Hay que reírse de sí mismo y de la vida. No con el ánimo de burlarse
ni de autocompasión plañidera, sino como un remedio, como un
medicamento milagroso, que le mitigará a uno el dolor, le curará la
depresión y le
ayudará a poner en perspectiva la derrota aparentemente terrible del
momento. Uno debe borrar la tensión y las preocupaciones riéndose de
sus predicamentos, con lo que liberará su mente para pensar con
claridad en la solución que seguramente llegará. Nunca hay que
tomarse demasiado en
serio.
Los días más desolados son aquellos en que no se ha oído el sonido
de la risa. Una buena sonrisa es un rayo de sol en cualquier hogar,
así es que no hay que dejar pase un día sin exteriorizar el lado
feliz de uno, aunque esté luchando con el caos. Cada vez que sonríe,
y más cuando ríe, se añaden momentos preciosos a la propia vida.
El hombre es la única criatura dotada con el poder de la risa, y tal
vez es la única criatura que merece que se rían de ella. Sin
embargo, la mejor de las risas es la de aquella persona que tiene
suficiente confianza en sí misma. Esto demuestra la rara capacidad
de mirarse con objetividad, y si uno puede hacer eso, todas sus
preocupaciones se encogerán.
Claro que hay reglas para jugar bien este difícil juego de la vida,
pero uno no debe olvidar nunca que se sigue tratando de un juego -
un juego que nadie debe tomar jamás demasiado en serio. Si no nos
las ingeniamos para extraer un poco de gozo de este día, ¿qué caso
tiene? Reírme de mí mismo y, por supuesto, no tomarme demasiado en
serio es una regla del juego que debo seguir aprendiendo una y otra
vez. Cada vez que comienzo a actuar un tanto demasiado profesional o
pomposo o que asumo el papel del "autor famoso", Dios siempre me
preparara para otra merecida caída que me enderece... hasta la
próxima vez.
Acababa de estar varios días visitando estaciones de radio y
televisión en la zona de Atlanta, y ahora me llevaban en una
limosina negra a firmar autógrafos en un centro comercial
aproximadamente a dos horas de la ciudad. Mi programa me indicaba
que iba a visitar una pequeña estación cristiana de radio donde iba
a conversar en vivo con un caballero conocido como "el Reverendo
John".
A su debido tiempo, nos estacionamos frente a una casita de campo
cuya pintura blanca comenzaba a descascararse. Mi conductor se
volvió y me dijo, casi en tono de disculpa.
- Esta es Señor. La radiodifusora.
Antes de haber subido el último escalón, se abrió la puerta del
frente y allí estaba el Reverendo John. Supe que era él porque
llevaba un letrero bordado en hilo rojo con ese nombre por encima
del bolsillo superior de su atuendo blanco de una pieza.
-¡Bienvenido a nuestra humilde estación, señor! - exclamó mientras
me abrazaba - Es un gran honor.
Atravesamos lo que alguna vez probablemente había sido una estancia
pero ahora estaba lleno de equipos electrónicos y tableros de discos
y cintas. Pude oír salmos mientras el reverendo me conducía a su
"estudio" en la parte de atrás.
- Saldremos al aire en sólo unos cuantos minutos - dijo mi anfitrión
- Siéntese allí y póngase cómodo.
El reverendo John señalaba con un gesto de la cabeza en dirección a
una mesa sin pintura sobre la cual se apoyaba precariamente un
micrófono, unido con varios clavos a los tableros. Me deslicé para
sentarme en la tosca banca, y me pregunté si los editores, allá en
sus elegantes oficinas de la Quinta Avenida, tenían idea de las
cosas por las que tenían que pasar los autores. Luego, para mi gran
sorpresa, el Reverendo John se acomodó a mi lado en la banca, y de
pronto comprendí que le micrófono que había sobre la mesa era el
único y que íbamos a compartirlo. Vaya cambio después de pasarme
días entre el brillo y el cristal de las radiodifusoras de Atlanta.
Sin embargo, me dije a mí mismo que podía soportar cualquier cosa
durante treinta minutos.
En ese viaje estaba promocionando Operación Jesucristo, y a
diferencia de tantos entrevistadores, que nunca leen el libro de uno
antes de la entrevista, el Reverendo John no sólo lo había leído,
sino que había preparado una larga lista de preguntas muy
perceptivas, en un cuaderno de notas, a la cual constantemente se
refirió una vez que estuvimos en el aire.
Realmente estaba disfrutando nuestra conversación cuando,
aproximadamente a la mitad de la entrevista, sonó con fuerza el
timbre de un teléfono que había en el otro cuarto. Por supuesto que
este "estudio" no estaba insonorizado, como lo está la mayor parte,
así es que el fuerte ruido del teléfono, que llegó a mitad de mi
respuesta a una de sus preguntas, me descontroló completamente y
casi pierdo el hilo de mis pensamientos mientras trataba de recobrar
la compostura.
El maldito teléfono siguió sonando y sonando. Finalmente, un molesto
Reverendo John echó un vistazo a su cuaderno de notas, me hizo la
pregunta siguiente de su lista y luego, ante mis horrorizados ojos,
se volvió, pasó las piernas por encima de la banca, se puso de pie y
desapareció en el otro cuarto, me imagino que para atender el
teléfono.
Heme aquí ahora respondiendo ante una banca vacía - y un micrófono
funcionando - y hable... muy... muy despacio, demorándome, sin saber
qué haría si completaba mi respuesta antes de que mi amigo hubiera
regresado.
Finalmente, agoté el tema y el Reverendo John no aparecía por ningún
lado. Y entonces, por primera vez en mi vida, se me ocurrió una
brillante idea. Estiré el brazo y acerqué su cuaderno de notas, lo
puse frente a mí, y recorrí con el dedo su lista de preguntas,
encontré la que seguía y dije: "Reverendo John, me imagino que usted
se ha de preguntar de dónde saqué la idea de Operación Jesucristo.
...y durante los siguientes catorce minutos, !me entrevisté yo sólo!
Finalmente, sentí que alguien me tocaba el hombro. Estaba tan
concentrado en mi doble papel de entrevistador y entrevistado, que
ni siquiera me di cuenta de que mi anfitrión había regresado. Señalo
el enorme reloj que había en la pared, se inclinó y dijo frente a
nuestro micrófono: "Señor Mandino, fue un gran honor tenerlo con
nosotros el día de hoy. Le deseo un gran éxito con este libro
maravilloso y que viaje seguro durante el resto de su recorrido.
¡Dios lo bendiga! Al decir eso, oprimió un botón y el himno "Never
My God to Thee" se difundió pro las ondas hertzianas, mientras que
yo me incorporaba secándome la frente. Fue entonces cuando recordé,
una vez más, esa regla tan importante de la vida que nos dice que
hay que reírnos de nosotros mismos. El Reverendo John me mostraba
una tarjeta y se veía complacido.
- Señor Mandino, siento haber tenido que hacerle pasar ese apuro,
aunque se las arregló usted con gran maestría. La llamada era de mi
madre de ochenta y dos años que vive en San Diego, y la última vez
que hablamos me prometió que la siguiente vez que me llamara me
daría nuestra vieja receta familiar par preparar el pan de
zanahoria.
Hay que reírse del mundo. Y lo más importante, hay que reírse de uno
mismo. Si en la farmacia de su preferencia se vendiera la risa, el
doctor familiar le recetaría algo de risa al día. Es una forma mucho
mejor de vivir.