He dado
muchas conferencias sobre la materia, ante grupos de diferentes
tipos, y no se dio un solo caso en el que no se haya levantado
alguien para contarme una historia semejante, e incluso públicamente
en algunos casos. Por supuesto, puede alegarse -y quien lo haga no
se equivoca- que hay más probabilidad de que vaya a esas
conferencias quien ha tenido una de esas experiencias. Sin embargo,
en muchos de los casos que me he encontrado, la persona no vino a la
conferencia a causa del tema. Por ejemplo, recientemente me dirigí a
un grupo de unas treinta personas. Dos de ellas habían tenido
experiencias próximas a la muerte y se encontraban allí por ser
miembros del grupo. Ni siquiera conocían de antemano el tema de la
charla.
Si las
experiencias próximas a la muerte son tan frecuentes como usted
dice, ¿por qué no es algo generalmente conocido?
Hay
varias razones para ello. En primer lugar, se encuentra el hecho, en
mi opinión, de que nuestra época está decididamente en contra de la
discusión sobre la posibilidad de supervivencia a la muerte
corporal. Vivimos en una era en que la ciencia y la tecnología han
dado pasos de gigante en la comprensión y conquista de la
naturaleza. Hablar de la vida posterior a la muerte les resulta algo
atávico a muchos que sienten que la idea pertenece más a nuestro
pasado «supersticioso» que al presente «científico».
En
consecuencia, quienes han experimentado lo que recae fuera de la
esfera de la ciencia, tal como la entendemos, son considerados
ridículamente. Siendo conscientes de esas actitudes, las personas
que han tenido experiencias trascendentes se muestran remisas a
relatarlas abiertamente. Estoy convencido de que una gran cantidad
de material se esconde en las mentes de quienes han tenido esas
experiencias, pero que, por miedo a ser tomados como «locos» o
«excesivamente imaginativos», nunca lo han contado salvo a uno o dos
amigos íntimos o parientes.
Además,
la oscuridad pública del tema parece derivar en parte de un fenómeno
psicológico bastante común que implica a la atención. Gran parte de
lo que oímos y vemos queda sin registrar en nuestras mentes. Sin
embargo, si nuestra atención es atraída por algo, tenemos la
tendencia anotarlo después. Muchas personas han tenido la
experiencia de aprender una nueva palabra y luego verla en todo lo
que leían en los días siguientes. La razón no es que el lenguaje
haya adoptado esa palabra y aparezca por todas partes, se trata más
bien de que la palabra estaba en todo lo que había leído, pero, no
siendo consciente de su significado, la pasaba por alto sin darse
cuenta de su existencia.
Similarmente, tras una conferencia abrí el turno de discusión y un
doctor se levantó y me dijo: «Llevo varios años dedicado a la
medicina. Si estas experiencias son tan comunes como usted dice,
¿cómo no había oído hablar de ellas?» Sabiendo que probablemente
habría alguien que conocería algún caso, devolví la pregunta al
auditorio, y pregunté: «¿Ha oído alguien hablar de alguna
experiencia semejante?» La esposa del doctor levantó el brazo y
contó una que le había ocurrido a un amigo íntimo de ambos.
Por dar
otro ejemplo, puedo citar el de un médico a quien yo conozco, que
tomó conciencia de estos fenómenos leyendo un antiguo artículo de
periódico sobre una de mis conferencias. Al día siguiente un
paciente le relató, sin haberle preguntado él nada, una experiencia
similar. El médico estableció que su paciente no podía saber nada de
mis estudios. Le confió la historia porque estaba sorprendido y algo
alarmado por lo que le ocurrió y buscaba una opinión médica. Es
posible que en ambos casos los doctores supieran algo del asunto con
anterioridad, pero de ser así habían pensado en ello como
desviaciones individuales y no como fenómenos ampliamente
extendidos, motivo por el cual no le prestaron atención.
En el
caso de los médicos existe un factor adicional que puede contribuir
a la explicación de su desconocimiento de los fenómenos próximos a
la muerte, a pesar de que sería de esperar que los médicos, con más
motivo que nadie, se tienen que haber encontrado con casos de ese
tipo. Durante su aprendizaje en las facultades de medicina se los
bombardea constantemente con la idea de que deben guardar muchas
reservas ante la expresión que hace el paciente de lo que siente. Un
médico presta mucha atención a los «signos» objetivos de los
procesos de la enfermedad, pero toma los informes subjetivos
(«síntomas») con muchas reservas. Es un procedimiento razonable,
pues es más factible enfrentarse a lo objetivo. Sin embargo, dicha
actitud tiene también el efecto de esconder las experiencias que nos
incumben, pues muy pocos médicos suelen preguntar a los pacientes
que han reanimado sobre sus sensaciones y percepciones. A causa de
ello, cabe sospechar que los doctores -en teoría el grupo con más
posibilidades de encontrar experiencias cercanas a la muerte- no
tienen más posibilidades que el resto de las personas de encontrarse
con tal tipo de casos.
¿Ha
detectado alguna diferencia entre mujeres y hombres con respecto a
este fenómeno?
No parece
existir ninguna diferencia en los contenidos o tipos de experiencias
informados por unas y otros. Tanto los hombres como las mujeres han
descrito los elementos más comunes de los encuentros con la muerte
que hemos discutido y ninguno de los aspectos se da con más
frecuencia en unos o en otras.
Las
diferencias son de otro tipo. En general, los hombres que tuvieron
esas experiencias se han mostrado más reticentes a la hora de hablar
de ello. Fueron más los hombres que me contaron con brevedad sus
casos y no han respondido a mis cartas o contestado a mis llamadas
cuando he tratado de obtener un informe más detallado. Más hombres
que mujeres me han dicho: «Traté de olvidarlo, de suprimirlo»,
aludiendo con frecuencia al miedo, al ridículo o confesando que las
emociones implicadas en la experiencia eran excesivamente
abrumadoras para volver a contarlas.
Aunque no
puedo ofrecer ninguna explicación del hecho, no he sido el único en
observarlo. El doctor Russell Moores, famoso investigador, me dijo
que tanto él como algunos de sus compañeros habían observado la
misma situación. Los hombres que llegan a él para informarlo de
alguna experiencia psíquica son tres veces menos numerosos que las
mujeres.
También
es interesante el hecho de que durante el embarazo el número de
experiencias ha sido mayor. También puedo explicar el motivo. Quizá
se deba a que es un estado fisiológico en el que hay mayor
posibilidad de riesgo y mayor número de complicaciones médicas
potenciales. Unido el hecho de que ese estado sólo se da en las
mujeres, al de que éstas son menos reticentes para hablar, podría
explicarse la mayor frecuencia de tales experiencias durante el
embarazo.
¿Cómo
sabe que no le están mintiendo?
A quienes
no han escuchado y visto cómo relataban las experiencias les
resultaba fácil mantener la hipótesis de que esas historias son
falsas. Me encuentro, sin embargo, en una posición única. He sido
testigo de que hombres y mujeres adultos, maduros y emocionalmente
estables, se venían abajo y lloraban al contarme acontecimientos que
les habían sucedido tres décadas antes. He detectado en sus voces
una sinceridad, calor y sentimiento que no pueden ser transcritos en
el libro. En consecuencia, la noción de que esos relatos puedan
estar preparados me resulta insostenible, aunque desgraciadamente es
imposible que muchos otros compartan mi creencia.
Aparte de
mi opinión, hay una serie de consideraciones que se oponen a la
hipótesis de tal preparación. La más obvia es la dificultad de
explicar la similitud de tantos relatos. ¿Cómo es posible que en
ocho años tantas personas hayan venido a mí con la, misma mentira?
La
confabulación podría ser una posibilidad teórica. ¿Es concebible que
una agradable dama de Carolina del Norte, un estudiante de medicina
de Nueva Jersey, un veterinario de Georgia y muchos otros hayan
formado una banda e iniciado una conspiración para producir una
mentira elaborada para mí? ¡No creo que sea una posibilidad muy
factible!
Si no
están mintiendo abiertamente, quizá lo estén desfigurando de una
manera más sutil. ¿No es posible que hayan elaborado sus historias
con los años?
Esta
cuestión hace referencia al bien conocido fenómeno psicológico de
que una persona puede iniciar un relato simple de un acontecimiento
o experiencia, convirtiéndolo con el paso del tiempo en un relato
elaborado. Cada vez que lo cuenta añade un detalle sutil y acaba por
creérselo él mismo, de forma que al final la historia está tan
embellecida como alejada del original.
No creo
que ese mecanismo haya sido operativo en la mayor medida en los
casos que he estudiado. En primer lugar, los relatos de las personas
a las que entrevisté inmediatamente después de su experiencia -en
algunos casos cuando aún se encontraban en el hospital son idénticos
a los de quienes recordaban historias que habían sucedido hacía
décadas. Además, en algunos casos habían escrito descripciones de
sus experiencias al poco tiempo de haberlas tenido y me leían sus
notas durante la entrevista. También estas descripciones son del
mismo tipo que las recordadas tras un lapso de varios años.
Hay que
tener en cuenta el hecho de que a veces he sido la primera o segunda
persona con la que hablaban de ello, y que aun así lo hacían con
bastante desgana a pesar de que habían pasado varios años. Aunque en
esos casos la oportunidad de embellecimiento era escasa o nula,
tampoco se diferenciaban de los relatos que habían sido contados
muchas veces en varios años. Lo que sí ha sido posible en algunos
casos es lo contrario al embellecimiento. Es lo que los psiquiatras
llaman «supresión»: un esfuerzo consciente por controlar los
recuerdos indeseados, los sentimientos o los pensamientos, o por
ocultarlos a la conciencia.
En
numerosas ocasiones, en el curso de las entrevistas me han hecho
observaciones indicativas de que se había producido la supresión.
Por ejemplo, una mujer que me contó una experiencia muy elaborada
que tuvo lugar durante su «muerte», me dijo: «Creo que hay más
cosas, pero no puedo recordarlas. Traté de olvidarlas porque sabía
que la gente no iba a creerme.» Un hombre, que sufrió un paro
cardiaco durante una operación debida a unas heridas graves
recibidas en Vietnam, me contó sus dificultades para tratar
emocionalmente con sus experiencias externas al cuerpo. «He dejado
de contarlo hasta ahora..., creo que hay muchas cosas que no
recuerdo. He tratado de olvidarlas.» En resumen, parece evidente que
el embellecimiento no ha sido un factor significativo en el
desarrollo de estas historias.
¿Profesaban esas personas una religión con anterioridad a la
experiencia? ¿No estará formado todo, en ese caso, por las creencias
y antecedentes religiosos?Parecen estarlo
hasta cierto punto. Como mencioné antes, aunque la descripción del
ser luminoso es invariable, sí cambia la identidad que se le
adscribe, aparentemente en función de los antecedentes religiosos
del individuo. Sin embargo, en toda mi investigación no he escuchado
una sola referencia al cielo o al infierno, ni el cuadro que
acostumbramos a oír en esta sociedad. Muchas personas han señalado
qué diferentes fueron sus experiencias a lo que hubieran esperado
teniendo en cuenta su aprendizaje religioso.
Una mujer
me contó: «Siempre había oído que al morir se veía el cielo y el
infierno, pero yo no vi el uno ni el otro.» Otra, que tuvo una
experiencia externa al cuerpo tras unas heridas graves, me informó:
«Lo extraño es que en la educación religiosa que recibí siempre me
habían enseñado que al morir te encuentras ante las bellas y
nacaradas puertas. Pero yo flotaba alrededor de mi cuerpo..., ¡y eso
fue todo! Estaba asombrada.» Además, en algunos casos los informes
provienen de personas que carecían de creencia o educación religiosa
anterior a la experiencia, y sus descripciones no parecen diferir en
contenido en comparación con las de personas con fuertes creencias
religiosas.
En
algunos casos, alguien que había estado expuesto a doctrinas
religiosas y las había rechazado adquirió profundos y nuevos
sentimientos religiosos tras la experiencia. Otros comentan que
aunque habían leído textos religiosos, como la Biblia, hasta que
tuvieron aquella experiencia no habían comprendido realmente algunas
cosas.
¿Qué
relación tienen las experiencias que ha estudiado con la posibilidad
de la reencarnación?
Ninguno
de los casos que he observado es indicativo de alguna manera de que
la reencarnación se produzca. Hay que tener en cuenta, sin embargo,
que ninguno de ellos excluye esa posibilidad. Si la reencarnación
existe, parece lógico pensar que se producirá un intervalo en alguna
otra esfera entre el tiempo de separación del viejo cuerpo y la
entrada en otro nuevo. En consecuencia, el entrevistar a quienes han
estado cerca de la muerte no es la técnica apropiada para estudiar
la reencarnación.
Otros
métodos se han intentado para estudiar ese fenómeno. Por ejemplo,
algunos han utilizado la técnica de la «regresión lejana». Un sujeto
es hipnotizado y se le sugiere que retroceda mentalmente a etapas
cada vez más lejanas en la vida. Cuando alcanza las primeras
experiencias que puede recordar de su vida presente, se le dice que
trate de retroceder un poco más. En ese punto, algunas personas
comienzan a contar historias elaboradas sobre vidas anteriores en
épocas pasadas y lugares distantes. En algunos casos, tales
historias se comprueban con notable precisión.
Así
ocurre cuando se establece que el sujeto no podía haber conocido de
forma normal los acontecimientos, personas y lugares que describe
con tanta precisión. El caso de Bridey Murphy es de los más famosos,
pero hay muchos otros, algunos incluso más impresionantes y mejor
documentados, que no son tan ampliamente conocidos. Los lectores
interesados en conocer esta cuestión pueden confrontar Twenty Cases
Suggestlve of Reincarnation, del doctor Ian Stevenson. También es
digno de tener en cuenta que en el Libro tibetano de los muertos, en
donde se describen con tanta precisión los estadios del encuentro
con la muerte, se dice que la reencarnación se produce en un punto
posterior, tras los acontecimientos que han sido relatados por mis
entrevistados.
¿Ha
entrevistado alguna vez a alguien que haya tenido una experiencia
cercana a la muerte en relación con un intento de suicidio? ¿Fue la
experiencia diferente en ese caso?
Conozco
algunos casos en los que un intentó de suicidio fue la causa de la
«muerte» aparente. Estas experiencias fueron uniformemente
caracterizadas como desagradables.
Una mujer
me dijo: «Si dejas esto con un alma atormentada, también allí la
tendrás.» En resumen, dicen que los conflictos que les llevaron a
suicidarse para escapar estaban todavía presentes cuando murieron,
pero con más complicaciones. En el estado incorpóreo no podían hacer
nada por sus problemas, pero tenían que ver las desgraciadas
consecuencias que resultaban de sus actos
Un hombre
que se pegó un tiró, deprimido por la muerte de su esposa,
«muriendo» y resucitando luego, cuenta:
No fui
adonde estaba [mi esposa]. Fui a un lugar horrible... Inmediatamente
comprendí el error que había cometido y pensé: «Ojalá no lo hubiera
hecho.»
Otros que
han experimentado ese desagradable «limbo» cuentan que tuvieron la
sensación de que estarían allí mucho tiempo. Fue su castigo por
«romper las reglas», por tratar de liberarse a sí mismos de lo que
era una «misión»: cumplir un cometido en la vida.
Esas
observaciones coinciden con las informaciones de personas que
«murieron» por otras causas, pero que mientras estaban en ese estado
les llegó el pensamiento de que el suicidio era un acto muy
desafortunado al que le esperaba un grave castigo. Un hombre que
estuvo cerca de la muerte tras un accidente automovilístico, cuenta:
[Mientras estuve allí] tuve la sensación de que dos cosas me estaban
totalmente prohibidas: suicidarme y matar a otra persona... Si me
matara a mí mismo, sería arrojarle a Dios su regalo a la cara...
Matar a otro sería interferir en los propósitos de Dios para ese
individuo.
Sentimientos como ésos, que me han expresado en distintas
entrevistas, son idénticos a los encerrados en los más antiguos
argumentos teológicos y morales contra el suicidio, descritos en
diversas formas en los textos de pensadores tan diferentes cómo
Santo Tomás de Aquino, Locke y Kant. Un suicida, según Kant, está
actuando en oposición a los propósitos de Dios y llega al otro lado
con la consideración de rebelde a su Creador. Santo Tomás de Aquino
afirma que la vida es un don de Dios, y que a Él, no al hombre, le
corresponde retirarlo.
Sin
embargó, discutiendo esto no paso de un juicio moral contra el
suicidio. Sólo informó de lo que me han contado otros que han pasado
por esa experiencia. Estoy preparando ahora un segundo libro sobre
experiencias cercanas a la muerte en el que este tema, junto con
otros, será tratado con mayor amplitud.
¿Conoce algún caso perteneciente a otra cultura?
No. De
hecho, una de las múltiples razones por las que digo que mi estudio
no es «científico» se debe a que el grupo de individuos a quienes he
escuchado no está constituido por una muestra al azar de seres
humanos. Estaría muy interesado en escuchar experiencias cercanas a
la muerte de esquimales, indios kwakiutl, navajos, de watusis,
etcétera. Sin embargo, debido a limitaciones geográficas y de otro
tipo no he podido localizar ninguna.
¿Hay
ejemplos históricos de fenómenos cercanos a la muerte?
No los
conozco. Sin embargo, dado que he estado totalmente ocupado por
ejemplos contemporáneos, he carecido de tiempo para investigar esa
cuestión. No me sorprendería descubrir que existen informes de ese
tipo en el pasado. Por otra parte, tengo la sospecha de que las
experiencias cercanas a la muerte han sido más comunes en las
pasadas décadas que en periodos anteriores. La razón es que sólo en
los últimos tiempos ha podido producirse la reanimación tecnológica.
Muchos de los individuos que sobrevivieron en nuestra época no
hubieran podido hacerlo en tiempos pasados. Inyecciones de
adrenalina al corazón, una máquina que produce un shock en él,
corazones artificiales y pulmones de acero son ejemplos de esos
avances médicos.
¿Ha
investigado los registros médicos en sus entrevistados?
Siempre
que me fue posible. En los casos en que me invitan a hacerlo han
demostrado la exactitud de las afirmaciones hechas por las personas
implicadas. En algunos casos, debido al paso del tiempo y/o a la
muerte de las personas que realizaron la reanimación, los registros
no estaban disponibles. Los informes de los cuales no existen
registros no son diferentes de los que los poseen. En muchos casos,
cuando los registros médicos no han sido accesibles, he contado con
el testimonio de otros -amigos, doctores o parientes del
informante-, quienes han afirmado que se produjo la muerte clínica.
He
oído que al cabo de cinco minutos la reanimación es imposible, y,
sin embargo, usted dice que algunos de los entrevistados estuvieron
«muertos» hasta veinte minutos. ¿Cómo es posible?
La mayor
parte de los números y cantidades que se citan en la práctica médica
son valores medios y no deben tomarse como absolutos. La cifra de
cinco minutos que con frecuencia oímos es un promedio. Es una norma
clínica no intentar la reanimación después de cinco minutos porque,
en la mayor parte de los casos, puede haberse producido algún daño
cerebral por falta de oxígeno.
Sin
embargo, como es un promedio, puede esperarse que existan casos
individuales a ambos extremos. Incluso he encontrado casos en los
que la reanimación se produjo después de veinte minutos, sin que de
ello resultara dañado el cerebro.
¿Algunos de ellos estuvieron realmente muertos?
Una de
las razones principales por las que esa cuestión es tan confusa y
difícil de responder es que hay un problema semántico en relación
con el significado de la palabra «muerte». Como revela la reciente
controversia en torno a los trasplantes de órganos, la definición de
la «muerte» no está establecida ni siquiera entre los profesionales
en el campo de la medicina. Los criterios no varían sólo entre
abogados y médicos, sino entre los mismos médicos y de hospital a
hospital. La respuesta dependerá, por tanto, de lo que se entienda
por «muerte». Será provechoso examinar aquí las tres definiciones y
hacer un comentario de ellas.
Hay quien
dice que una persona está «muerta» si su corazón deja de latir y
permanece sin respirar por un periodo de tiempo extenso; si su
presión sanguínea desciende tanto que no puede detectarse; si dilata
las pupilas; si la temperatura corporal comienza a descender, etc.
Es la definición clínica, y ha sido empleada desde siglos por
médicos y abogados. De hecho, la mayor parte de la gente que fue
considerada muerta ha sido tratada con ese criterio. En ese nivel
clínico se encontraron muchas de las personas cuyos casos he
estudiado. Tanto los testimonios de los médicos como los datos
registrados apoyan el argumento de que tuvieron lugar muertes» en
ese sentido.
El avance
de la tecnología ha producido el desarrollo de técnicas más
sensitivas para detectar los procesos biológicos, incluso los que no
son observables con los sentidos humanos. El electroencefalógrafo (EEG)
es un aparato que amplifica y registra los reducidos potenciales
eléctricos del cerebro. Recientemente, hay una tendencia a
determinar la muerte «real» cuando no hay actividad eléctrica en el
cerebro, lo que se determina por trazados erectos» en el EEG.
Obviamente, en todos los casos de reanimación con que he tratado
existía una extrema emergencia clínica y no había tiempo para
colocar un EEG. Los médicos estaban ocupados en conseguir reanimar
al paciente. En consecuencia, puede argumentarse que ninguna de esas
personas estuvo «muerta».
Supongamos por un momento que se han obtenido lecturas «rectas» con
un EEG en un gran porcentaje de las personas que fueron consideradas
muertas y resucitaron. ¿Añadiría mucho ese hecho? Por tres motivos,
creo que no. Primero, los intentos de reanimación son siempre
emergencias que pueden durar todo lo más treinta minutos. Colocar
una EEG es una tarea técnica muy complicada, y es bastante común que
incluso los más experimentados tengan que trabajar con él algún
tiempo antes de obtener lecturas correctas, incluso en las mejores
condiciones. En una emergencia, con su consiguiente confusión, la
probabilidad de error sería mucho mayor. Por tanto, incluso aunque
pueda presentarse un trazado erecto» de EEG obtenido en una persona
con una experiencia próxima a la muerte, cualquier crítico podría
decir, con justicia, que la lectura podía no ser exacta.
Segundo,
incluso la maravillosa máquina que mide las ondas cerebrales,
apropiadamente colocada, no nos permite determinar con infalibilidad
si la reanimación es posible en un caso dado. Se han obtenido
trazados rectos de EEG en personas que posteriormente fueron
reanimadas. Las sobredosis de drogas que actúan como depresoras del
sistema nervioso central, así como la hipotermia (baja temperatura
corporal), producen ese fenómeno.
Tercero,
si pudiese contar con un caso en que se hubiese establecido que la
máquina estaba bien conectada, todavía quedaría un problema. Alguien
podría decir que no hay prueba de que la experiencia cercana a la
muerte tuvo lugar mientras el trazado era rectilíneo, pues pudo
ocurrir antes o después. Por tanto, mi conclusión es que el EEG no
resulta muy válido en el estadio presente de la investigación.
Hay quien
adopta incluso una definición más restrictiva, sosteniendo que no
puede hablarse de que una persona está muerta si posteriormente es
reanimada, con independencia del tiempo en que los signos vitales
hayan sido clínicamente indetectables y del tiempo en que los
trazados del EEG hayan sido rectilíneos. En otras palabras, se
define a la muerte como el estado del cuerpo del cual no se puede
salir. Obviamente, según esta definición, ninguno de los casos que
he conocido han implicado el estado de muerte, pues en todos se ha
producido la reanimación.
Hemos
visto, entonces, que la respuesta a la pregunta depende de lo que se
entienda por muerte. Hay que tener en cuenta que es una disputa
semántica; la cuestión no pierde por ello importancia, pues las tres
definiciones encierran significativos puntos de vista. De hecho, yo
estaría de acuerdo con la tercera, con la más rigurosa de todas.
Incluso en los casos en que el corazón no palpita, los tejidos del
cuerpo, particularmente del cerebro, deben seguir con oxígeno y
alimento la mayor parte del tiempo. No es necesario en ningún caso
suponer que se ha violado una ley biológica o fisiológica. Para que
se haya producido la reanimación en las células del cuerpo debe
haber continuado algún grado de actividad residual, aunque los
signos normales de esos procesos no sean clínicamente detectables
con los métodos empleados.
No
obstante, en el momento presente parece imposible determinar con
exactitud cuál es el punto sin retorno. Puede variar de un individuo
a otro, y posiblemente no sea un punto fijo, sino una gama de
variación en un continuo. De hecho, hace unas décadas la mayor parte
de las personas con las que he hablado no podrían haber regresado,
por lo que podemos pensar que en el futuro dispondremos de técnicas
para revivir a gente que no puede ser salvada hoy en día.
Supongamos que la muerte es una separación de la mente y el cuerpo y
que la primera pasa a otras esferas de la existencia en ese punto.
Habría que llegar a la conclusión de que existe algún mecanismo por
el cual el alma y el cuerpo se liberan tras la muerte. Seguimos sin
ninguna base para suponer que este mecanismo funciona exactamente de
acuerdo con lo que en nuestra era hemos aceptado arbitrariamente
como el punto sin retorno. Ni podemos suponer que funciona
perfectamente en cada caso, ni, mucho menos, que cualquier sistema
corporal funciona siempre perfectamente.
Quizá el
mecanismo pueda ponerse en funcionamiento alguna vez antes de la
crisis fisiológica, proporcionando a alguna persona una breve visión
de otras realidades. Ello podría dar cuenta de los informes de
quienes han tenido visiones retrospectivas de sus vidas,
experiencias externas al cuerpo, etc., cuando están seguros de que
van a morir, antes incluso de que se haya producido una herida
grave.
Lo que en
última instancia quiero afirmar es lo siguiente: cualquiera que sea
el punto de muerte irrecuperable -en el pasado, presente y futuro-,
aquellos con quienes he hablado han estado mucho más cerca de él que
la gran mayoría de seres humanos. Por esta razón, deseo oír lo que
ellos tienen que decir.
En un
análisis final, por tanto, es inútil cavilar sobre la definición
precisa de la «muerte» -irreversible o no- en el contexto de esta
discusión. Lo que la persona que pone tales objeciones ante las
experiencias cercanas a la muerte tiene en la mente es algo más
básico. Para dicho crítico, en tanto quede una posibilidad de que
haya alguna actividad biológica residual en el cuerpo, ella podrá
ser la causa de la experiencia.
Doy por
supuesto de antemano que esa actividad biológica residual debe
existir en todos los casos. Por tanto, la cuestión de si hubo una
muerte real se reduce al problema más básico de si la función
biológica residual podría dar cuenta de la existencia de esas
experiencias. En otras palabras: