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LA RUEDA DE LA VIDA

 

Tercera Parte " EL BÚFALO"

 

34- Healing Waters

 

Elizabeth Kubler-Ross

 

34. HEALING WATERS

Continuaba viviendo allí, pero a la luz de la mañana el aspecto que ofrecía mi casa indicaba que yo estaba dispuesta a marcharme en cualquier momento. El aire continuaba impregnado del mal olor de las cosas quemadas, y las paredes se veían desnudas sin mis tapices indios y cuadros.

 
   

El fuego había robado toda la vida a la casa, y a mí también. No me cabía en la cabeza cómo un buen sanador como B. podía convertirse en una figura tan tenebrosa. Mientras no me marchara de allí, no quería tener nada que ver con él.


Sin embargo, estando tan próximos, eso era imposible. Una mañana, poco después de que yo regresara de un seminario, B. me hizo una visita. Su esposa había escrito un libro, cuyo título, muy apropiado, era The Dark Room (La sala oscura), y quería que yo le escribiera un prólogo que pudiera utilizarse para hacerle publicidad.

 

- ¿Podrías tenerlo listo mañana por la mañana? —me preguntó.
Por mucho que amara a mis espíritus guías, yo no podía, en conciencia, prestar mi nombre para algo de lo que se había hecho mal uso durante los seis meses pasados. En nuestra última conversación, o mejor dicho confrontación, B. alegó que no se lo podía responsabilizar de ninguno de sus actos, aunque fueran incorrectos.
- Cuando estoy en trance no me doy cuenta de lo que ocurre —explicó.
No me cabía duda de que era un mentiroso, pero cuando llegó el momento de la ruptura me sentí desgarrada. Sabía que Shanti Nilaya no podría sobrevivir sin mis charlas y aportaciones. Después de mucho consultarlo con mi conciencia, convoqué una reunión secreta de los miembros más activos de Shanti Nilaya, cinco mujeres y dos hombres que en realidad eran empleados asalariados. Les dije todo lo que pensaba; les expliqué mi temor de que mi vida estuviera en peligro,
las sospechas que tenía sobre B. pero que no podía demostrar, y la incertidumbre sobre cuáles entidades eran verdaderas y cuáles falsas.
- Naturalmente esto plantea el problema de la confianza —les dije—; es enloquecedor.
Silencio. Les dije que al final de la sesión de esa noche iba a despedir a B. y a su esposa y que continuaría llevando el centro sin ellos. El solo hecho de tomar esa decisión y manifestarla me alivió. Pero entonces tres de las mujeres confesaron que habían sido "entrenadas" por el intermediario para actuar de entidades femeninas, asegurando que él controlaba sus actos poniéndolas en trance. No me extrañó que jamás pudiera yo demostrar que Salem o Pedro fueran fraudulentos, eran reales. En cuanto a las entidades femeninas, evidentemente eran falsas y eso explicaba que jamás trataran conmigo.
Prometí enfrentarme a B. a la mañana siguiente cuando él fuera a mi casa a recoger el prólogo que supuestamente yo estaba escribiendo. No se podía imaginar que en realidad yo estaba preparando un epílogo. Las tres mujeres accedieron a estar presentes para respaldarme. Puesto que nadie sabía cómo iba a reaccionar B., les pedí a los dos hombres que se escondieran entre los arbustos y escucharan, por si acaso. Esa noche dormí muy poco, sabiendo que nunca más volvería a ver a Salem ni a Pedro ni a escuchar las hermosas canciones de Willie. Pero tenía que hacer lo correcto.
Me levanté antes del alba, nerviosa por lo que iba a suceder. A la hora convenida, llegó B. Respaldada por las mujeres, lo recibí en el porche. Su rostro no mostró ninguna emoción cuando le dije que él y su esposa ya no estaban en mi nómina, que estaban despedidos.
- Si quieres saber por qué, mira a quienes me acompañan y lo sabrás —le dije.
Su única respuesta fue una expresión de odio, no dijo ni una sola palabra. Cogió el manuscrito
y se alejó por la colina. Poco después vendió su casa y se trasladaron al norte de California.
Así pues, obtuve mi libertad, pero a qué precio. Gracias a la intermediación de B. muchas personas habían aprendido muchísimo, pero cuando él comenzó a abusar de sus dones, causó un sufrimiento y una angustia insoportables. Mucho después, cuando logré comunicarme nuevamente con Salem, Pedro y otras entidades, reconocieron que se habían dado cuenta de mis dudas acerca
de si ellos procedían de Dios o del demonio. Pero pasar por esa terrible experiencia fue la única manera de aprender la lección fundamental sobre la confianza y la manera de discernir y distinguir.
Naturalmente todo fue perdonado, pero no olvidado. Tendrían que pasar siete años para que me decidiera a escuchar las muchas horas de grabación que había hecho de las enseñanzas de mis guías. Allí oí, en retrospectiva, las advertencias explícitas sobre el engaño y la terrible escisión, pero estaban hechas con un lenguaje enigmático y entendí por qué yo no había sido capaz de tomar medidas concretas. Había continuado con B. todo lo humanamente posible; estoy convencida de que
si hubiera continuado más tiempo con él no habría sobrevivido. Durante el resto de mi vida seguiría pasando noches insomnes y haciéndome millones de preguntas, aunque sabía que sólo obtendría
las respuestas definitivas cuando hiciera la transición que llamamos muerte. La esperaría con ilusión.
Mientras tanto, mi futuro era incierto. Aunque tenía la casa en venta, no me iba marchar de allí hasta tener algún lugar adonde ir. Hasta el momento no tenía ninguno. El grupo, pequeño pero entusiasta, que continuó en Shanti Nilaya, trabajaba muchísimo, ya que nuestra organización ayudaba a gente de todo el mundo a instaurar sistemas similares de apoyo a los moribundos, hogares para moribundos, centros de formación para profesionales de la salud, grupos de familiares
y deudos. Mis seminarios de cinco días estaban más solicitados que nunca, sobre todo debido al
sida.
De haberlo querido podría haberme dedicado a viajar de un seminario a otro sin alojarme en mi propia casa, yendo de hoteles a aeropuertos y de aeropuertos a hoteles, pero eso no era propio de mí, sobre todo en esa fase de mi vida. Sabía que tenía que aminorar el ritmo, y justamente estaba tratando de imaginar cómo hacerlo, cuando Raymond Moody, el autor de Vida después de la vida, me sugirió que fuera a ver la granja que tenía en los Shenandoah. Me fue difícil resistirme cuando llamó a esa región "la Suiza de Virginia". Así pues, a mediados de 1983, después de rematar un mes
de viajes con una charla en Washington D.C., alquilé un coche con chófer para hacer el trayecto de cuatro horas y media hasta el condado Highland de Virginia.
El conductor creyó que estaba loca.
- Por mucho que me guste esa granja —le dije—, quiero que usted haga el papel de mi marido
y me discuta la decisión. No quiero hacer algo que tenga que lamentar después.
Pero cuando llegamos a Head Waters, el pueblo que está a unos 20 kilómetros de la granja, y después de haberme oído comentar durante horas la fascinante belleza del campo, el chofer anuló el trato.
- Señora, usted va a comprar el terreno de todas maneras —me explicó—. No cabe duda de que está hecho para usted.
Así me lo pareció a mí también mientras subía y bajaba por las colmas contemplando las 120 hectáreas de prados y bosques. Pero la granja era sólo un proyecto. La alquería y el granero necesitaban reparación; la tierra cultivable estaba descuidada; sería necesario construir una casa. De
todos modos, se había vuelto a avivar mi ilusión de poseer una granja. No me resultó difícil
imaginármelo todo restaurado. Habría un centro de curación, un centro de formación, algunas cabañas habitables de troncos, todo tipo de animales, y además intimidad. Me agradó que el condado Highland fuera la región menos poblada del este del Misisipí.
En realidad, los trámites para comprar una granja me los explicó el anciano granjero que vivía
al final del camino. Pero no me sirvió de mucho, porque a la mañana siguiente, cuando me senté frente al jefe del Farm Bureau (Agencia de Propiedades Agrícolas) de Staunton, no pude evitar contarle todos los diversos planes que tenía para mi granja, entre ellos un campamento para niños
de ciudad, un zoológico para niños, etcétera.
- Señora —me interrumpió—, lo único que necesito saber es cuántas cabezas de ganado tiene, cuántas ovejas y cuántos caballos, y la superficie total del terreno.

A la semana siguiente, el 1 de julio de 1983, me convertí en propietaria de la granja. La llené de vida inmediatamente, pidiéndole a mis nuevos vecinos que llevaran a su ganado a pacer en mis campos, y después comencé los trabajos de reparación y acondicionamiento. Desde San Diego vigilaba y me mantenía al tanto de los progresos. En la hoja informativa de octubre escribí: "Ya hemos reparado y pintado la alquería, techado la parcela donde guardamos enterrados los tubérculos, construido un anexo al gallinero, y también tenemos hermosas flores y verduras, con lo cual ya están llenos la despensa y el cobertizo donde almacenábamos bajo tierra los tubérculos, listos para alimentar a los hambrientos participantes de nuestros seminarios."
En la primavera de 1984 ya se veían otras señales de renovación. Elegí un lugar, junto a un
grupo de elevados y viejos robles, para construir la cabaña de troncos que sería mi residencia. Después nacieron los primeros corderitos, un par de gemelos y luego otros tres, todos negros, que por fin convirtieron la propiedad en mi verdadera granja.
Estaba ya avanzada la construcción de los tres edificios redondos donde pensaba realizar los seminarios, cuando caí en la cuenta de que necesitaría una oficina para atender los aspectos organizativos. Antes de que alquilara una en la ciudad, una noche apareció Salem y me aconsejó que hiciera una lista de todo lo que precisaba. Dejé volar mi fantasía e imaginé una simpática cabaña
de troncos, con un hogar, un riachuelo con truchas al lado, mucho terreno alrededor y después, ya puesta a soñar, añadí una pista de aterrizaje a la lista; el aeropuerto estaba muy lejos así que, ¿por qué no?
Al día siguiente, la empleada de Correos, que sabía que deseaba una oficina, me habló de una
preciosa cabaña que estaba a cinco minutos de su casa. Estaba situada junto a un río, me dijo, y tenía un hogar de piedra. A mí me pareció perfecta.
- Hay un solo problema —añadió, en tono pesaroso Pero no quiso decírmelo. Me pidió que
fuera a ver primero la cabana. Yo me negué, rogándole que me dijera cuál era ese tremendo inconveniente. Por fin lo logré.
- Hay una pista de aterrizaje en la parte de atrás —me dijo.
No sólo me quedé con la boca abierta, también compré la bendita cabaña.
Ese verano, justo al año de haber adquirido la granja, me despedí de Escondido y me trasladé
a Head Waters de Virginia, el 1 de julio de 1984. Mi hijo Kenneth condujo mi viejo Mustang hasta el otro lado del país. De los quince miembros del personal de Shanti Nilaya, catorce me siguieron hasta
allí para continuar nuestro importante trabajo. La mayoría se marcharía al año siguiente, porque no
se acostumbraron o no les gustaba ese estilo de vida más campestre. Mi intención era poner en marcha el trabajo terminando primero el centro de curación, pero mis guías me aconsejaron que comenzara por construir mi casa.
Yo no entendí el porqué de ese consejo hasta que llegó un pequeño ejército de voluntarios, en respuesta a la petición de ayuda que apareció en nuestra hoja informativa; llegaron equipados de herramientas, entusiasmo y también de necesidades especiales. Por ejemplo, entre cuarenta personas habría al menos treinta y cinco dietas diferentes. Uno de ellos no probaba los productos lácteos, otro era macrobiótico, otro no tomaba azúcar, algunos no podían comer pollo, otros sólo comían pescado. Di gracias a Dios por la advertencia de mis guías. Si no hubiera tenido la intimidad
de mi casa por la noche, me habría vuelto loca. Necesité cinco años para aprender a servir sólo dos tipos de comida: un plato de carne y un plato vegetariano.
Poco a poco se fue rehabilitando la granja. Compré tractores y enfardadoras. Se araron,
abonaron y sembraron los campos, se cavaron pozos. Lógicamente, lo único que volaba era el dinero. Fueron necesarios ocho años para ponerme al día, y eso sólo gracias a la venta de ovejas, vacas y madera. Pero las ventajas de vivir cerca de la tierra superaban con mucho los gastos.
La víspera del Día de Acción de Gracias estaba poniendo clavos junto con el capataz del
equipo de construcción cuando tuve el presentimiento de que iba a ocurrir algo muy especial, algo bueno. No le permití marcharse a casa y lo mantuve despierto sirviéndole café y chocolates suizos.
El hombre pensó que estaba loca. De todos modos le prometí que valdría la pena. Y sí, esa noche,
ya tarde, cuando estábamos sentados conversando, un cálido resplandor inundó la sala. El trabajador me miró como preguntando "¿Qué pasa?".
- Espere —le dije.
Poco a poco se fue formando una imagen en la pared de enfrente. Inmediatamente quedó claro que era la imagen de Jesús. Nos dio su bendición y desapareció. Volvió a aparecer y desaparecer; luego regresó una vez más y me pidió que a mi granja le pusiera el nombre "Healing Waters Farm"
(Granja de las Aguas Sanadoras).
- Es un nuevo comienzo, Isabel —me dijo. Mi testigo me miró, incrédulo.
- La vida está llena de sorpresas —le dije.
Por la mañana salimos al aire fresco de la mañana y vimos que había caído una ligera nevada,
y la blanca capa cubría los campos, colinas y casas. Sí que parecía un nuevo comienzo.

El traslado a Healing Waters me revitalizó, dándome un sentido de misión, aunque no tenía idea de cuál podía ser esa misión, aparte de establecerme allí. Eso era suficiente para comenzar. Un día, cuando acababa de encender las luces al regresar de un viaje, llamó a la puerta una vecina, Paulina, una mujer buenísima, achacosa y mermada por la diabetes, el lupus y la artritis. No me sentí verdaderamente en casa hasta escuchar su agradable voz diciéndome:
- Hola, Elisabeth, bienvenida. ¿Te importaría que te trajera algo?
A los pocos minutos volvió con un pastel de manzanas casero. Cerca de casa vivían dos hermanos que me dijeron que con mucho gusto harían cualquier trabajo que les diera.
Encontré tanta sinceridad entre aquella gente que padecía tantas penurias en esa región pobre del país, personas con las que me identificaba, que eran ciertamente más reales que aquellas falsas que conocí en el sur de California, y me adapté a esas mismas largas jornadas, que incluían
músculos doloridos y recompensas arduamente ganadas.
Y así podría haber continuado si no hubiera sido por la condenada eficiencia del servicio de Correos de Estados Unidos. ¿Eficiencia? Sí. Tal vez yo sería la primera persona que se quejara de ella.
Pero cuando llegué, la oficina de Correos, de una sola sala, sólo se abría un día a la semana.
Le dije a la encantadora mujer que la llevaba que tal vez tendría que abrirla más a menudo porque mi
correspondencia ascendía a un total de 20.000 cartas al mes.
- Bueno, ya veremos cómo va —me contestó.
Al mes ya abría los cinco días laborales, y las cartas se repartían con absoluta exactitud.
Esa primavera abrí una carta que influyó en mi vida más que ninguna otra. Escrita en media hoja de papel, y con conmovedora sencillez, decía:
Querida doctora Ross:
Tengo un hijo de tres años que tiene el sida. Ya no puedo cuidar de él. Come y bebe muy poco.
¿Cuánto cobraría por atenderle?
Continuarían llegando cartas similares. Ninguna historia ilustra mejor la trágica frustración de
las enfermas de sida que la de una mujer de Dawn Place, Florida. Estaba en los últimos y dolorosos
meses de su vida, buscando desesperadamente alguna organización que accediera a cuidar de su hija, que también estaba infectada por la enfermedad. Más de setenta organismos la rechazaron, y murió sin saber quién cuidaría de su hija después de su muerte. Recibí otra carta de una madre de Indiana que me pedía que me ocupara de su bebé infectado por el sida. "Nadie quiere tocarlo", decía.
Aunque me costó creerlo, mi indignación creció aún más cuando supe de un bebé de Boston infectado por el sida al que habían dejado abandonado en una caja de zapatos para que muriera.
Después de llevarlo a un hospital, lo pusieron en una cuna que para él sería lo que una jaula para un animal del zoológico. El personal del hospital le daba palmaditas y pellizcos diariamente,
pero eso era todo lo que recibía. Jamás creó lazos afectivos con nadie. Jamás recibía un abrazo, ni
era mecido en brazos ni se sentó en la falda de nadie. A los dos años el niño no sabía caminar, ni siquiera gatear, ni hablar. ¡Qué crueldad!
Trabajé febrilmente hasta que encontré a una pareja maravillosa que accedió con cariño a adoptar al niño. Pero cuando llegaron al hospital, no les permitieron verlo. Los administradores explicaron la negativa diciendo que estaba enfermo. Bueno, claro que estaba enfermo, ¡tenía el sida!
Al final lo secuestramos y llegamos a un acuerdo con el hospital, después de amenazar con llevar el asunto a los medios de comunicación. Actualmente el niño está feliz esperando convertirse en adolescente.
Desde entonces comencé a tener pesadillas en las que veía a bebés muriendo de sida sin que nadie les proporcionara cuidados y cariño. Sólo se acabaron estas pesadillas cuando presté oídos a
la sonora voz de mi corazón, que me ordenaba establecer en la granja un hogar para bebés con sida. Eso no entraba en los planes que había forjado para la granja, pero sabía que no debía discutir con
el destino. Poco tiempo después ya me imaginaba una especie de paraíso estilo arca de Noé, un lugar donde los niños podrían jugar y saltar libremente entre caballos, vacas, ovejas, pavos y llamas.
Pero las cosas resultaron de modo muy diferente. El 2 de junio de 1985, cuando estaba dando una charla a alumnos del último curso del instituto Mary Baldwin de Staunton, comenté de paso mi
proyecto de adoptar a veinte bebés infectados por el sida y criarlos en las dos hectáreas que tenía
destinadas para construir el hogar. Los alumnos aplaudieron, pero mis comentarios fueron transmitidos después por la televisión local y aparecieron en los periódicos, provocando una indignada protesta entre los residentes del condado, quienes, movidos por el miedo y la ignorancia, muy pronto me consideraron una especie de Anticristo que deseaba llevar esa mortífera enfermedad
a sus hogares.
Al principio yo estaba demasiado ocupada para enterarme de la tempestad que se estaba preparando a mi alrededor. Anteriormente había ido a visitar un maravilloso hogar para moribundos
de San Francisco, donde los enfermos de sida recibían compasiva atención y apoyo. Eso me llevó a pensar en los enfermos de sida que estaban en las cárceles, donde había mucho abuso sexual y
ciertamente no existía ningún tipo de sistema de apoyo organizado. Llamé a la cárcel de Washington
D.C. para alertar a los funcionarios sobre esta epidemia, que se estaba propagando como un reguero
de pólvora, e instarlos a prepararse. Se rieron de mi inquietud.
- No tenemos a ningún enfermo de sida en la cárcel —me dijo el funcionario.
- Tal vez ustedes no lo sepan todavía —insistí—, pero estoy segura de que tienen a muchos.
- No, no, tiene razón —contestó—. Teníamos a cuatro, pero fueron puestos en libertad. Todos los demás ya han salido.
Continué haciendo llamadas hasta que pude hablar con alguien que movió resortes y me consiguió comunicación con la cárcel de Vacaville, de California. Me dijeron que no tenían idea de cómo tratar a los enfermos de sida, de modo que si me interesaba verificar el problema, que por supuesto lo hiciera. A las veinticuatro horas ya estaba en el avión rumbo al oeste.
Las cosas que vi en la cárcel confirmaron mis peores temores. Eran ocho los presos que
estaban muriendo de sida. Las condiciones en que vivían eran deplorables, cada uno aislado en una celda, donde carecían de las atenciones mínimas. Sólo dos de ellos eran capaces de levantarse y caminar un poco por la celda, los demás estaban tan débiles que ni siquiera podían levantarse de la cama. No tenían orinal ni urinario portátil, de modo que se veían obligados a orinar en las tazas para beber y a vaciarlas por la ventana.
Y había cosas aún peores. Un hombre que tenía el cuerpo lleno de las lesiones púrpura del sarcoma de Kaposi rogaba que le administraran radioterapia. Otro convicto tenía la boca tan cubierta por infecciones de hongos que le costaba muchísimo tragar, y vi las arcadas que le acometieron cuando el guardia le llevó el almuerzo: empanadillas de corteza dura acompañadas por salsa picante. "Supongo que tratan de mostrarse sádicos", pensé horrorizada.
El galeno de la cárcel era un médico rural retirado. Mis preguntas lo obligaron a reconocer que sus conocimientos sobre el sida no estaban al día, pero no ofreció ninguna disculpa.
Hice públicas las horrorosas condiciones que vi en la cárcel en entrevistas y en mi libro AIDS:
The Ultímate Challenge (El sida: el reto definitivo). De mis proyectos, éste fue uno de los que tuvieron más éxito. En diciembre de 1986, dos de mis mejores socios de California, Bob Alexander y Nancy Jaicks, comenzaron a hacer visitas semanales de apoyo a los convictos enfermos de sida de la cárcel de Vacaville. Sus trabajos impulsarían al Departamento de Justicia de Estados Unidos para investigar las condiciones en que vivían los convictos enfermos de sida en todas las cárceles del país. "Se ha logrado un comienzo", me escribió con optimismo Bob en agosto de 1987.
Eso era todo lo que necesitábamos. Cuando volví a la cárcel de Vacaville, diez años después
de mi primera visita, comprobé que lo que antes había sido una situación tan inhumana había cambiado totalmente; estaba convertido en un hogar para enfermos de sida moribundos. Habían formado a delincuentes para que trabajaran de ayudantes. También servían comida adecuada, había atención médica, música agradable, orientación emocional y física, y sacerdotes, pastores y rabinos dispuestos a acudir allí a cualquier hora del día o la noche.

Nunca en mi vida me había sentido tan conmovida.
Y con buenos motivos. Incluso en el triste ambiente de la cárcel, el trágico sufrimiento de los pacientes de sida había generado actos de compasión y cuidados.
Ésa era una importante lección para cualquiera que dudara del poder del amor para cambiar el estado de cosas.

 

 
 
 
 

 
 

 
         
         
       
       
       
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