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EL MAYA, LA ILUSION, LA CAVERNA
 DE PLATON...

LOBSANG RAMPA

 
¿Quién, una vez u otra, no ha pensado en «qué sentido tiene esta vida terrenal»? ¿Es indispensable el tener que afrontar tantos sinsabores y trabajos? La verdad, sin duda, es que tie­nen que existir los sufrimientos, las estrecheces y las guerras. Ponemos demasiado interés en las cosas de este mundo; tendemos a pensar que nada hay tan importante como la vida sobre la Tierra. La verdad es que, sobre la Tierra, no somos nada más que unos actores sobre la escena, cambiando el ves­tuario al compás de nuestros papeles y, al final de cada acto, retirándonos por un rato, para comparecer en el siguiente. vestidos con otras trazas.


Las guerras son necesarias. Sin ellas, el mundo sería rápida­mente superpoblado. Son necesarias porque ofrecen ocasiones para el sacrificio de sí mismo y para que el hombre se eleve, por encima de los límites de la carne, al servicio de los demás. Miramos la vida como es vivida en este mundo, como si fuese la única cosa importante. En realidad, es la cosa que importa menos.
Cuando existimos corno espíritus, somos indestructibles. So­mos inmunes a las penas y enfermedades. Por eso el espíritu, que necesita ganar experiencia, ocasiona un cuerpo de carne y hueso — un cuerpo que es una masa de protoplasma ani­mado — para que así pueda aprender las lecciones de la experiencia. Sobre la Tierra, el cuerpo es como un títere, sal­tando y danzando a las órdenes del Super-yo que, a través de la Cuerda de Plata, ordena y recibe mensajes.
Por un momento, miremos las cosas de una manera más bien diferente — ¿no es así? —. Una persona que llega a la Tierra por vez primera, quizás es una criatura inerme, algo parecido a un recién nacido, incapaz de hacer planes por sí mismo. Por consiguiente, los planes se los deben hacer otras personas. Por ahora no hay que preocuparse de los que aún se encuen­tran por evolucionar; porque si el lector se encuentra estu­diando este curso, ello significa que se halla en un estado de su evolución que le capacita para planear más o menos las cosas que le faltan por aprender. Examinemos cómo se en­cuentran las cosas antes de que un individuo regrese sobre la Tierra.
Un individuo — un ser — ha regresado al Super-yo, en los planos astrales, de vuelta de su vida terrenal. Este ser habrá visto todos los errores y faltas de esta vida y habrá decidido — solo o tal vez en compañía con otros — que ciertas lecciones no han sido aprendidas y que hay que volver de nuevo. De manera que se han hecho planes para que este ser, esta enti­dad, pueda ingresar nuevamente en un cuerpo físico. Se hace una investigación para hallar unos padres que ofrezcan las ne­cesarias facilidades en relación al tipo de medio familiar que es requerido. Esto es: una persona que está acostumbrada a ma­nejar dinero, tiene que nacer de padres ricos; en cambio, si una persona tiene que subir «del arroyo», será hijo de padres pobres indispensablemente. Podrá nacer estropeado o ciego; depende de lo que tiene que aprender en la vida.

   

Un ser humano sobre la Tierra viene a ser lo que un niño en la clase de un colegio. Pensemos en términos colegiales. El niño está con una serie de compañeros de clase. Supongamos que, por la razón que sea, este chico determinado no hace lo que debería, y al final del curso hace un triste papel en los exámenes. Los profesores, ante esa conducta, deciden que no está preparado para ascender al grado superior inmediato. Este chico, cuando llegan las vacaciones, se encuentra con la amarga verdad de que le será preciso, cuando terminen éstas, repetir el curso.
Al reanudarse las actividades escolares, el chico que no tiene aprobado el curso repite sus estudios, las mismas lecciones, para tener nuevas oportunidades; mas, todos aquellos que han estudiado con más asiduidad, adelantan y son admitidos en un grado superior, y tal vez sean tratados con más consideración por sus maestros, porque son muchachos que se han esforzado, que han dominado las lecciones y han realizado progresos. Aquel que se ha quedado atrás se siente responsable ante los nuevos alumnos, x~ tiende a darse importancia, con el fin de hacerles ver que si no pasó a un grado superior fue porque no le importaba. Si al final de su curso el chico no muestra ningún signo de haber hecho progresos, puede ser muy bien que los profesores tengan una reunión y pueden in­cluso decidir que el chico es de una mentalidad inferior, en cuyo caso se le recomienda que vaya a un tipo diferente de escuela.
Si los chicos del colegio cumplen con su deber y realizan progresos satisfactorios en sus estudios, entonces llega el mo­mento en que tienen que decidir qué dirección quieren em­prender en su vida. ¿Quieren ser médicos, abogados, carpin­teros, chóferes de autobús? Sea como quiera, tienen que realizar los estudios necesarios. Un futuro médico se ve obli­gado a realizar estudios diferentes que un futuro chófer de autobuses. Consultando con los profesores, dichos estudios son efectuados por los discípulos.

Igual sucede con el mundo del espíritu; antes de que un ser humano nazca, algunos meses antes de su nacimiento, en algún sitio del mundo espiritual, se hace una conferencia. El que tiene que entrar en un cuerpo humano discute con sus con­sejeros el modo de aprender determinadas materias, lo mismo que un estudiante de la Tierra discute cómo debe realizar sus estudios para obtener las calificaciones deseadas. Los con­sejeros espirituales tienen facultad para decidir de qué forma el futuro estudiante de la escuela de la vida será hijo de una determinada pareja matrimonial, o ¡tal vez libre! Sigue una discusión sobre las materias de las que tiene que ser instruido, y las pruebas por las cuales tiene que pasar; porque es una triste evidencia que las penas enseñan más que las dulzuras. Aquí hay que hacer notar que el que una persona ocupe en esta vida una situación servil no significa que ésta sea inferior en el mundo del espíritu. A menudo se da el caso de que per­sonas que desempeñan funciones bajas, debido a las enseñanzas que deben asimilar, en la vida futura serán personas de la mayor categoría.
Es lástima que sobre la Tierra una persona es estimada por la cantidad de dinero que posee o por lo que son sus padres; esto, ciertamente, es trágicamente absurdo. Equivale a juzgar un muchacho en la escuela por el dinero que tiene su madre, en vez de juzgar al chico por sus propios progresos escolares. Repetimos una vez más que nadie ha sido capaz de llevarse ni un céntimo más allá de la barrera de la muerte; pero todos los conocimientos adquiridos y todas las experiencias se almacenan y nos acompañan en la vida del más allá. Así, todos aquellos que creen que por tener millones les va a ser guardado un asiento preferente en el cielo, van por el camino de llevarse un triste y desagradable desengaño. Dinero, posi­ción, raza o color no importan en lo más mínimo. Lo único importante es el grado de espiritualidad que cada cual haya alcanzado.


Volveremos a nuestro espíritu, a punto de entrar en una nueva encarnación; cuando se le han hallado unos padres adecuados, entonces el espíritu entrará en el cuerpo en formación del infante por nacer, y con la entrada en aquel cuerpo sobre­vendrá una instantánea cancelación de la memoria consciente de toda la vida anterior. Sería, en efecto, una cosa terrible que el niño tuviese un recuerdo vivo de quién él había sido, tal vez muy próxima, íntimamente vinculado con su madre o su padre. Sería trágico y triste que e] niño pudiese acordarse de haber sido un gran rey, mientras ahora es un pobre entre los más menesterosos. Por esta razón -— entre varias otras —es un acto caritativo que las personas corrientes no se puedan acordar de sus vidas pasadas; pero una vez habrán pasado de su vida presente y vuelto al mundo del espíritu, todo, absolutamente todo, es recordado.
Muchas personas observan estrictamente el viejo mandamien­to: «Honrar padre y madre». Si bien éste es, evidentemente. un sentimiento muy laudable, hay que poner bien en claro que muchísimas personas, en la Tierra, no volverán a ver nunca más a sus padres cuando entren en el mundo espiritual En los viejos días del mundo, era necesario que los sacerdotes hiciesen todo lo posible para ganar la cooperación de los padres, a fin de que los jóvenes de ambos sexos no dejasen la tribu, puesto que la prosperidad de ésta dependía del número de jóvenes que la componían. Cuanto más numerosa era, más fácilmente podía dominar a las pequeñas tribus. Así es que los sacerdotes exhortaban a los hijos a que obedeciesen a sus padres, mientras que éstos obedecían a los sacerdotes.
Afirmemos de un modo rotundo que hemos de prestar nuestro asentimiento al precepto de que los padres tienen que ser «venerados», con tal de que lo merezcan. Es cierto que si un padre o madre son explotadores malhumorados o tiranos, éstos han perdido todo derecho a ser «venerados». De nsngún modo es necesaria la obediencia de esclavo que muchos hijos tienen a sus padres. Algunos hijos son ya adultos, y casados, llevan ya vivida media centuria de su vida y todavía tiemblan de miedo o aprensión ante el nombre de sus padres. A menudo eso conduce a una neurosis, y, en vez de provocar amor, se produce temor y mal disimulado resentimiento. Así y todo, estos hijos — que pueden pasar de los cincuenta o más años —, se sienten culpables porque han sido criados bajo el precepto de «Honrar padre y madre».
Para estos tan afligidos nos gustaría decir de un modo abso­lutamente definitivo, con toda firmeza, que si nos sentimos desgraciados con nuestros padres, no los volveremos a ver en el mundo del espíritu. En aquel mundo reina la ley de la Armonía, y es absolutamente imposible para todas las per­sonas encontrarse con otra que les sea incompatible. Igual­mente, si estamos casados y unidos con nuestra pareja sólo por un casamiento de conveniencia, que no nos atrevemos a romper por el qué dirán los vecinos, jamás nos volveremos a ver con nuestra pareja en el mundo espiritual, a menos que uno de los dos cambie y se establezca de este modo una com­patibilidad.
Lo repetimos para que no se den malas inteligencias: Si vosotros y vuestros padres sois incompatibles, si no existe mutua comprensión, si no os sentís felices juntos, si no existe afini­dad, no os encontraréis en ningún otro plano de la existencia. Lo mismo se puede decir de los parientes o de los cónyuges. Tiene que haber compatibilidad y completa armonía para encontrarse de nuevo. Ésta es una de las razones que tiene el espíritu para deber encarnarse en un cuerpo físico; porque sólo en el cuerpo físico pueden ponerse en contacto dos seres antagónicos para que puedan alisarse las aristas vivas entre sí, alcanzando un real y mutuo entendimiento.
Más adelante, en otra lección, trataremos del problema de Dios o de los dioses, y de las diferentes formas de las creencias religiosas. Los seres humanos piensan, erróneamente, ser la más importante de las formas de existencia. Esto es equi­vocado del todo, y muchas veces se trata de una idea alimen­tada por las religiones organizadas. El pensamiento religioso enseña que el Hombre es creado a imagen y semejanza de Dios; por lo tanto, si es así, no cabe creer en nada más alto que el Hombre. Lo real es que en otros mundos hay algunas altísimas formas de vida. Dios no es un viejo señor benévolo, que nos observa amablemente a través de las páginas de algún libro. Dios es un ser muy real, un Espíritu viviente que nos gula a todos, pero no indispensablemente en la forma que nos ha sido enseñada.
Por último, al estudiar esta lección hemos de fijarnos en nuestras relaciones con nuestros padres, nuestros compañeros, nuestros deudos. ¿Nos sentimos felices a su lado? ¿De veras? ¿O vivimos apartados de ellos? ¿Podemos imaginarnos vivien­do con alguna de esas personas continuamente, por toda la vida? Recordemos que, cuando íbamos a la escuela, había una serie de personas en la clase, junto con nosotros, además de los profesores.

Teníamos que respetar a estos últimos; pero no estaban continuamente asociados a nuestra vida, su medida era temporal; se trataba de gente empleada para vigilar nuestra formación. Nuestros padres igualmente son indi­viduos que hemos elegido — con su permiso en el mundo espiritual —, para que compartan e inspeccionen nuestro de­sarrollo. Si una persona ama sinceramente a sus padres — y no porque ningún mandamiento religioso se lo imponga — sentirá sin duda un gran placer sabiendo que los hallará definitiva­mente en «el otro lado». Las condiciones del más allá las hemos de crear durante nuestro paso por la Tierra.
LOBSANG RAMPA

 

 
 
 

 
 

 
         
         
       
       
       
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