Estuve en La Rábida hasta 1973 ayudando a niños moribundos a
hacer la transición entre la vida y la muerte. Al mismo
tiempo asumí la responsabilidad de dirigir el Centro de
Servicio Familiar, una clínica de salud mental.
Creía que lo peor
que podrían decir de mí era que intentaba hacer demasiado.
Pero me quedé corta. Un día el administrador jefe de la
clínica me vio tratar a una mujer pobre y después me regañó
por atender a pacientes que no podían pagar.
Eso era como
decirme que no respirara.
Pero yo no estaba dispuesta a abandonar esa práctica. Cuando
a una la contratan, contratan también lo que una representa.
Durante los dos días siguientes discutimos el asunto. Yo
alegaba que
los médicos tenían la obligación de tratar a los pacientes
necesitados al margen de si podían pagar o no, y él decía
que su propio deber consistía en llevar un negocio.
Finalmente,
para llegar a un acuerdo me propuso que atendiera los casos
de personas indigentes en mis ratos libres, por ejemplo
durante la hora que tenía para comer a mediodía, pero a fin
de que él pudiera controlar mi horario, me pidió que
fichara.
- No, gracias. Me marché. Y así, a mis cuarenta y seis años,
de pronto dispuse de tiempo para realizar proyectos nuevos e
interesantes, como mi primer seminario-taller "Vida, muerte
y transición", que fue una semana intensiva de charlas,
entrevistas a moribundos, sesiones de preguntas y respuestas
y ejercicios individuales destinados a ayudar a las personas
del grupo a superar las penas y la rabia acumuladas en sus
vidas, lo que yo llamaba sus asuntos pendientes. Estos
podían consistir en la muerte de un progenitor por el que
nunca hicieron duelo, en abusos sexuales jamás reconocidos o
en otros traumas. Pero una vez expresados esos traumas en un
ambiente en el que se sentían seguras, esas personas
comenzaban el proceso de curación y lograban llevar el tipo
de vida sincera y receptiva que les permitía una buena
muerte.
Muy pronto me hicieron ofertas para realizar esos
seminarios-talleres por todo el mundo.
Cada semana me llegaban a casa alrededor de mil cartas y el
número de llamadas telefónicas era más o menos el mismo. Mi
familia acusaba el creciente peso de las exigencias que nos
imponía
mi popularidad, pero me apoyaban. Mi investigación de la
vida después de la muerte adquirió un impulso imparable.
Durante los primeros años de la década de los setenta, entre
Mwali-mu y yo entrevistamos a unas 20.000 personas que daban
ese perfil, de edades comprendidas entre los 2 y
los 99 años, de culturas tan diversas como la esquimal, la
de los indios norteamericanos, la protestante y la
musulmana. En todos los casos las experiencias referidas
eran tan similares que los relatos tenían que ser ciertos.
Hasta entonces yo nunca había creído que existiera una vida
después de la muerte, pero todos esos casos me convencieron
de que no eran coincidencias ni alucinaciones. Una mujer, a
la que declararon muerta después de un accidente de coche,
dijo que había vuelto después de haber visto a
su marido. Más tarde los médicos le dirían que su marido
había muerto en otro accidente de coche al otro lado de la
ciudad. Un hombre de algo más de treinta años se suicidó
después de perder a su mujer e hijos en un accidente de
coche. Pero cuando estaba muerto, vio que su familia estaba
bien y regresó a la vida.
Los sujetos no sólo nos decían que esas experiencias de
muerte no eran dolorosas sino que explicaban que no querían
volver. Después de ser recibidos por sus seres queridos o
por guías, viajaban a un lugar donde había tanto amor y
consuelo que no deseaban volver; allí tenían que
convencerlos de que regresaran. "No es el momento" era algo
que oían prácticamente todos. Recuerdo a un niño que hizo un
dibujo para poder explicar a su madre lo agradable que había
sido
su experiencia de la muerte. Primero dibujó un castillo de
vivos colores y explicó: "Aquí es donde vive
Dios." Después dibujó una estrella brillante: "Cuando miré
la estrella, me dijo “Bienvenido a casa”."
Esos extraordinarios hallazgos condujeron a la conclusión
científica aún más extraordinaria de que la muerte no existe
en el sentido de su definición tradicional. Pensé que
cualquier definición nueva debía trascender la muerte del
cuerpo físico; debía tomar en cuenta las pruebas que
teníamos
de que el hombre posee también alma y espíritu, un motivo
superior para vivir, una poesía, algo más que la mera
existencia y supervivencia física, algo que continúa.
Los moribundos pasaban por las cinco fases, pero "una vez
que hemos hecho todo el trabajo
que nos ha sido encomendado al enviarnos a la Tierra, se nos
permite desprendernos del cuerpo, que nos aprisiona el alma
como el capullo envuelve a la mariposa, y..." bueno,
entonces la persona tiene la más maravillosa experiencia de
su vida. Sea cual fuere la causa de la muerte, un accidente
de coche o un cáncer (aunque una persona que muere en un
accidente de avión o en un incidente similar, repentino e
inesperado, podría no saber inmediatamente que ha muerto),
en la muerte no hay dolor, miedo, ansiedad ni pena. Sólo se
siente el agrado y la serenidad de una transformación en
mariposa.
Según los relatos de las personas entrevistadas que compilé,
la muerte ocurre en varias fases distintas.
Primera fase: En la primera fase las personas salían
flotando de sus cuerpos. Ya fuera que
hubieran muerto en la mesa del quirófano, en accidente de
coche o por suicidio, todas decían haber estado totalmente
conscientes del escenario donde estaban sus cuerpos. La
persona salía volando como la mariposa que sale de su
capullo, y adoptaba una forma etérea; sabía lo que estaba
ocurriendo, oía las conversaciones de los demás, contaba el
número de médicos que estaban intentando reanimarla, o veía
los esfuerzos del equipo de rescate para sacarla de entre
las partes comprimidas del coche. Un hombre dijo el número
de matrícula del vehículo que chocó contra el suyo y después
huyó. Otros contaban lo que habían dicho los familiares que
estaban reunidos alrededor de sus camas en el momento de la
muerte.
En esta primera fase experimentaban también la salud total;
por ejemplo, una persona que estaba ciega volvía a ver, una
persona paralítica podía moverse alegremente sin dificultad.
Una mujer contó que había disfrutado tanto bailando junto al
techo de la habitación del hospital que se deprimió cuando
tuvo que volver. En realidad, de lo único de que se quejaban
las personas con quienes hablé era de no haber continuado
muertas.
Segunda fase: Las personas que ya habían salido de sus
cuerpos decían haberse encontrado
en un estado después de la muerte que sólo se puede definir
como espíritu y energía. Las consolaba descubrir que ningún
ser humano muere solo. Fuera cual fuese el lugar o la forma
en que habían muerto, eran capaces de ir a cualquier parte a
la velocidad del pensamiento. Algunas, al pensar en lo
apenados que se iban a sentir sus familiares por su muerte,
en un instante se desplazaban al lugar donde estaban éstos,
aunque fuera al otro lado del mundo. Otros recordaban que
mientras los llevaban en ambulancia habían visitado a amigos
en sus lugares de trabajo.
Me pareció que esta fase es la más consoladora para las
personas que lloran la muerte de un ser querido, sobre todo
cuando éste ha tenido una muerte trágica y repentina. Cuando
una persona
se va marchitando poco a poco durante un período largo de
tiempo, enferma de cáncer, por ejemplo, todos, tanto el
enfermo como sus familiares, tienen tiempo para prepararse
para su muerte. Cuando
la persona muere en un accidente de avión no es tan fácil.
La persona que muere está tan confundida como sus
familiares, y en esta fase tiene tiempo para comprender lo
ocurrido. Por
ejemplo, estoy segura de que aquellos que murieron en el
vuelo 800 de la TWA estuvieron junto a
sus familiares en el servicio fúnebre que se celebró en la
playa.
Todas las personas entrevistadas recordaban que en esta fase
se encontraban también con sus ángeles guardianes, o guías,
o compañeros de juego, como los llamaban los niños.
Explicaban que los ángeles eran una especie de guías, que
las consolaban con amor y las llevaban a la presencia de
familiares o amigos muertos anteriormente. Lo recordaban
como momentos de alegre reunión, conversación, puesta al día
y abrazos.
Tercera fase: Guiadas por sus ángeles de la guarda, estas
personas pasaban a la tercera fase,
entrando en lo que por lo general describían como un túnel o
una puerta de paso, aunque también con otras diversas
imágenes, por ejemplo un puente, un paso de montaña, un
hermoso riachuelo, en
fin, lo que a ellas les resultaba más agradable; lo creaban
con su energía psíquica. Al final veían una luz brillante.
Cuando su guía las acercaba más a la luz, veían que ésta
irradiaba un intenso y agradable calor, energía y espíritu,
de una fuerza arrolladura. Allí sentían entusiasmo, paz,
tranquilidad y la expectación de llegar por fin a casa. La
luz, decían, era la fuente última de la energía del
Universo. Algunos la llamaban Dios, otros decían que era
Cristo o Buda. Pero todos estaban de acuerdo en una cosa: se
hallaban envueltos por un amor arrolla-dor, la forma más
pura de amor, el amor incondicional. Después de escuchar a
millares y millares de personas explicar este mismo viaje,
comprendí por qué ninguna quería volver a su cuerpo físico.
Pero estas personas que volvieron decían que esa experiencia
había influido profundamente en sus vidas. Algunas habían
recibido un gran conocimiento, algunas habían vuelto con
advertencias proféticas, otras con nuevas percepciones. Pero
todas habían hecho el mismo descubrimiento: ver la
luz les había hecho comprender que sólo hay una explicación
del sentido de la vida, y ésa es el amor.
Cuarta fase: Según los relatos, en esta fase se encontraban
en presencia de la Fuente Suprema. Algunos la llamaban Dios,
otros decían que simplemente sabían que estaban rodeados por
todo el conocimiento que existe, pasado, presente y futuro,
un conocimiento sin juicios, solamente
amoroso. Aquellos que se materializaban en esta fase ya no
necesitaban su forma etérea, se
convertían en energía espiritual, la forma que adoptan los
seres humanos entre una vida y otra y cuando han completado
su destino. Experimentaban la unicidad, la totalidad o
integración de la existencia.
En ese estado la persona hacía una revisión de su vida, un
proceso en el que veía todos los actos, palabras y
pensamientos de su existencia. Se le hacía comprender los
motivos de todos sus pensamientos, decisiones y actos y veía
de qué modo éstos habían afectado a otras personas, incluso
a desconocidos; veía cómo podría haber sido su vida, toda la
capacidad en potencia que poseía. Se le hacía ver que las
vidas de todas las personas están interrelacionadas,
entrelazadas, que todo pensamiento o acto tiene
repercusiones en todos los demás seres vivos del planeta, a
modo de reacción en cadena.
Mi interpretación fue que esto sería el cielo o el infierno,
o tal vez ambos.
El mayor regalo que hizo Dios al hombre es el libre
albedrío. Pero esta libertad exige responsabilidad, la
responsabilidad de elegir lo correcto, lo mejor, lo más
considerado y respetuoso,
de tomar decisiones que beneficien al mundo, que mejoren la
humanidad. En esta fase se les preguntaba a las personas:
"¿Qué servicio has prestado?" Ésa era la pregunta más
difícil de contestar; les exigía repasar las elecciones y
decisiones que habían tomado en la vida para ver si
habían sido las mejores. Ahí descubrían si habían aprendido
o no las lecciones que debían aprender,
de las cuales la principal y definitiva es el amor
incondicional.
La conclusión básica que saqué de todo esto, y que no ha
cambiado, es que todos los seres humanos, al margen de
nuestra nacionalidad, riqueza o pobreza, tenemos
necesidades, deseos y preocupaciones similares.
En realidad, nunca he conocido a nadie cuya mayor necesidad
no sea el amor.
El verdadero amor incondicional. Éste se puede encontrar en
el matrimonio o en un simple acto
de amabilidad hacia alguien que necesita ayuda. No hay forma
de confundir el amor, se siente en el corazón; es la fibra
común de la vida, la llama que nos calienta el alma, que da
energía a nuestro espíritu y da pasión a nuestra vida. Es
nuestra conexión con Dios y con los demás.
Toda persona pasa por dificultades en su vida. Algunas son
grandes y otras no parecen tan
importantes. Pero son las lecciones que hemos de aprender.
Eso lo hacemos eligiendo. Yo digo que para llevar una buena
vida y así tener una buena muerte, hemos de tomar nuestras
decisiones teniendo por objetivo el amor incondicional y
preguntándonos: "¿Qué servicio voy a prestar con esto?"
Dios nos ha dado la libertad de elegir; la libertad de
desarrollarnos, crecer y amar.
La vida es una responsabilidad. Yo tuve que decidir si
orientaba o no a una mujer moribunda
que no podía pagar ese servicio.
Tomé la decisión
basándome en que lo que sentía en mi corazón era lo
correcto, aunque me costara el puesto. Esa opción era la
buena para mí. Habría otras opciones, la vida está llena de
ellas.
En definitiva, cada persona elige si sale de la dificultad
aplastada o perfeccionada