Me habían prestado colaboración, pero ahora necesitaba
ayuda. Había encontrado una prueba
de que la vida continúa después de la muerte. También tenía
fotos de hadas y guías. Me habían
mostrado trozos de un mundo nuevo e inexplorado.
Me sentía como el
explorador que está cerca del final de su viaje. Había
tierra a la vista, pero no podía llegar allí sola. Hablé con
personas de mi círculo de conocidos, cada vez más amplio,
diciéndoles que necesitaba alguien a quien acudir, alguien
que supiera más.
En seguida se pusieron en contacto conmigo muchos
"iluminados" que me propusieron todo tipo de medios para
hablar con los muertos y viajar a planos superiores de
conciencia. Pero yo no me entendía con ese tipo de personas.
En 1976 me llamaron Jay y Martha B., una pareja de San
Diego,
y me prometieron presentarme a entidades espirituales.
"Va a poder
hablar con ellas. Se les puede hablar y ellas contestan", me
dijeron.
Eso atrajo mi atención. Hablamos unas cuantas veces por
teléfono y esa primavera concerté
una conferencia en San Diego y fui a visitarlos. En el
aeropuerto los tres nos abrazamos como viejos amigos. Jay
B., ex operario de aviación, y su esposa Martha eran más o
menos de mi edad y parecían una pareja corriente de clase
media. Él tenía una calva incipiente, ella era regordeta. Me
llevaron a su casa en Escondido, donde habían organizado
unas sesiones interesantes. Desde que
el año anterior fundaran la Iglesia de la Divinidad habían
reunido un grupo de seguidores de unas cien personas. La
gran atracción era la capacidad de B. para servir de
intermediario (o médium) con
los espíritus. Un intermediario entra en un estado mental
profundo, o trance, para invocar a un
espíritu superior o persona sabia difunta. Las sesiones se
celebraban en una sala pequeña, o "sala oscura", situada
detrás de la casa.
- Lo llamamos "fenómeno de materialización" —me explicó él
entusiasmado—-. Sería largo y difícil contar todas las
lecciones que hemos recibido hasta el momento.
¿Quién podría culparme por sentirme entusiasmada? Mi primer
día allí me reuní con veinticinco personas de todas las
edades y tipos en la sala oscura, un cuarto de techo muy
bajo y sin ventanas.
Todos nos sentamos en sillas plegables. B. me situó en la
primera fila, en un puesto de honor.
Después apagaron las luces y el grupo comenzó a entonar una
melodía suave y rítmica que fue aumentando de volumen hasta
convertirse en un sonoro cántico, que era lo que le daba a
B. la energía necesaria para servir de intermediario a las
entidades.
Pese a mi expectación, me mantuve escéptica, pero cuando el
cántico subió de tono hasta hacerse casi eufórico, B.
desapareció detrás de una pantalla. De pronto, por el lado
derecho apareció una figura de una altura enorme; era como
una especie de sombra aunque, comparada con la señora
Schwartz, tenía más densidad y una presencia más imponente.
- Al final de la velada vais a estar asombrados, pero más
confusos —dijo con voz profunda.
Yo ya lo estaba. Sentada en el borde de la silla, me sentía
cautivada por su hechizo. Era increíble, pero me pregunté si
no me hallaría ante el acontecimiento más importante de mi
vida. Él cantó, saludó al grupo y después se dirigió hacia
mí y se quedó muy cerca, erguido y gigantesco. Todo lo que
hizo y dijo tenía un propósito y un significado. Me llamó
Isabel, lo que al cabo de unos minutos adquiriría más
sentido; después me dijo que tuviera paciencia porque mi
compañero del alma estaba tratando de acudir.
Lógicamente deseé preguntarle de qué compañero del alma se
trataba, pero no logré hablar. Después desapareció. Pasado
un largo rato, se materializó otra figura, totalmente
diferente. Se presentó diciendo que se llamaba Salem. Ni
éste ni el primer espíritu tenían ningún parecido con el
indio que yo había fotografiado. Salem era alto y delgado;
llevaba turbante y una túnica amplia y larga. Todo un
personaje. Cuando avanzó hasta mí, pensé: "Si este tío me
toca me muero." Tan pronto tuve ese pensamiento, Salem
desapareció. Después volvió la primera figura a explicarme
que
mi nerviosismo había hecho que Salem se marchara.
Transcurrieron cinco minutos, los suficientes para que yo
recuperara la calma. Después reapareció Salem, mi supuesto
compañero del alma, delante de mí. Aunque mis pensamientos
lo habían ahuyentado, decidió ponerme a prueba acercándose
hasta tocar las puntas de mis sandalias con los dedos de los
pies. Cuando vio que eso no me asustaba, se acercó un poco
más. Noté que trataba de no atemorizarme, y consiguió no
hacerlo. En cuanto deseé que se apresurara a decir lo que
tenía que decirme, él se presentó oficialmente, me saludó
llamándome "mi querida hermana Isabel", luego me levantó
suavemente de la silla y me condujo a una habitación
totalmente oscura donde quedamos solos.
Salem actuaba de un modo extraño y místico, y al mismo
tiempo su actitud era tranquilizadora y
amistosa. Me advirtió que me iba a llevar en un viaje
especial y me explicó que en otra vida, en la época de
Jesús, yo había sido una maestra sabia y respetada llamada
Isabel. Juntos viajamos hacia una agradable tarde en que yo
estaba sentada en la ladera de una colina escuchando a Jesús
que predicaba a un grupo de gente.
Aunque veía toda la escena, no lograba entender una palabra
de lo que decía Jesús.
- ¿Es que no puede hablar de forma normal? —pregunté.
Tan pronto como dije eso caí en la cuenta de que mis
pacientes moribundos solían
comunicarse así, como Jesús, en un lenguaje simbólico, con
parábolas. Si una está sintonizada puede oírlo; si no, no
entiende.
Percibí cada detalle de lo que sucedió esa noche.
Transcurrida una hora me sentía agobiada y
casi me alegré de que terminara la sesión para poder
asimilar la experiencia. Tenía mucho que asimilar, más de lo
que jamás habría imaginado. En mi conferencia del día
siguiente dejé de lado lo que tenía preparado y conté lo
ocurrido la noche anterior. En lugar de criticarme y decir
que estaba loca, el público se puso en pie para aplaudirme.
Esa noche, la última, puesto que al día siguiente volvería a
mi casa en Chicago, B. me llevó a
mí sola a la sala oscura. Una parte de mí quería verlo
nuevamente para asegurarme de que todo era legal. Esta vez a
B. le llevó más tiempo canalizar el espíritu, pero
finalmente apareció. Cuando estábamos saludándonos, yo pensé
que ojalá mis padres pudieran ver hasta dónde había llegado
en
la vida su hijita. De pronto, Salem comenzó a entonar "Always...
Fll be loving yon..." Nadie excepto Manny sabía que ésa era
la canción favorita de la familia Kübler. "Él lo sabe", me
dijo Salem, refiriéndose a mi padre.
Al día siguiente, ya de vuelta en Chicago, les conté todo
aquello a Manny y los niños. Se quedaron boquiabiertos.
Manny me escuchó sin expresar ninguna crítica; Kenneth
manifestó interés; Barbara, que entonces tenía trece años,
fue la que se mostró más francamente escéptica e incluso
un poquitín asustada. Cualesquiera que fueran sus
reacciones, eran muy comprensibles. Esas cosas
resultaban muy revolucionarias para ellos, y yo no les
oculté nada. Pero tenía la esperanza de que Manny, y tal vez
Kenneth y Barbara, continuaran receptivos y tal vez algún
día conocieran personalmente a Salem.
Durante los meses siguientes volví con frecuencia a
Escondido y conocí a otros espíritus. Un guía muy especial
llamado Mario era un verdadero genio que hablaba con
elocuencia sobre cualquier tema que yo propusiera, ya fuera
geología, historia, física o cristalografía. Pero mi amigo
era Salem. Una noche me dijo: "Ha terminado la luna de
miel." Evidentemente, se refería a que tendríamos
conversaciones más serias, más filosóficas, porque a partir
de entonces hablamos principalmente de temas como las
emociones naturales y no naturales, la crianza y educación
de los hijos y las maneras sanas de expresar la aflicción,
la rabia y el odio. Después yo incorporaría esas teorías a
mis seminarios-talleres.
Pero incorporarlo a mi vida familiar fue otro cantar.
Debería haber sido una época de celebración; yo estaba
haciendo una investigación vanguardista que cambiaría y
mejoraría una cantidad inaudita de vidas. Pero cuanto tías
profundizaba en el tema, más le costaba a mi familia
aceptarlo. Al científico que era Manny le resultaba difícil
aceptar cualquier cosa que tuviera que ver con la vida
después de la muerte. En realidad, teníamos muchas
discusiones al respecto, y él creía que los B. se estaban
aprovechando de mí. Kenneth ya tenía edad suficiente para
aprobar que su madre "hiciera lo suyo", como decía él;
Barbara, en cambio, se sentía agraviada por el tiempo que yo
dedicaba a mi trabajo.
Supongo que yo estaba demasiado absorta en mi tarea para
advertir la tensión que ésta
provocaba en mi familia, hasta que fue demasiado tarde.
Ciertamente mi trabajo producía tensión en
la familia. Yo esperaba que algún día lograría reconciliar
ambos mundos. Ese sueño me parecía posible si lograba
encontrar una granja, idea que todavía me interesaba.
Pero ese sueño se hizo trizas. Una mañana Salem llamó a mi
casa cuando yo ya me había marchado para coger el avión a
Minneápolis. ¡Cuántas veces había deseado conversar con
Salem desde mi casa! Pues llamó, y en lugar de contestar yo
contestó Manny. Eso fue lo peor que pudo
haber ocurrido. Mi mando no entendía eso de personas
intermediarias o médiums, aunque yo se lo
había explicado muchas veces. Su mente lógica no le permitía
entenderlo. Ése era el tema de las peores discusiones. Según
él, Salem habló de un modo extraño, disfrazando la voz.
- ¿Cómo puedes creer esas patrañas? —me dijo Manny—. B. te
está engañando.
Me pareció que las cosas se normalizaban cuando construimos
una piscina cubierta en casa. Muchas veces me relajaba
nadando a medianoche al volver de mis charlas. Y nada era
más placentero que nadar contemplando a través de las
ventanas la nieve que se amontonaba fuera. En algunas
ocasiones todos disfrutábamos chapoteando y riendo juntos en
el agua. Pero esas felices risas duraron poco tiempo. Para
el día del padre de 1976, los niños y yo llevamos a Manny a
cenar a
un elegante restaurante italiano. Cuando volvimos a casa nos
quedamos charlando en el aparcamiento, y él explicó por qué
la cena había sido tan tensa. Quería divorciarse.
- Me voy —dijo—, he alquilado un apartamento en Chicago.
Al principio pensé que quería gastarme una broma. Pero él se
marchó en el coche sin siquiera abrazar a los niños. Yo no
lograba imaginarnos como una pareja divorciada, un número
más en las estadísticas. Intenté asegurarles a Kenneth y
Barbara que su padre volvería. Me decía que echaría
de menos mi comida, que necesitaría que le lavaran la ropa o
querría invitar a sus amigos del hospital a comer en el
jardín, que estaba lleno de flores. Pero una noche, cuando
abrí la puerta de atrás para que entrara Barbara con una
amiga, de entre los arbustos salió un hombre y me entregó
los papeles de la demanda de divorcio que Manny había
firmado el día anterior en el juzgado.
Manny vino a casa un día en que yo no estaba; celebró una
fiesta. Eso lo descubrí cuando volví, al encontrarme con el
desorden alrededor de la piscina. Esas circunstancias me
aclararon lo que él sentía por mí. Pero decidí no presentar
batalla. Barbara necesitaba una vida hogareña y estable,
alguien que estuviera allí con ella todas las noches, y esa
persona no era yo. Le dije a Manny que podía quedarse con la
casa, cogí algunas cosas indispensables, ropa, libros y ropa
de cama, las metí en cajas y las envié a Escondido. No se me
ocurrió ningún otro lugar adonde ir mientras no supiera qué
iba a hacer con mi vida.
Necesitada de apoyo, volé a San Diego por un día para
consultar con Salem. Él me proporcionó toda la comprensión y
la compasión que tanto necesitaba y la orientación que
esperaba.
- ¿ Qué te parecería tener tu propio centro de curación en
lo alto de alguna montaña de por aquí? preguntó.
- Naturalmente, respondí que me encantaría. —Así será
entonces —dijo.
Hice otro viaje a mi casa diseñada por Frank Lloyd Wright de
Flossmoor, donde dije mis
adioses, trabajé una última vez en mi cocina y llorando
acomodé a Barbara en su cama. Después me trasladé a mi nuevo
hogar, una caravana, en Escondido. Sería difícil comenzar de
nuevo a los cincuenta años, incluso para una persona como yo
que tenía las respuestas a los grandes interrogantes de la
vida. Mi caravana era demasiado pequeña para contener mis
libros o siquiera un sillón cómodo. Pocos amigos se
presentaron a ayudarme. Me sentí sola, aislada y abandonada.
Poco a poco el buen tiempo resultó ser mi salvación, ya que
me hizo salir al saludable aire libre.
Me dediqué a hacer una huerta y daba largos paseos
contemplativos por el bosque de eucaliptos. La amistad de
los B. aliviaba mi soledad y me estimulaba a mirar hacia el
futuro. Pasados uno o dos meses comencé a recobrar el
dinamismo. Compré una preciosa casita provista de un soleado
porche con vistas a una hermosa pradera, con mucho espacio
para mis libros y una colina que cubrí de flores silvestres.
Habiendo recobrado las ganas de trabajar, comencé a hacer
planes para crear mi propio centro
de curación. Cuando el proyecto comenzó a materializarse,
traté de encontrarle sentido a ese
extraño giro de los acontecimientos que había puesto fin a
mi matrimonio y me había llevado al otro lado del país,
donde estaba a punto de embarcarme en la empresa más osada
de mi vida. No logré comprenderlo. Sin embargo, rne recordé
a mí misma que la casualidad no existe. Ya me sentía mejor
y podía volver a ayudar a otras personas.
Gracias a las indicaciones de Salem encontré el lugar
perfecto para construir el centro: dieciséis hectáreas en
las laderas junto al lago Wohlfert con una preciosa vista.
Cuando estaba visitando la propiedad una mariposa monarca se
me posó en el brazo; considerándolo una señal para que no
continuara buscando, exclamé: "Éste es el lugar idóneo para
construir." Pero no iba a ser fácil, cosa que descubrí
cuando solicité un préstamo. Dado que Manny había manejado
siempre todo nuestro dinero, ante los bancos yo no tenía
solvencia que garantizara un crédito. Aunque mis charlas me
proporcionaban buenos ingresos, nadie quiso concederme un
préstamo. Esa estupidez casi me impulsó a militar en el
movimiento feminista.
Pero mi tozudez y falta de sentido comercial ganaron la
partida. A cambio de la casa de Flossmoor, de todos los
muebles y de que yo pagara 250 dólares mensuales para
contribuir al mantenimiento de Barbara, Manny accedió a
adquirir el centro por 250.000 dólares y a alquilármelo.
Pronto empecé a dirigir seminarios mensuales de una semana
para estudiantes de medicina y enfermería, enfermos
terminales y sus familiares; el objetivo era ayudarlos a
hacer frente a la vida, la muerte y la transición entre
ambas de una manera más sana y sincera.
Tenía una larga lista de espera para los
seminarios-talleres, en cada uno de los cuales había cabida
para cuarenta personas. Deseosa de sanar a las personas en
todos los aspectos de la vida,
les pedí a mis más íntimos confidentes y defensores, los B.,
que aportaran sus ideas al proyecto. Aunque ellos no habían
hecho ninguna aportación financiera, los trataba como a
socios. Mart-ha supervisaba las clases de psicodrama, y
demostró tener verdadero talento para inventar ejercicios
destinados a que los asistentes expresaran la rabia y el
miedo reprimidos, fruto de vivencias
anteriores. Pero las sesiones de mediación con los espíritus
dirigidas por su marido continuaron siendo las más
impresionantes.
Éste tenía una enorme capacidad mediadora y un carisma
natural. El núcleo principal de
seguidores de su iglesia continuó apoyándole de un modo
incondicional. Pero como cada vez asistía
a las sesiones un mayor número de personas ajenas al grupo,
en ocasiones B. tenía que rechazar la acusación de que su
mediación era un truco. El respondía a esas insinuaciones
haciendo una sena advertencia: si alguien encendía las luces
mientras él estaba en trance, podía hacer daño a los
espíritus, y muy posiblemente a él mismo. Sin embargo, una
vez, cuando estaba convocando a una entidad llamada Wi-llie,
una mujer encendió las luces. La visión fue inolvidable: B.
estaba totalmente desnudo.
Todos los presentes pensaron aterrados que quizás el
bienestar de Wilhe corría peligro, sin embargo B. siguió en
trance y sólo después les explicó que la desnudez era su
método para que los espíritus se materializaran a través de
él; no había nada de qué preocuparse.
Yo tenía mis dudas respecto a un guía llamado Pedro. No sé
por qué, pero un sexto sentido en
el cual había aprendido a confiar me decía que podría ser un
impostor. Para cerciorarme, la vez siguiente que apareció
ese espíritu le hice preguntas que sólo un genio podía
contestar, cosas que
yo sabía que B. ignoraba. Pedro no sólo las contestó sin
vacilar, sino que además montó en un
caballo de madera que se utilizaba en los talleres de
psicodrama, bromeó diciendo que yo era demasiado alta para
él, desapareció, y pasado un momento volvió con unos 15 cm
más de altura. Me miró y me dijo: "¿Sabes?, sé que dudas de
mí."
Después de eso ya no dudé respecto a la credibilidad de
Pedro. Se mostraba en plena forma
fuera de los seminarios, cuando solamente estaba reunido el
antiguo grupo. En esas sesiones intimaba más con cada
persona y le daba consejos sobre sus problemas personales.
"Lo has tenido difícil, Isabel, pero no tenías otra
alternativa." Con todo y ser de gran ayuda, noté que Pedro
iba adoptando una actitud pesimista. Advirtió que en el
futuro se producirían cambios que dividirían el grupo y
pondrían en cuestión la credibilidad de B. "Cada uno deberá
decidir por sí mismo", explicaba. Después yo comprendería
que se refería a los rumores que corrían sobre cosas
extrañas, a veces sobre abusos sexuales, que ocurrían en la
sala oscura, de los que yo no estaba al corriente. Viajaba
tanto que por lo general los rumores no llegaban a mis
oídos.
En cuanto al futuro, no me preocupaba, puesto que llegaría
me gustara o no, pero me pareció que Pedro me preparaba a mí
más que a nadie para un cambio.
- El libre albedrío es el mayor regalo que recibió el hombre
al nacer en el planeta Tierra —
decía—. En todo momento debemos escoger entre varias
posibilidades, en lo que decimos, hacemos
y pensamos, y todas las elecciones son terriblemente
importantes. Cada una afecta a todas las
formas de vida del planeta.
Aunque yo no entendía las razones que guiaban esas
declaraciones, aprendí a aceptarlas.
Los guías sólo
dan conocimiento; de mí dependía, como de cada uno de los
demás, decidir la manera de utilizarlo. Hasta ese momento,
eso me había beneficiado.
- Gracias, Isabel —me dijo Pedro hincando una rodilla en el
suelo delante de mí—. Gracias por aceptar tu destino.
Me pregunté cuál sería ese destino.