Durante mis viajes rara vez veía otra cosa que hoteles,
salas de conferencias y aeropuertos, por eso no había nada
más maravilloso que llegar de vuelta a casa.
Después de
un viaje de cuatro semanas por Europa, salí la primera
mañana a disfrutar contemplando la exuberante animación que
a aquella hora teníamos: unas ochenta ovejas, además de
vacas, llamas, burros, gallinas, pavos,
gansos y patos. Los campos habían producido gran abundancia
de verduras.
No podía imaginar
un hogar mejor que mi granja para los niños seropositivos
que no tenían a nadie que cuidara de ellos.
Pero había un problema importante: la gente que me rodeaba
se oponía a nuestra empresa. Me llamaban por teléfono para
insultarme.
El buzón me
esperaba lleno de cartas. Reflejando la opinión general, un
anónimo decía: "Llévese a otra parte a sus bebés con sida.
No nos infecte a nosotros."
La mayoría de los habitantes del condado se consideraban
buenos cristianos, pero no lograban convencerme de eso.
Desde que anunciara mi proyecto de crear un hogar para bebés
seropositivos,
no habían dejado de protestar. No estaban muy bien
informados respecto al sida y sus temores se inflamaban
fácilmente. Durante mi ausencia, un obrero de la
construcción al que había despedido recorrió las casas
puerta por puerta difundiendo mentiras sobre la enfermedad y
pidiendo a la gente que firmara una petición oponiéndose a
mi plan. "Vote no si no quiere que esta mujer importe el
sida
a nuestro condado", les decía.
Hizo un buen trabajo. El 9 de octubre de 1985, fecha en que
se organizó una reunión en la ciudad para discutir el
asunto; la gente estaba tan indignada que amenazaba con
realizar actos violentos. Para la reunión de esa noche, más
de la mitad de los dos mil novecientos residentes del
condado acudió a la pequeña iglesia metodista de Monterrey,
la sede del condado, llenándola a rebosar. Antes de que
anunciara mi proyecto de adoptar a bebés seropositivos, la
gente de la región me saludaba con cariño y me respetaba
como a una celebridad. Pero cuando entré en la iglesia, esas
mismas personas me recibieron con abucheos y silbidos. Yo
sabía que no tenía ninguna posibilidad de reconquistar su
favor.
Pero de todos modos me puse frente a la tensa multitud y
expliqué que los niños que pretendía
adoptar eran de edades comprendidas entre los seis meses y
dos años, "niños que van a morir del sida, que no tienen
juguetes, no ven el sol, no reciben cariño ni abrazos ni
besos y viven en un ambiente sin amor. Están literalmente
condenados a pasar el resto de sus vidas en esos hospitales
carísimos". Fue la súplica más sincera y emotiva que logré
pronunciar. Sin embargo, la reacción fue
un absoluto silencio.
Pero yo había convocado a otros oradores. Primero, el
director del Departamento de Salud de Staunton, una persona
muy formal, hizo una objetiva exposición acerca del sida,
con datos concretos sobre cómo se transmite, lo que habría
calmado los temores de cualquier ser humano de razonamiento
normal. Después una mujer explicó, con voz conmovida, que
uno de sus gemelos prematuros había contraído el sida debido
a una transfusión de sangre infectada, y que aunque los
niños dormían en la misma cuna, compartían los biberones y
juguetes, sólo murió el niño infectado.
El hermano continuaba siendo seronegativo. Finalmente, un
patólogo de Virginia contó su experiencia como médico y como
padre de un hijo único que murió de sida.
Lo increíble fue que abuchearon a cada una de estas
personas. Esto me indignó; me hizo hervir
de rabia ver esa ignorancia y odio. Comprendí que la única
manera de obtener una reacción positiva
de esa gente habría sido anunciar mi inmediata marcha del
condado. Pero, como no estaba dispuesta a reconocer mi
fracaso, pedí que me hicieran preguntas.
Pregunta: ¿Usted se cree Jesús?
Respuesta: No, no soy Jesús, pero deseo hacer lo que se nos
ha enseñado durante dos mil años, que es amar a nuestro
prójimo y ayudarlo.
Pregunta: ¿Por qué no instala el centro en un lugar donde su
trabajo obtenga resultados más
inmediatos? ¿Por qué ponerlo en esta región?
Respuesta: Porque yo vivo aquí, y aquí es donde trabajo.
Pregunta: ¿Por qué no se quedó donde estaba?
Ya era cerca de la medianoche cuando acabó la reunión.
¿Sentido? Ninguno. ¿Resultado? Mucha frustración y rabia. Me
odiaban. Mis ayudantes, los oradores invitados y yo fuimos
escoltados
hasta la salida de la iglesia por varios policías, que
después nos siguieron hasta mi granja.
- No tenía idea de que los policías fueran tan amables y
atentos —le comenté a un amigo.
- No seas tonta —dijo él moviendo la cabeza incrédulo—, no
es que sean atentos. Quieren asegurarse de que esta noche no
va a ocurrir ningún linchamiento.
Después de eso fui un blanco fácil. Cuando iba de compras a
la ciudad me gritaban "nigger
lover" (amante de los negros). Diariamente recibía llamadas
telefónicas amenazadoras. "Vas a morir igual que los bebés
con sida que amas." El Ku Klux Klan quemó cruces en mi
césped. Otros disparaban balas a través de mis ventanas.
Todo eso lo podía soportar; lo que más me fastidiaba era que
me pincharan los neumáticos cada vez que salía en coche
fuera de mi propiedad. Vivir en el quinto pino, ése era el
verdadero problema. Era evidente que alguien saboteaba mi
camioneta.
Finalmente, una noche me escondí en la alquería y desde allí
vigilé la puerta principal, que era
donde desinflaban los neumáticos de mi camioneta. Alrededor
de las dos de la madrugada vi seis camionetas que pasaban
lentamente junto a la puerta lanzando trozos de vidrio y
clavos. Decidí ser más lista que ellos y al día siguiente
cavé un hoyo al final del camino de entrada y lo cubrí con
una rejilla metálica, a fin de que los clavos y vidrios
cayeran dentro de él. Eso puso fin al desinflamiento
de neumáticos. Pero no hizo nada por mi popularidad, o falta
de ella, en Head Waters. Un día pasó una camioneta cuando yo
estaba fuera trabajando; el conductor aminoró la marcha, me
gritó una cosa horrible y aceleró. Yo alcancé a ver una
pegatina que llevaba en el parachoque de atrás; decía:
"Jesús es el Camino." Ciertamente no se trata de ese camino,
pensé, y, frustrada, no pude evitar gritarle: "¿Cuáles son
los verdaderos cristianos aquí?"
Un año después renuncié a la lucha. Eran demasiadas las
fuerzas que se oponían a mí. No sólo tenía en contra a la
opinión popular; la administración del condado se negaba a
aprobar las necesarias licencias de obras. Aparte de vender
la granja, cosa que no iba a hacer, no se me ocurría qué
decisión tomar y se me habían acabado los recursos y las
energías. Una de las cosas más dolorosas que hice fue entrar
en el dormitorio que había preparado para los niños
llenándolo de animales de peluche, muñecas, edredones y
jerseys tejidos a mano; parecía una tienda para niños.
Lo único que pude hacer fue sentarme en una cama y llorar.
Pero pronto se me ocurrió un nuevo plan. En vista de que no
podía adoptar niños seropositivos, buscaría a otras personas
que pudieran hacerlo sin tantas dificultades. Para
encontrarlas empleé mis considerables recursos, entre ellos
los veinticinco mil suscriptores a mi hoja informativa
Shanti Nilaya, repartidos por todo el mundo. Muy pronto mi
oficina pareció una especie de agencia de adopción. Una
familia de Massachusetts adoptó nada menos que a siete
niños. Finalmente encontraría a trescientas cincuenta
personas humanitarias y amorosas de todo el país que
adoptarían niños infectados por el sida.
Además, supe de personas que no podían adoptar niños pero
que deseaban colaborar de alguna manera. Una anciana halló
una nueva finalidad para su vida: comenzó a reparar muñecas
viejas que recogía en los mer-cadillos de trastos y me las
enviaba para que las regalara en Navidad.
Un abogado de Florida me ofreció asesoría jurídica gratis.
Una familia suiza envió 10.000 francos. Una mujer me contó
con orgullo que una vez por semana preparaba comidas para un
enfermo de sida al que conoció en uno de mis seminarios. Y
otra mujer me escribió contándome que había superado su
miedo y abrazado a un joven que estaba muriendo de sida. Le
resultaba difícil saber cuál de los dos se había beneficiado
más de ese acto, me decía.
La época estaba caracterizada por la violencia y el odio, y
el sida se consideraba una de las peores maldiciones de
nuestro tiempo. Pero yo también veía que constituía un
inmenso bien. Sí, un bien. Cada uno de los miles de
pacientes con quienes comenté sus experiencias de muerte
clínica temporal recordaba haber entrado en la luz y oído la
pregunta: "¿Cuánto amor has sido capaz de dar
y recibir? ¿Cuánto servicio has prestado?" Es decir, se les
preguntaba cómo habían asimilado la lección más difícil de
toda la vida: el amor incondicional.
La epidemia del sida planteaba la misma pregunta. Generó
ejemplos de personas que
aprendían a ayudar y amar a otras personas. El número de
hogares para moribundos se multiplicó. Supe de un niñito que
iba con su madre a llevarles comida a dos vecinos
homosexuales que no podían salir de su casa. Uno de los más
hermosos monumentos a la humanidad que ha creado este país y
el mundo fue aquel edredón de retazos que se confeccionó con
los nombres de seres queridos muertos del sida. ¿Cuándo se
habían oído tantas historias como ésta? ¿O visto tantos
ejemplos?
En uno de mis seminarios, el ordenanza de un hospital contó
la historia de un joven que se estaba muriendo del sida en
su habitación. Se pasaba todo el día en la oscuridad,
esperando, consciente de que se le acababa el tiempo, y
deseando que su padre, que lo había echado de casa,
le hiciera una visita antes de que fuera demasiado tarde.
Una noche el ordenanza vio a un anciano que vagaba sin rumbo
por los pasillos, nervioso y con
aspecto afligido. El ordenanza conocía a todas las personas
que visitaban a sus pacientes, pero nunca había visto a ese
hombre. Su intuición le dijo que ése era el padre del joven,
de modo que cuando pasó junto a la habitación, le dijo:
- Su hijo está ahí.
- Mi hijo no —contestó el hombre.
Amable y comprensivo, el ordenanza entreabrió la puerta, y
repitió:
- Ahí está su hijo.
En ese momento el anciano no pudo evitar asomarse y echar
una rápida mirada al enfermo esquelético que yacía en la
oscuridad.
- No, imposible, ése no es mi hijo —exclamó, retirando la
cabeza de la puerta.
Pero entonces el enfermo, a pesar de su debilidad, logró
decir:
- Sí, papá, soy yo. Tu hijo.
El ordenanza abrió la puerta y el padre entró lentamente en
la habitación. Estuvo de pie un momento y después se sentó
en la cama y abrazó a su hijo.
Esa misma noche,
más tarde, murió el joven, pero murió en paz y no antes de
que su padre aprendiera la lección más importante de todas.
No me cabía duda de que algún día la ciencia médica
descubriría una cura para esta horrible enfermedad, pero
esperaba que nos diera tiempo a que el sida hubiera
erradicado aquello que aqueja el alma y el corazón de los
seres humanos.