Después de esa experiencia fuera del cuerpo me dirigí a la
biblioteca, donde encontré un libro sobre el tema, escrito
por Robert Monroe, el famoso investigador.
Pronto me dispuse
a viajar de nuevo, esta vez a la granja de Monroe en
Virginia, donde se ha construido un laboratorio. Durante
años, para hacer experimentos con la mente se utilizaron
drogas, y yo estaba en contra de eso.
Imagínense
entonces mi entusiasmo cuando vi el moderno laboratorio de
Monroe, con equipo y monitores electrónicos, todos esos
adelantos que de inmediato me inspiraron confianza.
Mi objetivo al ir allí era tener otra experiencia fuera del
cuerpo. Con este fin, entré en una cabina a prueba de
sonidos, me eché en un colchón de agua y me vendaron los
ojos, dejándome a oscuras.
Después un
asistente me puso un par de audífonos. Para inducir la
experiencia, Monroe había inventado un método de
estimulación cerebral mediante vibraciones artificiales.
Estas vibraciones inducían al cerebro a entrar en un estado
meditativo, y después a elevarse más allá, es decir, al
destino que yo buscaba.
Mi primera prueba fue un tanto decepcionante. El supervisor
del laboratorio puso en marcha la máquina. Oí unos pitidos
uniformes por los audífonos. Las vibraciones rítmicas
comenzaron lentas y fueron acelerándose rápidamente hasta
convertirse en un solo sonido agudo e indefinible que muy
pronto me indujo un estado mental parecido al sueño. Al
parecer el proceso había sido demasiado rápido, según el
supervisor, que a los pocos momentos me hizo despabilar para
preguntarme si me encontraba bien.
- ¿Por qué lo ha interrumpido? —le pregunté, perturbada—. Me
parecía que estaba
comenzando.
Más tarde, ese mismo día, aunque sentía molestias debido a
una obstrucción intestinal que tenía desde hacía varias
semanas, me tumbé en el colchón de agua para un segundo
intento. Puesto que los científicos somos gente precavida
por naturaleza, esta vez decidí tomar un poco el mando.
Estipulé que pusieran la máquina a toda velocidad.
- Nadie ha viajado nunca tan rápido —me advirtió el
supervisor.
- Bueno, yo lo quiero así —insistí.
En realidad, esta segunda vez tuve la experiencia que
deseaba. Es difícil explicarla, pero el pitido me despejó al
instante la mente de todo pensamiento y me llevó al
interior, como si yo fuera la masa de un agujero negro que
desaparece. Entonces escuché un silbido increíble, similar
al que hace un fuerte viento al soplar. De repente me sentí
como arrastrada por un tornado. En ese momento salí volando
de mi cuerpo.
¿Adonde? ¿Adonde fui? Eso es lo que pregunta todo el mundo.
Aunque mi cuerpo estaba inmóvil, mi cerebro me llevó a otra
dimensión de la existencia, a otro universo. La parte física
del ser
ya no tiene nada que hacer allí. Como el espíritu que
abandona el cuerpo después de la muerte, como la mariposa
que sale de su capullo, mi conciencia estaba constituida por
energía psíquica, no
por mi cuerpo físico.
Después, los científicos que estaban en la sala me pidieron
que describiera mi experiencia. Aunque me habría gustado
explicar detalles, que sabía eran extraordinarios, no lo
logré.
Aparte de decirles que de pronto casi me había desaparecido
la obstrucción intestinal, que un
disco desplazado en las cervicales se me había colocado en
su sitio y que me sentía bien, pues no estaba mareada,
cansada ni nada, sólo pude comunicarles que no sabía dónde
había estado.
Esa tarde, presa de una extraña sensación y creyendo que tal
vez se me habría ido la mano, volví al pabellón de invitados
del rancho de Monroe, una cabana aislada llamada la "Casa
del Buho".
En cuanto entré, sentí una energía extraña que me convenció
de que no estaba sola. Dado que la vivienda estaba aislada y
no tenía teléfono, pensé en volver a la casa principal para
pasar la noche, o
ir a un motel. Pero como creo que no existen las
coincidencias, comprendí que me habían puesto allí
sola por algún motivo. Me quedé.
A pesar de todos los esfuerzos que hice para permanecer
despierta, no tardé en quedarme dormida, y entonces fue
cuando comenzaron las pesadillas. Éstas fueron como pasar
por mil muertes; me torturaron físicamente. Casi no podía
respirar; el dolor y la angustia eran tan agobiantes que ni
siquiera tenía fuerzas para gritar o pedir auxilio, aunque
nadie me habría oído en todo caso. Durante las horas que
duró esto, observé que cada vez que acababa una muerte
comenzaba en seguida otra, sin darme opción a cobrar
aliento, recuperarme, gritar o prepararme para la siguiente.
Mil veces.
Lo entendí claramente. Estaba reviviendo la agonía de todos
los pacientes a los que había atendido hasta ese momento,
reexperimentando la angustia, la aflicción, el miedo, el
sufrimiento, la tristeza, el duelo, la sangre, las
lágrimas... todo aquello por lo que habían pasado ellos. Si
alguien había muerto de cáncer sentía ese terrible dolor, si
alguien había sufrido un infarto, padecía también sus
efectos.
Se me concedieron tres respiros. La primera vez pedí el
hombro de un hombre para apoyar la
cabeza (siempre me había gustado quedarme dormida sobre el
hombro de Manny). Pero en el instante en que expresé esa
necesidad, una ronca voz masculina respondió: "¡No se te
concede!" Esa negativa, expresada en tono tan firme,
decidido y sin emoción, no me dio tiempo para hacer otra
pregunta. Me habría gustado preguntar "¿Por qué?"; después
de todo yo había puesto mi hombro para que se apoyaran en él
muchos moribundos. Pero no hubo tiempo, energía ni lugar
para hacerla.
El dolor, que me atenazaba como una larga contracción de
parto, se agudizó hasta un extremo
tal que sencillamente deseé morir. Pero no tuve esa suerte.
Ignoro cuánto tiempo pasó hasta que me
concedieron un segundo respiro. Entonces pregunté:
- ¿Puedo coger la mano de alguien?
Deliberadamente no especifiqué si de hombre o de mujer; no
había tiempo para ser tan
exigente. Sólo deseaba una mano a la cual cogerme. Pero esa
misma voz firme y sin emoción rechazó mi petición:
- ¡No se te concede!
No tenía idea de si habría un tercer respiro, pero cuando
llegó, y tratando de ser lista, inspiré
hondo y me dispuse a pedir que me mostraran la yema de un
dedo. ¿Para qué? Bueno, aunque uno
no puede cogerse de la yema de un dedo, al menos eso
demuestra la presencia de otro ser humano. Pero antes de
expresar esa última petición, me dije: "¡Demonios, no! Si no
consigo una simple mano para cogerme, no quiero la yema de
un dedo tampoco. Prefiero continuar sin ayuda, sola."
Furiosa y resentida, haciendo acopio de toda la rebeldía de
mi voluntad, me dije: "Si son tan tacaños que ni siquiera me
dan una mano para cogerme, entonces estaré mejor sola. Por
lo menos tendré mi estima y mi dignidad."
Ésa fue la lección. Tenía que experimentar todo el horror de
mil muertes para reafirmar la dicha que vino después.
Repentinamente, pasar por esa terrible prueba se convirtió
en cuestión de fe, como ocurre con
la vida misma.
Fe en Dios, fe en que jamás El enviaría a nadie algo que no
fuera capaz de soportar.
Fe en mí misma, fe en que sería capaz de soportar cualquier
cosa que Dios me enviara, que
por doloroso y angustioso que fuera, yo sería capaz de pasar
por ello.
Tuve la pasmosa sensación de que alguien estaba esperando
que dijera algo, que dijera "Sí". Entonces comprendí que lo
único que se me pedía, era que dijera "Sí" a eso.
Mis pensamientos volaban. ¿A qué tenía que decir sí? ¿A más
angustia? ¿A más dolor? ¿A
más sufrimiento sin asistencia?
Fuera lo que fuese, nada podía ser peor que lo que ya había
soportado; y continuaba allí, viva,
¿verdad? ¿Otras cien muertes? ¿Otras mil?
Importaba poco. Tarde o temprano eso acabaría. Además, el
dolor ya era tan intenso que no lo sentía. Estaba más allá
del dolor.
—;Sí! —grité- ¡Sí!
Al instante todo se quedó inmóvil y todo el dolor, angustia
y ahogo desaparecieron. Casi totalmente despierta, vi que
fuera estaba oscuro. Hice una respiración profunda, la
primera completa durante un período de tiempo imposible de
precisar, y una vez más miré la noche oscura a través de
la ventana. Acostada de espaldas, me relajé, inspiré de
nuevo, y entonces comencé a notar algunas
cosas peculiares. Lo primero que observé fue que mi abdomen,
muy bien delineado pero independiente de los músculos,
empezaba a vibrar a una velocidad cada vez más vertiginosa,
lo que me indujo a exclamar: "¡Esto no puede ser!"
Pero era, y cuanto más observaba mi cuerpo echado en la
cama, más me sorprendía. Cualquier parte del cuerpo que me
mirara empezaba a vibrar a esa misma y fantástica velocidad.
Las vibraciones lo descomponían todo hasta su estructura más
básica, de modo que al mirar cada parte, mis ojos se
deleitaban contemplando los miles de millones de moléculas
danzantes.
En ese momento comprendí que había salido de mi cuerpo
físico y estaba convertida en energía. De pronto vi ante mí
muchísimas flores de loto de una belleza increíble. Esas
flores se fueron abriendo lentamente, sus colores cada vez
más vivos y preciosos, convirtiéndose poco a poco
en una sola y enorme flor. Detrás de la flor vi una luz cuya
claridad superaba cualquier otra claridad,
y que era totalmente etérea; era la misma luz que todos mis
pacientes decían haber visto.
Sabía que tenía que pasar por esa flor y fundirme con la
luz; esa luz maravillosa me atraía con una fuerza magnética,
produciéndome la sensación de que mi fusión con ella sería
el fin de un viaje largo y difícil. Sin ninguna prisa, y
gracias a mi curiosidad, me solacé en la paz, belleza y
serenidad del mundo vibrante. Lo sorprendente es que todavía
tenía conciencia de estar en la
Casa del Buho, lejos de toda comunicación con otros seres
humanos, y todo aquello donde se posaban mis ojos vibraba,
las paredes, el techo de la habitación, las ventanas, los
árboles del extenor.
Mi visión se expandió, abarcando kilómetros y kilómetros,
permitiéndome verlo todo, desde un
tallo de hierba a una puerta de madera, en su estructura
molecular natural, en sus vibraciones. Con inmensa
reverencia y respeto observé que todo tiene vida, divinidad.
Mientras tanto, continuaba avanzando por la flor en
dirección a la luz. Finalmente me fusioné con ella, me hice
una con el calor y
el amor. Un millón de orgasmos eternos no bastan para
describir la sensación de amor, de bienestar
y cariñosa acogida que experimenté. Entonces oí dos voces.
La primera fue la mía, que dijo: "Soy aceptable para Él." La
segunda voz, que venía de otra parte y que para mí fue un
misterio, dijo:
"Shanti Nilaya."
Esa noche, antes de quedarme dormida, supe que despertaría
antes de la salida del sol, me pondría unas sandalias
Birkenstock y una túnica que hacía semanas llevaba en la
maleta pero no me había puesto nunca. Esa túnica, tejida a
mano, la había comprado en el muelle de pescadores de San
Francisco; cuando la vi tuve la impresión de haberla usado
anteriormente, tal vez en otra vida,
así que comprarla fue para mí algo así como recuperarla.
A la mañana siguiente todo ocurrió como lo había imaginado.
Cuando iba por el sendero hacia
la casa de Monroe, continué viendo vibrar todas las cosas en
su estructura molecular, las hojas, las mariposas y las
piedras. Fue la sensación de éxtasis más maravillosa que un
ser humano puede experimentar. Me sentía tan invadida por un
respeto reverencial hacia todo lo que me rodeaba, y de amor
por todo lo que vive que, como cuando Jesús caminó por
encima del agua, caminé por encima
de las piedrecillas del camino tan inmersa en mi estado de
felicidad que les decía: "No debo pisaros,
no debo haceros daño."
Poco a poco, a lo largo de varios días, fue disminuyendo ese
estado de gracia. Me resultó muy
difícil volver a los quehaceres cotidianos y conducir el
coche, cosas que me parecían triviales después de esa
experiencia. Muy pronto me dirían el significado de Shanti
Nilaya y también que toda esa experiencia tenía por
finalidad darme la Conciencia Cósmica, es decir, la
conciencia de la vida que hay en todos los seres vivos.
Hasta ahí, todo bien. ¿Pero qué más? ¿Tendría que pasar por
otra separación dolorosa prácticamente sin ayuda de ningún
ser humano hasta que encontrara mis propias respuestas y un
nuevo comienzo?
Unos meses más tarde viajé al condado Sonoma de California
para dirigir un seminario. Allí
comencé a obtener respuestas. Pero estuve a punto de tomar
una decisión con la que me habría perdido la oportunidad de
comprender. El médico —que había accedido a atender a los
enfermos terminales que asistirían al seminario a cambio de
que yo diera una conferencia en un congreso de Psicología
Transpersonal que él había organizado en Berkeley— canceló
su participación en el último momento. Lógicamente, después
de dar yo sola el fatigoso seminario supuse que ya no tenía
ninguna obligación para con él.
Pero el viernes, cuando se marchó el último de los
participantes en mi seminario, mi amigo me llamó para
decirme que varios cientos de personas se habían apuntado
para asistir a mi conferencia. Durante el trayecto a
Berkeley trató de animarme repitiéndome lo del tremendo
entusiasmo con que esperaban mi charla. Pero la verdad es
que el seminario me había dejado tan agotada que no logró
contagiarme ese entusiasmo, además de que no tenía la menor
idea de qué iba a decirles a esas personas tan cultas y
evolucionadas que asistirían al congreso. Pero cuando me
encontré en la sala ante el público, supe que tenía que
hablar de lo que había experimentado en el rancho de Monroe.
Alguno de los presentes me lo explicaría.
Comencé por decirles que les hablaría de mi evolución
espiritual, advirtiéndoles que necesitaría que me ayudaran
para comprenderlo todo, puesto que muchas cosas superaban mi
capacidad de entendimiento. En tono jocoso les confesé que
no era "una de ellos", es decir, no hacía meditación,
no era californiana ni vegetariana.
- Fumo, bebo café y té, en resumen, soy una persona normal.
—Eso provocó una gran carcajada—. Jamás he tenido un gurú ni
he visitado a un maestro —continué—, y sin embargo he tenido
todas las experiencias místicas que cualquiera podría
desear.
¿Qué quería decir? Que si yo podía tener esas experiencias,
entonces cualquier persona podía tenerlas sin necesidad de
ir al Himalaya a meditar durante años.
Cuando relaté mi primera experiencia "fuera del cuerpo",
toda la sala guardó completo silencio. Terminé la charla de
dos horas con un relato minucioso de las mil muertes y el
posterior renacimiento que experimentara en el rancho de
Monroe. El público, puesto en pie, me ovacionó. Después de
los aplausos, un monje ataviado con una túnica color naranja
se acercó al estrado en actitud reverente y
se ofreció a aclararme algunas de las cosas que había dicho.
En primer lugar, me dijo que aunque yo creía que no sabía
meditar, existen muchas formas de meditación.
- Cuando está sentada junto a enfermos y niños moribundos,
concentrada en ellos durante horas, está en una de las
formas superiores de meditación.
Hubo más aplausos que confirmaban su opinión, pero el monje
no les hizo caso ya que intentaba comunicarme otro mensaje:
- Shanti Nilaya
—dijo, pronunciando lentamente cada hermosa sílaba— son
palabras sánscritas
que significan "el hogar definitivo de paz"; allí es donde
vamos al final de nuestro viaje terrenal cuando regresamos a
Dios.
"Sí —pensé yo, repitiendo las palabras que había oído en la
habitación oscura hacía unos
meses—, Shanti Nilaya."