En 1974, durante seis meses estuve trabajando hasta altas
horas de la noche en mi cuarto libro, La muerte: un
amanecer. A juzgar por el título se podría pensar que ya
tenía todas las respuestas sobre la muerte.
Pero el día en
que lo terminé, el 12 de septiembre, falleció mi madre en
la residencia suiza donde había pasado sus cuatro últimos
años.
Entonces me
encontré preguntándole a Dios por qué había convertido en
vegetal a esa mujer que durante ochenta y un años no había
hecho otra cosa que dar amor, cobijo y afecto, y por qué la
había mantenido en ese estado tanto tiempo. Incluso durante
el funeral lo maldije por su crueldad.
Después, por increíble que parezca, cambié de opinión y le
agradecí su generosidad.
Parece cosa
de locos, ¿verdad? A mí también me lo parecía, hasta que
comprendí que la última lección que había tenido que
aprender mi madre era recibir afecto y cuidados, algo para
lo cual jamás estuvo dotada. Desde entonces he alabado a
Dios por enseñarle eso en sólo cuatro años; es decir, podría
haber tardado mucho más tiempo.
Aunque el desenvolvimiento de la vida es cronológico, las
lecciones nos llegan cuando las necesitamos.
Durante la Semana Santa anterior había estado en Hawai
dirigiendo un seminario. La gente me
consideraba una experta en la vida. ¿Y qué pasó? Pues que
acabé aprendiendo una lección importantísima sobre mí misma.
El seminario fue fabuloso, pero yo lo pasé fatal porque
resultó que el hombre que lo organizaba era un tacaño. Nos
reservó habitaciones en un lugar horroroso, se quejaba de
que comíamos demasiado e incluso nos cobró los papeles y
lápices que utilizamos.
De vuelta a casa hice una parada en California. Algunos
amigos fueron a recogerme al aeropuerto y me preguntaron
cómo había ido el seminario. Yo estaba tan molesta que no
supe qué contestar. Con la intención de hacer un chiste, una
amiga me dijo: "Bueno, cuéntanos cómo te fue con los
conejitos de Pascua." Al oír eso me eché a llorar
desconsoladamente. Toda la rabia y frustración que había
reprimido toda esa semana estallaron de pronto. Ese
comportamiento no era propio de mí.
Por la noche, ya en mi habitación, me analicé buscando la
causa de ese estallido. Entonces comprendí que la mención de
los conejitos de Pascua había, desatado el recuerdo de
aquella vez que mi padre me ordenó llevar mi conejito negro
favorito al carnicero. En aquella ocasión yo me negué a
manifestar mis emociones delante de mis padres. Ellos jamás
supieron cuánto me dolió y jamás me permití reconocer, ni
ante mí misma, lo terrible y doloroso que fue.
Pero repentinamente toda la pena, la rabia y la sensación de
injusticia que había reprimido durante casi cuarenta años
brotaron como un torrente. Lloré todas las lágrimas que
debería haber llorado entonces. También comprendí que les
tenía alergia a los hombres tacaños. Cada vez que me
encontraba ante alguno, me ponía tensa, y revivía
inconscientemente la muerte de mi conejito negro.
Finalmente, ese tacaño de Hawai me hizo explotar.
No tiene nada de raro que, una vez exteriorizados mis
sentimientos, me sintiera mucho mejor.
Es imposible vivir plenamente la vida si no nos hemos
liberado de la negatividad, si no hemos concluido los
asuntos pendientes, los conejitos negros.
Pero había otro conejito negro en mi interior, y era mi
necesidad (en mi calidad de una "pizca
de novecientos gramos") de demostrar constantemente que
merecía estar viva. A mis cuarenta y nueve años no era capaz
de aminorar mi ritmo de trabajo. Manny también estaba muy
ocupado forjándose un porvenir. Carecíamos de tiempo para
estar juntos y nuestra relación se resentía. Pensé que el
antídoto perfecto sería comprar una granja en algún sitio
retirado donde pudiera recargar mis baterías, relajarme con
Manny y dar a los niños la oportunidad de disfrutar de la
naturaleza tal como
yo había hecho de niña. Me imaginaba muchas hectáreas de
terreno, árboles, flores y animales.
Aunque Manny no compartía mi entusiasmo, al menos reconocía
que los viajes en coche que hacíamos mirando las granjas nos
daban ocasión para estar juntos.
En nuestra última salida del verano de 1975, encontramos el
sitio perfecto, con campos que
parecían sacados de un libro de fotografías, donde también
había esos túmulos sagrados de los indios. Me encantó. Manny
parecía igualmente entusiasmado, a juzgar por todas las
fotos que tomó
allí con una cámara bastante cara que le había prestado un
amigo. Durante el trayecto hacia un hotel
de Afton, donde yo iba a dirigir un seminario, comentamos lo
mucho que nos había gustado aquella
propiedad. Después de dejarme en el hotel, Manny y los niños
iban a regresar a Chicago en el coche.
Sin embargo, al entrar en la ciudad pasamos junto a una
casita de aspecto insólito, en cuyo porche estaba una mujer
que al vernos corrió hacia nosotros agitando frenéticamente
los brazos. Pensando que necesitaba ayuda, Manny detuvo el
coche. Resultó que la mujer, a la que no conocíamos de nada,
sabía dónde me iba a alojar esa noche y estaba esperando que
pasara por su casa camino del hotel. Me pidió que la
acompañara a su casa.
- Tengo que mostrarle algo muy importante —me dijo.
Por raro que parezca, eso no me extrañó. Ya estaba
acostumbrada a que algunas personas llegaran a extremos
increíbles para hablar conmigo o para hacerme alguna
pregunta muy urgente. Dado que siempre trataba de complacer,
le dije que tenía dos minutos. Ella aceptó y la seguí al
interior de su casa. Me llevó a una acogedora salita de
estar y me señaló una fotografía que tenía sobre una mesa.
- Eso —me dijo—. Mire.
A primera vista, la fotografía era de una flor muy bonita,
pero al mirarla con más atención vi que sobre la flor estaba
posada una diminuta criatura con cuerpo, cara y alas.
Miré a la mujer y ella asintió con la cabeza.
- Es un hada, ¿verdad? —le dije, sintiendo que se me
aceleraba el corazón.
- ¿Qué cree usted?
A veces es mejor dejarse guiar por la intuición que pensar
con la cabeza, y ésa fue una de
aquellas veces. En esos momentos de mi vida estaba receptiva
a todo y a cualquier cosa. A menudo tenía la impresión de
que se levantaba un telón para permitirme entrar en un mundo
que nadie había visto antes. Eso lo probaba. Era uno de esos
grandes momentos decisivos. Lo normal para mí habría sido
pedirle una taza de café y sentarme a hablar con esa mujer
hasta quedar afónica. Pero mi familia me estaba esperando en
el coche. No tenía tiempo para hacer preguntas. Acepté la
foto sin más.
- ¿Quiere una respuesta sincera o una educada? —le pregunté:
- No tiene importancia —contestó—. Con eso ya tengo su
respuesta.
Antes de que me acercara a la puerta me pasó una cámara
Polaroid y me hizo un gesto hacia
la puerta de atrás, que conducía a un jardín muy bien
cuidado. La mujer me dijo que tomara una foto
de cualquiera de las plantas o flores. Para complacerla y
salir pronto de allí, tomé una foto y la saqué
de la cámara. A los pocos segundos apareció otra hada
floral. Una parte de mí estaba asombrada, otra parte se
preguntaba cuál sería el truco, y otra parte le dio las
gracias a la mujer y salió a reunirse con Manny y los niños.
Cuando me preguntaron qué quería la mujer, inventé una
historia. Lamentablemente, cada vez eran más las cosas que
no podía contar a mi familia.
Antes de dejarme en el hotel, Manny me pasó la cámara que le
habían prestado, ya que era preferible que yo la llevara en
el avión a que se la robaran en el motel donde pensaban
pasar esa noche. Me sermoneó sobre la importancia de cuidar
bien esos equipos tan caros, una monserga que
yo había oído tantas veces que ya no me molestaba en
escuchar.
- Prometo no tocarla —le dije a la vez que me la colgaba al
hombro.
Después me reí de lo paradójico que resultaba que le
prometiera no tocarla mientras me la colgaba al hombro.
En cuanto estuve a solas, me puse a pensar en las hadas. Yo
conocía a las hadas por los libros
que había leído cuando niña, y también les hablaba a mis
plantas y flores, pero eso no quería decir que creyera en la
existencia de tales seres. Por otro lado, no podía dejar de
pensar en esa extraña mujer que fotografiaba a las hadas.
Ésa era una prueba palpable y retadora. También lo era el
hecho
de que yo hubiera hecho lo mismo con una Polaroid. Si era un
truco, era uno condenadamente
bueno. Pero no creía yo que fuera una farsa.
Desde la visita de la señora Schwartz, sabía que no hay que
descartar algo simplemente porque no se pueda explicar.
Creía que todos tenemos un guía o ángel guardián que nos
observa y protege. Ya fuera en los campos de batalla de
Polonia, en las barracas de Maidanek o en los pasillos
de los hospitales, muchas veces me había sentido guiada por
algo más poderoso que yo. Y ahora
¿hadas?
Si una persona está preparada para tener experiencias
místicas, las tiene. Si está receptiva, va
a tener sus encuentros espirituales.
Nadie podría haber estado más receptiva que yo cuando volví
a mi habitación del hotel. Cogí la cámara que pertenecía al
amigo de Manny (el fruto prohibido, ya que había prometido
no tocarla) y me fui hasta una pradera a la orilla de un
bosque. Encontré un lugar despejado y me senté en un
montículo. El lugar me recordó el escondite secreto que
tenía detrás de mi casa en Meiden. Quedaban tres fotos en el
carrete de la cámara. Tres fotos. Para la primera enfoqué la
pradera con la elevada colina cubierta de árboles al fondo.
Antes de tomar la segunda instantánea grité, a guisa de
desafío: "Si tengo un guía y me estás escuchando, hazte
visible en la siguiente foto." Apreté el botón.
La última foto no la aproveché.
De vuelta en el hotel, guardé la cámara en la maleta y
olvidé el experimento. Pero unas tres
semanas después el asunto de la cámara volvió a surgir. Yo
regresaba de Nueva York a Chicago y tuve que correr para
tomar el avión, cargada con una bolsa llena de exquisiteces
para mi marido, nacido en Brooklyn: en Kuhns había comprado
una docena de perritos calientes kosher, unos cuantos kilos
de salami kosher y una tarta de queso estilo neoyorquino.
Cuando aterrizamos, todo el avión olía a charcutería de
lujo. Me precipité a casa para darle una sorpresa a Manny,
que no me esperaba tan pronto esa noche, y me puse a
preparar la cena. Manny llamó por teléfono para hablar con
uno de los niños, pero en lugar de mostrarse contento cuando
contesté yo, me dijo enfadado:
- Bueno, lo has vuelto a hacer.
- ¿He vuelto a hacer qué? —No tenía idea de a qué se
refería.
- La cámara.
- ¿Qué cámara?
Enfadado me explicó que era la carísima cámara que le habían
prestado y que él confiara a mi cuidado en Virginia.
- Seguro que la utilizaste. Mandé a revelar las fotos, y una
de las últimas salió con doble
exposición. Seguro que el maldito aparato está estropeado.
De súbito recordé mi experimento. Sin hacer caso de su
enfado le supliqué que volviera a toda prisa a casa. Nada
más entró por la puerta le pedí las fotos, como una niña
impaciente.
Si no hubiera visto las fotos con mis propios ojos, jamás
habría creído lo que aparecía en ellas.
En la primera salía la pradera con la colina y el bosque al
fondo. La segunda mostraba la misma escena, pero en el
bosque del fondo estaba sobrepuesto un indio musculoso de
aspecto estoico con
los brazos cruzados sobre el pecho. En el momento en que
tomé la foto estaba mirando a la cámara con expresión muy
seria. Nada de bromas.
Me sentí eufórica, el corazón me brincaba en el pecho. Esas
fotos las guardaría como un tesoro toda mi vida. Eran
pruebas fehacientes. Lamentablemente en 1994 el incendio de
mi casa las
destruyó junto con todas mis otras fotos, diarios, revistas
y libros. Pero en esos momentos las contemplé maravillada.
- O sea que es cierto —murmuré.
Dispuesto a regañarme de nuevo, Manny me preguntó qué había
dicho.
- ¿Ah? Nada.
Era una pena que no confiara bastante en mi marido para
transmitirle toda mi emoción y entusiasmo, pero él no habría
tolerado que le hiciera perder el tiempo de esa manera. Ya
le costaba aceptar mis estudios sobre la vida después de la
muerte. ¿Y encima hadas?
Bueno, ya estaban
lejanas la época de la facultad y las largas y arduas
jornadas como residentes en las que nos apoyábamos
mutuamente. Manny tenía cincuenta años y padecía del
corazón, y lo que le interesaba era instalarse y poseer
muchas cosas. Yo, en muchos sentidos estaba comenzando.
Eso sería un problema.