Los exámenes ante la Comisión Estatal duraban varios días y
consistían en pruebas orales y escritas que cubrían todo lo
que habíamos aprendido en los últimos siete años. No sólo
contaban los conocimientos clínicos sino también la
personalidad del estudiante. Yo los aprobé sin dificultad,
más preocupada por cómo le iba a ir a Manny que por mis
notas.
Pero los médicos
se ven a veces enfrentados a situaciones que no se enseñan
en la Facultad
de Medicina. Me encontré ante una de esas pruebas cuando
estaba en medio de mis exámenes
finales. Comenzó en el apartamento de Eva y Seppli; yo había
ido a tomar café y pasteles con ellos para distraerme del
agobio de los exámenes.
Cuando estábamos
conversando, noté que Seppli estaba muy pálido y con aspecto
cansado; no era el optimista de siempre, y estaba más
delgado de
lo normal, lo que me indujo a preguntarle cómo se sentía.
- Un pequeño dolor de estómago —me contestó—. El doctor dice
que tengo úlcera.
Conociendo a mi
cuñado, mi intuición me dijo que ese hombre de montaña
fuerte y relajado no podía tener úlcera; así pues, me puse
muy pesada y diariamente le preguntaba sobre su estado, e
incluso fui a hablar con su médico. A éste le sentaron mal
mis dudas respecto a su diagnóstico.
"Todos los estudiantes de medicina sois iguales —se mofó—,
creéis que lo sabéis todo."
Yo pensaba que Seppli estaba gravemente enfermo, y no era la
única; Eva sentía temores
similares. Angustiada, veía debilitarse la salud de su
marido. Para ella fue un gran alivio poder hablar del
asunto, incluso cuando yo planteé la posibilidad de que se
tratara de cáncer. Llevamos a Seppli al mejor médico que yo
conocía, un médico rural de cierta edad que también impartía
algunas clases en
la universidad, que realmente "escuchaba" a los pacientes y
tenía una excelente reputación por sus
diagnósticos certeros. Después de un breve reconocimiento,
confirmó nuestras peores sospechas y sin pérdida de tiempo
programó una operación para la semana siguiente.
Tuve que contestar centenares de preguntas en mis exámenes,
pero ninguna se parecía a las
que yo tenía en mi cabeza. Eva no era muy fuerte, de modo
que yo llevé a su marido al hospital. El cirujano ya me
había invitado a estar presente durante la operación. Con
Eva habíamos acordado que si el resultado era grave yo la
llamaría y le diría "Yo tenía razón". El resto dependería
del destino.
En cuanto a Seppli, que sólo tenía veintiocho años y llevaba
menos de uno casado, afrontaba ese desgraciado giro del
destino con la misma elegancia con que practicaba el esquí
alpino.
Yo intenté hacer lo mismo cuando entré en el quirófano. Fue
terrible el papel de observadora, pero no quité los ojos de
Seppli en ningún momento, ni siquiera cuando el cirujano
hizo la primera incisión. Una vez abierto el estómago, fue
más terrible aún. Primero vimos una pequeña úlcera en la
pared interior. Después el cirujano movió la cabeza. Seppli
tenía el estómago lleno de densos tumores malignos. No había
nada que hacer.
- Lo siento, pero tenías razón en tus corazonadas —comentó
el cirujano. Mi hermana aceptó la noticia en dolorido
silencio.
- No se podía hacer nada —le expliqué.
Hablamos de nuestra sensación de impotencia, de nuestra
rabia, sobre todo con el primer
médico de Seppli que ni siquiera consideró la posibilidad de
que fuera algo grave cuando, si se hubiera intervenido a
tiempo, quizás hubiera podido salvarle la vida.
Mientras Seppli dormía en la sala de recuperación, me senté
en su cama y lo vi en mi
imaginación en el hermoso coche antiguo tirado por caballos
que los llevó a él y a Eva por la ciudad, hacía menos de
doce meses, desde nuestra casa hasta la capilla tradicional
para bodas.
En aquella ocasión el mundo parecía estar en orden. Mis dos
hermanas estaban casadas, todo
el mundo estaba tremendamente feliz y yo esperaba dirigirme
al altar en un futuro no muy lejano. Pero al mirar a Seppli
comprendí que no se puede contar con el futuro. La vida está
en el presente.
Cuando despertó, Seppli aceptó su estado sin hacer ninguna
pregunta; escuchó a su médico decirle exactamente lo que
necesitaba oír mientras yo le apretaba la mano, como si mi
fuerza lo fuera
a sanar. Hacerse esas ilusiones es normal, pero no es
realista. Al cabo de varias semanas volvió a casa, donde mi
hermana le proporcionó cuidados, cariño y comodidad durante
los últimos meses de su vida.
Un precioso día de otoño de 1957, los siete años de arduo
trabajo dieron su fruto.
- Ha aprobado —me dijo el examinador jefe de la
universidad—. Ya es médica.
Mi celebración fue agridulce; estaba deprimida por Seppli, y
además me sentía decepcionada porque en el último momento
fracasó el proyecto de irme a trabajar seis meses en la
India como cirujano; la mala noticia me llegó tan tarde que
yo ya había regalado toda mi ropa de invierno. Pero si
no hubiera ocurrido eso, probablemente no me habría casado
con Manny.
Nos amábamos, pero no éramos la pareja perfecta. Para
empezar, él se oponía a mi viaje a la
India. Quería que nos fuéramos a Estados Unidos cuando él
terminara su último semestre, y mi
opinión de Estados Unidos era bastante mala gracias al
detestable comportamiento de los estudiantes que había
conocido.
Pero cuando se torcieron mis planes, decidí arriesgarme.
Elegí a Manny y un futuro en Estados
Unidos.
Lo irónico fue que los funcionarios de la embajada de
Estados Unidos rechazaron mi solicitud
de visado; gracias al lavado de cerebro realizado por el
macartismo, suponían que cualquier persona que, como yo,
hubiera viajado a Polonia tenía que ser comunista. Pero ese
argumento dejó de tener vigencia cuando Manny y yo nos
casamos en febrero de 1958. Celebramos una breve ceremonia
civil, en gran parte para que Seppli pudiera actuar de
padrino antes de que fuera demasiado tarde. Al día siguiente
ingresó en el hospital. Tal como fueron las cosas, no habría
podido asistir a la boda más espléndida y formal que
habíamos pensado celebrar en junio cuando Manny terminara
sus estudios.
Mientras tanto acepté un puesto temporal en Lagenthal, donde
acababa de morir un médico rural venerado por la población,
dejando a su esposa e hijo sin ingresos ni cobertura médica.
La mayor parte del dinero que yo ganaba era para ellos, pero
tenía todo lo que necesitaba y eso era suficiente. Igual que
el médico que me precedió, a mis pacientes sólo les enviaba
la factura una vez,
y si alguno no podía pagar, no me preocupaba por eso. Casi
todos daban algo. Si no podían pagar con dinero, aparecían
con cestas a rebosar de frutas y verduras; incluso me
llevaron un vestido hecho a mano que me sentó como hecho a
medida. El día de la madre recibí tantas flores que mi
consulta parecía una sala funeraria.
El día más triste que pasé en Langenthal fue también el más
ocupado. Desde el momento en
que abrí la puerta por la mañana, la sala de espera estuvo
llena. Cuando estaba poniendo puntos de sutura en la herida
de la pierna a una niña, recibí una llamada de Seppli; su
voz era tan débil que más parecía un susurro. Era casi
imposible hablar con él mientras la niñita lloraba sobre la
camilla con la pierna a medio coser. Seppli sólo quería
pedirme una cosa: que fuera a verlo inmediatamente. Apenada,
le expliqué que no podía, ya que la sala de espera estaba
atiborrada de pacientes y todavía tenía que cumplir las
visitas domiciliarias. Tenía programado ir a verlo dentro de
dos días. Tratando de hablar en tono optimista le dije que
entonces nos veríamos.
Lamentablemente, no pudo ser así, y estoy segura de que por
eso me llamó Seppli, urgiéndome que fuera a verlo una última
vez. Como la mayoría de los moribundos que han aceptado
la inexorable transición de este mundo al otro, sabía que le
quedaba muy poco del precioso tiempo
para despedirse. Murió a primera hora de la mañana
siguiente.
Después de su funeral, a veces salía a caminar por los
ondulantes campos de Langenthal; aspiraba el aire fresco
perfumado por las coloridas flores de primavera, mientras
pensaba que Seppli estaba en algún lugar por allí cerca.
Solía hablar con él hasta sentirme mejor. Pero jamás me
perdoné el no haber ido a verlo ese día.
Sabía muy bien que no debe hacerse caso omiso de la
sensación de urgencia de un enfermo moribundo. En el campo,
la atención a los enfermos era una tarea compartida. Siempre
había algún familiar, fuera abuelo, abuela, padre, madre,
tía, prima, hijo, o alguna vecina, que ayudaba a cuidar
de una persona enferma. Lo mismo ocurría en el caso de
enfermos muy graves o moribundos; todo
el mundo participaba: amigos, familiares y vecinos.
Simplemente se entendía que las personas se
ayudan entre sí. De hecho, mis mayores satisfacciones en mi
calidad de médico principiante no las recibí en la clínica
ni en las visitas domiciliarias sino en las visitas a
pacientes que necesitaban una persona amiga, palabras
tranquilizadoras o unas pocas horas de compañía.
La medicina tiene sus límites, realidad que no se enseña en
la facultad.
Otra realidad que
no se
enseña es que un corazón compasivo puede sanar casi todo.
Unos cuantos meses en el campo me convencieron de que ser
buen médico no tiene nada que ver con anatomía, cirugía ni
con recetar los medicamentos correctos. El mejor servicio
que un médico puede prestar a un enfermo es ser una persona
amable, atenta, cariñosa y sensible.