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El Poder esta Dentro de Ti

Primera Parte

En pos de mi voz interior

Louise L. Hay

 
 

En pos de mi voz interior
Los pensamientos que elegimos pensar son los instrumentos
que empleamos para pintar el lienzo de nuestra vida

Recuerdo la primera vez que escuché que yo podía cambiar mi vida si estaba dispuesta a cambiar
mis pensamientos. Me pareció una idea totalmente revolucionaria. En esa época yo vivía en Nueva
York y descubrí la Iglesia de la Ciencia Religiosa. (A menudo se confunde la Iglesia de la Ciencia
Religiosa, o Ciencia de la Mente, fundada por Ernest Holmes, con la Iglesia de la Ciencia Cristiana,
fundada por Mary Baker Eddy. Ambas reflejan un «nuevo pensamiento», pero son filosofías distintas.)
La Ciencia de la Mente tiene pastores y miembros activos que siguen las enseñanzas de la Iglesia
de la Ciencia Religiosa. Ellos fueron las primeras personas que me dijeron que mis pensamientos
determinaban mi futuro. Aun cuando no entendí lo que querían decir, este concepto tocó lo que yo
llamo la «campanilla interior», ese lugar de intuición que solemos llamar la «voz de dentro». Con los
años he aprendido a seguirla, porque cuando esa campanilla suena diciendo «sí», aun en el caso de
que parezca una decisión loca, sé que para mí es la correcta.
Así pues, esos conceptos pulsaron una cuerda en mí. Algo me dijo: «Sí, son correctos». Entonces
comencé la aventura de aprender la forma de cambiar mis pensamientos. Una vez acepté la idea y
dije «sí», comencé a aprender los córnos. Leí muchísimos libros, mi casa empezó a parecerse a las
de algunos de nosotros, atestada de libros espirituales y de autoayuda. Durante muchos años asistí a
clases; investigué todo lo relacionado con el tema. Literalmente me sumergí en la filosofía del «nuevo
pensamiento». Era la primera vez en mi vida que estudiaba. Hasta entonces no había creído en nada.
Mi madre era católica no practicante, y mi padrastro, ateo. No sé por qué tenía la extraña idea de que
los cristianos o bien usaban cilicios o eran comidos por los leones, y ninguna de las dos cosas me
entusiasmaba en lo más mínimo.
En realidad me dediqué a ahondar en la Ciencia de la Mente porque era el camino que se abría
ante mí en esos momentos, y la encontré francamente maravillosa. Al principio me pareció más bien
fácil. Capté algunos pocos conceptos y empecé a pensar y a hablar de forma un poquitín diferente.
En aquel tiempo yo era muy quejica, era toda autocompasión. Sencillamente me encantaba
revolcarme en la depresión. No sabía que así iba perpetuando constantemente experiencias que me
permitieran continuar compadeciéndome. Pero claro, en ese tiempo yo no conocía nada mejor. Poco
a poco fui descubriendo que ya no me quejaba tanto.
Comencé a escuchar lo que decía. Me di cuenta de que era muy crítica conmigo misma y traté de
dejar de serlo. Me dediqué a balbucear afirmaciones sin saber muy bien lo que querían decir.
Comencé con las fáciles, por supuesto, y empecé a notar ciertos cambios: lograba tener luz verde en
los semáforos y encontraba sitios para aparcar, y esto me pareció Sabuloso. Poco tiempo después ya
pensaba que lo sabía todo, y me comportaba de forma engreída, arrogante y dogmática. Creía saber
todas las respuestas. Ahora, al mirar hacia atrás, pienso que ésa era mi manera de sentirme segura
en este nuevo camino.
Suele dar miedo alejarse de las viejas y rígidas creencias, sobre todo si se ha estado totalmente
controlado. Para mí era bastante espantoso, por lo cual me aferraba a cualquier cosa que me diera
un poco de seguridad. Era un comienzo, todavía me quedaba mucho camino por recorrer. Y aún me
queda.
Como suele pasarnos a todos, no siempre encontraba la senda cómoda y llana, porque a veces no
daba resultado balbucear afirmaciones, cosa que no podía entender. Me preguntaba: «¿Qué es lo
que hago mal?». Inmediatamente me culpaba. ¿Sería eso otra demostración de que yo no valía para nada? En ese tiempo ésa era una de mis creencias predilectas.
Por esa época mi maestro Eric Pace solía mirarme y hablar del concepto de «rencor». Yo no tenía
la menor idea de qué me estaba hablando. ¿Rencor, yo? Vamos, seguro que no sentía ningún rencor.
Después de todo me encontraba en mi camino, era perfecta espiritualmente. ¡Qué poco me conocía
entonces!

     

Continué haciéndolo todo lo mejor posible. Estudiaba metafísica y espiritualidad y aprendía a
conocerme tanto como podía. Captaba todo lo que me era posible, y a veces lo ponía en práctica.
Suele suceder que escuchamos muchísimas cosas, a veces las comprendemos, pero no siempre las
practicamos. Me parecía que el tiempo transcurría demasiado deprisa y a esas alturas yo ya llevaba
tres años estudiando la Ciencia de la Mente: ya era miembro activo de la Iglesia Comencé a enseñar
su filosofía, pero no lograba explicarme por qué mis alumnos parecían confusos. No entendía por qué
seguían estancados en sus problemas. Yo les daba tantos buenos consejos... ¿Por qué no los
aprovechaban? Nunca me pasó por la mente pensar que yo hablaba mucho de la verdad, pero la
vivía muy poco. Era como un padre que le dice a su hijo lo que tiene que hacer mientras él hace
exactamente lo contrario.
Entonces un día, de forma totalmente inesperada, me diagnosticaron un cáncer de vagina. Mi
primera reacción fue de terror. Después tuve mis dudas sobre si todo lo que estaba aprendiendo tenía
algún valor. Fue una reacción normal y natural. Pensé: «Si estuviera tranquila y centrada, no tendría
por qué haber creado la enfermedad». Ahora pienso que en el momento en que me diagnosticaron el
cáncer me sentía lo suficientemente segura para dejarlo aflorar a la superficie y no hacer de él otro
secreto oculto que no sabría hasta la hora de mi muerte.
Por entonces yo ya sabía demasiado como para seguir ocultándome de mí misma. Sabía que el
cáncer es un malestar provocado por el resentimiento, un resentimiento que se lleva dentro tanto
tiempo que acaba por carcomer el cuerpo. Guando reprimimos las emociones en nuestro interior,
éstas tienen que concentrarse en algún lugar del cuerpo. Si nos pasamos la vida enterrando cosas,
finalmente se manifestarán en una parte u otra de nuestro cuerpo.
Tomé conciencia de que el rencor (al que mi profesor se había referido tantas veces) que llevaba
dentro tenía que ver con haber sido maltratada física, emocional y sexualmente cuando era niña.
Evidentemente, albergaba resentimiento. Estaba amargada, y era implacable con el pasado. Jamás
había hecho ningún ejercicio para cambiar o para liberar la amargura y dejarla atrás. Cuando me
marché de casa, eso era todo lo que pude hacer para olvidar lo que me había sucedido; creía haberlo
dejado atrás cuando en realidad sencillamente lo había enterrado.
Cuando encontré mi senda metafísica, cubrí mis sentimientos con un precioso barniz de
espiritualidad y escondí muchísima basura dentro de mí. Me rodeé de un muro que literalmente me
impedía comunicarme con mis propios sentimientos. No sabía quién era ni dónde estaba. Después
del diagnóstico, comenzó el verdadero trabajo de aprender a conocerme. Gracias a Dios, tenía
instrumentos. Sabía que para conseguir cambios permanentes necesitaba entrar en mi interior. Sí, el
médico me operaría y posiblemente me curaría por el momento, pero si yo no cambiaba la forma en
que usaba mis pensamientos y palabras, sin duda alguna volvería a crearme la enfermedad.
Siempre me ha interesado saber en qué lugar del cuerpo colocamos nuestros cánceres, en qué
lado del cuerpo están nuestros tumores, el izquierdo o el derecho. El derecho es el lado masculino,
de donde damos. El izquierdo es el lado femenino, la parte receptiva, de donde recibimos. Casi siem-
pre en mi vida, cuando algo ha ido mal en mi cuerpo, siempre se trataba del lado derecho. Allí era
donde acumulaba todo el rencor que sentía hacia mi padrastro.
 

Ya no me satisfacían las luces verdes de los semáforos ni los sitios para aparcar. Sabía que tenía
que cavar mucho, mucho más hondo. Comprendí que en realidad no hacía todos los progresos que
deseaba porque no había limpiado esa vieja basura de la niñez, y que no vivía realmente lo que
enseñaba. Tenía que reconocer a mi niña interior y trabajar con ella. Mi niña interior necesitaba ayuda
porque aún estaba sufriendo mucho.
Rápidamente comencé un programa de autocuración que me tomé muy en serio. Me concentré
absolutamente en mí y me despreocupé de todo lo demás. Mi finalidad era ponerme bien, y me
entregué a ello en cuerpo y alma. Algunas de las tareas eran bastante extrañas, pero las hacía.
Después de todo se trataba de mi vida. Durante los seis meses siguientes esto fue un trabajo de 24
horas al día. Comencé a leer y estudiar todo lo que pude encontrar sobre formas alternativas de curar
el cáncer porque de verdad creía que se podía hacer. Seguí un régimen de limpieza que purificara mi
cuerpo de toda la porquería que había comido durante años. Me parecía que sólo vivía de brotes y
puré de espárragos. Claro que comía otras cosas, pero eso es lo que más recuerdo.
Con mi terapeuta y profesor de la Ciencia de la Mente, Eric Pace, trabajé para limpiar mis pautas
mentales con el fin de que el cáncer no se reprodujera. Hacía afirmaciones y visualizaciones, y seguí
tratamientos espirituales para la mente. También trabajaba diariamente con el espejo. Lo que me
resultaba más difícil de decir eran las palabras: «Te amo, de verdad te amo». Me costó muchísimas
lágrimas y muchos ejercicios de respiración lograrlo. Cuando lo conseguí, fue como si hubiera dado
un salto cuántico. Acudí a un buen psicoterapeuta especialista en ayudar a la gente a liberar la rabia.
Durante esa época, me pasaba buenos ratos golpeando cojines y chillando. Fue maravilloso. Me
parecía tan fabuloso porque jamás, jamás había tenido permiso para hacer eso en toda mi vida.
No sé muy bien qué método dio resultado; tal vez un poquito de cada uno. Por encima de todo fui
verdaderamente consecuente con lo que hacía. Practicaba durante todas mis horas de vigilia. Antes
de dormirme me daba las gracias por todo lo que había hecho durante el día. Hacía la afirmación de
que mi proceso de curación se realizaba en mi cuerpo mientras dormía y que a la mañana siguiente
despertaría sintiéndome bien, renovada y con nuevas energías. Cuando me despertaba por la
mañana, agradecía a mi cuerpo el trabajo realizado durante la noche. Afirmaba que estaba dispuesta
a crecer y aprender cada día y a hacer cambios sin considerarme una mala persona.
También trabajé para comprender y perdonar. Una de las formas de hacerlo fue averiguar todo lo
posible sobre la infancia de mis padres. Empecé a comprender que en realidad no podrían haber
hecho de manera diferente nada de lo que hicieron debido a la forma en que fueron criados. A mi pa-
drastro lo maltrataron en su hogar, y él hizo lo mismo con sus hijos. Mi madre fue educada en la
creencia de que el hombre siempre tiene razón y la mujer debe estar a su lado y dejar que haga lo
que quiera. Nadie les enseñó una forma diferente de vivir. Ése era su estilo de vida. Paso a paso, mi
creciente comprensión me capacitó para comenzar el proceso del perdón.
Cuanto más perdonaba a mis padres, más dispuesta me sentía a perdonarme a mí misma.
Perdonarnos a nosotros mismos es tremendamente importante. Muchos hacemos a nuestro niño
interior el mismo daño que nos hicieron nuestros padres. Sencillamente continuamos maltratándolo, y
eso es muy triste. Cuando éramos niños y otras personas nos maltrataban, no teníamos muchas
opciones, pero es terrible que de mayores seamos nosotros quienes maltratemos a nuestro niño
interior.
A medida que me perdonaba, comencé a confiar en mí misma. Descubrí que cuando no confiamos
en la vida o en los demás, lo que en realidad pasa es que no confiamos en nosotros mismos. No
confiamos en nuestro Yo Superior para que cuide de nosotros en todas las situaciones, y por eso
decimos: «Nunca volveré a enamorarme porque no quiero sufrir», o «Nunca permitiré que esto vuelva
a suceder». Lo que realmente estamos diciéndonos es: «No confío en ti lo suficiente para dejar que
cuides de mí, de modo que me voy a mantener lejos de todo».
Finalmente comencé a confiar en mí misma lo suficiente para cuidar de mí, y entonces se me fue
haciendo cada vez más fácil amarme. Mi cuerpo estaba sanando y mi corazón también.
Mi crecimiento espiritual me llegó de esa manera tan inesperada.
Como premio añadido, comencé a parecer más joven. Los clientes que atraía eran casi todos
personas dispuestas a trabajar en ellos mismos. Progresaban enormemente casi sin que yo les dijera
nada. Percibían y sentían que yo vivía los conceptos que enseñaba, y les resultaba fácil aceptar estas
ideas. Entonces, por supuesto, conseguían buenos resultados. Comenzaron a mejorar la calidad de
su vida. Una vez que empezamos a estar en paz con nosotros mismos interiormente, la vida parece
transcurrir de modo mucho más agradable.
Así pues, ¿qué me enseñó a mí esta experiencia? Comprendí que tenía el poder de cambiar mi vida
si estaba dispuesta a cambiar mis pensamientos y a dejar marchar los hábitos que me retenían en el
pasado. Esta experiencia me aportó el conocimiento interior de que si realmente estamos dispuestos
a trabajar, podemos hacer cambios increíbles en nuestra mente, en nuestro cuerpo y en nuestra vida.
Estés donde estés, suceda lo que suceda, hagas lo que hagas, siempre lo harás todo lo mejor que
puedas con el entendimiento, el conocimiento y la información que tengas en cada momento. Y
cuando sepas más, harás las cosas de otra manera, como hice yo. No te regañes por estar donde
estás. No te culpes por no hacer algo más rápido o mejor. Di: «Lo hago lo mejor que puedo, y aunque
ahora esté metido en un lío, de alguna forma saldré de él, de modo que a buscar la mejor manera de
hacerlo». Si lo único que haces es decirte que eres un estúpido y que no vales nada, entonces te
quedarás estancado. Para llevar a cabo los cambios que deseas hacer, necesitas tu propio y
amoroso aliento.
Los métodos que yo empleo no son míos. La mayor parte de ellos los aprendí de la Ciencia de la
Mente, que es lo que fundamentalmente enseño. Sin embargo, estos principios son tan viejos como el
tiempo. En las antiguas enseñanzas espirituales, encontrarás los mismos mensajes. He recibido la
preparación necesaria para ser ministro de la Iglesia de la Ciencia Religiosa; sin embargo, no tengo
iglesia. Soy un espíritu libre. Doy mis enseñanzas en lenguaje muy sencillo para que lleguen a mucha
gente. Esta senda es una manera maravillosa de organizar la cabeza y de comprender verda-
deramente de qué va la vida, y cómo se puede usar la mente para responsabilizarse de la propia
vida.

Cuando comencé todo esto, hará unos veinte años, no tenía ni la más remota idea de que sería capaz de dar esperanza y ayudar a tanta gente como hago hoy.

 

 
 
 
 

 
 

 
         
         
       
       
       
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