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LA RUEDA DE LA VIDA

 

Segunda Parte " EL OSO"

 

16- Vivir hasta la muerte

 

 Elizabeth Kubler-Ross

 

16. VIVIR HASTA LA MUERTE

Al poco tiempo de ser aceptada en el Montefiore, donde me pusieron a cargo de la clínica psicofarmacoló-gica y también hacía de consultora de enlace para otros departamentos, entre ellos el
de neurología, un neurólogo me pidió que viera a uno de sus pacientes, un joven veinteañero que,
según el diagnóstico, sufría de parálisis psicosomática y depresión.

 
   

Después de hablar con él determiné que se encontraba en las últimas fases de esclerosis lateral amiotrófica, un trastorno incurable y degenerativo. "El paciente se está preparando para morir", informé.
El neurólogo no sólo estuvo en desacuerdo sino que además ridiculizó mi diagnóstico y alegó que el paciente sólo necesitaba tranquilizantes para curar su mórbido estado mental.
Pero a los pocos días murió el paciente.


Mi sinceridad no estaba en consonancia con la forma como se ejercía la medicina en los
hospitales. Pasados unos meses observé que muchos médicos evitaban rutinariamente referirse a cualquier cosa que tuviera que ver con la muerte. A los enfermos moribundos se los trataba tan mal como a mis pacientes psiquiátricos del hospital estatal. Se los rechazaba y maltrataba.

 

Nadie era sincero con ellos. Si un enfermo de cáncer preguntaba "¿Me voy a morir?", el médico le contestaba
"¡Oh, no! no diga tonterías".
Yo no podía comportarme así.
Pero claro, no creo que en Montefiore ni en muchos otros hospitales hubieran visto a muchos médicos como yo. Pocos tenían experiencias como las de mis trabajos voluntarios en las aldeas europeas asoladas por la guerra, y menos aún eran madres, como yo lo era de mi hijo Kenneth. Además, mi trabajo con las enfermas esquizofrénicas me había demostrado que existe un poder sanador que trasciende los medicamentos, que trasciende la ciencia, y eso era lo que yo llevaba cada día a las salas del hospital. Durante mis visitas a los enfermos me sentaba en las camas, les cogía las manos y hablaba durante horas con ellos. Así aprendí que no existe ni un solo moribundo que no anhele cariño, contacto o comunicación. Los moribundos no desean ese distancia-miento sin riesgos que practican los médicos. Ansían sinceridad. Incluso a los pacientes cuya depresión los hacía, desear el suicidio era posible, aunque no siempre, convencerlos de que su vida todavía tenía sentido. "Cuénteme lo que está sufriendo —les decía—. Eso me servirá para ayudar a otras personas."
Pero, desgraciadamente, los casos más graves, esas personas que estaban en las últimas fases de la enfermedad, que estaban en el proceso de morir, eran las que recibían el peor trato. Se
las ponía en las habitaciones más alejadas de los puestos de las enfermeras; se las obligaba a permanecer acostadas bajo fuertes luces que no podían apagar; no podían recibir visitas fuera de las
horas prescritas; se las dejaba morir solas, como si la muerte fuera algo contagioso.
Yo me negué a seguir esas prácticas. Las encontraba injustas y equivocadas. De modo que me quedaba con los moribundos todo el tiempo que hiciera falta, y les decía que lo haría.
Aunque trabajaba por todo el hospital, me sentía atraída hacia las habitaciones de los casos más graves, de los moribundos. Ellos fueron los mejores maestros que he tenido en mi vida. Los observaba debatirse para aceptar su destino; los oía arremeter contra Dios; no sabía qué decir cuando gritaban "¿por qué yo?", y los escuchaba hacer las paces con Él. Me di cuenta de que si había otro ser humano que se preocupara por ellos, llegaban a aceptar su sino. A ese proceso lo llamaría yo después las diferentes fases del morir, aunque puede aplicarse a la forma como enfrentamos cualquier tipo de pérdida.
Escuchando, llegué a saber que todos los moribundos saben que se están muriendo. No es cuestión de preguntarse "¿se lo decimos?" ni "¿lo sabe?".
La única pregunta es: "¿Soy capaz de oírlo?"
En otra parte del mundo mi padre estaba tratando de encontrar a alguien que lo escuchara. En septiembre mi madre llamó para informarnos de que mi padre estaba en el hospital, moribundo. Me aseguró que esta vez no se trataba de una falsa alarma. Manny no tenía tiempo libre, pero yo cogí a Kenneth y al día siguiente partí en el primer avión.
En el hospital vi que se estaba muriendo. Tenía septicemia, una infección mortal causada por una operación chapucera que le habían practicado en el codo. Se hallaba conectado con máquinas que le extraían el pus del abdomen. Estaba muy delgado y padecía muchos dolores. Los remedios
ya no le hacían ningún efecto. Lo único que quería era irse a casa. Nadie le hacía caso. Su médico
se negaba a dejarlo marchar, y por lo tanto el hospital también.
Pero mi padre amenazó con suicidarse si no le permitían morir en la paz y comodidad de su casa. Mi madre estaba tan cansada y angustiada que también amenazó con suicidarse. Yo conocía
la historia de la que nadie hablaba en esos momentos. Mi abuelo, el padre de mi padre, que se había
fracturado la columna, murió en un sanatorio. Su último deseo fue que lo llevaran a casa, pero mi padre se negó, prefiriendo hacer caso a los médicos. En esos momentos papá se encontraba en la misma situación.
Nadie en el hospital hizo el menor caso de que yo fuera médico. Me dijeron que podía
llevármelo a casa si firmaba un documento que los eximiera de toda responsabilidad.
- El trayecto probablemente lo va a matar —me advirtió su médico.
Yo miré a mi padre, en la cama, impotente, aquejado de dolores y deseoso de irse a casa. La
decisión era mía. En ese momento recordé mi caída en una grieta cuando andábamos de excursión por un glaciar. Si no hubiera sido por la cuerda que me lanzó y me enseñó a atarme, habría caído al abismo y no estaría viva. Yo iba a rescatarlo a él esta vez. Firmé el documento.
Mi tozudo padre, una vez conseguido lo que quería, deseó celebrarlo. Me pidió un vaso de su
vino favorito, que yo había metido a hurtadillas en su habitación unos días antes. Mientras le ayudaba a sostener el vaso para que bebiera, vi cómo salía el vino por uno de los tubos que tenía insertados en el cuerpo. Entonces supe que era el momento de dejarlo marchar.
Una vez que el equipamiento médico estuvo instalado en su habitación, lo llevamos a casa. Yo iba sentada a su lado en la ambulancia, observando cómo se le alegraba el ánimo a medida que nos acercábamos a casa. De tanto en tanto me apretaba la mano para expresarme lo mucho que me agradecía todo eso. Cuando los auxiliares de la ambulancia lo llevaron a su dormitorio, vi lo marchito que estaba su cuerpo en otro tiempo tan fuerte y potente. Pero continuó dando órdenes a todo el
mundo hasta cuando lo tuvieron instalado en su cama.
- Por fin en casa —musitó.
Durante los dos días siguientes dormitó apaciblemente. Cuando estaba consciente miraba fotografías de sus amadas montañas o sus trofeos de esquí. Mi madre y yo nos turnábamos para velar junto a su cama. Por el motivo que fuera, mis hermanas no pudieron ir a casa, pero llamaban continuamente.
Habíamos contratado a una enfermera, aunque yo asumí la responsabilidad de mantener a mi padre limpio y cómodo. Eso me recordó que ser enfermera es un arduo trabajo.
Cuando se aproximaba el final, mi padre se negó a comer, le dolía demasiado. Pero pedía diferentes botellas de vino de su bodega. Muy propio de él.
La penúltima noche lo observé dormir inquieto, molesto por terribles dolores. En un momento crítico le puse una inyección de morfina. Al día siguiente por la tarde ocurrió algo de lo más
extraordinario. Mi padre despertó de su sueño agitado y me pidió que abriera la ventana para poder
oír con más claridad las campanas de la iglesia. Estuvimos un rato escuchando las conocidas campanadas de la Kreuzkirche. Después comenzó a hablar con su padre, pidiéndole disculpas por
haberlo dejado morir en ese horrible sanatorio. "Tal vez lo he pagado con estos sufrimientos", le dijo,
y le prometió que lo vería pronto.
En medio de esa conversación se volvió a mí para pedirme un vaso de agua. Yo me maravillé
de que se orientara tan bien y fuera capaz de pasar de una realidad a otra. Lógicamente, no oí ni vi a
mi abuelo. Al parecer mi padre arregló muchísimos asuntos pendientes. Esa noche se debilitó considerablemente. Yo me acosté en una cama plegable junto a la suya. Por la mañana comprobé que estaba cómodo, le di un cariñoso beso en la frente, le apreté la mano y salí a prepararme un café
en la cocina. Estuve fuera dos minutos. Cuando volví, mi padre estaba muerto.
Durante la media hora siguiente, mi madre y yo estuvimos sentadas junto a él despidiéndonos. Había sido un gran hombre, pero ya no estaba allí. Aquello que había conformado el ser de mi padre,
la energía, el espíritu y la mente, ya no estaba. Su alma había salido volando de su cuerpo físico. Yo
estaba segura de que su padre lo había guiado directo al cielo, donde ciertamente estaba envuelto
en el amor incondicional de Dios. Entonces no tenía yo ningún conocimiento de la vida después de la muerte, pero estaba segura de que mi padre estaba finalmente en paz.
¿Qué hacer a continuación? Notifiqué su fallecimiento al Departamento de Salud de la ciudad, que no sólo se llevarían el cadáver sino que proporcionarían gratis el ataúd y la limusina para el funeral. Inexplicablemente, la enfermera que yo había contratado se marchó en cuanto se enteró de
que mi padre había muerto y me transfirió la obligación de prodigar las últimas atenciones al cadáver.
Una amiga, la doctora Bridgette Willisau, me prestó su generosa ayuda. Juntas lo lavamos, limpiamos el pus y las heces de su deteriorado cuerpo y lo vestimos con un bonito traje. Trabajamos
en una especie de silencio religioso. Agradecida, pensé que mi padre había tenido la oportunidad de
ver a Kenneth y que mi hijo había conocido a su abuelo aunque fuera por un breve período de tiempo. Yo nunca conocí a mis abuelos.
Cuando llegaron los dos funcionarios con el ataúd, mi padre estaba vestido sobre la cama en
una habitación limpia y ordenada. Después de colocarlo con toda delicadeza dentro del féretro, uno
de los hombres me llevó hacia un lado y me preguntó si quería coger algunas flores del jardín para ponérselas entre las manos. ¿Cómo lo sabía? ¿Cómo pude haberlo olvidado? Fue mi padre quien había estimulado mi amor por las flores, quien me había abierto los ojos a la belleza de la naturaleza. Corrí escaleras abajo llevando a Kenneth de la mano, y después de recoger los más hermosos crisantemos que pudimos encontrar los pusimos entre las manos de mi padre.
El funeral se celebró tres días después. En la misma capilla donde se casaron sus hijas, mi
padre fue recordado por las personas con quienes había trabajado, por alumnos a los que había enseñado y por sus amigos del Club de Esquí.

A excepción de mi hermano, toda la familia asistió al servicio, que acabó con sus himnos favoritos. Nuestro duelo duró algún tiempo más, pero a ninguno nos quedó ningún pesar. Esa noche escribí en mi diario: "Mi padre ha vivido de verdad hasta el momento de su muerte.

 

 
 
 
 

 
 

 
         
         
       
       
       
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