Como ejemplo, considere el propósito por el que presumiblemente
usted está leyendo este libro. El objetivo es, por supuesto,
adquirir la capacidad de transmutar el pensamiento intangible del
impulso del deseo en su contrapartida física, el dinero. Al llevar a
cabo las instrucciones descritas en los capítulos sobre la
autosugestión y el subconsciente, resumidas en el capítulo de la
autosugestión, usted puede convencer al subconsciente de que cree
que recibirá lo que está pidiendo, y ello actuará en esa
creencia, que su subconsciente le devolverá en forma de «fe»,
acompañada de planes precisos para procurar eso que usted desea.
La fe es un estado mental que usted puede incrementar a voluntad,
una vez que haya dominado los trece principios, porque se trata de
un estado mental que crece voluntariamente, a través de la
aplicación de esos principios.
La repetición de la afirmación de órdenes a su subconsciente es el
único método conocido del crecimiento voluntario de la emoción de la
fe.
Quizás el concepto le quede más claro con la siguiente explicación
de la forma en que los hombres, a veces, se convierten en
criminales. Para decirlo con las palabras de un famoso criminólogo,
«Cuando los hombres entran por primera vez en contacto con el
crimen, éste les repugna. Si siguen en contacto con él durante algún
tiempo, se acostumbran, y lo toleran. Y si permanecen en contacto
con el crimen durante el tiempo suficiente, acaban por aceptarlo y
se dejan influir por él». Es el equivalente de decir que cualquier
impulso de pensamiento que sea repetidamente encauzado hacia el
subconsciente resulta aceptado e influye en el subconsciente, que
procede a traducir ese impulso en su equivalente físico por el
procedimiento más práctico que halle disponible.
En relación con esto, vuelva a considerar la proposición de que
todos los pensamientos que han sido «emocionalizados» (cargados
emocionalmente) y mezclados con la fe empiezan inmediatamente
a traducirse en su equivalente física o en su contrapartida. Las
emociones, o la porción «sentimental.» de los pensamientos, son los
factores que dan vitalidad y acción a éstos. Mezcladas con cualquier
impulso de pensamiento, las emociones de la fe, el amor y el sexo le
añaden más energía de la que tendría por sí sola.
No sólo los impulsos de pensamiento que se hayan mezclado con la fe,
sino los que se mezclan con cualquiera de las emociones positivas, o
de las negativas, pueden alcanzar el subconsciente, e influir en él.
NADIE ESTÁ «CONDENADO» A LA MALA SUERTE
A partir de esta afirmación, usted comprenderá que el subconsciente
traducirá. en su equivalente físico un impulso de pensamiento de
naturaleza negativa o destructiva con tanta facilidad como actuaría
con pensamientos de naturaleza positiva o constructiva. Esto explica
el extraño fenómeno que millones de personas experimentan,
denominado «infortunio» o «mala suerte».
Hay millones de personas que se creen «condenadas» a la pobreza y al
fracaso, por culpa de alguna fuerza extraña que creen no poder
controlar. Ellos son los creadores de su propio «infortunio», a
causa de esta creencia negativa, que su subconsciente adopta y
traduce en su equivalente físico.
Este es un momento apropiado para sugerirle de nuevo que usted puede
beneficiarse, transmitiendo a su subconsciente cualquier deseo que
quiera traducir en su equivalente físico o monetario, en un estado
de esperanza o convicción de que la transmutación tendrá lugar. Su
convicción, o su fe, es el elemento que determina la acción de su
subconsciente. No hay nada que le impida «embaucar» a su
subconsciente al darle instrucciones a través de la autosugestión,
tal como yo «engañé» al subconsciente de mi hijo.
Para llevar a cabo este «engaño» de manera más realista, cuando se
dirija a su subconsciente, compórtese tal como lo haría si ya
estuviera en posesión del objeto material que está pidiendo.
Su subconsciente traducirá en su equivalente físico, por el medio
más práctico y directo, cualquier orden que se le dé en un estado de
convicción o de fe en que la orden se llevará a cabo. Sin duda, se
ha dicho bastante para señalar un punto de partida desde el cual uno
puede, mediante la experimentación y la práctica, adquirir la
capacidad de mezclar la fe con cualquier orden que se le dé al
subconsciente. La perfección surgirá a través de la Práctica. No
puede aparecer por el mero hecho de leer las
instrucciones.
Es esencial para usted que estimule sus emociones positivas
como fuerzas dominantes de su mente, y quite importancia y elimine
las emociones negativas.
Una mente dominada por emociones positivas se convierte en una
morada favorable para el estado mental conocido como fe. Una mente
así dominada puede, voluntariamente, darle al subconsciente
instrucciones que éste aceptará y ejecutará de inmediato.
LA FE ES UN ESTADO MENTAL QUE SE PUEDE INDUCIR MEDIANTE LA
AUTOSUGESTIÓN
Durante todas las épocas, las religiones han exhortado a la
humanidad en conflicto a «tener fe» en este o aquel dogma o credo,
pero no han logrado explicar a las multitudes cómo tener fe. No han
afirmado que «la fe es un estado mental que se puede inducir
mediante la autosugestión».
En un lenguaje que cualquier ser humano normal podrá entender,
describiremos todo lo que se sabe sobre el principio mediante el
cual la fe puede aparecer donde ya no existe.
Tenga fe en usted; fe en el infinito. Antes de empezar, debería
recordar que: ¡La fe es el «elixir eterno» que da vida, poder y
acción al impulso del pensamiento!
Merece la pena leer el enunciado anterior una segunda vez, y una
tercera, y una cuarta. ¡Merece la pena leerlo en voz alta!
¡La fe es el punto inicial de toda acumulación de riquezas!
¡La fe es la base de todos los «milagros» y de todos los misterios
que no se pueden analizar con los parámetros de la ciencia!
¡La fe es el único antídoto conocido contra el fracaso!
¡La fe es el elemento, el «componente químico» que, combinado con la
plegaria, nos proporciona comunicación directa con la Inteligencia
Infinita!
¡La fe es el elemento que transforma la vibración ordinaria del
pensamiento, creada por la mente finita del hombre, en su
equivalente espiritual!
¡La fe es el único agente a través del cual el hombre puede dominar
la fuerza de la Inteligencia Infinita, y usarla!
LA MAGIA DE LA AUTOSUGESTIÓN
La prueba es simple y fácil de demostrar. Va ligada al principio de
autosugestión. Por lo tanto, centremos la atención en el tema de la
autosugestión, para descubrir qué es y lo que se puede alcanzar con
ella.
Se sabe que uno llega, finalmente, a creer cualquier cosa que se
repita a sí mismo, sea la afirmación verdadera o falsa. Si un hombre
repite una mentira una y otra vez, con el tiempo aceptará esa
mentira como algo cierto. Más aún, creerá que es cierta. Todo hombre
es lo que es a causa de los pensamientos dominantes que él permite
que ocupen su mente. Los pensamientos que un hombre adopta
deliberadamente, y que anima con entusiasmo, y con los que combina
una emoción o más, ¡constituyen las fuerzas motivadoras que dirigen
y controlan cada uno de sus movimientos, actos y hazañas!
Aquí tenemos el enunciado de una verdad muy importante:
Los pensamientos combinados con cualquiera de las emociones
constituyen una fuerza «magnética» que atrae otros pensamientos
similares o relacionados.
Un pensamiento así «magnetizado» con la emoción se puede comparar
con una semilla que, cuando es plantada en terreno fértil, germina,
crece y se multiplica una y otra vez, hasta que aquello que en un
principio fue una semillita ¡se convierte en innumerables millones
de semillas de la misma clase! La mente humana está constantemente
atrayendo vibraciones que armonicen con aquella que la domina.
Cualquier idea, plan, pensamiento o propósito que uno abrigue atrae
infinidad de ideas afines, adhiere estas ideas a su propia fuerza, y
crece hasta convertirse en el propósito maestro que domina y motiva
al individuo en cuya mente se ha alojado.
Volvamos ahora al punto inicial, para informarnos de cómo se puede
plantar en la mente la semilla original de una idea. La información
es fácil de en tender: cualquier idea, plan o propósito se puede
injertar en la mente mediante la repetición del pensamiento.
Por eso le damos instrucciones para que ponga por escrito un
planteamiento de su propósito principal, u objetivo primordial y
preciso, lo memorice y lo repita en voz alta todos los días, hasta
que las vibraciones auditivas hayan alcanzado su subconsciente.
Decídase a dejar de lado las influencias de todo ambiente
desfavorable para construir su propia vida a medida. Al hacer un
inventario de sus recursos y capacidades mentales, quizá usted
descubra que su mayor debilidad sea su falta de confianza en sí
mismo. Esta desventaja puede ser superada, y la timidez transformada
en coraje a través de la ayuda que el principio de la autosugestión
proporciona. La aplicación de este principio puede ejecutarse
mediante la sencilla enunciación de los impulsos de pensamiento
puestos por escrito, memorizados y repetidos hasta que lleguen a
formar parte del instrumental del que la facultad inconsciente de su
mente disponga.
FÓRMULA DE LA CONFIANZA EN UNO MISMO
Primero: sé que tengo la capacidad de alcanzar el objeto del
propósito definido de mi vida; por lo tanto, exijo de mí
mismo acción perseverante y continua hasta conseguirlo, y aquí y
ahora prometo ejecutar tal acción.
Segundo: me doy cuenta de que los pensamientos dominantes de mi
mente se reproducirán con el paso del tiempo en actos externos y
físicos para transformarse en una realidad física; por lo tanto,
concentraré mis pensamientos durante treinta minutos cada día en la
tarea de pensar en la persona en que me propongo convertirme,
creando de este modo una imagen mental clara.
Tercero: sé que, mediante el principio de la autosugestión,
cualquier deseo que abrigue con perseverancia buscará expresarse a
través de ciertos medios prácticos para obtener el objeto que haya
tras él; por lo tanto, dedicaré diez minutos cada día a pedirme el
incremento de la confianza en mí mismo.
Cuarto: he escrito con claridad una descripción del objetivo
primordial de mi vida, y nunca dejaré de esforzarme, hasta que
haya conseguido la suficiente confianza en mí mismo para alcanzarlo.
Quinto: comprendo con claridad que no hay riqueza ni posición que
pueda durar mucho tiempo, a menos que se haya formado sobre la
lealtad y la justicia; por lo tanto, no me comprometeré en ninguna
transacción que no beneficie a todos a los que afecte. Tendré éxito
atrayendo hacia mí las fuerzas que deseo emplear, y la cooperación
de otras personas. Induciré a otros a servirme, por obra de mi
disposición de servir a otros. Eliminaré el desprecio, la envidia,
los celos, el egoísmo y el cinismo y cultivaré el amor por toda la
humanidad, porque sé que una actitud negativa hacia los demás nunca
me dará el éxito. Haré que los demás crean en mí, porque yo creeré
en ellos y en mí mismo. Firmaré esta fórmula con mi nombre, la
memorizaré y la repetiré en voz alta una vez cada día, con la fe
absoluta de que influirá gradualmente en mis pensamientos y mis
actos para que yo me convierta en una persona que confía en sí misma
y que goza del privilegio del éxito.
Tras esta fórmula hay una ley de la naturaleza que ningún hombre ha
sido todavía capaz de explicar. El nombre por el que dicha ley se
conoce tiene poca importancia. Lo que importa de ella es que...
FUNCIONA, para la gloria y el progreso de la especie humana, si
es usada de forma constructiva. Por otra parte, si se la usa
destructivamente, destruirá con la misma facilidad. En esta
afirmación podemos encontrar una verdad muy importante: quienes se
hunden en la frustración y acaban su vida en la pobreza, la miseria
y la angustia lo hacen a causa de la aplicación negativa del
principio de la autosugestión. La causa se puede encontrar en el
hecho de que todos los impulsos de pensamiento tienen tendencia a
vestirse de su equivalente físico.
EL DESASTRE DEL PENSAMIENTO NEGATIVO
El subconsciente no distingue entre impulsos de pensamiento
positivos o negativos. Trabaja con el material que le suministramos,
a través de nuestros impulsos de pensamiento. El subconsciente
traducirá en algo real un pensamiento regido por el miedo con tanta
facilidad como transformaría en realidad un pensamiento regido por
el coraje, o por la fe.
Tal como la electricidad hace girar las ruedas de la industria, y
rinde servicios útiles si se la emplea
correctamente, o acaba con la vida si se hace mal uso de ella, así,
la ley de la autosugestión nos conducirá a la paz y la prosperidad o
nos arrastrará hacia el valle de la miseria, el fracaso y la
muerte, de acuerdo con el grado de comprensión y aplicación que
tengamos de ella.
Si uno se llena la cabeza de miedos, dudas y desconfianza en su
capacidad para conectar y usar la fuerza de la Inteligencia
Infinita, la ley de la autosugestión adoptará ese espíritu de
desconfianza y lo usará como patrón mediante el cual el
subconsciente lo traducirá en su equivalente físico.
Así como el viento arrastra una nave hacia el Este y otra hacia el
Oeste, usted será elevado o hundido por la ley de la autosugestión
de acuerdo con la manera en, que usted oriente las velas de su
pensamiento.
La ley de la autosugestión, que puede elevar a cualquier persona a
niveles asombrosos de realización, queda bien descrita en los
siguientes versos.
Si piensas que estás vencido, lo estás.
Si piensas que no te atreves, así es.
Si te gusta ganar, pero
piensas que no puedes, es casi seguro: no ganarás.
Si piensas que perderás, estás perdido, pues el mundo nos enseña
que el éxito empieza en la voluntad del hombre... Todo está en el
estado de ánimo.
Si piensas que eres superior, lo eres.
Has tenido que
pensar alto para ascender. Has tenido que estar seguro de ti
mismo antes de ganar
ningún premio.
Las batallas de la vida no siempre favorecen al hombre más fuerte o
al más rápido, pero tarde o
temprano el hombre que gana es el hombre que PIENSA QUE PUEDE!
Observe las palabras que se han destacado, y captará el profundo
significado que el poeta expresa.
¿QUÉ GENIO YACE DORMIDO EN SU CEREBRO?
En algún rincón de su carácter está latente, dormida, la semilla de
la realización que, si germinara y se pusiera en acción, lo elevaría
a niveles que tal vez usted nunca soñó alcanzar. Así como un
virtuoso puede arrancar las melodías más hermosas de las cuerdas de
su violín, usted puede despertar al genio que yace dormido en su
mente, y hacer que lo conduzca hacia arriba, hacia cualquier
objetivo que desee alcanzar.
Abraham Lincoln fue un fracasado en todo lo que intentó..., hasta
después de haber alcanzado los cuarenta años. Fue un Don Nadie, de
Ninguna Parte, hasta que una gran experiencia entró en su vida y
despertó al genio dormido que había en su corazón y en su cerebro,
para darle al mundo uno de sus hombres realmente grandes. Esa
«experiencia» estaba combinada con las emociones de la aflicción y
el amor. Le aconteció a través de Ann Rutledge, la única mujer a
quien él amó realmente.
Es sabido que la emoción del amor está ligada al estado de ánimo
conocido como la fe, y esto se debe que el amor se aproxima mucho a
traducir los impulsos de pensamiento propios en su equivalente
espiritual.
Durante su labor de investigación, el autor ha descubierto, a partir
del análisis de la vida y obra y realizaciones de centenares de
hombres de posiciones destacadas, que detrás de casi cada uno de
ellos existía la influencia del amor de una mujer.
Si quiere pruebas del poder de la fe, examine las realizaciones de
los hombres y mujeres que se han valido de ella. Jesús, el Nazareno,
encabeza la lista.
La base de la cristiandad es la fe, con independencia de cuántas
personas hayan falseado o malinterpretado el significado de esa gran
fuerza. La esencia de las enseñanzas y de las realizaciones de
Cristo, que pueden haberse interpretado como «milagros», son nada
más y nada menos que fe. Si hay fenómenos «milagrosos», ¡se producen
sólo a través del estado mental conocido como la fe!
Consideremos el poder de la fe, tal como nos la mostró un hombre
bien conocido por toda la humanidad: el Mahatma Gandhi, de la India.
En este hombre, el mundo tuvo uno de los ejemplos más sorprendentes
de las posibilidades de la fe que conozca la humanidad. Gandhi
ostentó más poder potencial que ningún otro de sus contemporáneos, y
ello a pesar del hecho de que no contó con ninguna de las
herramientas ortodoxas del poder, tales como dinero, barcos de
guerra, soldados ni material bélico. Gandhi no tenía dinero, ni
casa, ni siquiera ropas, pero tenía poder. ¿Cómo lo obtuvo? Lo creó
a partir de su comprensión del principio de la fe, y mediante su
capacidad para trasplantar esa fe al espíritu de doscientos millones
de personas.
Gandhi consiguió la sorprendente proeza de influir en doscientos
millones de mentes para formar un conglomerado humano que se moviese
al unísono, como un solo hombre.
¿Qué otra fuerza de este mundo, aparte de la fe, puede lograr tanto?
CÓMO UNA IDEA CONSTRUYÓ UNA FORTUNA
Debido a la necesidad de la fe y de la cooperación en el
funcionamiento de los negocios y de la industria, será tan
interesante como provechoso analizar un suceso que nos proporciona
un excelente ejemplo para la comprensión del método por el cual los
individualistas y los hombres de negocios acumulan grandes fortunas
al dar antes de intentar obtener. El suceso elegido para este
ejemplo data de comienzos de siglo, cuando se estaba formando la
United States Steel Corporation (Corporación del Acero de Estados
Unidos). A medida que lea la historia, tenga presente esos hechos
fundamentales, y comprenderá cómo las ideas se han convertido en
fortunas inmensas.
Si usted es de los que se han preguntado a menudo cómo se han
acumulado las grandes fortunas, esta historia de la creación de la
United States Steel Corporation le resultará esclarecedora. Si tiene
alguna duda de que los hombres pueden pensar y hacerse ricos, esta
historia disipará esa duda, porque usted podrá ver con claridad en
la historia de la United States Steel Corporation la aplicación de
una porción importante de los principios que se describen en este
libro.
El asombroso relato del poder de una idea ha sido escrito de forma
espectacular por John Lowell, del New York World-Telegram, y
la transcribimos con su cortesía:
UN BONITO DISCURSO DE SOBREMESA POR MIL MILLONES DE DÓLARES
Aquella noche del 12 de diciembre de 1900, en la que unos ochenta
miembros de la sociedad financiera se reunieron en el salón de
banquetes del University Club, en la Quinta Avenida, para hacer los
honores a un hombre joven del Oeste de Estados Unidos, ni media
docena de los invitados supuso que estaban a punto de presenciar el
episodio más importante de la historia de la industria
estadounidense.
J. Edward Simmons y Charles Stewart Smith, llenos de gratitud por la
pródiga hospitalidad con que Charles M. Schwab les había regalado
durante una reciente visita a Pittsburgh, habían organizado la cena
para presentar a aquel empresario del acero de treinta y ocho años a
la sociedad de banqueros del Este de Estados Unidos. Pero no
esperaban que magnetizara de tal modo la convención. De hecho, le
advirtieron que los corazones que rellenaban las camisas de Nueva
York no reaccionarían a la oratoria, y que si no quería aburrir a
los Stilman y los Harriman y los Vanderbilt, sería mejor que se
limitara a quince o veinte minutos de intrascendencias amables, pero
nada más. Incluso John Pierpoint Morgan, sentado a la derecha de
Schwab, como indicaba su dignidad imperial, se contentó con
agradecer muy breve mente su presencia en la mesa del banquete. Y en
lo que se refería a la prensa y al público, todo el asunto
presentaba tan poco interés que los periódicos del día siguiente ni
lo mencionaron.
De manera que los dos anfitriones y sus distinguidos invitados
probaron los habituales siete u ocho platos. Hubo poca conversación
y, versara sobre lo que versase, fue parca y discreta. Aunque
algunos de los banqueros y agentes de Bolsa habían visto antes a
Schwab, cuya carrera había florecido en los Bancos de Monongahela,
ninguno lo conocía bien. Pero, antes de que la velada acabara, ellos
y «Money Master Morgan» quedarían admirados, y un bebé de mil
millones de dólares, la United States Steel Corporation, nacería
allí.
Quizá sea una lástima para la historia que no se haya hecho ninguna
grabación del discurso de Charlie Schwab en aquella cena.
Sin embargo, tal vez se tratara de un discurso «casero», con
incorrecciones gramaticales (pues los
perfeccionismos del lenguaje nunca le interesaron a Schwab), lleno
de refranes y compaginado con ingenio. Pero, aparte de eso, obtuvo
una fuerza y un efecto impresionantes sobre los cinco mil millones
de dólares de capital estimado que los comensales representaban.
Cuando terminó, y la reunión vibraba todavía con sus palabras,
aunque Schwab había hablado durante noventa minutos, Morgan condujo
al orador a una ventana apartada donde, balanceando las piernas en
un alto e incómodo asiento, hablaron durante una hora más. La magia
de la personalidad de Schwab se había puesto en acción con toda su
potencia, pero lo más importante y perdurable fue el pro grama
detallado y explícito que presentó para el engrandecimiento del
acero. Muchos otros hombres habían tratado de interesar a Morgan en
montar juntos un trust del acero a partir de combinaciones con
empresas de pastelería, cables y flejes, azúcar, goma, whisky,
aceite o goma de mascar. John W. Gates, el apostador, lo había
urgido a hacerlo, pero Morgan no había confiado en él. Los hermanos
Moore, Bill y Jim, mayoristas de Chicago que habían fusionado una
fosforera y una corporación de galletitas, habían tratado de
convencerlo, fracasando en su intento. Elbert H. Gary, el sacrosanto
abogado del Estado, quiso atraerlo a su terreno, mas no llegó a ser
lo bastante grande como para impresionarlo. Hasta que la elocuencia
de Schwab elevó a J. P. Morgan a las alturas desde donde pudo
visualizar los sólidos resultados del proyecto financiero más
atrevido que se hubiera concebido nunca, la idea era considerada un
delirante sueño de especuladores ingenuos.
El magnetismo financiero que, hace una generación, empezó a atraer
miles de compañías pequeñas y a veces ineficazmente dirigidas a
combinaciones más .grandes y competitivas, se ha vuelto operativo en
el mundo del acero gracias a los artilugios de aquel jovial pirata
de los negocios, John W. Gates. Este había formado ya la American
Steel and Wire Company con una cadena de pequeñas empresas, y junto
con Morgan había creado la Federal Steel Company.
Pero al lado del gigantesco trust vertical de Andrew Carnegie,
dirigido por sus cincuenta y tres accionistas, esas otras
combinaciones resultaban insignificantes. Podían combinarse como
mejor les pareciese, pero ni todas juntas harían mella en la
organización de Carnegie, y Morgan lo sabía.
El viejo escocés excéntrico también lo sabía. Desde las majestuosas
alturas de Skibo Castle había visto, primero divertido y luego con
resentimiento, los intentos de las pequeñas compañías de Morgan
entremetiéndose en sus negocios. Cuando esos intentos se tornaron
demasiado importantes, el mal genio de Carnegie se convirtió en ira
y en deseos de venganza. Decidió duplicar cada fábrica suya por cada
una que sus rivales poseyeran. Hasta entonces no había tenido
interés en cables, tubos, flejes ni planchas. En cambio, se
contentaba con venderle el acero en bruto a esas compañías y las
dejaba que trabajaran en la especialización que quisieran. Ahora,
con Schwab como jefe y lugarteniente capaz, planeaba arrinconar a
sus enemigos contra la pared.
Así fue como Morgan vio la solución a su problema de combinaciones
en el discurso de Charles M. Schwab. Un trust sin Carnegie, el
gigante, no sería ningún trust, sino un pastel de ciruelas sin
ciruelas. El discurso de Schwab de aquella noche del 12 de diciembre
de 1900 aportó la sugerencia, que no la solicitud, de que el vasto
imperio Carnegie podía llegar a estar bajo la sombra de Morgan.
Habló del futuro mundial del acero, de reorganización en aras de la
eficiencia, de especialización, de deshacerse de compañías
improductivas, de la concentración del esfuerzo en las propiedades
florecientes, de ahorros en el tráfico de mineral bruto, de ahorros
en los departamentos directivos y administrativos, de captar
mercados extranjeros.
Más que todo eso, les dijo a los bucaneros que había entre ellos
dónde estaban los errores de su piratería habitual. Sus propósitos,
suponía él, habían sido crear monopolios, aumentar los precios y
pagarse a sí mismos dividendos exagerados más allá de todo
privilegio. Con su estilo campechano, Schwab condenó ese sistema. La
estrechez de miras de semejante política, dijo a su auditorio,
residía en el hecho de que restringía el mercado en un momento en
que todo pugnaba por la expansión. Abaratando el coste del acero,
explicó, se crearía un mercado expansivo; se idearían más usos para
el acero y se captaría una parte considerable del mundo de la
industria. En realidad, aunque él no lo supiese, Schwab era un
apóstol de la moderna fabricación en serie.
Así acabó la cena en el University Club. Morgan se fue a su casa,
para pensar en las predicciones de progreso de Schwab. Schwab
regresó a Pittsburgh, a dirigir el negocio siderúrgico para «Wee
Andra Carnegie», mientras Gary y todos los demás volvían a sus
teletipos, para especular, anticipándose al próximo movimiento.
No tardó mucho en suceder. A Morgan le llevó más o menos una semana
digerir el festín de razonamientos que Schwab le había puesto
delante. Cuando se aseguró de que no iba a sufrir ninguna
«indigestión financiera», llamó a Schwab..., y se encontró con un
hombre bastante reticente. Al señor Carnegie, le dijo Schwab, quizá
no le alegrara mucho descubrir que el presidente de su conglomerado
de empresas había estado coqueteando con el emperador de Wall Street,
el barrio que Carnegie había resuelto no pisar jamás. Entonces John
W. Gates, que hacía de intermediario entre Morgan y Schwab, sugirió
que si Schwab estuviera casualmente de paso por el Belle Vue Hotel,
de Filadelfia, J. P. Morgan podía «coincidir» con él en el mismo
sitio. Sin embargo, cuando Schwab llegó, Morgan se hallaba enfermo
en su casa de Nueva York, y, presionado por el hombre mayor, Schwab
viajó a Nueva York y se presentó ante la puerta de la biblioteca del
financiero.
En la actualidad, ciertos historiadores de la economía han expresado
la sospecha de que esta historia, desde el principio al fin, fue
planificada por Andrew Carnegie, que la cena en honor de Schwab, el
célebre discurso, la reunión del domingo por la noche entre Schwab y
el rey del dinero fueron sucesos que el sagaz escocés había
preparado de antemano. La verdad es precisamente todo lo contrario.
Cuando Schwab fue llamado a cerrar el trato, ni siquiera sabía si el
«jefecito», como llamaban a Andrew, prestaría atención a una oferta
de vender, en particular a un grupo de hombres a quienes Andrew
consideraba dotados de algo menos que la beatitud. Pero Schwab
acudió a la reunión con seis hojas escritas de su puño y letra,
llenas de datos que, según él, representaban el valor físico y
potencial de rendimiento de cada compañía metalúrgica que él
consideraba una estrella esencial en el nuevo firmamento del metal.
Cuatro hombres sopesaron esos esquemas durante toda la noche. El
jefe, por supuesto, era Morgan, firme en su credo del derecho divino
del dinero. Con él estaba su socio aristocrático, Robert Bacon, un
erudito y un caballero. El tercero era John W. Gates, a quien Morgan
tachaba de apostador y utilizaba como herramienta. El cuarto era
Schwab, que sabía más sobre el proceso de elaborar y vender acero
que cualquier grupo de hombres de su época. A lo largo de aquella
conferencia, los esquemas del hombre de Pittsburgh no se
cuestionaron nunca. Si él decía que una compañía valía tanto, así
era, y punto. También insistió en incluir en la combinación sólo las
empresas que él tenía nominadas. Había concebido una corporación sin
dobleces, donde ni siquiera quedaba lugar para satisfacer la codicia
de amigos que deseaban descargar sus compañías sobre los anchos
hombros de Morgan. Al amanecer, Morgan se puso de pie y se
desperezó. Sólo quedaba un asunto pendiente. -¿Cree que puede
persuadir a Andrew Carnegie de vender? -preguntó.
-Puedo intentarlo -repuso Schwab.
-Si usted consigue que venda, me comprometeré en todo este asunto
-aseguró Morgan. Hasta allí todo iba bien. Pero ¿vendería Carnegie?
¿Cuánto pediría? (Schwab pensaba en unos 320 millones de dólares.)
¿Cómo se efectuaría el pago? ¿En acciones ordinarias o preferentes?
¿En bonos? ¿En efectivo? Nadie podía reunir trescientos veinte
millones de dólares en efectivo. En enero acudieron a un partido de
golf en los helados prados de St. Andrews, en Westchester, Andrew
envuelto en jerséis, bien abrigado, y Charlie conversando de
trivialidades, para ejercitar el buen humor. Pero no se pronunció ni
una palabra sobre negocios hasta que la pareja se sentó en la cálida
sala de la cabaña que Carnegie poseía cerca de allí. Entonces, con
el mismo poder de convicción con que había hipnotizado a ochenta
millonarios en el University Club, Schwab dejó caer rutilantes
promesas de retiro y comodidad, de los innumerables millones que
satisfarían los caprichos sociales del viejo escocés. Carnegie
estuvo de acuerdo, escribió algo en un trozo de papel y dijo:
-Muy bien, venderemos por este precio.
La cifra era de unos 400 millones de dólares y surgió a partir de
los 320 millones que Schwab había previsto como precio básico,
añadiéndole 80 millones para recuperar el valor aumentado sobre el
capital previsto durante los últimos dos años. Más tarde, en la
cubierta de un transatlántico, el escocés le decía arrepentido a
Morgan: -Ojalá te hubiera pedido cien millones más. -Si me los
hubieras pedido, te los hubiese dado -le respondió Morgan, amable.
Hubo cierto alboroto, por supuesto. Un corresponsal británico envió
un cable diciendo que el mundo del acero extranjero estaba
«aterrado» ante la gigantesca corporación. El presidente Hadley, de
Yale, declaró que a menos que se regulasen los trusts, el país
tendría «un emperador en Washington durante los próximos veinticinco
años». Pero ese hábil agente de Bolsa que Keene era se aplicó a su
trabajo de impulsar tan vigorosamente las nuevas acciones hacia el
público, que todo el exceso de liquidez, estimado por algunos en
cerca de 600 millones de dólares, fue absorbido en un abrir y cerrar
de ojos. De manera que Carnegie obtuvo sus millones; el sindicato de
Morgan consiguió 62 millones por todos sus «problemas», y todos los
«muchachos», desde Gates a Gary, también ganaron sus millones.
Schwab, de 38 años, obtuvo su recompensa. Fue nombrado presidente de
la nueva corporación, y ostentó el cargo hasta 1930.
LA RIQUEZA EMPIEZA CON UNA IDEA
La impresionante historia del gran negocio que usted acaba de leer
es un ejemplo perfecto del método por el cual el deseo puede
transmutarse en su equivalente físico. Esa gigantesca organización
se creó en la imaginación de un hombre. El plan por el que le
proporcionaban a la organización hornos de acero que aportaban su
estabilidad financiera se creó en la mente de la misma persona. Su
fe, su deseo, su imaginación, su perseverancia fueron los verdaderos
ingredientes esenciales que conformaron la United States Steel
Corporation. Los hornos y los equipos mecánicos adquiridos por la
empresa, después de haber surgido a la existencia legal, fueron
incidentales, pero un análisis cuidadoso revelará el hecho de que el
valor aumentado de las propiedades adquiridas por la corporación se
incrementó en unos seiscientos millones de dólares, por la mera
transacción que los consolidaba bajo una misma gerencia. En otras
palabras, la idea de Charles M. Schwab, sumada a la fe con la que
contagió a J. P. Morgan y a los demás, había dado unos beneficios de
unos seiscientos millones de dólares. ¡No es una suma insignificante
por una sola idea! La United States Steel Corporation prosperó hasta
convertirse en una de las empresas más rica y poderosas de Estados
Unidos, dando empleo a miles de personas, desarrollando nuevas
aplicaciones para el acero, y abriendo nuevos mercados, demostrando
de ese modo que los seiscientos millones de beneficio que la idea de
Schwab produjo estaban bien merecidos.