Mi vida era un juego malabar que habría asustado a Freud y a
Jung. Además de arrostrar el terrible tráfico del centro de
Chicago, encontrar una persona que me llevara la casa,
batallar con Manny para que me permitiera tener mi propia
cuenta corriente y hacer las compras, preparaba mis charlas
y era el enlace psiquiátrico con los demás departamentos del
hospital.
A veces tenía la
impresión de que me sería imposible cargar con ni una sola
responsabilidad más.
Pero un día del otoño de 1965 golpearon a la puerta de mi
despacho. Cuatro alumnos del Seminario Teológico de Chicago
se presentaron y me dijeron que estaban haciendo
investigaciones para una tesis en que proponían que la
muerte es la crisis definitiva que la gente tiene que
enfrentar.
No sé cómo habían
encontrado una trascripción de mi primera charla en Denver,
pero alguien les dijo que yo también había escrito un
artículo; no lograban encontrarlo y por eso acudían a mí.
Se llevaron una desilusión cuando les dije que ese artículo
no existía, pero los invité a sentarse
y charlar.
No me sorprendió
que los alumnos del seminario estuvieran interesados en el
tema de la muerte y la forma de morir. Tenían tantos motivos
para estudiar la muerte como cualquier médico; también
trataban con moribundos. Ciertamente se planteaban preguntas
sobre la muerte y el morir que no se podían contestar
leyendo la Biblia.
Durante la conversación reconocieron que se sentían
impotentes y confusos cuando la gente
les hacía preguntas acerca de la muerte. Ninguno de ellos
había hablado jamás con moribundos ni había visto un
cadáver. Me preguntaron si se me ocurría de qué modo podrían
tener esa experiencia práctica. Incluso sugirieron
observarme cuando yo visitaba a un moribundo. En esos
momentos yo no sabía lo que me ofrecían con esa propuesta:
un acicate para mi trabajo con la muerte y la forma de
morir.
Durante la semana siguiente pensé en que mi trabajo como
enlace psiquiátrico me brindaba la oportunidad de
comunicarme con pacientes de los departamentos de oncología,
medicina interna y ginecología. Algunos padecían
enfermedades terminales, otros tenían que esperar sentados,
solos y angustiados, los tratamientos de radio y
quimioterapia, o simplemente que les hicieran una
radiografía. Pero todos se sentían asustados y solos, y
ansiaban angustiosamente poder hablar con alguien de sus
preocupaciones. Yo hacía eso de modo natural. Les hacía una
pregunta y era como abrir una compuerta.
Así pues, durante mis rondas visité las salas en busca de
algún moribundo que estuviera dispuesto a hablar con los
estudiantes de teología. Les pregunté a varios médicos si
tenían algún paciente moribundo, pero reaccionaron
disgustados. El médico que supervisaba las habitaciones
donde se concentraba la mayor parte de los enfermos
terminales no sólo me negó el permiso para hablar con ellos
sino que me reprendió por "explotarlos". En aquel tiempo
pocos médicos reconocían siquiera que sus pacientes se
estaban muriendo, de modo que lo que yo pedía era muy
revolucionario. Probablemente debería haber sido más
delicada y hábil.
Finalmente un médico me señaló un anciano de su sector, que
se estaba muriendo de enfisema; me dijo algo así como
"Pruebe con ése, no le puede hacer daño". Inmediatamente
entré en
la habitación y me acerqué a la cama del enfermo. Tenía
insertados tubos para respirar y era
evidente que estaba muy débil. Pero me pareció perfecto. Le
pregunté si le molestaría que al día siguiente trajera a
unos alumnos para que le hicieran preguntas sobre cómo se
sentía en ese
momento de su vida. Me pareció que comprendía mi misión.
Pero me dijo que los trajera inmediatamente.
- No, los traeré mañana —le dije.
Mi primer error fue no hacerle caso. Quiso advertirme que le
quedaba muy poco tiempo, pero
no lo escuché. Al día siguiente llevé a los cuatro
seminaristas a su habitación, pero se había debilitado
muchísimo más, de modo que apenas pudo pronunciar una o dos
palabras. Pero me reconoció y agradeció nuestra presencia
apretándome la mano con la suya. Una lágrima le corrió por
la mejilla.
- Gracias por intentarlo —le susurré.
Estuvimos acompañándolo un rato y después llevé a los
estudiantes de vuelta a mi despacho, donde al cabo de un
momento recibí el mensaje de que el anciano acababa de
morir.
Me sentí fatal por haber antepuesto las exigencias de mi
horario a la petición del paciente. Ese anciano había muerto
sin poder decirle a otro ser humano lo que tanto había
deseado decir. Más
adelante yo encontraría a otro enfermo dispuesto a hablar
con mis seminaristas. Pero esa primera
lección fue muy dura, y no la olvidaría jamás.
Tal vez el principal obstáculo que nos impide comprender la
muerte es que nuestro inconsciente es incapaz de aceptar que
nuestra existencia deba terminar. Sólo ve la interrupción de
la vida bajo el aspecto de un final trágico, un asesinato,
un accidente mortal o una enfermedad
repentina e incurable. Es decir, un dolor terrible. Para la
mente del médico la muerte significaba otra cosa: un
fracaso. Yo no podía dejar de observar que todo el mundo en
el hospital evitaba el tema de
la muerte.
En ese moderno hospital, morir era un acontecimiento triste,
solitario e impersonal. A los enfermos terminales se los
llevaba a las habitaciones de la parte de atrás. En la sala
de urgencias se dejaba a los pacientes absolutamente solos
mientras los médicos y los familiares discutían sobre si
había que decirles o no lo que tenían. Para mí, la única
pregunta que era necesario plantearse era
"¿Cómo se lo decimos?". Si alguien me hubiera preguntado
cuál era la situación ideal para un moribundo yo habría
retrocedido hasta mi infancia y contado la muerte del
granjero que se fue a su casa para estar con sus familiares
y amigos. La verdad siempre es lo mejor.
Los grandes adelantos de la medicina habían convencido a la
gente de que la vida debe transcurrir sin dolor. Puesto que
la muerte iba asociada con el dolor, la evitaban. Los
adultos rara vez hablaban de algo que tuviera que ver con
ella. Si era forzoso hablar, se enviaba a los niños a otra
habitación. Pero los hechos son incontrovertibles. La muerte
forma parte de la vida, es la parte más importante de la
vida. Los médicos, que eran muy duchos en prolongar la vida,
no entendían que la muerte forma parte de ella. Si no se
tiene una buena vida, incluso en los momentos finales,
entonces no se puede tener una buena muerte.
La necesidad de explorar esos temas a nivel científico era
tan grande que fue inevitable que la responsabilidad
recayera sobre mis hombros. Tal como ocurría con las clases
que impartía mi mentor el profesor Margohn, mis charlas
sobre la esquizofrenia y otras enfermedades mentales se
consideraban heterodoxas, pero eran muy populares en la
Facultad de Medicina. Los alumnos más osados e inquisitivos
comentaron mi experiencia con los cuatro estudiantes de
teología. Poco después de Navidad, un grupo de alumnos de
las facultades de Medicina y Teología me preguntaron
si podía organizar otra entrevista con un enfermo moribundo.
Acepté intentarlo, y seis meses después, a mediados de 1967,
ya dirigía un seminario todos los viernes. No asistía a él
ni un solo médico del hospital, hecho que reflejaba la
opinión que les merecían mis clases, pero éstas tenían
muchos adeptos entre los alumnos de medicina y teología;
asistía además un sorprendente número de enfermeros,
enfermeras, sacerdotes, rabinos y asistentes sociales. Dado
que muchas personas tenían que permanecer de pie, trasladé
el seminario a un aula más amplia, aunque la entrevista con
el enfermo moribundo la realizaba en una sala más pequeña
provista de un cristal reflectante sólo transparente por un
lado, y de un sistema audiotransmisor, para que por lo menos
existiera la ilusión de intimidad.
Todos los lunes comenzaba a buscar un paciente. Nunca fue
fácil, dado que la mayoría de los
médicos me creían trastornada y consideraban que en los
seminarios explotábamos a los enfermos. Mis colegas más
diplomáticos se disculpaban diciendo que sus pacientes no
eran buenos candidatos. La mayoría sencillamente me prohibía
hablar con sus pacientes más graves. Una tarde estaba con un
grupo de sacerdotes y enfermeras en mi despacho cuando sonó
el teléfono y por el receptor se oyó la voz estridente y
furiosa de un médico: "¿Cómo tiene el descaro de hablarle a
la señora K. de la muerte cuando ni siquiera sabe lo enferma
que está y es posible que vuelva nuevamente a su casa?"
Justamente, ése era el problema. Los médicos que evitaban mi
trabajo y mis seminarios por lo general tenían pacientes a
los que, lamentablemente, les resultaba difícil enfrentarse
a su enfermedad. Dado que los médicos estaban tan ocupados
con sus propias preocupaciones, los enfermos ni siquiera
tenían la oportunidad de hablar de sus temores.
Mi objetivo era romper esa capa de negación profesional que
prohibía a los enfermos hablar de sus preocupaciones más
íntimas. Recuerdo una de las frustrantes búsquedas de un
enfermo adecuado para entrevistar, que ya he contado antes.
Médico tras médico me informaron que en su sector no se
estaba muriendo nadie. De pronto vi en el pasillo a un
anciano que estaba leyendo un diario, bajo el titular "Los
viejos soldados nunca mueren". Por su apariencia pensé que
su salud estaba en declive y le pregunté si le molestaba
leer sobre esos temas. Me miró con desdén, como si
yo fuera igual que los demás médicos que preferían no tener
que ver con la realidad. Bueno, resultó
ser fabuloso para la entrevista.
Mirando en retrospectiva, creo que mi sexo influía mucho en
la resistencia con que me encontraba. Al ser una mujer que
había sufrido cuatro abortos espontáneos y dado a luz a dos
hijos sanos, yo aceptaba la muerte como parte del ciclo
natural de la vida. No tenía otra alternativa; era
inevitable. Era el riesgo que se asume cuando se da a luz, a
la vez que el riesgo que se acepta simplemente por estar
viva. Pero la mayoría de los médicos eran hombres y, a
excepción de unos pocos, para todos la muerte significaba
una especie de fracaso.
En esos primeros días de lo que se vendría a llamar el
nacimiento de la tanatología, o estudio
de la muerte, mi mejor maestra fue una negra del personal de
limpieza. No recuerdo su nombre, pero
la veía con regularidad por los pasillos, tanto de día como
de noche, según nuestros respectivos
turnos. Lo que me llamó la atención en ella fue el efecto
que tenía en muchos de los pacientes más graves. Cada vez
que ella salía de sus habitaciones, yo notaba una diferencia
palpable en la actitud
de esos enfermos.
Deseé conocer su secreto. Muerta de curiosidad, literalmente
espiaba a esa mujer que ni siquiera había terminado sus
estudios secundarios, pero que conocía un gran secreto.
Un día se cruzaron nuestros caminos en el pasillo. De pronto
me dije lo que solía decir a mis alumnos: "Por el amor de
Dios, si tienes una pregunta, hazla." Haciendo acopio de
todo mi valor, caminé decidida hacia ella, de manera algo
agresiva tal vez, lo cual de seguro la sobresaltó, y sin la
más mínima sutileza ni encanto le solté:
- ¿Qué les hace a mis enfermos moribundos?
Lógicamente ella se puso a la defensiva:
- Sólo les limpio el suelo —contestó educadamente, y se
alejó.
- No me refiero a eso —dije, pero ya era demasiado tarde.
Durante las dos semanas siguientes, nos espiamos mutuamente
con cierta desconfianza. Era
casi como un juego. Finalmente, una tarde ella se hizo la
encontradiza conmigo en un pasillo y me arrastró hacia la
parte de atrás del puesto de las enfermeras. Todo un cuadro,
una ayudante de cátedra vestida de blanco arrastrada por una
humilde mujer de la limpieza, de raza negra. Cuando
estuvimos totalmente a solas, cuando nadie podía
escucharnos, me contó la trágica historia de su vida y
desnudó su alma y corazón de una manera que superaba mi
comprensión.
Procedente del sector sur de Chicago, había crecido en un
ambiente de pobreza y penalidades.
Vivía en una casa sin calefacción ni agua caliente donde los
niños siempre estaban malnutridos y enfermos. Como la
mayoría de la gente pobre, no tenía ninguna defensa contra
la enfermedad y el hambre. Los niños llenaban sus
hambrientos estómagos con avena barata, y los médicos eran
para otra gente. Un día su hijo de tres años enfermó
gravemente de neumonía. Ella lo llevó a la sala de urgencias
del hospital de la localidad, pero no la admitieron porque
debía diez dólares. Desesperada, caminó hasta el Hospital
Condal Cook, donde tenían que admitir a las personas
indigentes.
Desgraciadamente, allí se encontró en una sala llena de
personas como ella, muy enfermas y
necesitadas de atención médica. Le ordenaron que esperara.
Pero pasadas tres horas de estar sentada allí esperando su
turno, vio a su hijo resollar, lanzar un gemido y morir
acunado en sus brazos.
Aunque era imposible no sentir pena por esa pérdida, a mí me
impresionó más el modo en que contaba su historia. Aunque
hablaba con profunda tristeza, no había en ella nada de
negatividad, acusación, amargura ni resentimiento. Su
actitud era tan apacible que me sorprendió. Lo encontré tan
raro y yo era tan ingenua que casi le pregunté: "¿Por qué me
cuenta todo esto? ¿Qué tiene que ver esto con mis enfermos
moribundos?" Pero ella me miró con sus ojos oscuros
bondadosos y comprensivos y me contestó como si hubiera
leído mis pensamientos:
- Verá, la muerte no es una desconocida para mí. Es una
vieja, vieja conocida.
Me sentí como la alumna ante la maestra.
- Ya no le tengo miedo —continuó en su tono tranquilo y
franco—. A veces entro en las habitaciones de esos enfermos
y veo que están petrificados de miedo y no tienen a nadie
con quien hablar. Me acerco a ellos. A veces incluso les
toco la mano y les digo que no se preocupen, que no
es tan terrible.
Después se quedó en silencio.
Poco después conseguí que esa mujer dejara de dedicarse a la
limpieza y se convirtiera en mi primera ayudante. Ella me
ofrecía el apoyo que necesitaba cuando no lo encontraba en
ninguna persona. Eso solo fue una lección que he tratado de
transmitir. No es necesario tener un gurú ni un consejero
para crecer. Los maestros se presentan en todas las formas y
con toda clase de disfraces. Los niños, los enfermos
terminales, una mujer de la limpieza. Todas las teorías y
toda la ciencia del mundo no pueden ayudar a nadie tanto
como un ser humano que no teme abrir su corazón a otro.
Doy gracias a Dios por esos pocos médicos comprensivos que
me permitieron acercarme a sus pacientes moribundos. Todas
aquellas visitas introductorias seguían el mismo protocolo.
Vestida con
mi bata blanca, en la cual aparecía mi nombre y mi cargo,
"Enlace psiquiátrico", les pedía permiso para hacerles
preguntas delante de mis alumnos acerca de su enfermedad, de
su estancia en el hospital y cualquier problema que
tuvieran. Jamás empleaba las palabras "muerte" ni "morir"
mientras ellos no sacaran el tema. Les daba a entender que
sólo me interesaban sus nombres, edad
y diagnóstico. Generalmente a los pocos minutos el paciente
aceptaba. De hecho, no recuerdo que ninguno se haya negado
nunca.
Normalmente el auditorio se llenaba media hora antes de que
comenzara la charla. Con unos
cuantos minutos de antelación yo llevaba personalmente al
enfermo, en camilla o silla de ruedas, a la sala para la
entrevista. Antes de comenzar me retiraba hacia un lado para
rogar en silencio que la persona enferma no sufriera ningún
daño y que mis preguntas la estimularan a decir lo que
necesitaba decir. Mi súplica se parecía a la oración de los
Alcohólicos Anónimos:
Dios mío, dame la serenidad para aceptar las cosas que no
puedo cambiar, el valor para cambiar las que puedo cambiar,
y la sabiduría para discernir entre ambas.
Una vez que el paciente comenzaba a hablar, y para algunos
emitir un simple susurro era un
terrible esfuerzo, era difícil parar el torrente de
sentimientos que se habían visto obligados a reprimir.
No perdían el tiempo con banalidades. La mayoría decía que
se habían enterado de su enfermedad
no por sus médicos sino por el cambio de comportamiento de
sus familiares y amigos. De pronto
notaban distanciamiento y falta de sinceridad, cuando lo que
más necesitaban era la verdad. La mayoría decía que
encontraban más comprensión en las enfermeras que en los
médicos. "Ahora tiene la oportunidad de decirles por qué",
les apuntaba yo.
Siempre he dicho que los moribundos han sido mis mejores
maestros, pero hacía falta tener
valor para escucharlos. Expresaban sin temor su
insatisfacción respecto a la atención médica, y no
se referían a la falta de cuidados materiales sino a la
falta de compasión, simpatía y comprensión. A
los médicos experimentados les molestaba oírse retratar como
personas insensibles, asustadas e
incapaces. Recuerdo a una mujer que exclamó casi llorando:
"Lo único que quiere el doctor es hablar del tamaño de mi
hígado. ¿ Qué me importa a mí el tamaño de mi hígado en este
momento? Tengo cinco hijos en casa que necesitan atención.
Eso es lo que me está matando. ¡Y nadie aquí me habla
de eso!"
Al final de las entrevistas los pacientes se sentían
aliviados. Muchos que habían abandonado toda esperanza y se
sentían inútiles disfrutaban de su nuevo papel de
profesores. Aunque iban a morir, comprendían que era posible
que su vida aún tuviera una finalidad, que tenían un motivo
para vivir hasta el último aliento. Podían seguir creciendo
espiritualmente y contribuir al crecimiento de quienes los
escuchaban.
Después de cada entrevista llevaba al enfermo a su
habitación y volvía junto a los alumnos
para continuar sosteniendo con ellos conversaciones animadas
y cargadas de emoción. Además de analizar las respuestas y
reacciones del paciente, analizábamos también nuestras
propias reacciones. Por lo general, los comentarios eran
sorprendentes por su sinceridad. Hablando de su miedo a la
muerte, que la hacía evitar totalmente el tema, una doctora
dijo: "Casi no recuerdo haber visto un cadáver."
Refiriéndose a que la Biblia no le facilitaba respuestas
para todas las preguntas que le hacían los enfermos, un
sacerdote comentó: "No sé qué decir, así que no digo nada."
En esas conversaciones, los médicos, sacerdotes y asistentes
sociales hacían frente a su
hostilidad y actitud defensiva. Analizaban y superaban sus
miedos. Escuchando a pacientes moribundos todos comprendimos
que deberíamos haber actuado de otra manera en el pasado y
que podíamos hacerlo mejor en el futuro.
Cada vez llevaba a un enfermo al aula y después lo devolvía
a su habitación, su vida me hacía pensar en "una de los
millares de luces del vasto firmamento, que brilla durante
breves instantes para luego desaparecer en la noche
infinita". Las lecciones enseñadas por cada una de estas
personas se resumían en el mismo mensaje:
Vive de tal forma
que al mirar hacia atrás no lamentes haber desperdiciado la
existencia.
Vive de tal forma que no lamentes las cosas que has hecho ni
desees haber actuado de otra manera.
Vive con sinceridad y plenamente.
Vive.