Es muy típico de mí tener ya planeado lo que sucederá. De
todas partes del mundo vendrán mis familiares y amigos,
atravesarán en coche el desierto hasta llegar a un diminuto
letrero blanco que, clavado en el camino de tierra, reza "Elisabeth",
y continuarán su camino hasta detenerse ante
el tipi indio y la bandera suiza que ondea en lo alto de mi
casa de Scottsdale.
Algunos estarán
tristes, otros sabrán lo aliviada y feliz que estoy por fin.
Comerán, contarán historias, reirán, llorarán, y en algún
momento soltarán muchos globos llenos de helio que se
parecerán a E.T. Lógicamente, yo estaré muerta.
Pero ¿por qué no
hacer una fiesta de despedida? ¿Por qué no celebrarlo? A mis
setenta y un años puedo decir que he vivido de verdad.
Después de comenzar como una "pizca de 900 gramos" que nadie
esperaba que sobreviviera, me pasé la mayor parte de mi vida
luchando contra las fuerzas, tamaño Goliat, de la ignorancia
y el miedo.
Cualquier persona
que conozca mi trabajo sabe que creo que la muerte puede ser
una de las experiencias más sublimes de la vida. Cualquiera
que me conozca personalmente puede atestiguar con qué
impaciencia he esperado la transición desde el dolor y las
luchas de este mundo a una existencia de amor completo y
avasallador.
No ha sido fácil esta postrera lección de paciencia. Durante
los dos últimos años, y debido a una serie de embolias, he
dependido totalmente de otras personas para mis necesidades
más básicas.
Cada día lo paso esforzándome por pasar de la cama a una
silla de ruedas para ir al cuarto de baño y volver
nuevamente a la cama. Mi único deseo ha sido abandonar mi
cuerpo, como una mariposa que se desprende de su capullo, y
fundirme por fin con la gran luz. Mis guías me han reiterado
la importancia de hacer del tiempo mi amigo. Sé que el día
que acabe mi vida en esta forma, en este cuerpo, será el día
en que haya aprendido este tipo de aceptación.
Lo único bueno de acercarme con tanta lentitud a la
transición final de la vida es que tengo tiempo para
dedicarme a la contemplación. Supongo que es apropiado que,
después de haber asistido a tantos moribundos, disponga de
tiempo para reflexionar sobre la muerte, ahora que la que
tengo delante es la mía. Hay poesía en esto, un leve drama,
parecido a una pausa en una obra de teatro policíaca cuando
al acusado se le da la oportunidad de confesar.
Afortunadamente, no tengo nada nuevo que confesar. La muerte
me llegará como un cariñoso abrazo. Como vengo diciendo
desde hace mucho tiempo, la vida en el cuerpo físico es un
período muy corto de la existencia total.
Cuando hemos aprobado los exámenes de lo que vinimos a
aprender a la Tierra, se nos permite graduarnos. Se nos
permite desprendernos del cuerpo, que aprisiona nuestra alma
como el capullo envuelve a la futura mariposa, y cuando
llega el momento oportuno podemos abandonarlo. Entonces
estaremos libres de dolores, de temores y de preocupaciones,
tan libres como una hermosa mariposa, que vuelve a su casa,
a Dios, que es un lugar donde jamás estamos solos, donde
continuamos creciendo espiritualmente, cantando y bailando,
donde estamos con nuestros seres queridos y rodeados por un
amor que es imposible imaginar.
Por fortuna, he llegado a un nivel en el que ya no tengo que
volver a aprender más lecciones, pero lamentablemente no me
siento a gusto con el mundo del que me marcho por última
vez. Todo el planeta está en dificultades. Ésta es una época
muy confusa de la historia. Se ha maltratado a la Tierra
durante demasiado tiempo sin pensar para nada en las
consecuencias. La humanidad ha hecho estragos en el
abundante jardín de Dios. Las armas, la ambición, el
materialismo, la destrucción, se han convertido en el
catecismo de la vida, en el mantra de generaciones cuyas
meditaciones sobre el sentido de la vida se han
desencaminado peligrosamente.
Creo que la Tierra castigará muy pronto estas fechorías.
Debido a lo que la humanidad ha hecho, habrá terribles
terremotos, inundaciones, erupciones volcánicas y otros
desastres naturales jamás vistos. Debido a lo que la
humanidad ha olvidado, habrá muchísimo sufrimiento. Lo sé.
Mis guías me han dicho que hay que esperar cataclismos y
convulsiones de proporciones bíblicas. ¿De qué otro modo
puede despertar la gente? ¿Qué otra manera hay de enseñar a
respetar la naturaleza
y la necesidad de espiritualidad?
Como mis ojos han visto el futuro siento una gran compasión
por las personas que quedan aquí. No hay que tener miedo; no
hay ningún motivo para tenerlo si recordamos que la muerte
no existe. En lugar de tener miedo, conozcámonos a nosotros
mismos y consideremos la vida un desafío en el cual las
decisiones más difíciles son las que más nos exigen, las que
nos harán actuar con rectitud y nos aportarán las fuerzas y
el conocimiento de El, el Ser Supremo. El mejor regalo que
nos ha hecho Dios es el libre albedrío, la libertad. Las
casualidades no existen; todo lo que nos ocurre en la vida
ocurre por un motivo positivo. Si cubriéramos los
desfiladeros para protegerlos de los vendavales, jamás
veríamos la belleza de sus formas.
Cuando estoy en la transición de este mundo al otro, sé que
el cielo o el infierno están determinados por la forma como
vivimos la vida en el presente. La única finalidad de la
vida es crecer. La lección última es aprender a amar y a ser
amados incondicionalmente. En la Tierra hay millones de
personas que se están muriendo de hambre; hay millones de
personas que no tienen un techo para cobijarse; hay millones
de enfermos de sida; hay millones de personas que sufren
maltratos y abusos; hay millones que padecen discapacidades.
Cada día hay una persona más que clama pidiendo comprensión
y compasión. Escuche esas llamadas, óigalas como si fueran
una hermosa música. Le aseguro que las mayores
satisfacciones en la vida provienen de abrir el corazón
a las personas necesitadas. La mayor felicidad consiste en
ayudar a los demás.
Realmente creo que mi verdad es una verdad universal que
está por encima de cualquier religión, situación económica,
raza o color, y que la compartimos todos en la experiencia
normal de la vida.
Todas las personas procedemos de la misma fuente y
regresamos a esa misma fuente. Todos hemos de aprender a
amar y a ser amados incondicionalmente.
Todas las penurias que se sufren en la vida, todas las
tribulaciones y pesadillas, todas las cosas que podríamos
considerar castigos de Dios, son en realidad regalos. Son la
oportunidad para crecer, que es la única finalidad de la
vida.
No se puede sanar al mundo sin sanarse primero a sí mismo.
Si estamos dispuestos para las experiencias espirituales y
no tenemos miedo, las tendremos,
sin necesidad de un gurú o un maestro que nos diga cómo
hacerlo.
Cuando nacimos de la fuente a la que yo llamo Dios, fuimos
dotados de una faceta de la divinidad; eso es lo que nos da
el conocimiento de nuestra inmortalidad.
Debemos vivir hasta morir. Nadie muere solo.
Todos somos amados con un amor que trasciende la
comprensión.
Todos somos bendecidos y guiados. Es importante que hagamos
solamente aquello que nos gusta hacer. Podemos ser pobres,
podemos pasar hambre, podemos vivir en una casa
destartalada,
pero vamos a vivir plenamente. Y al final de nuestros días
vamos a bendecir nuestra vida porque
hemos hecho lo que vinimos a hacer.
La lección más difícil de aprender es el amor incondicional.
Morir no es algo
que haya que temer; puede ser la experiencia más maravillosa
de la vida. Todo depende de cómo hemos vivido.
La muerte es sólo una transición de esta vida a otra
existencia en la cual ya no hay dolor ni angustias.
Todo es soportable cuando hay amor.
Mi deseo es que usted trate de dar más amor a más personas.
Lo único que vive eternamente es el amor.
FIN
* * *