Continuaba viviendo allí, pero a la luz de la mañana el
aspecto que ofrecía mi casa indicaba que yo estaba dispuesta
a marcharme en cualquier momento. El aire continuaba
impregnado del mal olor de las cosas quemadas, y las paredes
se veían desnudas sin mis tapices indios y cuadros.
El fuego había
robado toda la vida a la casa, y a mí también. No me cabía
en la cabeza cómo un buen sanador como B. podía convertirse
en una figura tan tenebrosa. Mientras no me marchara de
allí, no quería tener nada que ver con él.
Sin embargo, estando tan próximos, eso era imposible. Una
mañana, poco después de que yo regresara de un seminario, B.
me hizo una visita. Su esposa había escrito un libro, cuyo
título, muy apropiado, era The Dark Room (La sala oscura), y
quería que yo le escribiera un prólogo que pudiera
utilizarse para hacerle publicidad.
- ¿Podrías
tenerlo listo mañana por la mañana? —me preguntó.
Por mucho que amara a mis espíritus guías, yo no podía, en
conciencia, prestar mi nombre para algo de lo que se había
hecho mal uso durante los seis meses pasados. En nuestra
última conversación, o mejor dicho confrontación, B. alegó
que no se lo podía responsabilizar de ninguno de sus actos,
aunque fueran incorrectos.
- Cuando estoy en trance no me doy cuenta de lo que ocurre
—explicó.
No me cabía duda de que era un mentiroso, pero cuando llegó
el momento de la ruptura me sentí desgarrada. Sabía que
Shanti Nilaya no podría sobrevivir sin mis charlas y
aportaciones. Después de mucho consultarlo con mi
conciencia, convoqué una reunión secreta de los miembros más
activos de Shanti Nilaya, cinco mujeres y dos hombres que en
realidad eran empleados asalariados. Les dije todo lo que
pensaba; les expliqué mi temor de que mi vida estuviera en
peligro,
las sospechas que tenía sobre B. pero que no podía
demostrar, y la incertidumbre sobre cuáles entidades eran
verdaderas y cuáles falsas.
- Naturalmente esto plantea el problema de la confianza —les
dije—; es enloquecedor.
Silencio. Les dije que al final de la sesión de esa noche
iba a despedir a B. y a su esposa y que continuaría llevando
el centro sin ellos. El solo hecho de tomar esa decisión y
manifestarla me alivió. Pero entonces tres de las mujeres
confesaron que habían sido "entrenadas" por el intermediario
para actuar de entidades femeninas, asegurando que él
controlaba sus actos poniéndolas en trance. No me extrañó
que jamás pudiera yo demostrar que Salem o Pedro fueran
fraudulentos, eran reales. En cuanto a las entidades
femeninas, evidentemente eran falsas y eso explicaba que
jamás trataran conmigo.
Prometí enfrentarme a B. a la mañana siguiente cuando él
fuera a mi casa a recoger el prólogo que supuestamente yo
estaba escribiendo. No se podía imaginar que en realidad yo
estaba preparando un epílogo. Las tres mujeres accedieron a
estar presentes para respaldarme. Puesto que nadie sabía
cómo iba a reaccionar B., les pedí a los dos hombres que se
escondieran entre los arbustos y escucharan, por si acaso.
Esa noche dormí muy poco, sabiendo que nunca más volvería a
ver a Salem ni a Pedro ni a escuchar las hermosas canciones
de Willie. Pero tenía que hacer lo correcto.
Me levanté antes del alba, nerviosa por lo que iba a
suceder. A la hora convenida, llegó B. Respaldada por las
mujeres, lo recibí en el porche. Su rostro no mostró ninguna
emoción cuando le dije que él y su esposa ya no estaban en
mi nómina, que estaban despedidos.
- Si quieres saber por qué, mira a quienes me acompañan y lo
sabrás —le dije.
Su única respuesta fue una expresión de odio, no dijo ni una
sola palabra. Cogió el manuscrito
y se alejó por la colina. Poco después vendió su casa y se
trasladaron al norte de California.
Así pues, obtuve mi libertad, pero a qué precio. Gracias a
la intermediación de B. muchas personas habían aprendido
muchísimo, pero cuando él comenzó a abusar de sus dones,
causó un sufrimiento y una angustia insoportables. Mucho
después, cuando logré comunicarme nuevamente con Salem,
Pedro y otras entidades, reconocieron que se habían dado
cuenta de mis dudas acerca
de si ellos procedían de Dios o del demonio. Pero pasar por
esa terrible experiencia fue la única manera de aprender la
lección fundamental sobre la confianza y la manera de
discernir y distinguir.
Naturalmente todo fue perdonado, pero no olvidado. Tendrían
que pasar siete años para que me decidiera a escuchar las
muchas horas de grabación que había hecho de las enseñanzas
de mis guías. Allí oí, en retrospectiva, las advertencias
explícitas sobre el engaño y la terrible escisión, pero
estaban hechas con un lenguaje enigmático y entendí por qué
yo no había sido capaz de tomar medidas concretas. Había
continuado con B. todo lo humanamente posible; estoy
convencida de que
si hubiera continuado más tiempo con él no habría
sobrevivido. Durante el resto de mi vida seguiría pasando
noches insomnes y haciéndome millones de preguntas, aunque
sabía que sólo obtendría
las respuestas definitivas cuando hiciera la transición que
llamamos muerte. La esperaría con ilusión.
Mientras tanto, mi futuro era incierto. Aunque tenía la casa
en venta, no me iba marchar de allí hasta tener algún lugar
adonde ir. Hasta el momento no tenía ninguno. El grupo,
pequeño pero entusiasta, que continuó en Shanti Nilaya,
trabajaba muchísimo, ya que nuestra organización ayudaba a
gente de todo el mundo a instaurar sistemas similares de
apoyo a los moribundos, hogares para moribundos, centros de
formación para profesionales de la salud, grupos de
familiares
y deudos. Mis seminarios de cinco días estaban más
solicitados que nunca, sobre todo debido al
sida.
De haberlo querido podría haberme dedicado a viajar de un
seminario a otro sin alojarme en mi propia casa, yendo de
hoteles a aeropuertos y de aeropuertos a hoteles, pero eso
no era propio de mí, sobre todo en esa fase de mi vida.
Sabía que tenía que aminorar el ritmo, y justamente estaba
tratando de imaginar cómo hacerlo, cuando Raymond Moody, el
autor de Vida después de la vida, me sugirió que fuera a ver
la granja que tenía en los Shenandoah. Me fue difícil
resistirme cuando llamó a esa región "la Suiza de Virginia".
Así pues, a mediados de 1983, después de rematar un mes
de viajes con una charla en Washington D.C., alquilé un
coche con chófer para hacer el trayecto de cuatro horas y
media hasta el condado Highland de Virginia.
El conductor creyó que estaba loca.
- Por mucho que me guste esa granja —le dije—, quiero que
usted haga el papel de mi marido
y me discuta la decisión. No quiero hacer algo que tenga que
lamentar después.
Pero cuando llegamos a Head Waters, el pueblo que está a
unos 20 kilómetros de la granja, y después de haberme oído
comentar durante horas la fascinante belleza del campo, el
chofer anuló el trato.
- Señora, usted va a comprar el terreno de todas maneras —me
explicó—. No cabe duda de que está hecho para usted.
Así me lo pareció a mí también mientras subía y bajaba por
las colmas contemplando las 120 hectáreas de prados y
bosques. Pero la granja era sólo un proyecto. La alquería y
el granero necesitaban reparación; la tierra cultivable
estaba descuidada; sería necesario construir una casa. De
todos modos, se había vuelto a avivar mi ilusión de poseer
una granja. No me resultó difícil
imaginármelo todo restaurado. Habría un centro de curación,
un centro de formación, algunas cabañas habitables de
troncos, todo tipo de animales, y además intimidad. Me
agradó que el condado Highland fuera la región menos poblada
del este del Misisipí.
En realidad, los trámites para comprar una granja me los
explicó el anciano granjero que vivía
al final del camino. Pero no me sirvió de mucho, porque a la
mañana siguiente, cuando me senté frente al jefe del Farm
Bureau (Agencia de Propiedades Agrícolas) de Staunton, no
pude evitar contarle todos los diversos planes que tenía
para mi granja, entre ellos un campamento para niños
de ciudad, un zoológico para niños, etcétera.
- Señora —me interrumpió—, lo único que necesito saber es
cuántas cabezas de ganado tiene, cuántas ovejas y cuántos
caballos, y la superficie total del terreno.
A la semana siguiente, el 1 de julio de 1983, me convertí en
propietaria de la granja. La llené de vida inmediatamente,
pidiéndole a mis nuevos vecinos que llevaran a su ganado a
pacer en mis campos, y después comencé los trabajos de
reparación y acondicionamiento. Desde San Diego vigilaba y
me mantenía al tanto de los progresos. En la hoja
informativa de octubre escribí: "Ya hemos reparado y pintado
la alquería, techado la parcela donde guardamos enterrados
los tubérculos, construido un anexo al gallinero, y también
tenemos hermosas flores y verduras, con lo cual ya están
llenos la despensa y el cobertizo donde almacenábamos bajo
tierra los tubérculos, listos para alimentar a los
hambrientos participantes de nuestros seminarios."
En la primavera de 1984 ya se veían otras señales de
renovación. Elegí un lugar, junto a un
grupo de elevados y viejos robles, para construir la cabaña
de troncos que sería mi residencia. Después nacieron los
primeros corderitos, un par de gemelos y luego otros tres,
todos negros, que por fin convirtieron la propiedad en mi
verdadera granja.
Estaba ya avanzada la construcción de los tres edificios
redondos donde pensaba realizar los seminarios, cuando caí
en la cuenta de que necesitaría una oficina para atender los
aspectos organizativos. Antes de que alquilara una en la
ciudad, una noche apareció Salem y me aconsejó que hiciera
una lista de todo lo que precisaba. Dejé volar mi fantasía e
imaginé una simpática cabaña
de troncos, con un hogar, un riachuelo con truchas al lado,
mucho terreno alrededor y después, ya puesta a soñar, añadí
una pista de aterrizaje a la lista; el aeropuerto estaba muy
lejos así que, ¿por qué no?
Al día siguiente, la empleada de Correos, que sabía que
deseaba una oficina, me habló de una
preciosa cabaña que estaba a cinco minutos de su casa.
Estaba situada junto a un río, me dijo, y tenía un hogar de
piedra. A mí me pareció perfecta.
- Hay un solo problema —añadió, en tono pesaroso Pero no
quiso decírmelo. Me pidió que
fuera a ver primero la cabana. Yo me negué, rogándole que me
dijera cuál era ese tremendo inconveniente. Por fin lo
logré.
- Hay una pista de aterrizaje en la parte de atrás —me dijo.
No sólo me quedé con la boca abierta, también compré la
bendita cabaña.
Ese verano, justo al año de haber adquirido la granja, me
despedí de Escondido y me trasladé
a Head Waters de Virginia, el 1 de julio de 1984. Mi hijo
Kenneth condujo mi viejo Mustang hasta el otro lado del
país. De los quince miembros del personal de Shanti Nilaya,
catorce me siguieron hasta
allí para continuar nuestro importante trabajo. La mayoría
se marcharía al año siguiente, porque no
se acostumbraron o no les gustaba ese estilo de vida más
campestre. Mi intención era poner en marcha el trabajo
terminando primero el centro de curación, pero mis guías me
aconsejaron que comenzara por construir mi casa.
Yo no entendí el porqué de ese consejo hasta que llegó un
pequeño ejército de voluntarios, en respuesta a la petición
de ayuda que apareció en nuestra hoja informativa; llegaron
equipados de herramientas, entusiasmo y también de
necesidades especiales. Por ejemplo, entre cuarenta personas
habría al menos treinta y cinco dietas diferentes. Uno de
ellos no probaba los productos lácteos, otro era
macrobiótico, otro no tomaba azúcar, algunos no podían comer
pollo, otros sólo comían pescado. Di gracias a Dios por la
advertencia de mis guías. Si no hubiera tenido la intimidad
de mi casa por la noche, me habría vuelto loca. Necesité
cinco años para aprender a servir sólo dos tipos de comida:
un plato de carne y un plato vegetariano.
Poco a poco se fue rehabilitando la granja. Compré tractores
y enfardadoras. Se araron,
abonaron y sembraron los campos, se cavaron pozos.
Lógicamente, lo único que volaba era el dinero. Fueron
necesarios ocho años para ponerme al día, y eso sólo gracias
a la venta de ovejas, vacas y madera. Pero las ventajas de
vivir cerca de la tierra superaban con mucho los gastos.
La víspera del Día de Acción de Gracias estaba poniendo
clavos junto con el capataz del
equipo de construcción cuando tuve el presentimiento de que
iba a ocurrir algo muy especial, algo bueno. No le permití
marcharse a casa y lo mantuve despierto sirviéndole café y
chocolates suizos.
El hombre pensó que estaba loca. De todos modos le prometí
que valdría la pena. Y sí, esa noche,
ya tarde, cuando estábamos sentados conversando, un cálido
resplandor inundó la sala. El trabajador me miró como
preguntando "¿Qué pasa?".
- Espere —le dije.
Poco a poco se fue formando una imagen en la pared de
enfrente. Inmediatamente quedó claro que era la imagen de
Jesús. Nos dio su bendición y desapareció. Volvió a aparecer
y desaparecer; luego regresó una vez más y me pidió que a mi
granja le pusiera el nombre "Healing Waters Farm"
(Granja de las Aguas Sanadoras).
- Es un nuevo comienzo, Isabel —me dijo. Mi testigo me miró,
incrédulo.
- La vida está llena de sorpresas —le dije.
Por la mañana salimos al aire fresco de la mañana y vimos
que había caído una ligera nevada,
y la blanca capa cubría los campos, colinas y casas. Sí que
parecía un nuevo comienzo.
El traslado a Healing Waters me revitalizó, dándome un
sentido de misión, aunque no tenía idea de cuál podía ser
esa misión, aparte de establecerme allí. Eso era suficiente
para comenzar. Un día, cuando acababa de encender las luces
al regresar de un viaje, llamó a la puerta una vecina,
Paulina, una mujer buenísima, achacosa y mermada por la
diabetes, el lupus y la artritis. No me sentí verdaderamente
en casa hasta escuchar su agradable voz diciéndome:
- Hola, Elisabeth, bienvenida. ¿Te importaría que te trajera
algo?
A los pocos minutos volvió con un pastel de manzanas casero.
Cerca de casa vivían dos hermanos que me dijeron que con
mucho gusto harían cualquier trabajo que les diera.
Encontré tanta sinceridad entre aquella gente que padecía
tantas penurias en esa región pobre del país, personas con
las que me identificaba, que eran ciertamente más reales que
aquellas falsas que conocí en el sur de California, y me
adapté a esas mismas largas jornadas, que incluían
músculos doloridos y recompensas arduamente ganadas.
Y así podría haber continuado si no hubiera sido por la
condenada eficiencia del servicio de Correos de Estados
Unidos. ¿Eficiencia? Sí. Tal vez yo sería la primera persona
que se quejara de ella.
Pero cuando llegué, la oficina de Correos, de una sola sala,
sólo se abría un día a la semana.
Le dije a la encantadora mujer que la llevaba que tal vez
tendría que abrirla más a menudo porque mi
correspondencia ascendía a un total de 20.000 cartas al mes.
- Bueno, ya veremos cómo va —me contestó.
Al mes ya abría los cinco días laborales, y las cartas se
repartían con absoluta exactitud.
Esa primavera abrí una carta que influyó en mi vida más que
ninguna otra. Escrita en media hoja de papel, y con
conmovedora sencillez, decía:
Querida doctora Ross:
Tengo un hijo de tres años que tiene el sida. Ya no puedo
cuidar de él. Come y bebe muy poco.
¿Cuánto cobraría por atenderle?
Continuarían llegando cartas similares. Ninguna historia
ilustra mejor la trágica frustración de
las enfermas de sida que la de una mujer de Dawn Place,
Florida. Estaba en los últimos y dolorosos
meses de su vida, buscando desesperadamente alguna
organización que accediera a cuidar de su hija, que también
estaba infectada por la enfermedad. Más de setenta
organismos la rechazaron, y murió sin saber quién cuidaría
de su hija después de su muerte. Recibí otra carta de una
madre de Indiana que me pedía que me ocupara de su bebé
infectado por el sida. "Nadie quiere tocarlo", decía.
Aunque me costó creerlo, mi indignación creció aún más
cuando supe de un bebé de Boston infectado por el sida al
que habían dejado abandonado en una caja de zapatos para que
muriera.
Después de llevarlo a un hospital, lo pusieron en una cuna
que para él sería lo que una jaula para un animal del
zoológico. El personal del hospital le daba palmaditas y
pellizcos diariamente,
pero eso era todo lo que recibía. Jamás creó lazos afectivos
con nadie. Jamás recibía un abrazo, ni
era mecido en brazos ni se sentó en la falda de nadie. A los
dos años el niño no sabía caminar, ni siquiera gatear, ni
hablar. ¡Qué crueldad!
Trabajé febrilmente hasta que encontré a una pareja
maravillosa que accedió con cariño a adoptar al niño. Pero
cuando llegaron al hospital, no les permitieron verlo. Los
administradores explicaron la negativa diciendo que estaba
enfermo. Bueno, claro que estaba enfermo, ¡tenía el sida!
Al final lo secuestramos y llegamos a un acuerdo con el
hospital, después de amenazar con llevar el asunto a los
medios de comunicación. Actualmente el niño está feliz
esperando convertirse en adolescente.
Desde entonces comencé a tener pesadillas en las que veía a
bebés muriendo de sida sin que nadie les proporcionara
cuidados y cariño. Sólo se acabaron estas pesadillas cuando
presté oídos a
la sonora voz de mi corazón, que me ordenaba establecer en
la granja un hogar para bebés con sida. Eso no entraba en
los planes que había forjado para la granja, pero sabía que
no debía discutir con
el destino. Poco tiempo después ya me imaginaba una especie
de paraíso estilo arca de Noé, un lugar donde los niños
podrían jugar y saltar libremente entre caballos, vacas,
ovejas, pavos y llamas.
Pero las cosas resultaron de modo muy diferente. El 2 de
junio de 1985, cuando estaba dando una charla a alumnos del
último curso del instituto Mary Baldwin de Staunton, comenté
de paso mi
proyecto de adoptar a veinte bebés infectados por el sida y
criarlos en las dos hectáreas que tenía
destinadas para construir el hogar. Los alumnos aplaudieron,
pero mis comentarios fueron transmitidos después por la
televisión local y aparecieron en los periódicos, provocando
una indignada protesta entre los residentes del condado,
quienes, movidos por el miedo y la ignorancia, muy pronto me
consideraron una especie de Anticristo que deseaba llevar
esa mortífera enfermedad
a sus hogares.
Al principio yo estaba demasiado ocupada para enterarme de
la tempestad que se estaba preparando a mi alrededor.
Anteriormente había ido a visitar un maravilloso hogar para
moribundos
de San Francisco, donde los enfermos de sida recibían
compasiva atención y apoyo. Eso me llevó a pensar en los
enfermos de sida que estaban en las cárceles, donde había
mucho abuso sexual y
ciertamente no existía ningún tipo de sistema de apoyo
organizado. Llamé a la cárcel de Washington
D.C. para alertar a los funcionarios sobre esta epidemia,
que se estaba propagando como un reguero
de pólvora, e instarlos a prepararse. Se rieron de mi
inquietud.
- No tenemos a ningún enfermo de sida en la cárcel —me dijo
el funcionario.
- Tal vez ustedes no lo sepan todavía —insistí—, pero estoy
segura de que tienen a muchos.
- No, no, tiene razón —contestó—. Teníamos a cuatro, pero
fueron puestos en libertad. Todos los demás ya han salido.
Continué haciendo llamadas hasta que pude hablar con alguien
que movió resortes y me consiguió comunicación con la cárcel
de Vacaville, de California. Me dijeron que no tenían idea
de cómo tratar a los enfermos de sida, de modo que si me
interesaba verificar el problema, que por supuesto lo
hiciera. A las veinticuatro horas ya estaba en el avión
rumbo al oeste.
Las cosas que vi en la cárcel confirmaron mis peores
temores. Eran ocho los presos que
estaban muriendo de sida. Las condiciones en que vivían eran
deplorables, cada uno aislado en una celda, donde carecían
de las atenciones mínimas. Sólo dos de ellos eran capaces de
levantarse y caminar un poco por la celda, los demás estaban
tan débiles que ni siquiera podían levantarse de la cama. No
tenían orinal ni urinario portátil, de modo que se veían
obligados a orinar en las tazas para beber y a vaciarlas por
la ventana.
Y había cosas aún peores. Un hombre que tenía el cuerpo
lleno de las lesiones púrpura del sarcoma de Kaposi rogaba
que le administraran radioterapia. Otro convicto tenía la
boca tan cubierta por infecciones de hongos que le costaba
muchísimo tragar, y vi las arcadas que le acometieron cuando
el guardia le llevó el almuerzo: empanadillas de corteza
dura acompañadas por salsa picante. "Supongo que tratan de
mostrarse sádicos", pensé horrorizada.
El galeno de la cárcel era un médico rural retirado. Mis
preguntas lo obligaron a reconocer que sus conocimientos
sobre el sida no estaban al día, pero no ofreció ninguna
disculpa.
Hice públicas las horrorosas condiciones que vi en la cárcel
en entrevistas y en mi libro AIDS:
The Ultímate Challenge (El sida: el reto definitivo). De mis
proyectos, éste fue uno de los que tuvieron más éxito. En
diciembre de 1986, dos de mis mejores socios de California,
Bob Alexander y Nancy Jaicks, comenzaron a hacer visitas
semanales de apoyo a los convictos enfermos de sida de la
cárcel de Vacaville. Sus trabajos impulsarían al
Departamento de Justicia de Estados Unidos para investigar
las condiciones en que vivían los convictos enfermos de sida
en todas las cárceles del país. "Se ha logrado un comienzo",
me escribió con optimismo Bob en agosto de 1987.
Eso era todo lo que necesitábamos. Cuando volví a la cárcel
de Vacaville, diez años después
de mi primera visita, comprobé que lo que antes había sido
una situación tan inhumana había cambiado totalmente; estaba
convertido en un hogar para enfermos de sida moribundos.
Habían formado a delincuentes para que trabajaran de
ayudantes. También servían comida adecuada, había atención
médica, música agradable, orientación emocional y física, y
sacerdotes, pastores y rabinos dispuestos a acudir allí a
cualquier hora del día o la noche.
Nunca en mi vida
me había sentido tan conmovida.
Y con buenos motivos. Incluso en el triste ambiente de la
cárcel, el trágico sufrimiento de los pacientes de sida
había generado actos de compasión y cuidados.
Ésa era una importante lección para cualquiera que dudara
del poder del amor para cambiar el estado de cosas.