Asombróse entonces el rey Nabucodonosor y, levantándose
apresuradamente, se dirigió a sus consejeros y dijo:
"¿No fueron tres los hombres a los que echamos atados en medio del
fuego?
[...] He aquí que yo veo cuatro hombres sueltos que se pasean en
medio del fuego sin que hayan padecido daño alguno, y el aspecto del
cuarto es semejante a un hijo de Dios. [...] ¡Bendito sea el Dios de
Sidrac, Misac y Abdénago, que ha enviado a su ángel y ha salvado a
sus siervos que han confiado en Él!".
—Libro de Daniel
CAMPOS DE INTENCION
Sonó el teléfono y me quedé mirándolo. Lo último que necesitaba en
ese momento era una nueva distracción. Traté de borrármelo de la
mente, mirando por la ventana los árboles y las flores silvestres,
en la esperanza de perderme en el conjunto de colores otoñales del
bosque que rodea mi casa.
Sonó otra vez, y tuve una imagen mental, vaga pero apremiante, de
una persona que necesitaba hablar conmigo. Me apresuré a atender.
—Hola.
—Habla Bill —me dijo una voz conocida. Bill era un experto en
agronomía que me había ayudado con mi jardín. Vivía cerro abajo, a
pocos cientos de metros.
—Escucha, Bill, ¿puedo llamarte más tarde? —le dije—. Tengo una
fecha de entrega que cumplir.
—Todavía no conoces a mi hija, Natalie, ¿verdad?
—¿Cómo?
No hubo respuesta.
—¿Bill?
—Escucha —respondió al fin—, mi hija quiere hablar contigo. Creo que
podría ser importante. No sé muy bien cómo lo sabe, pero parece que
está familiarizada con tu trabajo. Dice que tiene una información
sobre un lugar que te interesaría. Un lugar en el norte del Tíbet.
Insiste en que la gente de allí tiene una información importante.
—¿Cuántos años tiene tu hija?
Del otro lado de la línea, Bill rió entre dientes.
—Apenas catorce, pero últimamente habla de cosas muy interesantes.
Deseaba conversar contigo esta tarde, antes de su partido de fútbol.
¿Alguna posibilidad?
Empecé a responderle que no, pero en mi mente la imagen anterior se
expandió y comenzó a aclararse. Parecía ser de la jovencita y yo, y
ambos estábamos hablando en algún lugar cercano al gran manantial
próximo a la casa de ella.
—Sí, está bien —respondí—. ¿Qué te parece a las dos de la tarde?
—Perfecto —repuso Bill.
Mientras iba a pie hacia allá divisé una casa nueva del otro lado
del valle, sobre el cerro septentrional. Con ésa llegaban casi a
cuarenta, pensé. Todas construidas en los últimos dos años. Sabía
que se iba difundiendo el rumor de la belleza de ese valle en forma
de cuenco, pero en realidad no me preocupaba que el lugar se
superpoblara o que se estropearan los asombrosos paisajes naturales.
Justo al lado de un bosque nacional, estábamos a poco más quince
kilómetros de la población más cercana: demasiado lejos para la
mayoría de la gente. Y la familia que poseía las tierras y ahora iba
vendiendo lotes seleccionados para la construcción de casas en los
cerros más alejados parecía decidida a mantener intacta la serenidad
del lugar. Todas las casas debían ser bajas y construirse de modo de
quedar ocultas entre los pinos y ocozoles que definían el
horizonte.
Lo que más me molestaba era la preferencia por el aislamiento que
mostraban mis vecinos. Por lo que veía, casi todos eran personajes
de algún tipo, refugiados de diversas profesiones, que se habían
labrado en sus carreras posiciones únicas que les permitían trabajar
con horarios flexibles o viajar cuando más les conviniera, en
calidad de consultores: una libertad necesaria si uno quería vivir
tan lejos en aquel ambiente agreste.
Daba la impresión de que el vínculo común entre todos nosotros era
un persistente idealismo, así como la necesidad de ampliar nuestras
respectivas profesiones con una infusión de visión espiritual, todo
en la mejor tradición de la Décima Revelación. Sin embargo, casi
todos los que vivían en el valle eran muy reservados y se
contentaban con concentrarse en sus diversos campos sin prestar
mucha atención a la comunidad o a la necesidad de depender de
nuestra visión común. Esto se aplicaba en especial a los que
profesaban religiones diferentes. Por alguna razón, el valle había
atraído a gente que practicaba una amplia variedad de creencias,
entre las cuales se incluían el budismo, el judaísmo, el
cristianismo tanto católico como protestante, y el islamismo. Y
aunque no existía ningún tipo de hostilidad entre un grupo religioso
y otro, tampoco reinaba un sentimiento de afinidad.
La falta de espíritu de comunidad me preocupaba, porque se
observaban signos de que algunos de nuestros hijos mostraban los
mismos problemas que se veían en los suburbios: demasiado tiempo
solos, demasiado video y demasiada atención a los menosprecios y
las humillaciones en la escuela. Comenzaba a preocuparme que no
hubiera en su vida suficiente sentido de familia y comunidad como
para quitar del primer plano estos problemas entre pares y ponerlos
en la perspectiva adecuada.
Más adelante el sendero se estrechaba y tuve que abrirme paso entre
dos grandes peñascos que se aguzaban hasta formar una caída a pico
de unos sesenta metros. Una vez que los pasé, oí los primeros
gorgoteos del manantial de Phillips, que llevaba el nombre de los
cazadores de pieles que fueron los primeros en establecerse allí, a
fines del siglo XVII. El agua bajaba en hilos finos por varios
niveles de rocas hasta un estanque perezoso, a unos tres metros al
otro lado, cavado, en su origen, por manos humanas. Las
generaciones sucesivas habían agregado detalles, como manzanos en lo
alto, cerca de la boca, y piedras unidas con argamasa para reforzar
y profundizar el estanque. Me acerqué al agua y me agaché para tomar
un poco en la mano; al inclinarme hacia adelante aparté una vara que
flotaba allí. Pero la vara se deslizó por la superficie de la roca
hasta meterse en un agujero.
—¡Una serpiente de agua! —exclamé en voz alta, al tiempo que
retrocedía y sentía que se me cubría la frente de transpiración.
Todavía implicaba ciertos peligros vivir allí, aunque quizá no los
que enfrentó el viejo Phillips hace siglos, cuando cualquier día uno
podía doblar por un sendero y encontrarse cara a cara con una gran
puma que cuidaba de sus cachorros o, peor aún, con una manada de
jabalíes con colmillos de ocho centímetros de largo, capaces de
hacer un buen tajo en una pierna si uno no trepaba a un árbol con
suficiente velocidad. Si ese día uno tenía especial mala suerte,
podía toparse con un cheroquí enojado o un seminola desterrado y
harto de encontrar algún nuevo colono en sus terrenos de caza
preferidos... y convencido de que una buena mordida en el corazón
acabaría para siempre con la marea de europeos. No, todos los que
vivieron en aquella generación —norteamericanos nativos y europeos
por igual— enfrentaban peligros directos que en su momento pusieron
a prueba su temple y su coraje.
En apariencia, nuestra generación lidiaba con otros problemas, más
relacionados con nuestra actitud hacia la vida y con la constante
batalla entre el optimismo y la desesperanza. En la actualidad las
voces de la fatalidad resuenan en todas partes, mostrándonos pruebas
tácticas de que el moderno estilo de vida occidental no puede
mantenerse, que el aire se calienta, aumentan los arsenales de los
terroristas, mueren los bosques y la tecnología crece en forma
desmesurada hacia una suerte de mundo virtual que enloquece a
nuestros hijos... y amenaza con llevamos cada vez más hacia la
distracción y el surrealismo sin sentido.
Como contrapeso de este punto de vista, desde luego, están los
optimistas, que afirman que en la historia han abundado siempre los
pregoneros de catástrofes y desastres, que todos nuestros problemas
pueden manejarse con la misma tecnología que produjo estos
peligros, y que el mundo humano apenas ha comenzado a alcanzar su
potencial.
Me detuve y contemplé de nuevo el valle. Sabía que la Nueva Visión
Espiritual se encontraba en alguna parte entre esos polos. Abarcaba
una creencia en el crecimiento sustentable y la tecnología humana,
pero sólo si se los procuraba mediante un avance intuitivo hacia lo
sagrado y un optimismo basado en una visión espiritual de adónde
puede ir el mundo.
Una cosa era segura: si los que creen en el poder de la visión
quieren establecer una diferencia, ésta debería comenzar ya mismo,
cuando nos hallamos al borde del misterio del nuevo milenio. Este
hecho aún me azoraba. La suerte que tenemos de estar vivos al
cambiar no sólo de siglo, sino también un período de mil años. ¿Por
qué nosotros? ¿Por qué esta generación? Tenía la sensación de que
en el camino, más adelante, aún había respuestas más amplias.
Contemplé un momento el manantial, a medias esperando que Natalie
estuviera allí, en alguna parte. Tenía la certeza de que ésa era la
intuición que había experimentado. En mi imagen mental, Natalie se
hallaba en el manantial, pero yo la miraba como a través de una
especie de ventana. Todo me resultaba muy confuso.
Cuando llegué, parecía que no había nadie. Caminé por la plataforma
de la casa marrón oscura, en forma de A, y golpeé fuerte a la
puerta. No hubo respuesta. Luego, al echar un vistazo por el lado
izquierdo de la vivienda, algo me llamó la atención. Me hallaba
frente a un sendero de piedras que pasaba ante la enorme huerta de
Bill y subía hasta una pequeña pradera cubierta de hierba, en lo
alto del cerro. ¿La luz había cambiado?
Miré hacia el cielo, tratando de explicarme lo ocurrido. Había visto
un cambio en la luz en la pradera, como si el Sol hubiera salido de
atrás de una nube y se hubiera asomado de pronto, iluminando esa
zona específica. Pero no había nubes. Subí hasta la pradera y
encontré a la muchachita sentada el borde de la hierba. Era alta, de
cabello oscuro, y vestía un uniforme de fútbol azul; cuando me
aproximé, se dio vuelta de golpe, sobresaltada. —No fue mi intención
asustarte —le dije. Ella desvió la mirada un momento, a la manera
tímida de una jovencita, de modo que me acuclillé para quedar al
nivel de sus ojos y me presenté.
Me miró con ojos de una persona mucho mayor.
—Aquí no estamos viviendo las Revelaciones —me dijo. Me tomó por
sorpresa.
—¿Cómo?
—Las Revelaciones. No estamos viviéndolas.
—¿Qué quieres decir? Me miró seria.
—Quiero decir que no nos lo hemos explicado por completo. Hay más
que debemos saber.
—Bueno, no es tan fácil...
Callé. No podía creer que una jovencita de catorce años me encarara
de semejante manera. Por un instante me recorrió un relámpago de
enojo, pero entonces Natalie sonrió;
no era una sonrisa amplia, sino sólo una expresión de las comisuras
de la boca que de pronto la tomó cautivadora. Me relajé y me senté
en el suelo.
—Creo que las Revelaciones son reales —le dije—. Pero no son
fáciles. Llevan tiempo. Natalie no estaba dispuesta a ceder.
—Pero hay gente que ya está viviéndolas. La miré un momento.
—¿Dónde?
—En Asia central, en los montes Kunlún. Los he visto en el mapa.
—Hablaba con entusiasmo. —Tienes que ir allá. Es importante. Allá
está cambiando algo. Debes ir ya mismo. Tienes que verlo.
Me decía esto con una expresión madura, autoritaria, como la de una
persona de cuarenta años. Parpadeé con fuerza, sin creer lo que
veía.
—Tienes que ir allá —repitió.
—Natalie —le dije—, no estoy seguro de entender qué me quieres
decir. ¿Qué clase de lugar es?
Desvió la vista.
—Dijiste que lo viste en el mapa. ¿Puedes mostrármelo? Ignoró mi
pregunta; parecía distraída.
—¿Qué... hora es? —preguntó con lentitud, tartamudeando.
—Las dos y cuarto.
—Debo irme.
—Espera, Natalie. Ese lugar del que me hablabas...
—Debo reunirme con el equipo —me dijo—. Voy a llegar tarde.
Comenzó a bajar con rapidez, y me esforcé por alcanzarla.
—¿Qué pasa con ese lugar de Asia? ¿Recuerdas dónde es?
Cuando se volvió a mirarme por sobre el hombro, vi sólo la expresión
de una niña de catorce años con la mente puesta en el fútbol.
De regreso en casa, me sentí totalmente distraído. ¿De qué se
trataba todo aquello? Me quedé mirando fijo mi escritorio, incapaz
de concentrarme. Más tarde di una larga caminata y nadé en el
arroyo, hasta que al fin decidí llamar
a Bill a la mañana siguiente y llegar al fondo del misterio. Me
retiré a dormir temprano.
A eso de las tres de la madrugada, algo me despertó. La habitación
se hallaba a oscuras. La única luz se filtraba por la base de las
persianas. Agucé el oído, pero no oí más que los sonidos habituales
de la noche: un coro intermitente de grillos, el croar monótono de
las ranas toro junto al arroyo y, a lo lejos, el ladrido de un
perro.
Pensé en levantarme y cerrar con llave las puertas de la casa, algo
que muy rara vez hacía. Pero deseché la idea y me contenté con
volver a adormilarme. Me habría dormido sin más, salvo que en mi
último vistazo soñoliento a la habitación noté algo diferente en la
ventana. Afuera había más luz que antes.
Me senté en la cama y volví a mirar. Sin la menor duda, entraba más
luz por las persianas. Me puse unos pantalones, me acerqué a la
ventana y entreabrí las tablillas de madera. Todo parecía normal.
¿De dónde venía la luz?
De pronto oí un suave golpeteo a mis espaldas. En la casa había
alguien.
—¿Quién anda ahí? —pregunté sin pensar.
No hubo respuesta.
Salí del cuarto, hacia el vestíbulo que llevaba a la sala de estar,
pensando en ir al armario y sacar el rifle, pero me di cuenta de que
la llave estaba en el cajón de la mesa de noche, junto a la cama. De
modo que continué avanzando con cuidado.
De repente una mano me tocó el hombro.
—Shhhh. Soy Wil.
Reconocí la voz. Cuando busqué el interruptor de luz en la pared, él
me detuvo; luego cruzó la habitación y miró por la ventana. Mientras
Wil se movía, noté en él algo diferente desde la última vez que nos
habíamos encontrado. Se lo veía como carente de gracia, y sus rasgos
parecían por entero comunes, no ligeramente luminosos, como antes.
—¿Qué buscas? —le pregunté—. ¿Qué pasa? Casi me matas del susto.
Volvió hacia a mí.
—Tenía que verte. Todo ha cambiado. Estoy de nuevo donde estaba
antes.
—¿De qué hablas? Me sonrió.
—Creo que se supone que todo esto esté sucediendo, pero ya no puedo
entrar mentalmente en las otras dimensiones, como antes. Todavía
puedo elevar mi energía hasta cierto punto, pero ahora estoy
firmemente aquí, en este mundo. —Desvió la mirada un instante. —Es
casi como si lo que hicimos al comprender la Décima Revelación fuera
sólo un paladeo, una vista previa, una vislumbre del futuro, como
en una experiencia cercana a muerte, y ahora hubiera terminado.
Hagamos lo que hiciéremos ahora, debemos hacerlo aquí mismo, en esta
Tierra.
—De todos modos, yo jamás podría hacerlo de nuevo —dije.
Wil me miró a los ojos.
—Como sabes, hemos recibido mucha información sobre la evolución
humana, sobre la actitud de prestar atención, sobre el dejarse guiar
hacia adelante por la intuición y las coincidencias. Se nos ha dado
un mandato de sostener una nueva visión, a todos nosotros. Sólo que
no estamos haciendo que suceda en el nivel que podemos. Todavía
falta algo en nuestro conocimiento.
Calló un minuto y luego añadió:
—Todavía no sé con certeza por qué, pero debemos ir a Asia... a un
lugar cercano al Tíbet. Allá está ocurriendo algo. Algo que tenemos
que saber.
Quedé perplejo. Natalie me había dicho lo mismo. Wil volvió a la
ventana y miró hacia afuera.
—¿Por qué miras por la ventana? —le pregunté—. ¿Y por qué te
introdujiste en la casa? ¿Por qué no golpeaste la puerta? ¿Qué está
pasando?
—Probablemente nada —me respondió—. Sólo que hoy, hace unas horas,
me pareció que alguien me seguía. No pude cerciorarme.
Regresó hacia mí.
—Ahora no puedo explicarlo todo. Ni siquiera yo estoy seguro de lo
que sucede. Pero en Asia hay un lugar que debemos encontrar. ¿Puedes
reunirte conmigo en el hotel Himalaya, en Katmandú, el 16?
—¡Espera un momento! Wil, tengo cosas que hacer aquí. Tengo un
compromiso que...
Me miró con una expresión que yo no había visto nunca en el rostro
de nadie, salvo en el suyo: una pura mezcla de aventura y total
decisión.
—Está bien —me dijo—. Si no estás allá el 16, no importa. Sólo
asegúrate, si vas, de permanecer perfectamente alerta. Ocurrirá
algo.
Aunque de veras me daba la opción de ir o no, esbozaba una amplia
sonrisa.
Aparté la mirada, nada divertido. Yo no quería ir.
A la mañana siguiente decidí no decirle a nadie adónde iba, salvo a
Charlene. El único problema era que ella se hallaba cumpliendo una
misión fuera del país y resultaba imposible contactarla en forma
directa. Lo único que podía hacer era enviarle un mensaje de correo
electrónico.
Fui a mi computadora y lo envié, aunque, como siempre, dudé en
cuanto a la seguridad de Internet. Los hackers pueden meterse
en las computadoras empresariales y gubernamentales más seguras.
¿Cuan difícil sería interceptar mensajes de correo electrónico...
en especial cuando uno recuerda que, en sus orígenes, Internet fue
creada por el departamento de Defensa para vincularse con sus
investigadores informantes en las universidades más importantes?
¿Está vigilada toda Internet? Deseché esa preocupación, pues concluí
que estaba actuando como un tonto. El mío era sólo un mensaje entre
decenas de millones. ¿A quién le importaría?
También aproveché para hacer por computadora los contactos
necesarios para llegar a Katmandú, Nepal, el 16, y alojarme en el
hotel Himalaya. Tendría que partir en dos días, por lo cual
dispondría de muy poco tiempo para preparativos.
Meneé la cabeza. A una parte de mí le fascinaba la idea de ir al
Tíbet, cuya geografía es una de las más hermosas y misteriosas del
mundo. Pero era también un país que se hallaba bajo el control
represivo del gobierno chino, y yo sabía que podía ser un lugar
peligroso. Mi plan consistía en avanzar con la aventura sólo hasta
donde resultara seguro. Basta de meterme en cosas que no podía
comprender y permitir que me arrastraran a algo que era incapaz de
controlar.
Wil se había ido de mi casa con la misma rapidez con que había
llegado, sin decirme nada más, así que mi mente abundaba en
preguntas. ¿Qué sabíamos de ese lugar cercano al Tíbet? ¿Y por qué
una adolescente me indicaba ir allá? Wil se mostraba muy cauteloso.
¿Por qué? No iría un paso más allá de Katmandú sin averiguarlo.
Cuando llegó el día, traté de permanecer muy alerta durante todos
los largos vuelos a Francfort, Nueva Delhi y luego Katmandú, pero no
ocurrió nada importante. Ya en el hotel Himalaya, me registré con mi
propio nombre y puse mis cosas en la habitación; luego comencé a
echar un vistazo, y terminé en el bar del vestíbulo. Sentado allí,
esperaba que Wil entrara en cualquier momento, pero no sucedió nada.
Al cabo de una hora se me ocurrió la idea de ir a la piscina, de
modo que llamé a un botones y averigüé dónde se hallaba. Estaría un
poco frío, pero brillaba el sol y yo sabía que el aire fresco me
ayudaría a adaptarme a la altitud.
Salí y encontré la piscina, que se extendía frente a mí entre las
alas en forma de L del edificio. Había allí más personas que las
que habría imaginado, aunque pocas conversaban entre sí. Al
sentarme a una de las mesas, noté que la gente que descansaba a mi
alrededor —en su mayoría asiáticos, y unos cuantos europeos aquí y
allá— parecía agotada o muy añorante de su hogar. Se miraban ceñudos
y llamaban chasqueando los dedos a los asistentes del hotel para
pedirles bebidas y papeles, evitando el contacto ocular en todo
momento.
Poco a poco también mi estado de ánimo comenzó a declinar. Allí
me encontraba —pensé—, encerrado en otro hotel a medio camino
alrededor del mundo, sin un rostro cordial en ninguna parte. Respiré
hondo y de nuevo me vino a la mente la advertencia de Wil en cuanto
a que me mantuviera alerta; me recordé que se refería a observar los
sutiles giros y vueltas de la sincronicidad, esas misteriosas
coincidencias que podían surgir en un segundo para empujar la vida
de uno en una nueva dirección.
Yo sabía que percibir el misterioso fluir seguía siendo la
experiencia central de la verdadera espiritualidad, prueba directa
de que, entre bambalinas del drama humano, actuaba algo más
profundo. El problema siempre había sido la naturaleza esporádica de
esta percepción, que nos acompaña por un tiempo, para atraernos, y
luego, con la misma rapidez, desaparece.
Mientras contemplaba el lugar que me rodeaba, de pronto mis ojos se
posaron en un hombre alto, de pelo negro, que salía por la puerta
del hotel e iba directo hacia mí. Vestía pantalones negros y un
elegante suéter blanco, y llevaba un diario doblado bajo un brazo.
Avanzó por el sendero entre las personas que descansaban allí y se
sentó a una mesa situada directamente a mi derecha. Al desplegar el
diario miró alrededor y me saludó con un movimiento de la cabeza y
una radiante sonrisa. Luego llamó a un asistente y pidió agua. En
apariencia era asiático, pero hablaba fluido inglés, sin ningún
acento identificable.
Cuando le llevaron el agua, firmó la boleta y se puso a leer. En ese
hombre había algo inmediatamente atrayente, pero yo no lograba
definir qué. Sólo irradiaba una actitud y una energía agradables, y
de vez en cuando dejaba de leer y miraba alrededor esbozando una
amplia sonrisa. En un momento hizo contacto visual con uno de los
caballeros hoscos que se hallaban frente a mí.
Yo casi esperaba que el hombre malhumorado se apresurara a desviar
la mirada, pero en cambio devolvió la sonrisa al hombre de cabello
oscuro y ambos entablaron una charla superficial en un idioma que
sonaba a nepalés. En determinado momento hasta rieron con ganas.
Atraídas por la conversación, otras varias personas, sentadas a
mesas cercanas, comenzaron a mostrarse afables, y una hizo un
comentario que provocó otra ronda de carcajadas.
Yo observaba la escena con interés. Allí estaba ocurriendo algo,
pensé. El estado de ánimo que me rodeaba comenzaba a cambiar.
—Dios mío —exclamó el hombre de pelo oscuro, mirando en dirección a
mí—. ¿Ha visto esto?
Eché un vistazo a mi alrededor. Todos los demás parecían haber
reanudado la lectura. El hombre señaló algo en el diario y movió la
silla para acercarse a mí.
—Han realizado un nuevo estudio sobre el poder de la oración
—agregó—. Es fascinante.
—¿Qué descubrieron? —pregunté.
—Estaban estudiando el efecto de la oración en la gente que sufre
problemas médicos, y descubrieron que los pacientes que con
regularidad eran receptores de oraciones elevadas por otras personas
presentaban menos complicaciones y mejoraban más pronto, aun cuando
no tuvieran conciencia de que se decían oraciones por ellos. Es
prueba innegable de que la fuerza de la oración es real. Pero
también descubrieron otra cosa: que LAS ORACIONES MÁS EFICACES DE
TODAS NO SE ESTRUCTURABAN COMO PEDIDOS, SINO COMO AFIRMACIONES.
—No creo entender bien a qué se refiere —dije.
Me miraba fijo con unos ojos celestes casi transparentes.
—Prepararon el estudio con el objeto de poner a prueba dos clases de
oración. El primero consistía sólo en pedir a Dios, o a lo divino,
que interviniera para ayudar a una persona enferma. El otro
consistía simplemente en afirmar, con fe, que Dios ayudará a la
persona. ¿Ve la diferencia?
—Todavía no estoy del todo seguro.
—Una oración que pide a Dios que intervenga da por sentado que Dios
puede intervenir, pero sólo si decide acceder a nuestro pedido. Da
por sentado que nosotros no desempeñamos papel alguno, salvo el de
pedir. La otra forma de oración da por sentado que Dios está deseoso
y bien dispuesto, pero ha establecido las leyes de la existencia
humana de modo que el hecho de que el pedido se conceda depende en
alguna medida de la certeza de nuestra creencia en que se cumplirá.
De manera que nuestra oración debe ser una afirmación que dé
expresión a esa fe. En el estudio, este tipo de oración demostró ser
mas eficaz. Asentí. Comenzaba a comprender.
El hombre apartó la vista, como pensando, y luego continuó:
—Todas las grandes oraciones de la Biblia no son pedidos, sino
afirmaciones. Piense en el padrenuestro, que dice: "Hágase Tu
voluntad así en la Tierra como en el Cielo. El pan nuestro de cada
día dánosle hoy, y perdónanos nuestras deudas...". No dice: "Por
favor, ¿podrías darnos algo de comer?", y no dice: "Por favor,
¿puedes perdonarnos?". Se limita a afirmar que estas cosas ya están
listas para suceder, y al suponer con fe que sucederán, hacemos que
ocurran.
Hizo una nueva pausa, como esperando una pregunta, siempre
sonriendo.
Tuve que reírme. Su buen humor era contagioso. —Algunos
científicos teorizan —prosiguió— que estos hallazgos implican
también algo más, algo que tiene profunda significación para todas
las personas. Sostienen que si nuestras expectativas, nuestras
suposiciones de fe, son lo que hace que la oración surta efecto,
entonces cada uno de nosotros irradia constantemente hacia el mundo
una fuerza de energía de oración, nos demos cuenta o no. ¿Entiende
la verdad de esto?
Continuó sin esperar que yo le respondiera:
—Si la oración es una afirmación basada en nuestras expectativas,
en nuestra fe, entonces todas nuestras expectativas surten un
efecto de oración. De hecho, vivimos rezando todo el tiempo para que
se cumpla algún tipo de futuro para nosotros mismos y otras
personas, sólo que no tenemos plena conciencia de ello.
Me miró como si acabara de arrojar una bomba.
—¿Se imagina? —continuó—. Ahora la ciencia comienza a confirmar
las aseveraciones de los místicos más esotéricos de todas las
religiones. Todos afirman que tenemos una influencia mental y
espiritual sobre lo que nos ocurre en la vida. Recuerde las
Escrituras, donde dice que la fe, aunque sea del tamaño de un grano
de mostaza, puede mover montañas. —Le centellearon los ojos como si
supiera más de lo que decía. —Todos debemos figurarnos cómo funciona
esto. Ya es hora.
Yo lo miraba, también sonriente, intrigado por lo que afirmaba pero
asombrado por la transformación del estado de ánimo que observaba
alrededor de la piscina. En determinado momento eché en forma
instintiva un vistazo a mi izquierda, como hacemos cuando sentimos
que alguien nos está mirando. Vi que uno de los asistentes de la
piscina me observaba desde la puerta de entrada. Cuando nuestros
ojos se encontraron, desvió con rapidez la vista y regresó por la
acera que llevaba a un ascensor.
—Discúlpeme, señor —dijo una voz a mi espalda. Cuando me volví, vi
que el que me hablaba era otro asistente.
—¿Desea beber algo? —me preguntó.
—No... gracias —respondí—. Esperaré un rato.
Cuando miré otra vez al hombre de antes, se había ido. Por un
momento escruté el lugar, buscándolo. Cuando al fin miré a mi
derecha, donde se hallaba sentado el hombre de pelo oscuro, también
él había desaparecido.
Me levanté y pregunté al huésped sentado a la mesa de enfrente si
había visto en qué dirección se había ido el hombre del diario.
Meneó la cabeza y desvió la vista con brusquedad.
Durante el resto de la tarde permanecí en mi habitación. Lo ocurrido
en la piscina me resultaba desconcertante. ¿Quién era el hombre que
me había hablado de la oración? ¿Había una sincronicidad en juego en
esa información? ¿Y por qué el asistente me miraba fijo? ¿Y dónde
estaba Wil?
Cerca del atardecer, tras una larga siesta, volví a aventurarme
afuera; decidí caminar unas cuantas cuadras calle abajo, hasta un
restaurante al aire libre que oí mencionar a uno de los otros
huéspedes.
—Muy cerca. Es de lo más seguro —me dijo el conserje cuando le
pregunté cómo llegar—. Ningún problema.
Salí del vestíbulo a la luz declinante, siempre alerta por si veía a
Wil. La calle estaba repleta de gente, así que debí abrirme paso
casi a empujones. Cuando llegué al restaurante me asignaron una
mesa pequeña en un rincón, junto a una reja de hierro forjado
cubierta de hiedra que separaba de la calle la zona del comedor.
Cené despacio mientras leía un diario inglés; permanecí sentado a la
mesa más de una hora.
En determinado momento me sentí incómodo, como si de nuevo alguien
me observara, aunque no conseguía identificar a nadie que lo
hiciera. Miré las otras mesas, pero nadie parecía prestarme la más
leve atención. Me puse de pie y miré por sobre la cerca, a la gente
que caminaba por la calle. Nada. Empeñado en librarme de esa
sensación, pagué la cuenta y regresé a pie al hotel.
Al acercarme a la entrada divisé a un hombre parado al borde de una
hilera de arbustos, a unos seis metros a mi izquierda. Nuestros ojos
se encontraron y él dio un paso hacia mí. Desvié la vista, con la
intención de pasar de largo, pero me di cuenta de que era el
asistente al que había sorprendido mirándome en la piscina, sólo
que ahora vestía vaqueros, una camisa azul lisa y calzado deportivo.
Daba la impresión de tener alrededor de treinta años; sus ojos eran
muy serios.
Apresuré el paso.
—Discúlpeme —me llamó. Continué caminando.
—Por favor —insistió—. Debo hablar con usted. Avancé unos cuantos
metros más, de modo de hallarme a la vista del portero y el
personal del hotel, y entonces pregunté:
—¿De qué se trata?
Se acercó e hizo una especie de reverencia.
—Creo que usted es la persona a quien vine a encontrar aquí. ¿Conoce
al señor Wilson James?
—¿Wil? Sí. ¿Dónde está?
—No ha podido venir. Me pidió que yo me encontrara con usted en su
lugar. —Me tendió la mano y yo se la estreché reacio, al tiempo que
le decía mi nombre.
—Me llamo Yin Doloe —se presentó.
—¿Es empleado del hotel? —le pregunté.
—No. Un amigo mío trabaja aquí. Le pedí prestada una chaqueta para
poder echar una ojeada. Quería ver si usted se encontraba aquí.
Lo miré con atención. Mi instinto me indicaba que decía la verdad.
¿Pero por qué tanto secreto? ¿Por qué simplemente no se me había
acercado en la piscina y me había preguntado mi nombre?
—¿Por qué Wil se ha demorado? —quise saber.
—No lo sé con certeza. Me pidió que me encontrara con usted y lo
llevara a Lhasa. Creo que planea encontrarse con nosotros allá.
Miré para otro lado. Las cosas comenzaban a darme una sensación
ominosa. Miré de nuevo al hombre de arriba abajo y le dije:
—No sé si deseo hacerlo. ¿Por qué no me ha llamado Wil?
—Estoy seguro de que tendrá un motivo importante —respondió Yin, al
tiempo que daba un paso hacia mí—. Wil me insistió mucho para que lo
lleve a él. Lo necesita. Los ojos de Yin suplicaban.
—¿Por qué no me acompaña adentro? Tomaremos una taza de café y
hablaremos de la situación. Miraba alrededor como si temiera algo.
—Por favor, volveré mañana a las ocho de la mañana. Wil ya ha
conseguido un vuelo y una visa para usted. —Sonrió mientras se
escabullía, sin darme tiempo a protestar.
A las ocho menos cinco salí por la puerta del vestíbulo principal
sin más equipaje que un bolso; el hotel había accedido a guardarme
todo lo demás. Mi plan consistía en regresar dentro de la semana...
a menos, desde luego, que sucediera algo extraño una vez que me
fuera con Yin. En ese caso, volvería de inmediato.
Exactamente puntual, Yin subió por el sendero de acceso en un viejo
Toyota y nos dirigimos hacia el aeropuerto. En el camino, se mostró
cordial, pero continuaba aduciendo ignorancia en cuanto a lo que
sucedía con Wil. En un momento consideré decirle, sólo para ver su
reacción, lo que me había dicho Natalie acerca del lugar misterioso
del Tíbet, y lo que me había dicho Wil aquella noche en mi cuarto.
Pero decidí no hacerlo. Opté por limitarme a observar a Yin con
atención y ver qué sensación me daban las cosas en el aeropuerto.
En el mostrador de la aerolínea descubrí que de veras alguien había
comprado un pasaje a mi nombre en un vuelo a Lhasa. Eché un vistazo
alrededor y traté de sondear la situación. Todo parecía normal. Yin
sonreía, obviamente de buen humor. Por desgracia, la empleada de los
pasajes no; hablaba apenas un poco de inglés y era muy exigente.
Cuando me pidió el pasaporte, me irrité aún más y le respondí con
igual brusquedad. En un momento me miró furiosa, como si fuera a
negarse de plano a darme los pasajes.
Yin se apresuró a intervenir y se puso a hablar con la empleada con
voz calma, en su nepalés nativo. Al cabo de unos minutos el
semblante y la actitud de la mujer comenzaron a cambiar. No volvió
a mirarme, pero hablaba con tono amable con Yin, y hasta rió de algo
que él le dijo. Unos minutos después, con nuestros pasajes y
permisos de abordaje, nos hallábamos sentados a una pequeña mesa en
una cafetería cercana a nuestra puerta de embarque. Había un fuerte
olor a cigarrillo en todas partes.
—Tienes mucha ira —me dijo Yin de pronto—. Y no usas muy bien tu
energía.
Me tomó por sorpresa.
—¿De qué me hablas? Me miró con amabilidad.
—Digo que no hiciste nada por ayudar a la mujer del mostrador y su
mal humor.
De inmediato supe a qué apuntaba. En Perú, la Octava Revelación
describía un método de levantar el ánimo de los demás concentrándose
en sus caras de una manera particular.
—¿Conoces las Revelaciones? —pregunté. Yin asintió, sin dejar de
mirarme.
—Sí —respondió—. Pero hay más.
—Acordarse de emitir energía no es tan fácil —agregué, a la
defensiva.
Con tono muy deliberado, Yin contestó:
—Pero debes darte cuenta de que, de todos modos, ya estabas
influyendo en esa mujer con tu energía, lo supiera ella o no. Lo
importante es cómo dispones tu... campo de... de... —Yin no
conseguía encontrar la palabra en inglés. —Campo de intención —dijo
al fin—. Tu Campo de Oración.
Lo miré con intensidad. En apariencia, Yin hablaba de la oración del
mismo modo que antes lo había hecho el hombre de cabello oscuro en
la piscina.
—¿De qué hablas, exactamente? —le pregunté.
—¿Alguna vez has estado en una habitación llena de gente donde la
energía y el estado de ánimo fueran bajos, y de pronto apareció
alguien que elevó de inmediato la energía de todos, con sólo entrar?
El campo de energía de esta persona va delante de ella y toca a
todos los demás.
—Sí —respondí—. Ya sé a qué te refieres. Su mirada me penetró.
—Si vas a encontrar Shambhala, debes aprender a hacer eso en forma
consciente.
—¿Shambhala? ¿De qué me hablas?
El rostro de Yin se puso pálido; su expresión reflejaba incomodidad.
Meneó la cabeza, como si sintiera que se había excedido y revelado
un secreto.
—No importa —respondió con humildad—. No es mi lugar. Es Wil quien
debe explicártelo. —Iba formándose la cola para subir al avión; Yin
se apartó con rapidez y avanzó hacia el encargado de controlar los
pasajes.
Yo me devanaba los sesos tratando de ubicar la palabra "Shambhala".
Por fin recordé. Shambhala era la comunidad mítica de la tradición
de los budistas tibetanos, en la que se habían basado las leyendas
sobre Shangri-La.
Miré a Yin.
—Ese lugar es un mito, ¿correcto?
Yin se limitó a entregar su pasaje a la azafata y avanzar por el
pasillo.
En el vuelo a Lhasa, Yin y yo nos sentamos en secciones diferentes
del avión, lo cual me dio tiempo para pensar. Lo único que sabía era
que Shambhala era de gran significación para los budistas tibetanos,
cuyos antiguos escritos la describían como una ciudad santa de
diamantes y oro, llena de adeptos y lamas... y oculta en algún lugar
de las vastas e inhabitables regiones del norte del Tíbet o China.
En tiempos más recientes, empero, la mayoría de los budistas hablaba
de Shambhala meramente en términos simbólicos, como la
representación de un estado espiritual, no como una localidad real.
Tendí una mano y de un bolsillo del asiento extraje un folleto
turístico del Tíbet, en la esperanza de obtener una renovada
sensación de su geografía. Situado entre China, al norte, y la India
y Nepal, al sur, el Tíbet es básicamente una gran meseta con pocas
zonas más bajas de 1.800 metros. En su frontera sur están los
imponentes Himalayas, incluido el monte Everest, y dentro de China,
en la frontera septentrional, se encuentran los vastos montes
Kunlún. En medio hay profundas gargantas, ríos inexplorados y
cientos de kilómetros cuadrados de tundra rocosa. Según el mapa, la
zona este del Tíbet parecía ser la más fértil y habitada, mientras
que el norte y el oeste eran ralos y montañosos, con pocos caminos,
todos de grava.
En apariencia hay sólo dos rutas principales hacia el Tíbet
occidental: la ruta norte, que emplean sobre todo los camioneros, y
la ruta sur, que bordea los Himalayas y es utilizada por peregrinos
de toda la región para llegar a los paisajes sagrados del Everest y
el lago Mansarowar y el monte Kailash, y más adelante, los
misteriosos Kunlún.
Alcé la vista de mi lectura. Mientras volábamos a más de diez mil
metros de altura, comencé a percibir un claro cambio de temperatura
y energía afuera. Abajo se elevaban los Himalayas en torrecillas
congeladas y rocosas, enmarcados por un cielo azul claro. Volábamos
casi directamente por encima de la cumbre del monte Everest al pasar
hacia el espacio aéreo del Tíbet, la tierra de las nieves, el techo
del mundo. Era una nación de buscadores, viajeros interiores, y
mientras contemplaba los valles verdes y las llanuras rocosas
rodeadas de montañas increíbles no pude sino sentir reverencia por
su misterio. Una pena que ahora estuviera brutalmente administrada
por un gobierno totalitario. ¿Qué hacía yo allí?, me pregunté.
Volví a mirar a Yin, sentado cuatro hileras detrás de mí. Me
molestaba que se mostrara tan reservado. Decidí, una vez más, ser
muy cauteloso. No iría más allá de Lhasa si no obtenía una completa
explicación.
Cuando llegamos al aeropuerto, Yin resistió a todas mis preguntas
sobre Shambhala, repitiendo su afirmación de que pronto nos
encontraríamos con Wil, y entonces me enteraría de todo. Tomamos un
taxi rumbo —según me dijo Yin— a un pequeño hotel cercano al centro
de la ciudad.
Lo sorprendí mirándome.
—¿Qué ocurre? —le pregunté.
—Sólo quería ver cómo te adaptas a la altitud —me respondió—. Lhasa
está a más de 3.600 metros. Debes tomarlo con calma por un rato.
Asentí, apreciando su preocupación, pero en ocasiones anteriores
siempre me había adaptado con facilidad a la altitud. Iba a
mencionárselo a Yin, cuando divisé a la distancia una enorme
construcción, semejante a una fortaleza.
—Es el palacio Potala —me explicó Yin—. Quería que lo vieras. Era la
residencia de invierno del Dalai Lama antes de su exilio. Ahora
simboliza la lucha del pueblo tibetano contra la ocupación china.
Apartó la vista y guardó silencio hasta que el auto se detuvo no
frente al hotel sino a unos treinta metros calle abajo.
—Wil ya debería estar aquí —dijo al fin, mientras se disponía a
abrir la puerta—. Espera en el taxi. Entraré a ver.
Pero, en lugar de bajar, se detuvo a observar la entrada. Seguí su
mirada y también yo me puse a mirar en esa dirección. La calle
estaba colmada de transeúntes tibetanos y unos cuantos turistas,
pero todo parecía normal. Luego mis ojos se posaron en un hombre
bajo, chino, que estaba parado cerca de la esquina del edificio, con
una especie de diario, aunque sus ojos escrutaban con atención la
zona.
Yin miró apresuradamente los autos estacionados en el cordón, del
otro lado de la calle con respecto al hombre del diario. Sus ojos se
detuvieron en un viejo auto marrón con varios ocupantes, vestidos
con trajes.
Rápidamente Yin dijo algo al taxista, que nos miró nervioso por el
espejo retrovisor y avanzó con lentitud hacia la siguiente
intersección. Mientras andábamos, Yin se inclinó para que no lo
vieran los hombres del auto marrón.
—¿Qué ocurre? —quise saber.
Yin me ignoró y le indicó al conductor que doblara a la izquierda y
avanzara más hacia el centro de la ciudad. Le aferré el brazo.
—Yin, ¿qué está pasando? ¿Quiénes eran esos hombres?
—No sé —me contestó—. Pero Wil no está aquí. Hay un solo lugar más
adonde creo que podría ir. Observa a ver si nos siguen.
Miré detrás de nosotros mientras Yin daba más instrucciones al
conductor del taxi. Vi varios autos detrás de nosotros, pero todos
doblaron. No había rastro del vehículo marrón.
—¿Ves a alguien allá atrás? —me preguntó Yin, al tiempo que se daba
vuelta para mirar por sí mismo.
—No creo —respondí.
Estaba a punto de preguntarle de nuevo qué estaba ocurriendo, cuando
noté que le temblaban las manos. Le miré bien la cara, pálida y
cubierta de sudor. Me di cuenta de que estaba aterrado. Verlo así
hizo que me recorriera el cuerpo un escalofrío de miedo.
Antes de que yo pudiera hablar, Yin señaló al taxista un espacio
para estacionar y se apresuró a hacerme bajar con mi bolso, para
conducirme por una calle lateral y luego por un estrecho callejón.
Tras caminar unos treinta metros, nos apoyamos contra la pared de un
edificio y esperamos varios minutos, con los ojos fijos en la
entrada de la calle de la que acabábamos de salir. Ninguno de los
dos habló una palabra.
Cuando nos pareció que no nos seguía nadie. Yin procedió a bajar
por el callejón hasta el edificio siguiente y golpeó varias veces.
No hubo respuesta, pero el cerrojo de la puerta se abrió
misteriosamente desde adentro.
—Espera aquí —me dijo Yin, al tiempo que abría la puerta—. Ya
vuelvo.
Entró en silencio en el edificio y cerró la puerta. Cuando oí el
cerrojo, me inundó una oleada de pánico. "¿Y ahora qué?", pensé. Yin
estaba asustado. ¿Iba a abandonarme allí? Miré callejón abajo,
hacia la calle colmada de gente. Eso era exactamente lo que yo más
había temido. Al parece, alguien buscaba a Yin, y quizá también a
Wil. Yo no tenía idea de en qué podía estar envuelto.
Tal vez fuera mejor si Yin de veras desaparecía, pensé. De ese modo
yo podría correr de vuelta a la calle y esconderme entre la
multitud hasta averiguar cómo regresar al aeropuerto. ¿Qué otra
cosa podía hacer entonces, sino volver a casa? Quedaría absuelto de
toda responsabilidad de buscar a Wil o hacer cualquier otra cosa en
aquella desventura.
La puerta se abrió de golpe y Yin salió. De nuevo cerraron de
inmediato.
—Wil dejó un mensaje —me dijo—. Vamos. Caminamos un poco más por el
callejón y nos ocultamos entre dos grandes recipientes para basura
mientras Yin abría un sobre y extraía una breve nota. Lo observé
mientras la leía. Daba la impresión de estar más pálido todavía.
Cuando terminó, me tendió la nota.
—¿Qué dice? —pregunté, al tiempo que tomaba la carta. Reconocí la
letra de Wil y empecé a leer:
Yin: Estoy convencido de que se nos permite el ingreso en Shambhala.
Pero debo seguir adelante. Es de suma importancia que traigas a
nuestro amigo estadounidense lo más lejos que puedas. Ya sabes que
los dakini te guiarán.
Wil
Miré a Yin, que me miró de reojo un momento y desvió la vista.
—¿A quién se refiere con "se nos permite el ingreso en Shambhala"?
Lo dice en forma figurada, ¿verdad? Él no cree que sea un lugar
real, ¿no?
Yin tenía la vista fija en el suelo.
—Por supuesto que Wil cree que es un lugar real —susurró.
—¿Y tú? —pregunté.
Miró para otro lado, con la apariencia de que le hubieran puesto
sobre los hombros todo el peso del mundo.
—Sí... Sí... —respondió—. Sólo que a la mayoría de la gente le ha
resultado imposible siquiera concebir la noción de ese lugar, y ni
hablar de llegar allí. Por cierto, tú y yo no podemos. —Calló de
repente.
—Yin —le dije—, tienes que decirme lo que está pasando. ¿Adónde va
Wil? ¿Quiénes son esos hombres a los que vimos en el hotel?
Se quedó mirándome fijo un instante y luego contestó:
—Creo que son oficiales de inteligencia chinos.
—¿Qué?
—No sé qué hacen aquí. En apariencia han sido alertados por toda la
actividad y las conversaciones sobre Shambhala. Muchos de los lamas
que hay aquí se dan cuenta de que algo está cambiando en este lugar
sagrado. Se ha hablado mucho del tema.
—¿Cambiando cómo? Cuéntame. Yin respiró hondo.
—Yo quería que te lo explicara Wil... pero supongo que ahora debo
intentarlo. Debes comprender lo que es Shambhala. Las personas que
viven allí son seres humanos de verdad, nacidos en ese lugar
sagrado, pero pertenecen a un estado de evolución más elevado.
Ayudan a sostener la energía y la visión para el mundo entero.
Desvié la mirada, pensando en la Décima Revelación.
—¿Son una suerte de guías espirituales?
—No como piensas —respondió Yin—. No son como miembros de una
familia ni otras almas que se hallan en la otra vida y podrían estar
ayudándonos desde esa dimensión. Son seres humanos que viven aquí
mismo, en la Tierra. Los que viven en Shambhala tienen una comunidad
extraordinaria y viven en un nivel de desarrollo más elevado. Ellos
modelan lo que el resto del mundo logrará en última instancia.
—¿Dónde queda ese lugar?
—No lo sé.
—¿Conoces a alguien que lo haya visto?
—No. De joven estudié con un gran lama, que un día declaró que iba a
Shambhala y al cabo de varias jomadas de celebración partió.
—¿Llegó allá?
—Nadie lo sabe. Desapareció y nunca más se lo vio en ningún lugar
del Tíbet.
—Entonces en realidad nadie sabe si ese sitio existe o no. Yin
guardó silencio un momento y luego dijo:
—Tenemos las leyendas...
—¿Quiénes tienen las leyendas?
Se quedó mirándome. Me di cuenta de que lo limitaba algún tipo de
código de silencio.
—Yo no puedo decirte eso. Pero el jefe de nuestra secta, el lama
Rigden, podría aceptar hablar contigo.
—¿Qué dicen las leyendas?
—Sólo puedo decirte que las leyendas son los adagios que dejaron
aquellos que en el pasado intentaron llegar a Shambhala. Tienen
siglos de antigüedad.
Yin estaba a punto de agregar algo más, cuando atrajo nuestra
atención un sonido en la calle. Observamos con atención pero no
vimos a nadie.
—Espera aquí —me dijo Yin.
De nuevo golpeó a la puerta y desapareció adentro. Con la misma
rapidez salió y fue hasta un Jeep viejo y herrumbrado, con una
cubierta de lona gastada. Abrió la puerta y me indicó que subiera.
—Vamos —me dijo—. Debemos apresurarnos.
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