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VIDA DESPUÉS DE LA VIDA

Capitulo 4

Cuestiones

RAYMOND A. MOODY, JR

 

4. Cuestiones

AL lector ya se le habrán ocurrido muchas dudas y objeciones. Gran cantidad de preguntas se me han planteado sobre la materia en los años que llevo dando conferencias en público y hablando de ello en privado. En general, suelen preguntarme las mismas cosas en la mayor parte de las ocasiones, por lo que me resulta sencillo hacer una lista con las que me han hecho con mayor frecuencia. En este capítulo y en el siguiente me dedicaré a ellas.

 
   

¿Se está inventando usted todo esto?

No. Trato de hacerme un porvenir en la enseñanza de la psiquiatría y la filosofía de la medicina, y si intentara perpetrar una trampa no sería el camino para llegar a ese fin.

Además, según mi experiencia, los que han buscado con diligencia entre sus conocidos, amigos y parientes experiencias semejantes pronto han visto desaparecer sus dudas.

¿No está siendo poco realista? ¿Hasta qué punto son comunes esas experiencias?

 

Soy el primero en admitir que, debido a la naturaleza necesariamente limitada de los casos que muestro, soy incapaz de dar un cálculo estadístico numéricamente significativo de la incidencia de este fenómeno. Sin embargo, quiero decir lo siguiente: la incidencia de estos fenómenos es más común de lo que pensaría cualquiera que no los haya estudiado.

 

He dado muchas conferencias sobre la materia, ante grupos de diferentes tipos, y no se dio un solo caso en el que no se haya levantado alguien para contarme una historia semejante, e incluso públicamente en algunos casos. Por supuesto, puede alegarse -y quien lo haga no se equivoca- que hay más probabilidad de que vaya a esas conferencias quien ha tenido una de esas experiencias. Sin embargo, en muchos de los casos que me he encontrado, la persona no vino a la conferencia a causa del tema. Por ejemplo, recientemente me dirigí a un grupo de unas treinta personas. Dos de ellas habían tenido experiencias próximas a la muerte y se encontraban allí por ser miembros del grupo. Ni siquiera conocían de antemano el tema de la charla.

Si las experiencias próximas a la muerte son tan frecuentes como usted dice, ¿por qué no es algo generalmente conocido?

Hay varias razones para ello. En primer lugar, se encuentra el hecho, en mi opinión, de que nuestra época está decididamente en contra de la discusión sobre la posibilidad de supervivencia a la muerte corporal. Vivimos en una era en que la ciencia y la tecnología han dado pasos de gigante en la comprensión y conquista de la naturaleza. Hablar de la vida posterior a la muerte les resulta algo atávico a muchos que sienten que la idea pertenece más a nuestro pasado «supersticioso» que al presente «científico».

En consecuencia, quienes han experimentado lo que recae fuera de la esfera de la ciencia, tal como la entendemos, son considerados ridículamente. Siendo conscientes de esas actitudes, las personas que han tenido experiencias trascendentes se muestran remisas a relatarlas abiertamente. Estoy convencido de que una gran cantidad de material se esconde en las mentes de quienes han tenido esas experiencias, pero que, por miedo a ser tomados como «locos» o «excesivamente imaginativos», nunca lo han contado salvo a uno o dos amigos íntimos o parientes.

Además, la oscuridad pública del tema parece derivar en parte de un fenómeno psicológico bastante común que implica a la atención. Gran parte de lo que oímos y vemos queda sin registrar en nuestras mentes. Sin embargo, si nuestra atención es atraída por algo, tenemos la tendencia anotarlo después. Muchas personas han tenido la experiencia de aprender una nueva palabra y luego verla en todo lo que leían en los días siguientes. La razón no es que el lenguaje haya adoptado esa palabra y aparezca por todas partes, se trata más bien de que la palabra estaba en todo lo que había leído, pero, no siendo consciente de su significado, la pasaba por alto sin darse cuenta de su existencia.

Similarmente, tras una conferencia abrí el turno de discusión y un doctor se levantó y me dijo: «Llevo varios años dedicado a la medicina. Si estas experiencias son tan comunes como usted dice, ¿cómo no había oído hablar de ellas?» Sabiendo que probablemente habría alguien que conocería algún caso, devolví la pregunta al auditorio, y pregunté: «¿Ha oído alguien hablar de alguna experiencia semejante?» La esposa del doctor levantó el brazo y contó una que le había ocurrido a un amigo íntimo de ambos.

Por dar otro ejemplo, puedo citar el de un médico a quien yo conozco, que tomó conciencia de estos fenómenos leyendo un antiguo artículo de periódico sobre una de mis conferencias. Al día siguiente un paciente le relató, sin haberle preguntado él nada, una experiencia similar. El médico estableció que su paciente no podía saber nada de mis estudios. Le confió la historia porque estaba sorprendido y algo alarmado por lo que le ocurrió y buscaba una opinión médica. Es posible que en ambos casos los doctores supieran algo del asunto con anterioridad, pero de ser así habían pensado en ello como desviaciones individuales y no como fenómenos ampliamente extendidos, motivo por el cual no le prestaron atención.

En el caso de los médicos existe un factor adicional que puede contribuir a la explicación de su desconocimiento de los fenómenos próximos a la muerte, a pesar de que sería de esperar que los médicos, con más motivo que nadie, se tienen que haber encontrado con casos de ese tipo. Durante su aprendizaje en las facultades de medicina se los bombardea constantemente con la idea de que deben guardar muchas reservas ante la expresión que hace el paciente de lo que siente. Un médico presta mucha atención a los «signos» objetivos de los procesos de la enfermedad, pero toma los informes subjetivos («síntomas») con muchas reservas. Es un procedimiento razonable, pues es más factible enfrentarse a lo objetivo. Sin embargo, dicha actitud tiene también el efecto de esconder las experiencias que nos incumben, pues muy pocos médicos suelen preguntar a los pacientes que han reanimado sobre sus sensaciones y percepciones. A causa de ello, cabe sospechar que los doctores -en teoría el grupo con más posibilidades de encontrar experiencias cercanas a la muerte- no tienen más posibilidades que el resto de las personas de encontrarse con tal tipo de casos.

¿Ha detectado alguna diferencia entre mujeres y hombres con respecto a este fenómeno?

No parece existir ninguna diferencia en los contenidos o tipos de experiencias informados por unas y otros. Tanto los hombres como las mujeres han descrito los elementos más comunes de los encuentros con la muerte que hemos discutido y ninguno de los aspectos se da con más frecuencia en unos o en otras.

Las diferencias son de otro tipo. En general, los hombres que tuvieron esas experiencias se han mostrado más reticentes a la hora de hablar de ello. Fueron más los hombres que me contaron con brevedad sus casos y no han respondido a mis cartas o contestado a mis llamadas cuando he tratado de obtener un informe más detallado. Más hombres que mujeres me han dicho: «Traté de olvidarlo, de suprimirlo», aludiendo con frecuencia al miedo, al ridículo o confesando que las emociones implicadas en la experiencia eran excesivamente abrumadoras para volver a contarlas.

Aunque no puedo ofrecer ninguna explicación del hecho, no he sido el único en observarlo. El doctor Russell Moores, famoso investigador, me dijo que tanto él como algunos de sus compañeros habían observado la misma situación. Los hombres que llegan a él para informarlo de alguna experiencia psíquica son tres veces menos numerosos que las mujeres.

También es interesante el hecho de que durante el embarazo el número de experiencias ha sido mayor. También puedo explicar el motivo. Quizá se deba a que es un estado fisiológico en el que hay mayor posibilidad de riesgo y mayor número de complicaciones médicas potenciales. Unido el hecho de que ese estado sólo se da en las mujeres, al de que éstas son menos reticentes para hablar, podría explicarse la mayor frecuencia de tales experiencias durante el embarazo.

¿Cómo sabe que no le están mintiendo?

A quienes no han escuchado y visto cómo relataban las experiencias les resultaba fácil mantener la hipótesis de que esas historias son falsas. Me encuentro, sin embargo, en una posición única. He sido testigo de que hombres y mujeres adultos, maduros y emocionalmente estables, se venían abajo y lloraban al contarme acontecimientos que les habían sucedido tres décadas antes. He detectado en sus voces una sinceridad, calor y sentimiento que no pueden ser transcritos en el libro. En consecuencia, la noción de que esos relatos puedan estar preparados me resulta insostenible, aunque desgraciadamente es imposible que muchos otros compartan mi creencia.

Aparte de mi opinión, hay una serie de consideraciones que se oponen a la hipótesis de tal preparación. La más obvia es la dificultad de explicar la similitud de tantos relatos. ¿Cómo es posible que en ocho años tantas personas hayan venido a mí con la, misma mentira?

La confabulación podría ser una posibilidad teórica. ¿Es concebible que una agradable dama de Carolina del Norte, un estudiante de medicina de Nueva Jersey, un veterinario de Georgia y muchos otros hayan formado una banda e iniciado una conspiración para producir una mentira elaborada para mí? ¡No creo que sea una posibilidad muy factible!

Si no están mintiendo abiertamente, quizá lo estén desfigurando de una manera más sutil. ¿No es posible que hayan elaborado sus historias con los años?

Esta cuestión hace referencia al bien conocido fenómeno psicológico de que una persona puede iniciar un relato simple de un acontecimiento o experiencia, convirtiéndolo con el paso del tiempo en un relato elaborado. Cada vez que lo cuenta añade un detalle sutil y acaba por creérselo él mismo, de forma que al final la historia está tan embellecida como alejada del original.

No creo que ese mecanismo haya sido operativo en la mayor medida en los casos que he estudiado. En primer lugar, los relatos de las personas a las que entrevisté inmediatamente después de su experiencia -en algunos casos cuando aún se encontraban en el hospital son idénticos a los de quienes recordaban historias que habían sucedido hacía décadas. Además, en algunos casos habían escrito descripciones de sus experiencias al poco tiempo de haberlas tenido y me leían sus notas durante la entrevista. También estas descripciones son del mismo tipo que las recordadas tras un lapso de varios años.

Hay que tener en cuenta el hecho de que a veces he sido la primera o segunda persona con la que hablaban de ello, y que aun así lo hacían con bastante desgana a pesar de que habían pasado varios años. Aunque en esos casos la oportunidad de embellecimiento era escasa o nula, tampoco se diferenciaban de los relatos que habían sido contados muchas veces en varios años. Lo que sí ha sido posible en algunos casos es lo contrario al embellecimiento. Es lo que los psiquiatras llaman «supresión»: un esfuerzo consciente por controlar los recuerdos indeseados, los sentimientos o los pensamientos, o por ocultarlos a la conciencia.

En numerosas ocasiones, en el curso de las entrevistas me han hecho observaciones indicativas de que se había producido la supresión. Por ejemplo, una mujer que me contó una experiencia muy elaborada que tuvo lugar durante su «muerte», me dijo: «Creo que hay más cosas, pero no puedo recordarlas. Traté de olvidarlas porque sabía que la gente no iba a creerme.» Un hombre, que sufrió un paro cardiaco durante una operación debida a unas heridas graves recibidas en Vietnam, me contó sus dificultades para tratar emocionalmente con sus experiencias externas al cuerpo. «He dejado de contarlo hasta ahora..., creo que hay muchas cosas que no recuerdo. He tratado de olvidarlas.» En resumen, parece evidente que el embellecimiento no ha sido un factor significativo en el desarrollo de estas historias.

¿Profesaban esas personas una religión con anterioridad a la experiencia? ¿No estará formado todo, en ese caso, por las creencias y antecedentes religiosos?Parecen estarlo hasta cierto punto. Como mencioné antes, aunque la descripción del ser luminoso es invariable, sí cambia la identidad que se le adscribe, aparentemente en función de los antecedentes religiosos del individuo. Sin embargo, en toda mi investigación no he escuchado una sola referencia al cielo o al infierno, ni el cuadro que acostumbramos a oír en esta sociedad. Muchas personas han señalado qué diferentes fueron sus experiencias a lo que hubieran esperado teniendo en cuenta su aprendizaje religioso.

Una mujer me contó: «Siempre había oído que al morir se veía el cielo y el infierno, pero yo no vi el uno ni el otro.» Otra, que tuvo una experiencia externa al cuerpo tras unas heridas graves, me informó: «Lo extraño es que en la educación religiosa que recibí siempre me habían enseñado que al morir te encuentras ante las bellas y nacaradas puertas. Pero yo flotaba alrededor de mi cuerpo..., ¡y eso fue todo! Estaba asombrada.» Además, en algunos casos los informes provienen de personas que carecían de creencia o educación religiosa anterior a la experiencia, y sus descripciones no parecen diferir en contenido en comparación con las de personas con fuertes creencias religiosas.

En algunos casos, alguien que había estado expuesto a doctrinas religiosas y las había rechazado adquirió profundos y nuevos sentimientos religiosos tras la experiencia. Otros comentan que aunque habían leído textos religiosos, como la Biblia, hasta que tuvieron aquella experiencia no habían comprendido realmente algunas cosas.

¿Qué relación tienen las experiencias que ha estudiado con la posibilidad de la reencarnación?

Ninguno de los casos que he observado es indicativo de alguna manera de que la reencarnación se produzca. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que ninguno de ellos excluye esa posibilidad. Si la reencarnación existe, parece lógico pensar que se producirá un intervalo en alguna otra esfera entre el tiempo de separación del viejo cuerpo y la entrada en otro nuevo. En consecuencia, el entrevistar a quienes han estado cerca de la muerte no es la técnica apropiada para estudiar la reencarnación.

Otros métodos se han intentado para estudiar ese fenómeno. Por ejemplo, algunos han utilizado la técnica de la «regresión lejana». Un sujeto es hipnotizado y se le sugiere que retroceda mentalmente a etapas cada vez más lejanas en la vida. Cuando alcanza las primeras experiencias que puede recordar de su vida presente, se le dice que trate de retroceder un poco más. En ese punto, algunas personas comienzan a contar historias elaboradas sobre vidas anteriores en épocas pasadas y lugares distantes. En algunos casos, tales historias se comprueban con notable precisión.

Así ocurre cuando se establece que el sujeto no podía haber conocido de forma normal los acontecimientos, personas y lugares que describe con tanta precisión. El caso de Bridey Murphy es de los más famosos, pero hay muchos otros, algunos incluso más impresionantes y mejor documentados, que no son tan ampliamente conocidos. Los lectores interesados en conocer esta cuestión pueden confrontar Twenty Cases Suggestlve of Reincarnation, del doctor Ian Stevenson. También es digno de tener en cuenta que en el Libro tibetano de los muertos, en donde se describen con tanta precisión los estadios del encuentro con la muerte, se dice que la reencarnación se produce en un punto posterior, tras los acontecimientos que han sido relatados por mis entrevistados.

¿Ha entrevistado alguna vez a alguien que haya tenido una experiencia cercana a la muerte en relación con un intento de suicidio? ¿Fue la experiencia diferente en ese caso?

Conozco algunos casos en los que un intentó de suicidio fue la causa de la «muerte» aparente. Estas experiencias fueron uniformemente caracterizadas como desagradables.

Una mujer me dijo: «Si dejas esto con un alma atormentada, también allí la tendrás.» En resumen, dicen que los conflictos que les llevaron a suicidarse para escapar estaban todavía presentes cuando murieron, pero con más complicaciones. En el estado incorpóreo no podían hacer nada por sus problemas, pero tenían que ver las desgraciadas consecuencias que resultaban de sus actos

Un hombre que se pegó un tiró, deprimido por la muerte de su esposa, «muriendo» y resucitando luego, cuenta:

No fui adonde estaba [mi esposa]. Fui a un lugar horrible... Inmediatamente comprendí el error que había cometido y pensé: «Ojalá no lo hubiera hecho.»

Otros que han experimentado ese desagradable «limbo» cuentan que tuvieron la sensación de que estarían allí mucho tiempo. Fue su castigo por «romper las reglas», por tratar de liberarse a sí mismos de lo que era una «misión»: cumplir un cometido en la vida.

Esas observaciones coinciden con las informaciones de personas que «murieron» por otras causas, pero que mientras estaban en ese estado les llegó el pensamiento de que el suicidio era un acto muy desafortunado al que le esperaba un grave castigo. Un hombre que estuvo cerca de la muerte tras un accidente automovilístico, cuenta:

[Mientras estuve allí] tuve la sensación de que dos cosas me estaban totalmente prohibidas: suicidarme y matar a otra persona... Si me matara a mí mismo, sería arrojarle a Dios su regalo a la cara... Matar a otro sería interferir en los propósitos de Dios para ese individuo.

Sentimientos como ésos, que me han expresado en distintas entrevistas, son idénticos a los encerrados en los más antiguos argumentos teológicos y morales contra el suicidio, descritos en diversas formas en los textos de pensadores tan diferentes cómo Santo Tomás de Aquino, Locke y Kant. Un suicida, según Kant, está actuando en oposición a los propósitos de Dios y llega al otro lado con la consideración de rebelde a su Creador. Santo Tomás de Aquino afirma que la vida es un don de Dios, y que a Él, no al hombre, le corresponde retirarlo.

Sin embargó, discutiendo esto no paso de un juicio moral contra el suicidio. Sólo informó de lo que me han contado otros que han pasado por esa experiencia. Estoy preparando ahora un segundo libro sobre experiencias cercanas a la muerte en el que este tema, junto con otros, será tratado con mayor amplitud.

¿Conoce algún caso perteneciente a otra cultura?

No. De hecho, una de las múltiples razones por las que digo que mi estudio no es «científico» se debe a que el grupo de individuos a quienes he escuchado no está constituido por una muestra al azar de seres humanos. Estaría muy interesado en escuchar experiencias cercanas a la muerte de esquimales, indios kwakiutl, navajos, de watusis, etcétera. Sin embargo, debido a limitaciones geográficas y de otro tipo no he podido localizar ninguna.

¿Hay ejemplos históricos de fenómenos cercanos a la muerte?

No los conozco. Sin embargo, dado que he estado totalmente ocupado por ejemplos contemporáneos, he carecido de tiempo para investigar esa cuestión. No me sorprendería descubrir que existen informes de ese tipo en el pasado. Por otra parte, tengo la sospecha de que las experiencias cercanas a la muerte han sido más comunes en las pasadas décadas que en periodos anteriores. La razón es que sólo en los últimos tiempos ha podido producirse la reanimación tecnológica. Muchos de los individuos que sobrevivieron en nuestra época no hubieran podido hacerlo en tiempos pasados. Inyecciones de adrenalina al corazón, una máquina que produce un shock en él, corazones artificiales y pulmones de acero son ejemplos de esos avances médicos.

¿Ha investigado los registros médicos en sus entrevistados?

Siempre que me fue posible. En los casos en que me invitan a hacerlo han demostrado la exactitud de las afirmaciones hechas por las personas implicadas. En algunos casos, debido al paso del tiempo y/o a la muerte de las personas que realizaron la reanimación, los registros no estaban disponibles. Los informes de los cuales no existen registros no son diferentes de los que los poseen. En muchos casos, cuando los registros médicos no han sido accesibles, he contado con el testimonio de otros -amigos, doctores o parientes del informante-, quienes han afirmado que se produjo la muerte clínica.

He oído que al cabo de cinco minutos la reanimación es imposible, y, sin embargo, usted dice que algunos de los entrevistados estuvieron «muertos» hasta veinte minutos. ¿Cómo es posible?

La mayor parte de los números y cantidades que se citan en la práctica médica son valores medios y no deben tomarse como absolutos. La cifra de cinco minutos que con frecuencia oímos es un promedio. Es una norma clínica no intentar la reanimación después de cinco minutos porque, en la mayor parte de los casos, puede haberse producido algún daño cerebral por falta de oxígeno.

Sin embargo, como es un promedio, puede esperarse que existan casos individuales a ambos extremos. Incluso he encontrado casos en los que la reanimación se produjo después de veinte minutos, sin que de ello resultara dañado el cerebro.

¿Algunos de ellos estuvieron realmente muertos?

Una de las razones principales por las que esa cuestión es tan confusa y difícil de responder es que hay un problema semántico en relación con el significado de la palabra «muerte». Como revela la reciente controversia en torno a los trasplantes de órganos, la definición de la «muerte» no está establecida ni siquiera entre los profesionales en el campo de la medicina. Los criterios no varían sólo entre abogados y médicos, sino entre los mismos médicos y de hospital a hospital. La respuesta dependerá, por tanto, de lo que se entienda por «muerte». Será provechoso examinar aquí las tres definiciones y hacer un comentario de ellas.

4.1.   «Muerte» como ausencia de signos vitales clínicamente detectables

Hay quien dice que una persona está «muerta» si su corazón deja de latir y permanece sin respirar por un periodo de tiempo extenso; si su presión sanguínea desciende tanto que no puede detectarse; si dilata las pupilas; si la temperatura corporal comienza a descender, etc. Es la definición clínica, y ha sido empleada desde siglos por médicos y abogados. De hecho, la mayor parte de la gente que fue considerada muerta ha sido tratada con ese criterio. En ese nivel clínico se encontraron muchas de las personas cuyos casos he estudiado. Tanto los testimonios de los médicos como los datos registrados apoyan el argumento de que tuvieron lugar muertes» en ese sentido.

4.2.   «Muerte» como ausencia de actividad eléctrica cerebral

El avance de la tecnología ha producido el desarrollo de técnicas más sensitivas para detectar los procesos biológicos, incluso los que no son observables con los sentidos humanos. El electroencefalógrafo (EEG) es un aparato que amplifica y registra los reducidos potenciales eléctricos del cerebro. Recientemente, hay una tendencia a determinar la muerte «real» cuando no hay actividad eléctrica en el cerebro, lo que se determina por trazados erectos» en el EEG.

Obviamente, en todos los casos de reanimación con que he tratado existía una extrema emergencia clínica y no había tiempo para colocar un EEG. Los médicos estaban ocupados en conseguir reanimar al paciente. En consecuencia, puede argumentarse que ninguna de esas personas estuvo «muerta».

Supongamos por un momento que se han obtenido lecturas «rectas» con un EEG en un gran porcentaje de las personas que fueron consideradas muertas y resucitaron. ¿Añadiría mucho ese hecho? Por tres motivos, creo que no. Primero, los intentos de reanimación son siempre emergencias que pueden durar todo lo más treinta minutos. Colocar una EEG es una tarea técnica muy complicada, y es bastante común que incluso los más experimentados tengan que trabajar con él algún tiempo antes de obtener lecturas correctas, incluso en las mejores condiciones. En una emergencia, con su consiguiente confusión, la probabilidad de error sería mucho mayor. Por tanto, incluso aunque pueda presentarse un trazado erecto» de EEG obtenido en una persona con una experiencia próxima a la muerte, cualquier crítico podría decir, con justicia, que la lectura podía no ser exacta.

Segundo, incluso la maravillosa máquina que mide las ondas cerebrales, apropiadamente colocada, no nos permite determinar con infalibilidad si la reanimación es posible en un caso dado. Se han obtenido trazados rectos de EEG en personas que posteriormente fueron reanimadas. Las sobredosis de drogas que actúan como depresoras del sistema nervioso central, así como la hipotermia (baja temperatura corporal), producen ese fenómeno.

Tercero, si pudiese contar con un caso en que se hubiese establecido que la máquina estaba bien conectada, todavía quedaría un problema. Alguien podría decir que no hay prueba de que la experiencia cercana a la muerte tuvo lugar mientras el trazado era rectilíneo, pues pudo ocurrir antes o después. Por tanto, mi conclusión es que el EEG no resulta muy válido en el estadio presente de la investigación.

4.3.   «Muerte» como pérdida irreversible de funciones vitales

Hay quien adopta incluso una definición más restrictiva, sosteniendo que no puede hablarse de que una persona está muerta si posteriormente es reanimada, con independencia del tiempo en que los signos vitales hayan sido clínicamente indetectables y del tiempo en que los trazados del EEG hayan sido rectilíneos. En otras palabras, se define a la muerte como el estado del cuerpo del cual no se puede salir. Obviamente, según esta definición, ninguno de los casos que he conocido han implicado el estado de muerte, pues en todos se ha producido la reanimación.

Hemos visto, entonces, que la respuesta a la pregunta depende de lo que se entienda por muerte. Hay que tener en cuenta que es una disputa semántica; la cuestión no pierde por ello importancia, pues las tres definiciones encierran significativos puntos de vista. De hecho, yo estaría de acuerdo con la tercera, con la más rigurosa de todas. Incluso en los casos en que el corazón no palpita, los tejidos del cuerpo, particularmente del cerebro, deben seguir con oxígeno y alimento la mayor parte del tiempo. No es necesario en ningún caso suponer que se ha violado una ley biológica o fisiológica. Para que se haya producido la reanimación en las células del cuerpo debe haber continuado algún grado de actividad residual, aunque los signos normales de esos procesos no sean clínicamente detectables con los métodos empleados.

No obstante, en el momento presente parece imposible determinar con exactitud cuál es el punto sin retorno. Puede variar de un individuo a otro, y posiblemente no sea un punto fijo, sino una gama de variación en un continuo. De hecho, hace unas décadas la mayor parte de las personas con las que he hablado no podrían haber regresado, por lo que podemos pensar que en el futuro dispondremos de técnicas para revivir a gente que no puede ser salvada hoy en día.

Supongamos que la muerte es una separación de la mente y el cuerpo y que la primera pasa a otras esferas de la existencia en ese punto. Habría que llegar a la conclusión de que existe algún mecanismo por el cual el alma y el cuerpo se liberan tras la muerte. Seguimos sin ninguna base para suponer que este mecanismo funciona exactamente de acuerdo con lo que en nuestra era hemos aceptado arbitrariamente como el punto sin retorno. Ni podemos suponer que funciona perfectamente en cada caso, ni, mucho menos, que cualquier sistema corporal funciona siempre perfectamente.

Quizá el mecanismo pueda ponerse en funcionamiento alguna vez antes de la crisis fisiológica, proporcionando a alguna persona una breve visión de otras realidades. Ello podría dar cuenta de los informes de quienes han tenido visiones retrospectivas de sus vidas, experiencias externas al cuerpo, etc., cuando están seguros de que van a morir, antes incluso de que se haya producido una herida grave.

Lo que en última instancia quiero afirmar es lo siguiente: cualquiera que sea el punto de muerte irrecuperable -en el pasado, presente y futuro-, aquellos con quienes he hablado han estado mucho más cerca de él que la gran mayoría de seres humanos. Por esta razón, deseo oír lo que ellos tienen que decir.

En un análisis final, por tanto, es inútil cavilar sobre la definición precisa de la «muerte» -irreversible o no- en el contexto de esta discusión. Lo que la persona que pone tales objeciones ante las experiencias cercanas a la muerte tiene en la mente es algo más básico. Para dicho crítico, en tanto quede una posibilidad de que haya alguna actividad biológica residual en el cuerpo, ella podrá ser la causa de la experiencia.

Doy por supuesto de antemano que esa actividad biológica residual debe existir en todos los casos. Por tanto, la cuestión de si hubo una muerte real se reduce al problema más básico de si la función biológica residual podría dar cuenta de la existencia de esas experiencias. En otras palabras:

¿Son posibles otras explicaciones? (es decir, otras que no sean la supervivencia a la muerte corporal

Esta pregunta nos lleva al tema del siguiente capítulo

 

 
 
 
 

 
 

 
         
         
       
       
       
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