EL LLAMADO DE SHAMBHALA
Mientras Yin comenzaba a conducir el jeep hacia afuera de Lhasa yo
permanecía en silencio, mirando las montañas por la ventanilla y
preguntándome qué habría querido decir Wil con su nota. ¿Por qué
había decidido continuar solo? ¿Y quiénes eran los dakini? Estaba
por preguntarle a Yin, cuando un camión militar chino cruzó en la
intersección frente a nosotros.
Verlos me sobresaltó; sentí que me invadía una oleada de
nerviosismo. ¿Qué estaba haciendo yo ahí? Acabábamos de ver
oficiales de inteligencia que acechaban ante la puerta del hotel
donde se suponía que nos reuniéramos con Wil. Tal vez nos buscaban a
nosotros.
—Espera un minuto, Yin —dije—. Quiero ir a un aeropuerto. Todo esto
parece demasiado peligroso para mí. Yin me miró alarmado.
—¿Y Wil? —preguntó—. Ya leíste la nota. Él te necesita.
—Sí, pero él está acostumbrado a este tipo de cosas. No creo que
espere que yo me ponga en peligro de esta manera.
Yin asintió.
—Ya estás en peligro. Debemos salir de Lhasa.
—¿Adónde vamos? —quise saber.
—Al monasterio del lama Ridgen, cerca de Shigatse. Será tarde cuando
lleguemos.
—¿Allá hay teléfono? —pregunté.
—Sí —respondió Yin—. Creo que sí... si funciona. Asentí y Yin volvió
a concentrarse en el camino. Muy bien, pensé. No haría daño alejarme
de aquel lugar antes de disponer lo necesario para volver a casa.
Durante horas avanzamos a los tumbos por la carretera mal
pavimentada, pasando camiones y coches viejos por el camino. El
paisaje era una mezcla de feas construcciones industriales y
hermosas vistas. Bastante después de anochecer, Yin se detuvo en el
patio de una casita construida con bloques de cemento. Al costado de
un taller mecánico, a la derecha, había atado un perro grande y
lanudo que nos ladraba furiosamente.
—¿Ésta es la casa del lama Ridgen? —pregunté.
—No, por supuesto que no —respondió Yin—. Pero conozco a la gente
que vive aquí. Podemos conseguir comida y combustible que quizá
necesitemos más adelante. Enseguida vuelvo.
Me quedé mirando mientras Yin subía los escalones de madera y
golpeaba a la puerta. Salió una mujer mayor, tibetana, que de
inmediato dio a Yin un fuerte abrazo. Yin señaló hacia mí, sonrió y
dijo algo que no logré entender. Luego me hizo una seña; bajé del
jeep y entré en la casa.
Oímos un débil chirrido de frenos que venía de afuera. Yin cruzó
corriendo la habitación y apartó las cortinas para mirar. Yo me
quedé de pie tras él. En la oscuridad, distinguí un auto oscuro, sin
identificación, estacionado del otro lado del camino, a unos treinta
metros de distancia.
—¿Quién es? —pregunté.
—No sé —respondió Yin—. Ve a traer nuestros bolsos. Rápido.
Lo miré con expresión interrogante.
—No te pasará nada —me aseguró—. Ve a buscarlos, pero apresúrate.
Con rapidez crucé el umbral y me acerqué al jeep, tratando de no
mirar hacia el auto estacionado a la distancia. Metí una mano por la
ventanilla lateral, tomé mi bolso y la mochila de Yin y enseguida
volví adentro con paso veloz. Yin seguía mirando por la ventana.
—¡No! —exclamó de pronto—. Ahí vienen. Un relámpago de faros de
auto iluminó la ventana, al tiempo que el auto avanzaba a gran
velocidad hacia la casa. Yin me sacó su mochila y me condujo por la
puerta de atrás hacia la oscuridad.
—Debemos ir por aquí —me gritó mientras comenzaba a guiarme por un
sendero que ascendía hacia un grupo de estribaciones rocosas. Eché
un vistazo a la casa, y para mi horror vi que los agentes de civil
se apeaban del auto y rodeaban la vivienda. Otro vehículo que ni
siquiera habíamos visto tomó con rapidez por un costado de la casa
y varios hombres más bajaron de un salto y comenzaron a subir
corriendo por la cuesta, a nuestra derecha. Yo sabía que, si
continuábamos en la dirección en que íbamos, nos alcanzarían en
pocos minutos.
—Yin, espera un momento —le dije en un susurro—. Van a alcanzarnos.
Se detuvo y acercó su cara a la mía en la oscuridad.
—A la izquierda —me dijo—. Los rodearemos.
En ese momento divisé a los otros agentes que corrían en esa
dirección. Si seguíamos la ruta de Yin, con seguridad nos verían.
Miré la parte más escarpada de la pendiente. Algo me llamó la
atención: un breve segmento del sendero lucía perceptiblemente más
claro.
—No, tenemos que subir derecho —dije en forma instintiva, y nos
encaminamos en esa dirección. Yin se demoró un instante a mis
espaldas y luego se apresuró a seguirme. Nos abrimos paso por entre
las rocas, mientras los agentes se cerraban desde la derecha hacia
nosotros.
En la cima de una elevación, un agente daba la impresión de estar
justo arriba de nosotros, de modo que nos agachamos entre dos
grandes peñascos. La zona que nos rodeaba aún resultaba
perceptiblemente más iluminada. El hombre, que no se hallaba a más
de diez metros de distancia, avanzaba hacia un sitio desde el cual
pronto nos vería con claridad. Entonces, cuando se aproximó a los
bordes del ligero resplandor, a segundos de vernos, se detuvo en
forma abrupta, comenzó a avanzar otra vez y volvió a detenerse, como
si de pronto hubiera cambiado de idea. Sin dar un paso más, se
volvió y bajó corriendo la colina.
Al cabo de unos momentos, le pregunté a Yin en un susurro si le
parecía que el agente nos había visto. —No —respondió—. No lo creo.
Vamos.
Continuamos ascendiendo la colina durante diez minutos más antes de
detenernos en un precipicio de piedra para mirar hacia la casa.
Alcanzamos a ver más autos oficiales que se acercaban. Uno era un
coche patrullero más viejo, con una luz roja parpadeante. La escena
me llenó de puro terror. Ya no quedaba la menor duda: esas personas
iban tras nosotros.
También Yin miraba ansioso hacia la casa. De nuevo le temblaban las
manos.
—¿Qué van a hacerle a tu amigo? —pregunté, horrorizado de lo que
podría responderme.
Yin me miró con lágrimas y furia en los ojos, y continuó guiándome
colina arriba.
Caminamos durante varias horas más, abriéndonos paso sólo a la luz
de la Luna menguante, periódicamente oscurecida por las nubes. Yo
quería preguntar por las leyendas que había mencionado Yin, pero él
continuaba enojado y taciturno. En lo alto de la colina se detuvo y
anunció que debíamos descansar. Mientras yo me sentaba en una roca
cercana, él se alejó unos cuatros metros, sumido en la oscuridad, y
permaneció de espaldas a mí.
—¿Por qué allá abajo estabas tan seguro de que debíamos subir
derecho por la colina? —me preguntó sin darse vuelta.
Tomé aliento.
—Vi algo —balbuceé—. De algún modo, esa área estaba más clara.
Parecía el camino indicado.
Se volvió, se acercó y se sentó en el suelo frente a mí.
—¿Ya antes habías visto algo similar? Traté de ahuyentar mi
ansiedad. El corazón me latía con fuerza, y apenas podía respirar.
—Sí —respondí—. Varias veces, últimamente. Desvió la mirada y guardó
silencio.
—Yin, ¿sabes de qué se trata?
—Las leyendas dirían que nos están ayudando.
—¿Quiénes?
De nuevo apartó la mirada.
—Yin, cuéntame lo que sepas sobre esto. No respondió.
—¿Son los dakini que Wil mencionaba en su nota? Siguió sin
responder.
Sentí una oleada de enojo.
—¡Yin! Dime lo que sabes.
Se puso de pie con rapidez y me miró furioso.
—De algunas cosas se nos prohibe hablar. ¿No comprendes? El solo
hecho de mencionar frívolamente los nombres de estos seres puede
dejar mudo, o ciego, a un hombre durante años. Ellos son los
guardianes de Shambhala.
Fue airado hasta una roca chata, la cubrió con su chaqueta y se
recostó.
También yo me sentía agotado, incapaz de pensar.
—Debemos dormir —dijo Yin—. Por favor, mañana sabrás más.
Lo miré un momento y luego me eché sobre la roca donde estaba
sentado y caí en un profundo sueño.
Me despertó un haz de luz que se levantaba entre dos picos nevados,
a la distancia. Al mirar alrededor me di cuenta de que Yin no
estaba. Me levanté de un salto y, con todo el cuerpo dolorido,
escruté la zona inmediata. Yin no se hallaba en ningún lugar que yo
alcanzara a ver.
Maldición, pensé. No tenía manera de saber dónde me encontraba. Me
recorrió una profunda oleada de angustia.
Esperé treinta minutos, contemplando las colinas marrones y rocosas
con pequeños valles de pasto verde, y él aún no regresaba. Entonces
advertí por primera vez que cuesta abajo, a unos ciento veinte
metros, había un camino de grava. Tomé mi bolso y bajé por entre las
piedras hasta alcanzarlo; luego me dirigí hacia el norte. Según
recordaba, por ahí se volvía a Lhasa.
No había andado ochocientos metros cuando me di cuenta de que, a
menos de cien pasos detrás de mí, cuatro o cinco personas se
encaminaban en la misma dirección. De un salto salí del camino y
volví a subir, metiéndome entre las rocas, de modo de quedar oculto
pero poder observarlos pasar. Cuando llegaron junto a mí me di
cuenta de que formaban una familia, compuesta por un anciano, un
hombre, algunas mujeres y dos jóvenes de aspecto adolescente.
Llevaban grandes bolsos, y el hombre más joven tiraba de un carro
lleno de posesiones. Parecían refugiados.
Pensé en aproximarme a ellos y al menos averiguar qué camino tomar,
pero decidí no hacerlo. Tenía miedo de que pudieran denunciarme más
adelante, de manera que los dejé pasar. Esperé veinte minutos más y
luego caminé con cautela en la misma dirección. Durante unos tres
kilómetros, el camino avanzaba sinuoso a través de las pequeñas
colinas rocosas y mesetas, hasta que a la distancia, en lo alto de
una de las colinas, distinguí un monasterio. Me desvié del camino y
trepé entre las rocas hasta quedar a unos doscientos metros del
lugar. Construido con ladrillos de color arena, el monasterio tenía
un tejado plano, pintado de marrón, y dos alas a cada lado del
edificio principal.
No alcanzaba a ver ningún movimiento, y al principio pensé que se
hallaba vacío. Pero luego se abrió la puerta del frente y vi a un
monje, ataviado con una túnica color rojo intenso, que salió y se
puso a trabajar en un jardín cerca de un árbol solitario que se
alzaba a la derecha del edificio.
Se lo veía bastante inofensivo, pero decidí no arriesgarme.
Retrocedí hasta el camino de grava, lo crucé y describí un amplio
rodeo por la izquierda del monasterio hasta pasarlo. Luego, con
cuidado, procedí a volver a subir por el camino; sólo me detuve para
sacarme la parka. El sol ya pegaba con fuerza y hacía un calor
sorprendente. Al cabo de más o menos un kilómetro y medio, cuando me
hallaba a punto de llegar a una pequeña elevación del camino, oí
algo. Corrí hacia las piedras y agucé el oído. Al principio pensé
que era un pájaro, pero poco a poco me di cuenta de que era alguien
hablando, lejos, a la distancia. ¿Quién?
Con suma cautela, subí entre las rocas hasta alcanzar una posición
más elevada y observé el pequeño valle que se extendía más abajo. Se
me congeló el corazón. Debajo de mí había una encrucijada de grava
en la cual vi tres jeeps militares estacionados. Tal vez una docena
de soldados se encontraban de pie allí, fumando cigarrillos y
hablando. Retrocedí, siempre agachado. Desanduve el camino por el
que había llegado hasta encontrar un lugar donde ocultarme, entre
dos grandes rocas.
Desde allí oí algo más a la distancia, del otro lado de la barrera
policial. Al principio era un zumbido bajo, y luego un ruido
entrecortado que reconocí. Un helicóptero.
Asustado, eché a correr entre las rocas lo más rápido que podía,
alejándome del camino. Crucé un arroyo y me resbalé, empapándome los
pies y los pantalones hasta las rodillas. Me levanté de un salto y
eché a correr de nuevo, pero se me enganchó un pie en una piedra y
caí rodando por una colina, con lo cual me desgarré los pantalones y
me lastimé una pierna. Me levanté con esfuerzo y seguí corriendo, en
busca de un mejor lugar donde esconderme.
Mientras el helicóptero se acercaba, salté otra pequeña elevación y
miré hacia atrás; en ese instante alguien me agarró y me arrastró al
interior de una garganta no muy espaciosa. Era Yin. Nos quedamos
inmóviles mientras el enorme helicóptero volaba directamente por
encima de nosotros.
—Es un Z-9 —dijo Yin. Su rostro reflejaba pánico, pero me di cuenta
de que también estaba furioso.
—¿Por qué me dejaste donde habíamos acampado? —me preguntó, casi
gritando.
—¡Fuiste tú quien me dejó! —contesté.
—Estuve ausente menos de una hora. Deberías haberme esperado.
Dentro de mí estallaron el miedo y el enojo.
—¿Esperado? ¿Por qué no me avisaste que te ibas? Aún no le había
dicho todo, pero oí que a la distancia el helicóptero volvía.
—¿Qué vamos a hacer? —le pregunté a Yin—. ¡No podemos quedarnos
aquí!
—Volveremos al monasterio —respondió—. Es ahí adonde fui antes.
Asentí; luego me levanté y busqué el helicóptero con la vista. Por
fortuna, se desviaba hacia el norte. Al mismo tiempo otra cosa me
llamó la atención: el monje al que había visto antes, que descendía
por la zanja hacia nosotros.
Se nos acercó y le dijo a Yin, en tibetano, algo que yo no entendí.
Luego me miró.
—Ven, por favor —me dijo en inglés, al tiempo que me tomaba del
brazo y me guiaba hacia el monasterio.
Cuando llegamos, primero atravesamos un portón y pasamos ante
numerosos tibetanos cargados con bolsos y diversas pertenencias.
Algunos eran muy pobres. Cuando llegamos al edificio principal del
monasterio, el monje abrió las grandes puertas de madera y nos
condujo a través de un amplio vestíbulo donde había más tibetanos
esperando. Mientras pasábamos, reconocí a un grupo; era la familia
a la que había dejado marchar delante de mí en el camino, un rato
antes. Me miraron con ojos afectuosos.
Yin vio que yo los miraba y me preguntó por qué; le expliqué que
los había visto en el camino.
—Estaban ahí para conducirte aquí —dijo Yin—. Pero tú tenías
demasiado miedo para seguir la sincronicidad.
Me miró con seriedad y luego continuó caminando tras el monje hasta
un pequeño estudio decorado con bibliotecas y escritorios y varios
molinillos de oraciones. Nos sentamos a una mesa de madera tallada,
donde el monje y Yin sostuvieron una extensa conversación en
tibetano.
—Permíteme mirarte la pierna —me pidió a nuestras espaldas otro
monje, en inglés. Llevaba una pequeña canasta llena de vendas y
varios frascos con gotero. A Yin se le iluminó la cara.
—¿Ustedes dos se conocen? —pregunté.
—Por favor —dijo el monje, ofreciéndome la mano al tiempo que hacía
una leve reverencia—. Me llamo Jampa. Yin se inclinó hacia
mí.
—Jampa está con el lama Rigden desde hace más de diez años.
—¿Quién es el lama Rigden?
Tanto Jampa como Yin se miraron como si no supieran con certeza
cuánto revelarme. Por fin, Yin dijo:
—Ya te he mencionado las leyendas. El lama Rigden las comprende más
que cualquier otra persona. Es uño de los principales expertos en
Shambhala.
—Cuéntame exactamente lo que ha sucedido —me dijo Jampa mientras
continuaba aplicando una especie de ungüento en mi pierna lastimada.
Miré a Yin, que con un gesto me indicó que así lo hiciera.
—Debo comunicarle al lama lo que te ha sucedido —explicó Jampa.
Procedí a contarle todo lo que me había ocurrido desde mi llegada a
Lhasa. Cuando terminé, Jampa me miró.
—¿Y qué sucedió antes de venir al Tíbet?
Le conté acerca de la hija de mi vecino y acerca de Wil.
El monje y Yin se miraron.
—¿Y qué has estado pensando? —preguntó Jampa.
—Estuve pensando que esto me supera —respondí—. Planeo dirigirme al
aeropuerto.
—No, no me refiero a eso —se apresuró a aclarar Jampa—. Esta mañana,
cuando descubriste que Yin se había ido, ¿cuál fue tu actitud, tu
estado de ánimo?
—Me asusté. Sólo sabía que los chinos caerían sobre mí en cuestión
de minutos. Traté de figurarme cómo regresar a Lhasa.
Jampa se volvió y miró ceñudo a Yin.
—Él no sabe de los Campos de Oración. Yin meneó la cabeza y desvió
la mirada.
—Ya lo hemos hablado —dije—. Pero no estoy seguro de saber qué
importancia pueda tener eso. ¿Qué sabes tú de estos helicópteros?
¿Nos buscan a nosotros?
Jampa se limitó a sonreír y me dijo que no me preocupara, que allí
me encontraría a salvo. Entonces fuimos interrumpidos por varios
otros monjes que nos traían sopa, pan y té. Mientras comíamos, mi
mente pareció despejarse y comencé a evaluar la situación. Quería
saber
todo acerca de lo que estaba sucediendo. En aquel mismo instante.
Miré a Jampa con determinación, y él me devolvió la mirada con
profunda calidez.
—Sé que tienes muchas preguntas —me dijo—. Permíteme decirte lo que
puedo. Somos una secta especial del Tíbet. Durante muchos siglos
hemos mantenido la creencia de que Shambhala es un lugar real.
También mantenemos él conocimiento de las leyendas, una sabiduría
oral tan antigua como el Kalachakra, consagrado a la integración de
toda verdad religiosa.
"Muchos de nuestros lamas están en contacto con Shambhala a través
de sus sueños. Hace unos meses, tu amigo Wil comenzó a aparecer en
los sueños del lama Rigden de Shambhala. Poco tiempo después, Wil
fue conducido a este mismo monasterio. El lama Rigden aceptó verlo,
y descubrió que Wil solía tener el mismo sueño.
—¿Qué le dijo Wil? —pregunté—. ¿Adónde fue?
Meneó la cabeza.
—Temo que deberás esperar, a ver si el lama Rigden te da esa
información.
Miré a Yin, que intentó sonreír.
—¿Y los chinos? —le pregunté a Jampa—. ¿De qué manera forman
parte de esto? Jampa se encogió de hombros.
—No sabemos. Tal vez saben algo acerca de lo que está sucediendo.
Asentí.
—Hay una cosa más —agregó Jampa—. En apariencia, en todos los sueños
aparece otra persona. Un estadounidense. —Hizo una pausa y una
pequeña reverencia. —Tu amigo Wil no estaba del todo seguro, pero le
pareció que eras tú.
Después de bañarme y cambiarme de ropa en la habitación que me
había asignado Jampa, salí al patio posterior. Varios monjes
trabajaban en una huerta, como si los chinos no constituyeran la
menor preocupación. Miré las montañas y escruté el cielo. No se
veía ningún helicóptero por ninguna parte.
—¿Quisieras sentarte en aquel banco, allá arriba? —habló una voz
detrás de mí. Al volverme vi que Yin salía por una puerta situada a
mis espaldas.
Hice un gesto de asentimiento, y subimos por varias terrazas llenas
de plantas ornamentales y comestibles, hasta alcanzar unos asientos
que enfrentaban un elaborado santuario budista. Una gran estribación
montañosa enmarcaba el horizonte detrás de nosotros, pero hacia el
sur teníamos una vista panorámica del campo que se extendía por
kilómetros. Se veían muchas personas andando por los caminos o
tirando de carros.
—¿Dónde está el lama? —pregunté.
—No sé —respondió Yin—. Todavía no ha aceptado verte.
—¿Por qué?
Yin meneó la cabeza.
—No lo sé.
—¿Crees que él sabe dónde está Wil? De nuevo Yin negó con la cabeza.
—¿Crees que los chinos todavía nos buscan? —pregunté.
Yin se limitó a encogerse de hombros, con la vista fija en la
distancia.
—Lamento que mi energía sea tan mala —se excusó—. Por favor, no
dejes que te influya. Es sólo que mi ira me supera. Desde 1954 los
chinos se han propuesto sistemáticamente destruir la cultura
tibetana. Mira a esa gente que va caminando allá. Muchos son
granjeros desalojados a causa de iniciativas económicas que han
ordenado los chinos. Otros son nómadas que se mueren de hambre
porque estas políticas han alterado su modo de vida. —Cerró ambos
puños.
"Los chinos están haciendo lo mismo que Stalin hizo en Manchuria, al
introducir en el Tíbet a miles de extranjeros, en este caso chinos
de diversas etnias, para cambiar el equilibrio cultural e instituir
las costumbres chinas.
Exigen que en nuestras escuelas se enseñe sólo el idioma chino.
—Esa gente que está ante las puertas del monasterio —pregunté—, ¿por
qué viene aquí?
—El lama Rigden y los monjes trabajan para ayudar a los pobres que
peor lo están pasando con la transición de su cultura. Es por eso
que los chinos lo han dejado en paz: él ayuda a solucionar problemas
sin agitar al populacho contra los invasores.
Lo dijo de una manera que reflejaba un leve resentimiento contra el
lama, y de inmediato comenzó a disculparse.
—No —dijo—. No fue mi intención dar a entender que el lama coopera
demasiado. Pero lo que hacen los chinos es despreciable. —Volvió a
apretar los puños y se golpeó las rodillas. —Muchos creían, al
principio, que el gobierno chino se mostraría respetuoso de las
costumbres tibetanas, que podríamos existir dentro de la nación
china sin perderlo todo. Pero el gobierno se ha propuesto
destruirnos. Esto se ve con más claridad ahora, y debemos comenzar
a hacerles las cosas más difíciles.
—¿Quieres decir tratar de combatirlos? —pregunté—. Yin, sabes que no
pueden ganar esa batalla.
—Lo sé, lo sé —repuso—. Pero me enojo mucho cuando pienso en lo que
están haciendo. Algún día los guerreros de Shambhala saldrán a
derrotar a estos monstruos del mal.
—¿Qué?
—Es una profecía de mi pueblo. —Me miró y meneó la cabeza. —Ya sé
que debo manejar mi ira. Destruye mi Campo de Oración.
En forma abrupta se puso de pie y agregó:
—Iré a preguntarle a Jampa si ha hablado con el lama. Por favor,
discúlpame. —Hizo una ligera reverencia y se marchó.
Por un rato contemplé el paisaje tibetano, tratando de comprender
plenamente el daño causado por la ocupación china. En un momento
hasta me pareció oír otro helicóptero, pero sonaba demasiado lejos
como para saberlo con certeza. Sabía que la ira de Yin estaba
justificada, y reflexioné durante varios minutos más en las
realidades de la situación política en el Tíbet. De nuevo pensé en
preguntar por un teléfono, y me planteé cuán difícil sería hacer una
llamada internacional.
Estaba por levantarme y entrar, cuando me di cuenta de que me sentía
cansado, así que respiré hondo un par de veces y traté de
concentrarme en la belleza que me rodeaba. Las montañas de picos
nevados y los tonos verdes y marrones del paisaje eran severos y
hermosos; el cielo, de un azul intenso con apenas unas cuantas nubes
a lo largo del horizonte occidental.
Mientras miraba, noté que los dos monjes que se hallaban varios
niveles más abajo de mí miraban fijamente en mi dirección. Eché un
vistazo rápido a mis espaldas para ver si había algo allá arriba,
pero no vi nada desacostumbrado. Los miré y les sonreí.
Al cabo de unos minutos uno de ellos comenzó a ascender por los
escalones de piedra hacia mí, llevando una canasta llena de
herramientas de mano. Cuando llegó a mi lado me dirigió un cortés
saludo con la cabeza y comenzó a quitar las malas hierbas de un
cantero de flores situado a unos seis metros a mi derecha. Varios
minutos después se le unió el otro monje, que también se puso a
cavar. De vez en cuando me miraban con ojos inquisitivos y
respetuosos movimientos de cabeza.
Respiré hondo unas cuantas veces más y me concentré de nuevo en la
lejana distancia, pensando en lo que me había dicho Yin sobre su
Campo de Oración. Le preocupaba que su ira contra los chinos
destruyera su energía.
¿Qué quería decir con eso?
De pronto comencé a sentir el calor del sol y a percibir su
luminosidad en forma más consciente, experimentando una cierta
apacibilidad que no había sentido desde mi llegada al país. Respiré
hondo, con los ojos cerrados, y percibí algo más, una fragancia
desusadamente dulce, como un ramo de flores. Lo primero que pensé
fue que los monjes habían cortado algunas flores de las plantas que
estaban podando y las habían dejado cerca de mí.
Abrí los ojos y miré, pero no había ninguna flor cerca. Me esforcé
por distinguir alguna brisa que pudiera haber llevado hacia mí la
fragancia, pero el aire no se movía. Entonces noté que los monjes
habían dejado sus herramientas y me miraban con intensidad, con los
ojos agrandados y la boca semiabierta, como si hubieran visto algo
extraño. De nuevo miré hacia atrás, tratando de figurarme qué
sucedía. Al reparar en que me habían perturbado, juntaron con
rapidez sus herramientas y canastas y bajaron casi corriendo el
sendero que iba al monasterio. Los seguí con los ojos un momento,
viendo cómo se agitaban y revoloteaban sus túnicas cuando se dieron
vuelta a ver si yo los miraba.
En cuanto bajé y entré en el monasterio, supe que había alguna
actividad importante en marcha. Los monjes se escurrían de un lado
a otro y susurraban entre sí en el recinto.
Caminé por un pasillo hasta llegar a mi habitación, de nuevo
planeando preguntar a Jampa cómo podía hacer para hablar por
teléfono. Mi ánimo estaba mejor, pero de nuevo me cuestionaba mi
sentido de autopreservación. En lugar de intentar salir de aquel
país, algo o alguien me arrastraba más y más hacia lo que estaba
sucediendo allí. ¿Quién sabía lo que podían hacer los chinos si me
capturaban? ¿Sabían mi nombre? Incluso quizá fuera ya demasiado
tarde para marcharme por aire.
Estaba a punto de ponerme de pie y buscar a Jampa, cuando él entró
de pronto en la habitación.
—El lama ha accedido a verte —me anunció—. Es un gran honor. No te
preocupes; habla perfecto inglés. Asentí, un poco nervioso. Jampa,
de pie en la puerta, parecía expectante.
—Debo escoltarte... ahora.
Me levanté y seguí a Jampa, que me condujo a través de una
habitación muy grande, con cielos rasos altos, hasta un cuarto más
pequeño, del otro lado. Cinco o seis monjes, que sostenían
molinillos de oraciones y pañuelos blancos, nos miraron con
expectativa mientras nosotros íbamos hasta el frente y nos
sentábamos. Yin me saludó con un ademán desde el otro extremo.
—Ésta es la sala de recibo —me dijo Jampa. El interior del recinto
era de madera, pintada de celeste. Murales y mandalas tallados a
mano adornaban las paredes. Esperamos unos minutos y entonces entró
el lama. Era más alto que la mayoría de los otros monjes, pero
vestía una túnica exactamente igual a las de los demás. Tras mirar a
todos los presentes con gran detenimiento, pidió a Jampa que se
adelantara. Se tocaron las frentes y el lama susurró algo al oído
del monje.
De inmediato Jampa se volvió y comenzó a indicar con gestos a todos
los otros monjes que salieran con él de la habitación. También Yin
se dispuso a retirarse, pero mientras lo hacía me miró de soslayo y
me dirigió un leve movimiento de cabeza, gesto que tomé como señal
de aliento para mi inminente conversación. Muchos de los monjes me
entregaron sus pañuelos, asintiendo con expresión de entusiasmo.
Cuando la habitación quedó vacía, el lama me indicó con la mano que
me adelantara y me sentara en una pequeña silla de respaldo recto
situada a su derecha. Al acercarme hice una leve reverencia y me
senté.
—Gracias por recibirme —dije.
Asintió y sonrió; me miró un largo momento.
—¿Podría preguntarle por mi amigo Wilson James? —dije al fin—.
¿Usted sabe dónde está?
—¿Qué es lo que sabes tú de Shambhala? —me preguntó el lama a su
vez.
—Supongo que siempre he pensado que es un lugar imaginario, una
fantasía, como Shangri-La.
Ladeó la cabeza y respondió con tono práctico:
—Es un lugar real de la Tierra, que existe como parte de la
comunidad humana.
—¿Por qué nadie ha descubierto nunca dónde está? ¿Y por qué tantos
budistas prominentes hablan de Shambhala como una forma de vida, una
mentalidad?
—Porque Shambhala en verdad representa una forma de ser y de vivir.
Es una manera precisa de referirse a Shambhala. Pero además es un
sitio verdadero donde gente verdadera ha logrado esta forma de ser
en comunidad unos con otros.
—¿Usted ha estado allí?
—No, no. Todavía no he sido llamado.
—¿Entonces cómo puede estar tan seguro?
—Porque he soñado muchas veces con Shambhala, como muchos otros
adeptos de la Tierra. Comparamos nuestros sueños, y son tan
similares que sabemos que tiene que ser un lugar real. Y mantenemos
el conocimiento sagrado, las leyendas, que explican nuestra
relación con esta comunidad sagrada.
—¿Cuál es esa relación?
—Debemos preservar el conocimiento mientras esperamos el momento en
que Shambhala se torne conocida a todos los pueblos.
—Yin me dijo que algunos creen que en algún momento los guerreros de
Shambhala vendrán al fin a derrotar a los chinos.
—La ira de Yin es muy peligrosa para él.
—¿Está equivocado, entonces?
—Él habla desde el punto de vista humano, que ve la derrota en
términos de guerra y lucha física. Todavía no se conoce la manera
exacta en que se cumplirá esta profecía. Primero deberemos
comprender Shambhala. Pero sabemos que ésta será una clase diferente
de batalla.
Esta última declaración me resultó críptica, pero el lama hablaba de
manera tan compasiva que sentí más reverencia que confusión.
—Nosotros creemos —continuó el lama Rigden— que está muy cerca el
tiempo en que se conocerán en el mundo las costumbres de Shambhala.
—Lama, ¿cómo lo sabe?
—Una vez más, por nuestros sueños. Tu amigo Wil ha estado aquí, como
sin duda ya sabrás. Lo hemos tomado como una gran señal, porque
antes habíamos soñado con él. Él ha olido la fragancia y oído la
emisión.
Me tomó por sorpresa.
—¿Qué clase de fragancia? Sonrió.
—La que tú mismo oliste hoy, hace un rato. Ahora todo cobraba
sentido. La manera como habían reaccionado los monjes y la inmediata
decisión del lama de recibirme.
—También a ti están llamándote —agregó—. El envío de la fragancia es
algo muy raro. Yo lo he visto ocurrir una vez, cuando me hallaba con
mi maestro, y de nuevo cuando estuvo aquí tu amigo Wil. Ahora ha
ocurrido de nuevo contigo. Yo no sabía si recibirte o no. Es muy
peligroso hablar de estas cosas de modo trivial. ¿Ya has oído el
grito?
—No —respondí—. No comprendo qué es.
—Es también un llamado de Shambhala. Sigue prestando atención, a ver
si percibes un sonido especial. Cuando lo oigas sabrás lo que es.
—Lama, no estoy seguro de querer ir a ningún lado. Este lugar parece
muy peligroso para mí. En apariencia, los chinos saben quién soy.
Creo que quiero volver a los Estados Unidos lo antes posible.
¿Puede decirme dónde encontrar a Wil? ¿Está en algún lugar cercano?
El lama meneó la cabeza, con expresión muy triste.
—No. Lo lamento, pero él se ha comprometido a continuar.
Guardé silencio un largo momento; el lama se limitaba a mirarme.
—Hay algo más que debes saber —añadió—. Según los sueños, está muy
claro que, sin ti, Wil no podría sobrevivir a este intento. Para que
él tenga éxito también tú deberás estar allí.
Me recorrió una oleada de miedo; desvié la mirada. Aquello no era lo
que yo quería oír.
—Las leyendas dicen —prosiguió el lama— que en Shambhala cada
generación tiene un cierto destino que se conoce y se habla
públicamente. Lo mismo se aplica a las culturas humanas exteriores a
Shambhala. A veces puede ganarse gran fuerza y claridad observando
el coraje y la intención de la generación que nos precedió.
Me pregunté adónde quería llegar con aquello.
—¿Tu padre vive? —me preguntó. Negué con un movimiento de la cabeza.
—Murió hace un par de años.
—¿Sirvió en la gran guerra de la década de 1940? —preguntó.
—Sí —respondí—. Así es.
—¿Participó en la lucha?
—Sí, durante casi toda la guerra.
—¿Te contó de la situación de mayor miedo que vivió? Su pregunta me
hizo retroceder mucho en el tiempo, llevándome a conversaciones
sostenidas con mi padre durante mi juventud. Pensé un momento.
—Probablemente el desembarco en Normandía de 1944 en la playa Omaha.
—Ah, sí —repuso el lama—. He visto las películas estadounidenses
sobre ese desembarco. ¿Tú las has visto?
—Sí —contesté—. Me conmovieron mucho.
—Hablaban del miedo y el coraje de los soldados —continuó.
—Sí.
—¿Tú crees que podrías haber hecho esas cosas?
—No sé. No entiendo cómo las hicieron ellos.
—Tal vez para ellos fue más fácil, porque era el llamado de toda una
generación. En algún nivel lo percibían todos: los que luchaban, los
que fabricaban las armas, los que cultivaban los alimentos. Salvaron
el mundo en su momento de mayor peligro.
Calló un momento, como esperando que yo le formulara alguna
pregunta, pero no hice más que mirarlo.
—El llamado de tu generación es diferente —me dijo—. También
ustedes deben salvar el mundo. Pero deben hacerlo de otra manera.
Deben comprender que dentro de ustedes hay un gran poder que puede
cultivarse y ampliarse, una energía mental que siempre se ha
denominado "oración".
—Así me han dicho —repuse—. Pero supongo que todavía no sé cómo
usarlo.
Ante esto, sonrió y comenzó a ponerse de pie, mirándome con un
brillo en los ojos.
—Sí —dijo—. Lo sé. Pero lo sabrás. Ya lo sabrás.
Me recosté en el catre de mi cuarto y pensé en todo lo que el lama
me había dicho. Se había puesto de pie y concluido la conversación
de manera abrupta, desechando con un ademán el resto de mis
preguntas sin formular.
—Ahora ve a descansar —me dijo, tras lo cual hizo sonar una
campanilla para llamar a varios monjes—. Mañana hablaremos de nuevo.
Más tarde, tanto Jampa como Yin me hicieron contarles en gran
detalle todo lo dicho por el lama. Pero lo cierto era que Rigden me
había dejado con más preguntas que respuestas. Todavía no sabía
adónde había ido Wil o qué significaba en realidad el llamado de
Shambhala. Todo sonaba fantasioso y peligroso.
Yin y Jampa se negaron a discutir cualquiera de estas
cuestiones. Pasamos el resto de la tarde comiendo y contemplando el
paisaje, y luego nos retiramos a dormir temprano. Ahora yo me
encontraba mirando fijo el cielo raso, incapaz de dormir, la cabeza
llena de pensamientos remolineantes.
Repasé mentalmente, varias veces, toda mi experiencia en el Tíbet, y
al fin caí en un sueño intranquilo. Soñé que corría entre las
multitudes de Lhasa, buscando refugio en uno de los monasterios. Los
monjes que había en la entrada me miraban y se apresuraban a cerrar
la puerta. Me perseguían soldados. Yo corría sin esperanza por
callejones oscuros, hasta que, al final de una calle, distinguía a
mi derecha una zona iluminada, similar a la que había visto
despierto. Al acercarme, la luz desaparecía en forma gradual, pero
delante de mí había un portón. Los soldados daban vuelta a la
esquina, a mis espaldas. Yo atravesaba corriendo la puerta y me
encontraba en medio de un paisaje helado...
Me desperté sobresaltado. ¿Dónde estaba? Poco a poco reconocí la
habitación; me levanté y fui hasta la ventana. Hacia el este
comenzaba a amanecer, de modo que traté de olvidar el sueño y volver
a la cama, una idea que resultó por entero infructuosa. Estaba
totalmente despierto.
Me puse unos pantalones y una chaqueta, bajé las escaleras y salí
al patio situado junto a la huerta, donde me senté en un banco de
metal ornado. Mientras contemplaba la salida del Sol, oí algo a mi
espalda. Era la figura de un hombre que venía del monasterio hacia
mí. El lama Rigden. Me puse de pie y él me hizo una profunda
reverencia.
—Te has levantado temprano —me dijo—. Espero que hayas dormido bien.
—Sí —respondí, mirándolo mientras avanzaba y derramaba un puñado de
granos en el estanque, para los peces. El agua remolineaba mientras
los animales consumían la comida.
—¿Qué has soñado? —me preguntó sin mirarme. Le conté de la
persecución y la zona iluminada. Me miró asombrado.
—¿También has tenido esa experiencia en la vigilia? —me preguntó.
—Varias veces en este viaje —contesté—. Lama, ¿qué está sucediendo?
Sonrió y se sentó en otro banco, frente a mí.
—Están ayudándote los dakini.
—No comprendo. ¿Qué son los dakini? Wil dejó una nota en la que se
refería a ellos, pero antes de eso yo nunca los había oído
mencionar.
—Son del mundo espiritual. En general aparecen como del sexo
femenino, pero pueden adoptar cualquier forma que deseen. En
Occidente se los conoce con el nombre de "ángeles", pero son mucho
más misteriosos que lo que cree la mayoría. Temo que sólo los
conozca en verdad la gente de Shambhala. Las leyendas afirman que se
mueven con la luz de Shambhala.
Hizo una pausa y me dirigió una mirada intensa.
—¿Has decidido si vas a responder a este llamado?
—No sabría cómo proceder —repuse.
—Las leyendas te guiarán. Dicen que, cuando llegue el momento de que
se conozca Shambhala, mucha gente comenzará a comprender cómo viven
allí y la verdad que encierra la energía de la oración. La oración
no es un poder que se manifiesta sólo cuando nos sentamos decididos
rezar en una situación particular. La oración funciona en esos
momentos, por supuesto, pero también funciona en otros.
—¿Se refiere a un Campo de Oración constante?
—TODO LO QUE ESPERAMOS, BUENO O MALO, CONSCIENTE O INCONSCIENTE,
AYUDAMOS A TRAERLO A LA EXISTENCIA. Nuestra oración es una energía o
poder que emana de nosotros en todas direcciones. En la mayoría de
la gente, que piensa de maneras comunes, este poder es muy débil y
contradictorio. Pero en otros, que parecen lograr mucho en la vida
y que son muy creativos y exitosos, este campo de energía es fuerte,
aunque en general todavía es inconsciente. Los individuos de este
grupo poseen un campo fuerte porque habitualmente han crecido en un
ambiente donde aprendieron a esperar el éxito y más o menos darlo
por sentado, porque tuvieron modelos fuertes a este respecto y los
han emulado. Sin embargo, las leyendas dicen que pronto toda la
gente se enterará de este poder y comprenderá que nuestra capacidad
para usar esta energía puede fortalecerse y ampliarse.
"Te he dicho todo esto para explicarte cómo responder al llamado de
Shambhala. Para encontrar ese lugar sagrado, debes ampliar
sistemáticamente tu energía hasta que emanes suficiente fuerza
creativa para ir allá. El procedimiento para lograrlo se explica en
las leyendas y abarca tres pasos importantes. También existe un
cuarto paso, pero sólo lo conoce en su totalidad la gente de
Shambhala. Es por eso que encontrar Shambhala resulta tan difícil.
Aunque uno logre ampliar su energía mediante los tres primeros
pasos, debe contar con ayuda para realmente encontrar el camino a
Shambhala. Los dakini deben abrir las puertas.
—Usted dijo que los dakini son seres espirituales. ¿Quiere decir
almas que están en la Otra Vida y que actúan como guías con
nosotros?
—No. Los dakini son seres diferentes, que actúan para despertar a
los humanos y velar por ellos. No son humanos, y nunca lo fueron.
—¿Y son lo mismo que los ángeles? El lama sonrió.
—Son lo que son. Una realidad. Cada religión les da un nombre
diferente, así como cada religión tiene una manera diferente de
describir a Dios y la manera en que deben vivir los humanos. Pero en
cada religión la experiencia de Dios, la energía del amor, es
exactamente la misma. Cada religión tiene su propia historia de esta
relación y su propia manera de hablar acerca de ella, pero existe
una sola fuente divina. Lo mismo ocurre con los ángeles.
—¿De modo que ustedes no son estrictamente budistas?
—Nuestra secta y las leyendas que sostenemos tienen sus raíces en el
budismo, pero abogamos por la síntesis de todas las religiones.
Creemos que cada una tiene su verdad que debe ser incorporada con
todas las otras. Es posible hacerlo sin perder la soberanía o verdad
básica de la manera tradicional de cada una. En su esencia, yo
también me denominaría cristiano, por ejemplo, y judío o musulmán.
Creemos que los que están en Shambhala también trabajan en pos de
una integración de toda verdad religiosa. Trabajan para esto en el
mismo espíritu que el Dalai Lama hace conocidas las iniciaciones
Kalachakra a cualquiera que posea un corazón sincero.
Me limité a mirarlo, tratando de absorberlo todo.
—No trates de comprenderlo todo ahora —me aconsejó el lama—. Sólo
debes tener en cuenta que, para que la fuerza de la energía de la
oración crezca lo bastante como para resolver los peligros que
plantean los que temen, es importante la INTEGRACIÓN DE TODAS LAS
VERDADES RELIGIOSAS. Recuerda también que los dakini son reales.
—¿Por qué desean ayudarnos? —pregunté.
El lama respiró hondo, sumido en sus pensamientos. Al parecer, la
pregunta constituía un punto de frustración para él.
—He trabajado toda mi vida para entender esta cuestión —respondió al
fin—, pero debo admitir que no lo sé. Creo que ése es el gran
secreto de Shambhala y no será comprendido hasta que se comprenda
Shambhala.
—¿Pero usted piensa —lo interrumpí— que los dakini están ayudándome?
—Sí —respondió con firmeza—. A ti y a tu amigo Wil.
—¿Y Yin? ¿Qué papel desempeña él en todo esto? —Yin conoció a tu
amigo Wil en el monasterio. También Yin ha soñado contigo, pero en
un contexto diferente del mío o del de los otros lamas. Yin estudió
en Inglaterra y está muy familiarizado con las costumbres
occidentales. Él será tu guía, aunque es muy reacio, como sin duda
ya habrás observado. Esto sólo se debe a que no quiere decepcionar a
nadie. Será tu guía y te llevará lo más lejos que pueda.
Hizo una nueva pausa y me miró expectante. —¿Y el gobierno chino?
—pregunté—. ¿Qué están haciendo? ¿Por qué tienen tanto interés en lo
que sucede? El lama bajó los ojos.
—No sé. Parece que intuyen que está pasando algo con Shambhala.
Siempre han tratado de reprimir la espiritualidad tibetana, pero
ahora parecen haber descubierto nuestra secta. Debes tener mucho
cuidado. Nos temen mucho.
Desvié la mirada un momento, pensando todavía en los chinos.
—¿Te has decidido? —preguntó.
—¿Se refiere a si ir o no? Esbozó una sonrisa compasiva.
—Sí.
—No lo sé. No estoy seguro de tener el coraje de arriesgarme a
perderlo todo.
El lama siguió mirándome, mientras movía con suavidad la cabeza.
—Usted habló del desafío de mi generación —le dije—. Todavía no lo
entiendo.
—La Segunda Guerra Mundial, lo mismo que la Guerra Fría —comenzó el
lama—, fue el desafío que debió enfrentar la generación anterior.
Los grandes progresos en cuanto a tecnología habían puesto
cantidades masivas de armas en manos de las naciones. En su fervor
nacionalista, las fuerzas del totalitarismo intentaban conquistar a
los países democráticos. Esta amenaza habría prevalecido si los
ciudadanos comunes no hubieran luchado y muerto en defensa de la
libertad, asegurando así el éxito de la democracia en el mundo.
"Pero la tarea de ustedes es diferente de la de nuestros padres. La
misión de toda tu generación es diferente en su naturaleza misma de
la tarea que debió cumplir la generación de la Segunda Guerra
Mundial. Ellos tuvieron que combatir una tiranía particular con
violencia y armas.
Ustedes deben pelear contra los CONCEPTOS de guerra y enemigos.
Pero exige el mismo heroísmo. ¿Entiendes? De ningún modo los padres
de ustedes podrían haber hecho lo que hicieron, pero perseveraron.
Lo mismo deben hacer ustedes. Las fuerzas del totalitarismo no han
desaparecido; simplemente ya no se expresan a través de naciones que
procuran imperios. Ahora las fuerzas de la tiranía son
internacionales y mucho mas sutiles, y se aprovechan de nuestra
dependencia de la tecnología y el crédito y el deseo de
conveniencia. Por temor, buscan centralizar todo crecimiento
tecnológico en manos de unos pocos, de modo de poder salvaguardar su
posición económica y controlar la futura evolución del mundo.
"Oponérseles con la fuerza es imposible. Ahora la democracia
debe custodiarse con el paso siguiente en la evolución de la
libertad. DEBEMOS USAR EL PODER DE NUESTRA VISIÓN, Y LAS
EXPECTATIVAS QUE FLUYEN DE NOSOTROS, COMO UNA ORACIÓN CONSTANTE.
ESTE PODER ES MÁS FUERTE QUE LO QUE PUEDA LLEGAR A SABERSE HOY, Y
DEBEMOS DOMINARLO Y COMENZAR A USARLO ANTES DE QUE SEA DEMASIADO
TARDE. Hay signos de que algo está cambiando en Shambhala. Está
abriéndose, cambiando. El lama me miraba con determinación de acero.
—Debes responder el llamado de Shambhala —continuó—. Es la única
manera de honrar lo que tus antepasados hicieron antes de ti.
Su comentario me llenó de ansiedad.
—¿Qué hago primero? —pregunté.
—Completa las extensiones de tu energía —respondió el lama—. No te
resultará fácil, a causa de tu miedo e ira. Pero si persistes, el
acceso se presentará ante ti.
—¿El acceso?
—Sí. Nuestras leyendas dicen que hay varios puntos de acceso a
Shambhala: uno en los Himalayas orientales, en la India; otro en el
noroeste, en la frontera con China; y un tercero en el extremo norte
de Rusia. Las señales te guiarán hasta el más adecuado. Cuando todo
parezca perdido, busca a los dakini.
Mientras el lama hablaba, salió Yin con nuestras mochilas.
—Muy bien —repuse, cada vez más aterrado—. Lo intentaré. —Mientras
hablaba no podría creer en las palabras que me salían de la boca.
—No te preocupes —dijo el lama Rigden—. Yin te ayudará. Sólo
recuerda que, antes de poder encontrar Shambhala, DEBES AMPLIAR EL
NIVEL DE ENERGÍA QUE EMANA DE TI HACIA EL MUNDO. Si no logras eso,
no podrás tener éxito. Debes dominar la fuerza de tus expectativas.
Miré a Yin, que esbozó una semisonrisa.
—Es hora —dijo.
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