Al poco tiempo de ser aceptada en el Montefiore, donde me
pusieron a cargo de la clínica psicofarmacoló-gica y también
hacía de consultora de enlace para otros departamentos,
entre ellos el
de neurología, un neurólogo me pidió que viera a uno de sus
pacientes, un joven veinteañero que,
según el diagnóstico, sufría de parálisis psicosomática y
depresión.
Después de hablar
con él determiné que se encontraba en las últimas fases de
esclerosis lateral amiotrófica, un trastorno incurable y
degenerativo. "El paciente se está preparando para morir",
informé.
El neurólogo no sólo estuvo en desacuerdo sino que además
ridiculizó mi diagnóstico y alegó que el paciente sólo
necesitaba tranquilizantes para curar su mórbido estado
mental.
Pero a los pocos días murió el paciente.
Mi sinceridad no estaba en consonancia con la forma como se
ejercía la medicina en los
hospitales. Pasados unos meses observé que muchos médicos
evitaban rutinariamente referirse a cualquier cosa que
tuviera que ver con la muerte. A los enfermos moribundos se
los trataba tan mal como a mis pacientes psiquiátricos del
hospital estatal. Se los rechazaba y maltrataba.
Nadie era sincero
con ellos. Si un enfermo de cáncer preguntaba "¿Me voy a
morir?", el médico le contestaba
"¡Oh, no! no diga tonterías".
Yo no podía comportarme así.
Pero claro, no creo que en Montefiore ni en muchos otros
hospitales hubieran visto a muchos médicos como yo. Pocos
tenían experiencias como las de mis trabajos voluntarios en
las aldeas europeas asoladas por la guerra, y menos aún eran
madres, como yo lo era de mi hijo Kenneth. Además, mi
trabajo con las enfermas esquizofrénicas me había demostrado
que existe un poder sanador que trasciende los medicamentos,
que trasciende la ciencia, y eso era lo que yo llevaba cada
día a las salas del hospital. Durante mis visitas a los
enfermos me sentaba en las camas, les cogía las manos y
hablaba durante horas con ellos. Así aprendí que no existe
ni un solo moribundo que no anhele cariño, contacto o
comunicación. Los moribundos no desean ese distancia-miento
sin riesgos que practican los médicos. Ansían sinceridad.
Incluso a los pacientes cuya depresión los hacía, desear el
suicidio era posible, aunque no siempre, convencerlos de que
su vida todavía tenía sentido. "Cuénteme lo que está
sufriendo —les decía—. Eso me servirá para ayudar a otras
personas."
Pero, desgraciadamente, los casos más graves, esas personas
que estaban en las últimas fases de la enfermedad, que
estaban en el proceso de morir, eran las que recibían el
peor trato. Se
las ponía en las habitaciones más alejadas de los puestos de
las enfermeras; se las obligaba a permanecer acostadas bajo
fuertes luces que no podían apagar; no podían recibir
visitas fuera de las
horas prescritas; se las dejaba morir solas, como si la
muerte fuera algo contagioso.
Yo me negué a seguir esas prácticas. Las encontraba injustas
y equivocadas. De modo que me quedaba con los moribundos
todo el tiempo que hiciera falta, y les decía que lo haría.
Aunque trabajaba por todo el hospital, me sentía atraída
hacia las habitaciones de los casos más graves, de los
moribundos. Ellos fueron los mejores maestros que he tenido
en mi vida. Los observaba debatirse para aceptar su destino;
los oía arremeter contra Dios; no sabía qué decir cuando
gritaban "¿por qué yo?", y los escuchaba hacer las paces con
Él. Me di cuenta de que si había otro ser humano que se
preocupara por ellos, llegaban a aceptar su sino. A ese
proceso lo llamaría yo después las diferentes fases del
morir, aunque puede aplicarse a la forma como enfrentamos
cualquier tipo de pérdida.
Escuchando, llegué a saber que todos los moribundos saben
que se están muriendo. No es cuestión de preguntarse "¿se lo
decimos?" ni "¿lo sabe?".
La única pregunta es: "¿Soy capaz de oírlo?"
En otra parte del mundo mi padre estaba tratando de
encontrar a alguien que lo escuchara. En septiembre mi madre
llamó para informarnos de que mi padre estaba en el
hospital, moribundo. Me aseguró que esta vez no se trataba
de una falsa alarma. Manny no tenía tiempo libre, pero yo
cogí a Kenneth y al día siguiente partí en el primer avión.
En el hospital vi que se estaba muriendo. Tenía septicemia,
una infección mortal causada por una operación chapucera que
le habían practicado en el codo. Se hallaba conectado con
máquinas que le extraían el pus del abdomen. Estaba muy
delgado y padecía muchos dolores. Los remedios
ya no le hacían ningún efecto. Lo único que quería era irse
a casa. Nadie le hacía caso. Su médico
se negaba a dejarlo marchar, y por lo tanto el hospital
también.
Pero mi padre amenazó con suicidarse si no le permitían
morir en la paz y comodidad de su casa. Mi madre estaba tan
cansada y angustiada que también amenazó con suicidarse. Yo
conocía
la historia de la que nadie hablaba en esos momentos. Mi
abuelo, el padre de mi padre, que se había
fracturado la columna, murió en un sanatorio. Su último
deseo fue que lo llevaran a casa, pero mi padre se negó,
prefiriendo hacer caso a los médicos. En esos momentos papá
se encontraba en la misma situación.
Nadie en el hospital hizo el menor caso de que yo fuera
médico. Me dijeron que podía
llevármelo a casa si firmaba un documento que los eximiera
de toda responsabilidad.
- El trayecto probablemente lo va a matar —me advirtió su
médico.
Yo miré a mi padre, en la cama, impotente, aquejado de
dolores y deseoso de irse a casa. La
decisión era mía. En ese momento recordé mi caída en una
grieta cuando andábamos de excursión por un glaciar. Si no
hubiera sido por la cuerda que me lanzó y me enseñó a
atarme, habría caído al abismo y no estaría viva. Yo iba a
rescatarlo a él esta vez. Firmé el documento.
Mi tozudo padre, una vez conseguido lo que quería, deseó
celebrarlo. Me pidió un vaso de su
vino favorito, que yo había metido a hurtadillas en su
habitación unos días antes. Mientras le ayudaba a sostener
el vaso para que bebiera, vi cómo salía el vino por uno de
los tubos que tenía insertados en el cuerpo. Entonces supe
que era el momento de dejarlo marchar.
Una vez que el equipamiento médico estuvo instalado en su
habitación, lo llevamos a casa. Yo iba sentada a su lado en
la ambulancia, observando cómo se le alegraba el ánimo a
medida que nos acercábamos a casa. De tanto en tanto me
apretaba la mano para expresarme lo mucho que me agradecía
todo eso. Cuando los auxiliares de la ambulancia lo llevaron
a su dormitorio, vi lo marchito que estaba su cuerpo en otro
tiempo tan fuerte y potente. Pero continuó dando órdenes a
todo el
mundo hasta cuando lo tuvieron instalado en su cama.
- Por fin en casa —musitó.
Durante los dos días siguientes dormitó apaciblemente.
Cuando estaba consciente miraba fotografías de sus amadas
montañas o sus trofeos de esquí. Mi madre y yo nos
turnábamos para velar junto a su cama. Por el motivo que
fuera, mis hermanas no pudieron ir a casa, pero llamaban
continuamente.
Habíamos contratado a una enfermera, aunque yo asumí la
responsabilidad de mantener a mi padre limpio y cómodo. Eso
me recordó que ser enfermera es un arduo trabajo.
Cuando se aproximaba el final, mi padre se negó a comer, le
dolía demasiado. Pero pedía diferentes botellas de vino de
su bodega. Muy propio de él.
La penúltima noche lo observé dormir inquieto, molesto por
terribles dolores. En un momento crítico le puse una
inyección de morfina. Al día siguiente por la tarde ocurrió
algo de lo más
extraordinario. Mi padre despertó de su sueño agitado y me
pidió que abriera la ventana para poder
oír con más claridad las campanas de la iglesia. Estuvimos
un rato escuchando las conocidas campanadas de la
Kreuzkirche. Después comenzó a hablar con su padre,
pidiéndole disculpas por
haberlo dejado morir en ese horrible sanatorio. "Tal vez lo
he pagado con estos sufrimientos", le dijo,
y le prometió que lo vería pronto.
En medio de esa conversación se volvió a mí para pedirme un
vaso de agua. Yo me maravillé
de que se orientara tan bien y fuera capaz de pasar de una
realidad a otra. Lógicamente, no oí ni vi a
mi abuelo. Al parecer mi padre arregló muchísimos asuntos
pendientes. Esa noche se debilitó considerablemente. Yo me
acosté en una cama plegable junto a la suya. Por la mañana
comprobé que estaba cómodo, le di un cariñoso beso en la
frente, le apreté la mano y salí a prepararme un café
en la cocina. Estuve fuera dos minutos. Cuando volví, mi
padre estaba muerto.
Durante la media hora siguiente, mi madre y yo estuvimos
sentadas junto a él despidiéndonos. Había sido un gran
hombre, pero ya no estaba allí. Aquello que había conformado
el ser de mi padre,
la energía, el espíritu y la mente, ya no estaba. Su alma
había salido volando de su cuerpo físico. Yo
estaba segura de que su padre lo había guiado directo al
cielo, donde ciertamente estaba envuelto
en el amor incondicional de Dios. Entonces no tenía yo
ningún conocimiento de la vida después de la muerte, pero
estaba segura de que mi padre estaba finalmente en paz.
¿Qué hacer a continuación? Notifiqué su fallecimiento al
Departamento de Salud de la ciudad, que no sólo se llevarían
el cadáver sino que proporcionarían gratis el ataúd y la
limusina para el funeral. Inexplicablemente, la enfermera
que yo había contratado se marchó en cuanto se enteró de
que mi padre había muerto y me transfirió la obligación de
prodigar las últimas atenciones al cadáver.
Una amiga, la doctora Bridgette Willisau, me prestó su
generosa ayuda. Juntas lo lavamos, limpiamos el pus y las
heces de su deteriorado cuerpo y lo vestimos con un bonito
traje. Trabajamos
en una especie de silencio religioso. Agradecida, pensé que
mi padre había tenido la oportunidad de
ver a Kenneth y que mi hijo había conocido a su abuelo
aunque fuera por un breve período de tiempo. Yo nunca conocí
a mis abuelos.
Cuando llegaron los dos funcionarios con el ataúd, mi padre
estaba vestido sobre la cama en
una habitación limpia y ordenada. Después de colocarlo con
toda delicadeza dentro del féretro, uno
de los hombres me llevó hacia un lado y me preguntó si
quería coger algunas flores del jardín para ponérselas entre
las manos. ¿Cómo lo sabía? ¿Cómo pude haberlo olvidado? Fue
mi padre quien había estimulado mi amor por las flores,
quien me había abierto los ojos a la belleza de la
naturaleza. Corrí escaleras abajo llevando a Kenneth de la
mano, y después de recoger los más hermosos crisantemos que
pudimos encontrar los pusimos entre las manos de mi padre.
El funeral se celebró tres días después. En la misma capilla
donde se casaron sus hijas, mi
padre fue recordado por las personas con quienes había
trabajado, por alumnos a los que había enseñado y por sus
amigos del Club de Esquí.
A excepción de mi
hermano, toda la familia asistió al servicio, que acabó con
sus himnos favoritos. Nuestro duelo duró algún tiempo más,
pero a ninguno nos quedó ningún pesar. Esa noche escribí en
mi diario: "Mi padre ha vivido de verdad hasta el momento de
su muerte.