí permiso para que
alguno de sus amigos indios lo acompañara en su habitación fuera de
las horas de visita mientras lo preparaban para operarlo. Pequeños
detalles. Pero recuperó rápidamente las fuerzas.
En agradecimiento, recibí una invitación del entonces primer
ministro Nehru a una recepción oficial en el consulado de la India
en Berna. Fue una fiesta muy elegante celebrada al aire libre, en el
jardín. Me puse un precioso sari que me habían regalado mis amigos
indios. La hija de Nehru, Indira Gandhi, la futura primera ministra,
me regaló un ramo de flores acompañado de una mención honrosa,
aunque para mí significó muchísimo más su amabilidad personal.
Durante la recepción me acerqué a su padre para pedirle que me
firmara un ejemplar de su famoso libro The Unity of India (La unidad
de la India).
- ¡Ahora no! —me contestó, molesto.
Avergonzada y dolida, di un salto hacia atrás y literalmente
aterricé en los brazos extendidos de
su hija, Indira.
- No se asuste —me dijo en tono tranquilizador—. Yo conseguiré que
se lo firme.
Dicho y hecho, dos minutos después le pasó el libro. Él lo firmó y
se lo devolvió sonriendo como
si no hubiera pasado nada. Años después yo me vería solicitada para
firmar miles de libros, incluso una vez cuando estaba sentada en los
lavabos del aeropuerto internacional John Kennedy de Nueva York. Por
mucho que deseara gritar "¡Ahora no!", evitaba molestarme y ser
brusca con la persona que había comprado mi libro, pues no olvidaba
lo ocurrido con el primer ministro indio.
Los estudios eran absorbentes sin ser pesados. Tal vez estaba
acostumbrada a trabajos más arduos que los que hacía la mayoría de
la gente; tal vez era más organizada. Estudiaba entre clase y clase.
Las noches las pasaba en el laboratorio de oftalmología, con lo que
tenía ingresos regulares.
No es que necesitara mucho para vivir. La mayoría de los días me
llevaba un bocadillo, pero de vez
en cuando comía con mis compañeros de clase en la cafetería para
alumnos. No recuerdo que haya tenido mucho tiempo para estudiar, a
excepción de las mañanas durante el trayecto en tranvía cuando me
dirigía a clase.
Afortunadamente, tenía una memoria fotográfica para recordar los
trabajos realizados en clase
y las charlas. Pero el lado negativo era el aburrimiento, sobre todo
en clase de anatomía. Durante una charla de repaso, estaba sentada
con una amiga en el anfiteatro, hablando de nuestras vidas pasadas y
futuras. En broma ella recorrió toda la enorme sala con la vista y
apuntó a un guapo alumno suizo.
- Ése es —exclamó riendo—, ése es mi futuro marido.
Las dos celebramos el chiste.
- Ahora te toca a ti elegir marido —me dijo.
Yo miré a mi alrededor. Al otro lado de la sala, frente a nosotras,
había un grupo de alumnos estadounidenses. Tenían pésima reputación
por su mala conducta. Continuamente hacían bromas y comentarios de
mal gusto sobre los cadáveres, algo que otros alumnos encontraban
indignante. Yo
los detestaba. Pero pese a mi aversión, mis ojos se posaron en uno
de ellos, un chico bien parecido
de cabellos oscuros. No sé por qué, pero nunca antes me había fijado
en él. Ni siquiera sabía su
nombre.
- Ése —dije—, ése es el mío.
Más risas por nuestra pueril impulsividad.
Pero en el fondo ninguna de las dos dudaba de que finalmente nos
casaríamos con esos hombres. Todo había que dejarlo al tiempo y a la
"coincidencia".
En cuanto a mí, nada iba bien tratándose de la clase de anatomía.
Comenzó mal, y después pareció empeorar cuando pasamos de las clases
básicas al laboratorio de patología, donde se nos dividió en grupos
de cuatro y se nos asignó un solo cadáver por grupo. Juré que el
catedrático quería desquitarse de nuestras pasadas desavenencias
cuando vi con quiénes me había colocado: con tres
de los estadounidenses, entre ellos el guapo joven que yo había
elegido por marido.
Mi primera impresión de ese grupo, basándome en su forma de tratar
el cadáver, no fue buena. Hicieron chistes acerca del cuerpo del
muerto, una comba para saltar con sus intestinos y me gastaron
bromas respecto al tamaño de sus testículos. No lo encontré nada
divertido. Pensé que eran unos vaqueros insensibles y faltos de
respeto. Y aunque no era un modo particularmente romántico ni
simpático de conocer a mi futuro novio, expresé abiertamente mi
opinión. Ese comportamiento y esos chistes despectivos, dije con
severidad, eran motivos de expulsión. Además me distraían
impidiéndome aprender todo lo referente a vasos sanguíneos, nervios
y músculos.
Ellos me escucharon educadamente, pero sólo uno reaccionó, mi
elegido. Cuando yo estaba en
el apogeo de mi indignación, me dirigió una sonrisa conciliadora y
me tendió la mano:
- Hola, me llamo Ross, Emmanuel Ross. Con eso me desarmó. Emmanuel
Ross; figura at- lética, de hombros anchos y mucho más alto que yo.
Era de Nueva York, lo detecté en seguida: su acento de Brooklyn lo
delataba incluso antes de que se le preguntara de dónde era.
Entonces añadió algo más: —Mis amigos me llaman Manny. Incluso
cuando nos convertimos en compañeros de laboratorio, hasta que
pasaron tres meses no me invitó al cine y a comer algo en una
cafetería. Yo sabía que tenía muchas y guapas amigas, pero la
amistad que se desarrolló rápidamente entre nosotros nos permitía
hablar con franqueza. Manny era el menor de tres hermanos y su
infancia había sido más difícil que lo normal. Sus padres eran
sordomudos; cuando tenía seis años murió su padre, y la familia se
fue a vivir en el pequeño apartamento de su tío. Eran muy pobres; el
único regalo que recibiera de su padre, un tigre de peluche, se lo
quitaron las enfermeras cuando lo operaron de las amígdalas a los
cinco años, y jamás lo recuperó, pues lo habían perdido. Aunque de
eso hacía muchos años, noté que todavía le dolía esa pérdida. Para
consolarlo le conté lo de mi conejito Blackie.
También me enteré de que había trabajado para pagarse los estudios,
hecho su servicio militar
en la Armada y terminado los cursos preliminares de medicina en la
Universidad de Nueva York. Para evitar la aglomeración de ex
soldados que trataban de ingresar en las atiborradas facultades de
medicina de Estados Unidos, eligió la Universidad de Zúrich, aunque
eso entrañara la dificultad de que los catedráticos emplearan el
alemán y que en clase los debates se realizaran en un suizo que
llamábamos Schweizerdeutsch (suizo-alemán). Manny, que atribuía
parte de su éxito a mi ayuda como intérprete o traductora, fue el
primero de los chicos con quienes salí que me hizo pensar en el
futuro. Antes de las vacaciones de verano le enseñé a esquiar.
Cuando volvimos a encontrarnos en
el segundo curso, comencé a hacer planes para librarme de sus otras
admiradoras.
Durante el segundo año comenzamos a atender personalmente a los
enfermos reales. Yo tenía
un instinto detectivesco para hacer buenos y rápidos diagnósticos, y
una especial afición por la
pediatría, afición que a mi juicio tenía algo que ver con el hecho
de haber estado gravemente enferma cuando era niña. O tal vez podría
estar relacionada con los recuerdos de la época en que mi hermana
Erika estuvo hospitalizada allí. Afortunadamente no desperdicié
mucha energía en dilucidar ese asunto porque estaba ocupadísima
tratando de resolver un problema más gordo en potencia: presentar a
Manny a mi familia sin que a mi padre le diera un ataque. Las
siguientes fiestas de Navidad me depararían esa oportunidad.
Normalmente la Navidad era una celebración muy especial, reservada
sólo para la familia, pero
la semana anterior obtuve el permiso de mi madre para invitar a su
famosa cena de Navidad a tres compañeros de clase elegidos con mucho
esmero, entre ellos Manny. Le conté una historia bastante
lacrimógena, que en lo esencial era cierta, sobre estos estudiantes
que estaban solos, lejos de su casa, sin medios para pagarse una
buena cena, adornándola lo suficiente para que mi madre se pasara
días preparando todo tipo de platos y golosinas navideños típicos de
Suiza para impresionar
a los "americanos". Mientras tanto, poco a poco, fuimos
acostumbrando a mi padre a la idea de que
en la fiesta de Navidad de ese año estaríamos acompañados por
personas ajenas a la familia.
Cuando llegó la gran noche, Manny sorprendió agradablemente a mi
madre con un ramo de flores frescas, y los tres chicos se
conquistaron su simpatía eterna retirando las cosas de la mesa y
fregando los platos, cosa que los suizos jamás hacían por propia
iniciativa. Mi padre sirvió un vino excelente y después brandy, y
eso naturalmente fue seguido por alegres canciones en torno al
piano, que continuaron hasta que se consumieron totalmente las
muchas velas que iluminaban con su cálido resplandor la sala de
estar. Alrededor de las diez de la noche di la señal convenida para
que
se marcharan mis amigos. "Van a ser las once", anuncié de modo nada
sutil. Si los invitados
alargaban demasiado su visita, mi padre se lo hacía saber abriendo
de par en par la puerta de la calle y las ventanas, aunque la
temperatura exterior fuera de diez grados bajo cero; yo quería
evitar eso.
Pero mi padre disfrutó realmente de la velada. —Son unos chicos muy
simpáticos —me dijo después—. Y Manny es el más simpático de los
tres. Es el mejor chico que has traído a casa.
Era cierto. Se había llevado muy bien con todos. Pero todavía
quedaba un hecho importante
que mi padre no sabía, aunque ese agradable comentario me brindó la
ocasión para dejar caer la bomba. —Y piensa que es judío —le dije.
Silencio. Antes de que mi padre, que por lo que yo sabía
no sentía ninguna simpatía por la comunidad judía de Zúnch, pudiera
contestar, me fui a la cocina a ayudar a mi madre, suponiendo que
tarde o temprano tendría que abogar por mi amigo. Por suerte
no ocurrió esa noche.
Mi padre se fue directamente a la cama sin hacer ningún comentario,
reservándolo para la mañana siguiente. Cuando estábamos desayunando
dejó caer su bomba.
- Puedes traer a Manny a casa siempre que quieras.
A los pocos meses yo ni siquiera tenía que invitar a Manny. Lo
habían aceptado como un miembro más de la familia, así que de vez en
cuando iba a cenar aunque yo no estuviera en casa. ,
Tal como se esperaba, en 1955 se celebró una boda. No, no la mía,
aunque por esa época
Manny y yo habíamos intimado lo suficiente para comprender que
acabaríamos casándonos; pero antes teníamos que terminar los
estudios. Los novios fueron mi hermana Eva y su prometido Seppli,
que se juraron amor eterno en la pequeña capilla donde mi familia
había rendido culto durante generaciones. Desde que su compromiso
fue formal, mis padres no cesaron de insinuar sutilmente que Seppli
no era el mejor partido para mi hermana. ¿Un médico o abogado?, sí.
¿Un hombre de negocios?, por supuesto. Pero ¿un poeta esquiador?,
eso era un problema.
Para mí no. Yo defendía a Seppli siempre que se terciaba. Era un ser
sensible e inteligente que
apreciaba las montañas, las flores y la luz del sol tanto como yo.
Durante los fines de semana que solíamos pasar los tres en nuestra
cabana de montaña en Amden, Seppli siempre mostraba una sonrisa de
felicidad cuando esquiábamos, cantábamos o tocábamos la guitarra y
el violín. Durante
las pocas ocasiones en que nos acompañaba Manny, yo observaba que
toleraba dormir en un colchón sin ropa de cama y cocinar en un
hornillo de leña, y que se admiraba cuando yo le señalaba
los diferentes animales y paisajes, pero siempre se sentía aliviado
cuando volvía a la ciudad.
Durante el año siguiente no pudimos hacer ni una sola excursión a la
montaña por falta de
tiempo. Aunque era el último de mis siete años en la facultad,
también fue el más difícil. Para cumplir
el equivalente suizo de las prácticas como residente, comencé el año
trabajando en un consultorio de medicina general en Nieder-weningen,
reemplazando a un simpático médico joven que tenía que servir tres
semanas en un campamento militar. Recién salida de un moderno
hospital docente, experimenté un choque cultural cuando a toda prisa
me condujo a través de su consulta domiciliaria y me enseñó el
laboratorio, el equipo de rayos X y un sistema de archivo muy
particular que contenía
los nombres de pacientes de siete pueblos agrícolas. —¿Siete?
—exclamé.
- Sí, vas a tener que aprender a conducir una moto —me dijo.
No alcanzamos a tocar el tema de cuándo podría aprender eso. Se
marchó casi en seguida, y a
las pocas horas recibí la primera llamada de urgencia, de uno de los
pueblos circundantes, a unos
quince minutos de trayecto. Instalé mi maletín negro con mi
instrumental médico en el asiento de atrás de la moto, la puse en
marcha tal como me había enseñado y emprendí el primer viaje en moto
de mi vida. Ni siquiera tenía permiso de conducir.
El comienzo fue muy bien, pero cuando llevaba un tercio de camino
cuesta arriba por la colina sentí que el maletín se deslizaba, y oí
un estrépito cuando cayó al suelo y todo su contenido salió
desparramado. Volví la cabeza para ver el desastre y al instante
comprendí mi error. La moto rebotó sobre un bache, se desvió del
camino y después de arrojarme en un terreno pedregoso siguió
avanzando sola. Yo me quedé tendida entre el maletín y el lugar
donde finalmente fue a parar la moto.
Ésa fue mi introducción al ejercicio de la medicina rural, y también
mi presentación en sociedad
en el pueblo. Sin que a mí me constara, toda la gente me había visto
por las ventanas. Todos sabían que había una nueva doctora, y en
cuanto oyeron el ruido de la moto subiendo por la colina corrieron
a las ventanas a ver cómo era yo. Me levanté y comprobé que tenía
varios rasguños y heridas que
sangraban. Unos hombres me ayudaron a poner en pie la moto. Al final
logré llegar a la casa, donde atendí a un anciano que temía estar
sufriendo un infarto cardíaco. Creo que se sintió mejor tan pronto
como vio que mi estado era peor que el de él.
Después de pasar tres semanas en el quinto pino, atendiendo toda
clase de males, desde
rodillas magulladas a cáncer, volví a mis clases agotada pero más
segura de mí misma. Aunque no me interesaban particularmente las
asignaturas que me quedaban, no tuve dificultad alguna ni con
tocoginecología ni con cardiología. Nos esperaban seis meses de
tedio y agobio preparando los exámenes que haríamos ante la Comisión
Estatal y que había que superar para recibir el título de médico.
Y después ¿qué?
Manny insistía en que al salir de la facultad nos fuéramos a
Estados Unidos, mientras que yo sentía el deseo de cooperar
como voluntaria en la India. Ciertamente
teníamos nuestras diferencias, pero mi instinto me decía que
lo bueno pesaba más que lo malo. Fue una época difícil, pero
a continuación ocurrió algo que vino a empeorarla todavía
más.