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Jhasua en Samaria

 

Era Sevthópolis una ciudad amurallada de montañas, derivaciones de la gran mole del Monte Ebath de 8077 pies de altura, que flan­quean la ribera occidental del río Jordán. Estaba en el lugar en que se levanta en la actualidad la ciudad de Gilboa.

La importancia de Sevthópolis consistía, en que allí se verificaba la conjunción de todas las caravanas que atravesaban el país de norte a sur, desde Fenicia y Siria por el norte, hasta Gaza y Beersheba en el sur.

Sus calles, plazas y callejas, aparecían pobladas siempre de asnos, mulos y camellos, cargados de mercancías que las innumerables tiendas tragaban con inaudita voracidad. La compra-venta al aire libre, era la nota decorativa habitual de aquella ciudad, donde se observaban fiso­nomías y vestuarios de todas las razas y de todas las costumbres, de los países pobladores del Asia Central.

En medio de aquella barahúnda de hombres y de bestias cargadas, de gritería desaforada en diversas lenguas, de músicas enervantes y de danzas enloquecidas, vemos la blanca figura de Jhasua que ya bajado de su asno le lleva él mismo al abrevadero y le hace beber, temeroso del olvido de los guardianes que cuidaban de su solaz y recreo primero, y que muchas veces sonaba el cuerno del guía y las bestias no habían ter­minado de beber.

Nada les interesaba por el momento en la ciudad-mercado, a nues­tros viajeros, y el Terapeuta guía tomó en seguida el camino de las grutas hacia el oriente, o sea hacia el río Jordán. A poco andar encon­traron un arroyo que corría como una serpiente de plata por entre los riscos y peñascos.

—Este es un brazo del Jordán —les dijo a sus compañeros— y si­guiendo su curso estaremos en una hora entre las grutas que buscamos.

Nuestros hermanos llamaban a este arroyo de Las Gaviotas, debido a la abundancia de estas aves que anidan y se multiplican entre los hue­cos de las peñas.

El Terapeuta había aconsejado no marchar en grupo todos juntos para evitar el llamar demasiado la atención.

Verdad es que con la llegada de la caravana y el tráfago que esto ocasionaba en la ciudad, nadie miraba los pasos silenciosos de los que se alejaban de su centro bullanguero y atolondrado.

Jhasua tenía a un lado y otro, dos guardianes inseparables: el tío Jaime y el parlanchín de Felipe que no paraba de hablar sino cuando engullía un pastel de la cestilla de Myriam.

¿Puedo saber, tío Jaime —decía Jhasua— qué contiene ese fardo que traes?

—La compra que hice en el mercado. ¿Crees que iba a venir sin traer comestibles para esta noche y mecha encerada para alumbrarnos? También los hijos de Tobías me traen parte de la carga: unas esteras y mantas para cubrirnos. ¡Oh hijo mío! Mientras tú piensas en las al­mas, yo debo pensar en los cuerpos que ellas animan.

"La Ley Eterna nos manda tomar una materia para nuestra evolu­ción, nos manda cuidarla y sostenerla en las condiciones debidas, para rendir todo lo que es necesario.

— ¡Cierto, tío Jaime!... y te pareces a la Providencia Divina que vela hasta por su más insignificante criatura.

"Hay grandeza en verdad en esa tu previsión llena de solicitudes. Es la forma más humana de manifestarse el sentimiento de fraternidad entre los hombres. ¡Oh tío Jaime!... A veces te veo como un manantial que siempre está dispuesto a regar la tierra para fecundarla.

—Y ¿en qué otra forma puedo cooperar yo en tu obra apostólica, Jhasua, sino en esta de la abejita que busca afanosa el néctar en todas las flores para darnos el precioso alimento de su miel?

— ¿Qué os parece si abrimos en Samaría un Refugio de desampa­rados como lo hicimos en las ruinas de Dobrath en Nazareth, y como los hay en Tiro y Sidón y en Bethlehem, en las grutas de Salomón? —preguntó Jhasua.

—Yo tengo una familia conocida en Samaría —contestó Jaime— y ella podría orientarnos en tal sentido. Los Terapeutas conocen Samaria como nosotros conocemos Galilea, y acaso tendrán ellos no sólo uno sino muchos refugios entre estas impenetrables montañas.

—Es verdad —dijo Jhasua— y como nuestros Terapeutas son tan impenetrables como las montañas, jamás hablan de lo que hacen por sus hermanos, si no es que una necesidad les obligue. Conmigo son ex­pansivos y me hacen tantas concesiones que pronto lo sabremos, tío Jaime.

El traviesillo Felipe que debido a este diálogo hubo de callar muy a su pesar, tiró suavemente de la túnica a Jhasua para llamar su atención.

—Jhasua —le dijo quedito— ¿no conversas conmigo?

— ¡Oh mi pobre Felipe! En verdad me había olvidado de ti. Vamos, abre la cesta y dame una fruta porque tengo sed. Ofrécele aquí al tío Jaime y a los otros compañeros. Anda y no me guardes rencor.

Y Jhasua, alma tejida de ternuras infinitas, acarició la rubia ca­beza del niño ligeramente entristecido porque se veía olvidado.

La alegría de Felipe estalló como una explosión, y corrió a vaciar entre todos los viajeros, las golosinas de su cesta.

—Este niño es buena arcilla para modelar un misionero —dijo Jha­sua—. Es vehemente y espontáneo. Piensa y obra de inmediato. ¿Lo has observado tío Jaime?

—Lo que he observado es que -el pobrecillo tiene sus ropas bastante viejas, y sus calzas demasiado grandes le lastiman los pies. Entre los fardos que traen los hijos de Tobías, le traigo una casaca y sandalias nuevas.

—Tío providencia te debía llamar desde ahora —díjole Jhasua—. Yo había mirado tanto el alma de Felipe y no vi sus ropas y sus san­dalias.

— ¡Ah Jhasua!... lo que he dicho. Tu mundo es lo alto, lo que vue­la, y yo camino muy pegadito a la tierra todavía.

—Un breve descanso —dijo en alta voz el Terapeuta guía—, por­que tenemos que subir por ese desfiladero que va derecho a la entrada a las grutas.

Todos se sentaron sobre las rocas o se recostaron en el césped.

El sendero áspero y sinuoso les había cansado.

Era la primera hora de la tarde y un hermoso sol otoñal envolvía el agreste paisaje con esa bruma de oro que pone tintes delicados e in­definidos en todas las cosas.

Tenían al sur las crestas eternamente nevadas del Monte Ebat, las más elevadas cimas de aquella región, que parecían desafiar a las nubes desplegadas sobre ellas como velas gigantescas de barcos invisibles.

Al oriente la cadena de montañas que encajonan al Jordán, y al occidente la llanura de Esdrelón con sus verdes planicies pobladas de rebaños.

— ¡En todas partes la belleza de Dios y la armonía eterna de su creación universal! —exclamó Jhasua, con su alma absorta en la Divi­nidad, ante la hermosura y serenidad del paisaje.

—Y nada rompe esta armonía, sino el hombre —observó Melkisedec— que llegado al altiplano de inteligencia que piensa y razona, tuer­ce su rumbo a impulsos del egoísmo que nunca se harta de gritar: ¡Yo, yo, y siempre yo!

—Siempre me persigue el pensamiento de los medios que conven­dría usar para eliminar el egoísmo que germina entre la humanidad —dijo Jhasua, apasionado siempre del tema que parecía absorberlo todo en su vida: la felicidad humana.

—La humanidad no ha salido aun de la infancia —le contestó Melkisedec— y obra como los niños que a la vista de juguetes o de frutas, los quiere todos para sí, y extiende con ansiedad la mano para tomar­los. ¿Has pensado alguna vez, Jhasua, por qué nuestra Escuela Esenia no sale de sus grutas en las montañas?

—Nunca k» pensé porque me encuentro tan a gusto entre ellas, que estoy convencido de que es su lugar propio.

—Piensas así porque no hay egoísmo en ti. La Fraternidad Esenia se aferra a las rocas y vive entre ellas, para mantener pura y limpia la cadena invisible de amor, en que el Ungido Divino debe forjar su per­sonalidad espiritual.

"Si saliera a vivir y desenvolverse entre la sociedad de los hom­bres, empezaría el egoísmo a envolverla en sus redes. Vendrían las ne­cesidades de buenas y presentables viviendas, de vestuario al uso de todos, de aulas, de cenáculos, de templos que atrajeran a las gentes incapaces en general de dar el valor que tienen las cosas en sí mismas, y no por la apariencia exterior.

"Todo esto traería una serie y muchas series de cuidados y preo­cupaciones, que entorpecerían el único cuidado que debe tener una Es­cuela de Divina Sabiduría; que todos y cada uno de sus miembros sea como un cable de oro tendido desde los cielos a la tierra para inundarla, a ser posible, del Pensamiento y del Amor Divino.

— ¡Qué realidad más hermosa acabáis de esbozarnos, maestro Melkisedec! —Exclamó Jhasua—. ¡Que el Altísimo tenga a bien, que la Fraternidad no salga jamás de entre las rocas!

—Acaso se verá obligado a salir, y saldrá y se perderá entre las multitudes inconscientes, cuando ya el Verbo Encarnado haya dejado establecido en bases firmes su nueva doctrina.

La sensibilidad de Jhasua percibió vibraciones de inteligencia superiores entre él y su interlocutor, y despertada por unos momentos su propia clarividencia, vio en su maestro al Kobda Dhabes de la época de Abel, cuyo poder de visión futura, había llegado al más alto grado que es posible en la tierra.

_ Kobdas Dhabes —le  dijo  Jhasua  en  voz  apenas  perceptible—.

Acabo de descubriros surgiendo de las montañas de arena amontonadas por los siglos! ¡Bendita sea la Eterna Energía que hizo eternas las almas!

Ya lo ves Jhasua: En el lejano ayer, Abel y Dhabes se encontraron en la misma posición espiritual en que se encuentran unidos en esta hora Jhasua y Melkisedec —contestó el Esenio.

"Todo nos habla, Jhasua, de que el presente es una continuación del pasado.

"Cuando llegamos al máximun de nuestra evolución, no viviremos absorbidos por el presente como ahora. Para la clarividencia del espíritu superior, no habrá pasado, ni presente ni futuro, sino sólo hoy; pero un hoy tan grande y vivo como un resplandor de la Suprema Inteligencia, que vive siempre en un Presente inconmovible.

La voz del Terapeuta guía les sacó de la profundidad de sus pensa­mientos, y reuniéndose a todos los compañeros de viaje, comenzaron la subida por el senderillo áspero y tortuoso que llevaba a las grutas.

Llegados por fin, percibieron un fuerte olor a materia descompuesta que salía de un matorral que protegía la entrada. Manchas de sangre seca y, luego trozos de miembros humanos y de vísceras despedazadas, les dio a entender que las fieras habían descuartizado a un hombre.

El Terapeuta guía buscó la entrada, que ya no tenía ese aspecto de belleza en medio de la rusticidad con que los Esenios arreglaban sus san­tuarios en las rocas. Aquello aparecía como una guarida de fieras, donde toda clase de desperdicios, y de inmundicias, salía por todas partes.

¿Dónde estaban aquellos senderillos subterráneos perfumados de in­cienso y alumbrados débilmente con lamparillas de aceite?

¿Dónde estaban los bancos de descanso con limpias colchonetas de paja, o blancas pieles de oveja, en la gruta de entrada para reposo de los viajeros? Los cántaros del agua resecos y algunos rotos y en fragmentos, tirados por el suelo, daban el aspecto de desolación que el lector puede imaginar.

— ¡Cuando el amor muere, todo muere! —exclamó Jhasua como en un sollozo, que comparaba tan desolado cuadro, con las pintorescas y esme­radas delicadezas con que los Esenios ornamentaban sus moradas entre las rocas.

—Debemos ser capaces de hacer revivir el amor en medio de esto horroroso abandono —le contestó su Maestro Melkisedec.

—No tengas pena Jhasua —díjole su tío Jaime— que dentro de pocos días esto aparecerá transformado.

Felipe que lleno de miedo caminaba como prendido al manto de Jhasua, quiso consolarlo también y le dijo al oído, alzándose en la punta de los pies.

—Aún quedan en la cestilla dos pastelillos y cuatro melocotones que yo guardé para los dos. ¿Quieres comerlos?

El joven Maestro no pudo menos de sonreír ante esta salida del niño.

—Empiezas tú Felipe a hacer resucitar el amor. Cómelos tú, criatura de Dios en nombre mío, pues te regalo mi parte.

Las mechas enceradas del tío Jaime salieron de inmediato para alum­brar aquel antro nauseabundo y tenebroso.

Un silencio de muerte lo envolvía todo, y llegaron a pensar que los cautivos habrían muerto de hambre o asesinados por los bandidos al verse perseguidos.

Habían recorrido ya varios corredores y grutas, cuando el Terapeuta guía gritó con toda su fuerza.

—En nombre de Dios ¿quién vive aquí?

El eco de su voz resonó en las grutas vacías como un lamento.

Pero acallado que fue el eco, se oyeron voces humanas que parecían salir del fondo de un foso.

—Están en la bodega. Vamos allá —dijo de inmediato.

Los dos hijos de Tobías, aunque nacidos y criados en las montañas, jamás habían visto un antro tan espantoso, y apretaban con fuerza el bastón de cerezo y el mango de los cuchillos de caza que su padre les había obligado a llevar, temerosos de encontrarse de pronto con un bandido o con una fiera.

Tres hombres, ya de edad madura y vestidos de sucios harapos fue lo que encontraron. Estaban atados con una cadena en la cintura a unas fueres vigas de' encina, que los Esenios acostumbraban poner de trecho en trecho para evitar los derrumbamientos de las grutas.

Jhasua fue presuroso hacia ellos.

—Me llamasteis y he venido —les dijo con la voz que temblaba por la emoción. Los tres le tendieron sus brazos.

Y su blanca túnica se confundió con los sucios harapos de aquellos infelices hermanos, a quienes su desvarío había conducido a tan lastimoso estado.

—Traed el fardo de ropas —dijo el tío Jaime a Aarón que lo llevaba a la espalda. Y llevad el fardo a la cocina, para que pensemos en tomar algún alimento.

"Idos todos allá que hay que vestir estos hombres.

Quedaron el tío Jaime y el Terapeuta, que provistos de ¡as herra­mientas necesarias rompieron las ataduras de los tres cautivos y les vis­tieron túnicas limpias.

La gran cocina-comedor era en verdad, un espanto de desorden y de inmundicia. Cazuelas, tazones y marmitas, todo aparecía con residuos de comidas descompuestas; y sobre las mesas y en el pavimento, huesos de aves o de cabritos, mendrugos de pan duro, cáscaras de fruta, en fin, cuanto puede poner de manifiesto la clase de habitantes que había tenido aquel desdichado santuario, antes templo de meditación, de amor fraterno, de estudio, de belleza espiritual y física en todos sus aspectos y formas.

—Imposible comer aquí —decían espantados los hijos de Tobías, ha­bituados al orden y la limpieza que su madre Beila ponía en toda su cabaña de piedra.

Salieron al exterior donde había sido el hermoso huerto con higueras, vides y castaños frondosos aún, pero ya amarillentos por los cierzos oto­ñales.

Bajo los emparrados ruinosos, encontraron la gran mesa de piedra, que los Esenios acostumbraban para sus ágapes al aire libre en !a época de estío, y allí dispusieron la frugal comida.

— ¿Veis como todo se arregla con buena voluntad? —decía el tío Jaime llegando con los tres cautivos que no parecían ya los mismos, des­pués de las abluciones en el arroyo de "Las Gaviotas" que pasaba besan­do con sus aguas serenas, las grutas y el huerto de los Esenios.

Melkisedec y Jhasua se habían dedicado a inspeccionar todo el san­tuario, buscando el archivo y el recinto de oración que no aparecía por ninguna parte.

Todas las grutas demostraban haber sido habitaciones, pues en todas ellas se veía el estrado labrado en la roca, o enclavado en el pavimento y en el muro, si estaba hecho de madera.

Cuando se convencieron de que no estaba allí lo que buscaban, vol­vieron al huerto donde les esperaban para la comida.

Interrogaron a los cautivos sobre el particular y ellos dieron la clave de aquel misterio.

El Servidor del Santuario con los Tres Esenios que le siguieron al Monte Carmelo por no estar de acuerdo con el giro que se daba a su Escuela de Divina Sabiduría, habían obstruido la entrada al recinto de oración y al Archivo para evitar la profanación, y porque detrás del Ar­chivo se hallaba la sala funeraria con las momias de los Esenios muertos.

Los tres cautivos habían sido los Terapeutas que vigilaban los ope­rarios constructores del santuario que empezaban a edificar en Sebaste. Cuando ellos volvieron a las grutas, encontraron todo despojado y solo dos de los bandidos que aún no habían sido capturados, y que fueron los que les amarraron.

Después de la comida se dedicaron a la limpieza de las grutas y a buscar la entrada al recinto de oración que no aparecía por ninguna parte.

El Terapeuta guía y los tres cautivos conocedores a fondo de aquel viejo santuario, se orientaron pronto, y dieron por fin con un amontona­miento de piedras, tierra y yerbas secas que aparecía en un pequeño corredor.

Removido todo aquello, apareció la puertecita de piedra blanca en la cual estaba grabada con grandes letras esta sola palabra: PAZ.

Era la entrada a la galería en que se hallaba el santuario propiamente dicho, el archivo y la sala funeraria.

Entraron con el alma sobrecogida de un pavor religioso, como el que penetra a un viejo panteón sepulcral abandonado.

Allí no había desorden ninguno y sí un fuerte olor a humedad propia de lugares cerrados por largo tiempo.

Tristeza de abandono, de decepción, de desesperanza formaba como una ola aplastadora del alma, que se sentía agobiada de indefinible angustia.

Al percibirla los más sensitivos pensaban: Era el pensar y sentir de! Servidor y sus tres hermanos fieles cuando al despedirse de su amado Santuario de rocas, amontonaron piedras sobre su puerta para dejarlo sepultado en la montaña donde quedaban también las momias de sus her­manos muertos.

Los hijos de Tobías con Felipe se encargaron de establecer el orden en la gran cocina, a fin de que pudiera servirles de refugio esa noche. Cargas de heno seco del vallecito vecino fueron traídas para los estrados de piedra que les servían de lecho.

Cuando brilló la limpieza en aquella inmensa gruta, donde podían caber cómodamente cien hombres, comenzaron las sorpresas agradables para los tres muchachos.

Armados de cerillas encendidas registraron todos los rincones, huecos y grietas de las rocas temerosos de alimañas y lagartos. Sólo salieron chillando algunos viejos murciélagos que escaparon rápidamente ante la roja llama de las antorchas.

En cavidades ocultas por los musgos, encontraron cántaros con vino y aceite, sacos de higos secos, nueces y castañas.

—Ya está la cena completa —gritaba Felipe saliendo de un negro hueco con una orzita toda cubierta de tierra y telas de arañas y que estaba llena de miel.

¿—Cómo es que los bandidos no devoraron todo esto? —preguntaba Seth mientras luchaba por destapar cántaros y orzas herméticamente cerrados.

Porque el Padre Celestial lo guardó para nosotros —contestaba Felipe que había aprendido el razonamiento que Jhasua le hacía, apropiados para su mentalidad infantil.

— ¿Y si todo esto no fuera, ni vino, ni miel, ni castañas?... —pre­guntaba Aarón.

— ¿Como no ha de ser?... ¿No ves que está escrito en los rótulos?—replicaba el niño temeroso de verse burlado en sus esperanzas.

Y volvía a leer en cántaros, orzas y sacos: Vino, aceite, miel, castañas y nueces, higos, alubias... ¿Lo veis?... bien claro está. Y corría a la puerta de la gruta para ver si venían los compañeros, pues su deseo mayor sería que no llegasen hasta tener todo aquello bien dispuesto sobre la mesa, en escudillas y tazones.

Mientras estas almas sencillas estaban suspensas de las pequeñas cosas, Jhasua con los Esenios y el tío Jaime buscaban ansiosamente en el Santuario y el Archivo. Los rollos de papiro no aparecían, pues seguramente los habrían llevado el Servidor con sus tres hermanos fieles al Santuario del Carmelo.

Encontraron los grabados en arcilla, piedra y madera, en alacenas abiertas en la misma roca según la costumbre. En grandes láminas de piedra aparecían los nombres de los Esenios que fundaron el Santuario, con fechas y detalles.

En el altar central, las Tablas de la Ley, copia de la de Moisés, y en pequeñas placas de piedra blanca, los nombres de los grandes Profetas del pasado, los Maestros fundadores de la Fraternidad Esenia entre las montañas.

Elías, Eliseo, Isaías, Jeremías, Ezequiel, Esdras, Samuel; y continuaba la lista grabada en piedra de aquellos grandes clarividentes, visionarios sublimes, que habían abierto senderos de bien, de amor y de justicia a las almas desorientadas en las tinieblas de la inconciencia.

Pero el asombro mayor les causó, un pequeño bulto, como un fardo en una estera de juncos, debajo del altar que era todo de piedra blanca y cuyo saliente o plataforma, daba lugar a una cavidad en la parte inferior.

Era el cadáver seco como un haz de raíces, de un viejecito que no debía tener más que piel y huesos, a juzgar por el aspecto de aquel cadáver momificado.

El Terapeuta guía que estuvo muchas veces en el Santuario, recordaba que vio allí andar como una sombra al viejecito Ismael de 104 años, con­servado allí como una reliquia del pasado.

— ¿Cómo fue dejado allí?

La única explicación lógica era que cuando el Servidor y sus tres hermanos fieles, clausuraron el Santuario, el ancianito se quedó oculto vo­luntariamente para morir allí.

A sus años, no podía ya esperar mucha vida, y quiso evitarles la carga de llevarle en brazos hasta el Carmelo.

— ¡Heroica fidelidad de un alma a un ideal abrazado con fe y amor! —exclamó Jhasua arrodillándose ante aquella momia como ante un objeto sagrado.

Para dormir su último sueño había colocado bajo su cabeza, un grueso cartapacio de telas enceradas y los siete mantos blancos que había recibido al entrar en cada uno de los siete grados de vida espiritual porque pasaban todos los miembros de la Fraternidad Silenciosa, como la llamaron muchos escritores de aquellas épocas.

Del minucioso examen hecho sobre el cartapacio encontrado bajo la cabeza del viejecito Ismael, sacaron en claro algo de la causa por qué vino aquel desquicio en aquel Santuario.

Dos Esenios jóvenes del grado tercero, nombrados Teudas y Simón de Gitón, poseedores ambos de facultades de efectos físicos se encontraban a disgusto entre el silencio y ocultamiento esenio. La vanidad por sus gran­des facultades hizo presa en ellos, y sintieron el deseo de ser admirados del mundo. Para esto nada mejor que abrir un gran templo en Samaría, y constituir un poderoso clero que enfrentara al de Jerusalén ya demasiado orgulloso y prepotente.

En las anotaciones del viejecito Ismael podían verse las discusiones que durante mucho tiempo alteraron la paz de los Esenios de Samaría. Simón de Gitón, llamado más tarde Simón el Mago por las extraordinarias manifestaciones obtenidas, tuvo revelación por vía espiritual del sitio pre­ciso donde se encontraba la gruta del "Monte Garizim" donde Moisés había mandado ocultar los vasos sagrados y todos los objetos destinados al culto, como incensarios, pebeteros, candelabros, fuentes de las ofren­das, etc., todo oro, plata y piedras preciosas. Era un constante motivo de rivalidades, celos y ambiciones la riqueza de tales donativos hechos por hebreos fanáticos que materializaban su fe y su amor a Dios en esos obje­tos de mayor o menor costo y riqueza. Para desterrar del pueblo estos males el gran Moisés cuyo ideal era la adoración a Dios en espíritu y en, verdad, mandó sepultar entre las grutas de una montaña aquellos incalculables tesoros.

Una vez encontrados y en poder de ellos, se despertó de inmediato en la mayoría de los Esenios del Santuario que eran veinticinco, la idea del gran templo, rival del de Jerusalén.

Algo había trascendido al exterior de todo esto, y de allí el asalto de los bandidos al Santuario, donde se supuso que los tesoros sagrados habían sido ocultos. Los bandidos fueron ajusticiados, el tesoro repartido entre el Rey y el clero de Jerusalén, los Esenios dispersos o muertos, y sólo el Ser­vidor y tres más que no tuvieron parte alguna en el pecado de sus her­manos, estaban a salvo en el Santuario del Carmelo.

Todo esto lo comprendieron Jhasua, Melkisedec, y el Terapeuta al estu­diar minuciosamente el cartapacio del viejecito Ismael que esperó la muerte al pie del altar de su viejo santuario.

En la última página escrita, aparecían estas palabras reveladoras de una firmeza de convicción que asombraba: "Moisés ocultó el tesoro porque causaba la perdición de las almas. Los que fueron contra Moisés, al desen­terrarlo para satisfacer su soberbia, se perdieron también. ¡Justicia de Dios!".

Los Esenios que estuvieron cautivos inclinaron la cabeza como abru­mados por su infinito peso.

El tío Jaime con los hijos de Tobías y Felipe, se encontraban ya gozando de los esplendores de la gran cocina brillando de limpia y con una resplandeciente hoguera encendida, donde las marmitas llenas de castañas y alubias, hervían desesperadamente.

Los hijos de Tobías utilizaban los conocimientos domésticos que en sus años de parálisis en sus piernas, habían aprendido. Su madre les sentaba ante la mesa y la ayudaban a hacer el para familiar.

Cuando Jhasua con los Esenios entraron en la cocina, se vieron agradablemente sorprendidos con la mesa llena de grandes panes, que los dos hermanos asaban cuidadosamente.

—He aquí —decía Jhasua— echados los cimientos para la reconstruc­ción del Santuario: La hoguera encendida, las marmitas al fuego y el pan caliente sobre la mesa.

La verbosidad de Felipe se encargó de ponerles al corriente de todo cuanto habían encontrado en los obscuros escondrijos de la inmensa gruta.

Los estrados de la cocina, ya bien mullidos de suave heno seco, les servían de lechos para esa noche, y apenas terminada la cena, los tres muchachos agobiados de cansancio, se entregaron al sueño con esa tranqui­la serenidad de los seres que no tienen fatigosas preocupaciones.

Los dos Esenios con Jhasua y el tío Jaime volvieron al Santuario y al Archivo, donde suponían que una gran tarea les esperaba.

Y no se engañaban. Primeramente trasladaron el seco y rígido cadáver del viejecito Ismael, tal como estaba recostado en una piel de oveja y envuelto en una estera de junco, a la sala sepulcral que comunicaba con el Santuario.

Encendieron de nuevo la lámpara de aceite que según la costumbre esenia, alumbraba perennemente la sala mortuoria, como un símbolo de amor de los encarnados para los que habían partido al espacio infinito.

Los grandes cirios de cera que aparecían gastados en mitad junto a los atriles que sostenían los libros de los Profetas, fueron nuevamente encendidos, y el chisporroteo de su mortecina luz, esparció ese suave perfume de cera virgen quemándose al calor de la llama.

La gran lámpara de siete candelabros que pendía ante las Tablas de la Ley, genial concepción de Moisés, inspirado de lo alto, fue asimis­mo llena de aceite y encendida de nuevo.

Su luz clarísima alumbró las carátulas grabadas a fuego, en piel curtida al blanco, de los Libros de Moisés que aparecían al centro del gran altar de piedra blanca.

En el Archivo encontraron una enorme cantidad de tabletas de pie­dra, de madera y de arcilla, grabadas en distintas lenguas.

Y encima de todo, un pequeño papiro con estas pocas palabras: "Jaime de Sichen (Servidor) Juan de Séghoris, Zebedeo de Sebaste y Abinabad de Joppe, declaran haber luchado con todas sus fuerzas para impedir el gran desastre y decidieron clausurar el Santuario cuando es­tuvieron convencidos de que nada podían hacer para evitarlo.

"Que la Sabiduría Divina reedifique lo que la inconsciencia humana ha destruido".

Y aparecieron las firmas de los cuatro, que entonces se encontraban refugiados en el Santuario del Monte Carmelo.

—Que la Sabiduría Divina reedifique lo que la inconsciencia huma­na ha destruido" —repitió Jhasua releyendo una vez más el papiro que parecía exhalar efluvios de honda tristeza.

— ¡Y lo reedificarás!... no lo dudamos, ¿verdad, tío Jaime?

—Así lo espero con el favor de Dios, Jhasua hijo mío. ¿Quién tor­cerá tu voluntad más dura que el diamante?

—Hagamos aquí la concentración de la noche y entre los cuatro re­solvamos lo que se hará mañana.

—Entre los cuatro encarnados y yo cinco —dijo el Terapeuta caído en hipnosis—. Acabáis de llevar mi materia muerta a la sala sepulcral, y mi espíritu que esperaba con ansias este día, se acerca a vosotros como el más antiguo de los Esenios que últimamente habitaron este Santuario.

"Mandad mañana a dar el aviso al Monte Carmelo, donde los cua­tro fieles esperan esta hora, pues yo se lo había prometido.

"Los Esenios tenemos el alma inconmovible como las rocas, y ninguno se resigna a dejar morir un templo del pensamiento por la in-conciencia y el egoísmo de los hombres. Ellos vendrán en seguida, y con los dos Esenios que envíe cada Santuario, quedará formada de nuevo la cadena fluídica y la bóveda psíquica necesaria.

"Que el Señor perdone a los que pecaron, y dé su fortaleza a los restauradores del Santuario devastado".

Todos estuvieron de acuerdo, y al siguiente día emprendió el Tera­peuta el viaje al Monte Carmelo, que no quedaba a larga distancia cru­zando en línea recta la llanura de Edredón. Un día de viaje al paso de un asno que fue contratado en Sevthópolis.

Mientras el Terapeuta viajaba hacia el Mediterráneo donde el Car­melo aparecía como una enorme cabeza de gigante levantada sobre el mar, el Tío Jaime con los hijos de Tobías y Felipe, llegaban a la ciudad de Sevthópolis en busca del padre del niño, y en viaje de compras de cuanto era necesario para poner las grutas en condiciones de ser habita­das por los solitarios, que pronto volverían a besar aquellas amadas ro­cas donde tanto y tanto habían pensado, sentido y amado; donde aún debía vibrar el eco doloroso de su adiós lleno de angustia, cuando se vieron forzados a abandonarlas.

Quedaron solos en el Santuario, Jhasua con Melkisedec y los tres Terapeutas libertados de la cadena.

Todos comprendían que era llegado el momento de una confidencia íntima para acortar distancias, o para separarse por completo.

Y ésta se produjo cuando los cinco entraron al Santuario para la concentración del medio día.

¡El alma de Jhasua vibraba como un arpa pulsada por las manos de un mago de las cuerdas!... Su amor infinito se desbordaba sobre aquellos tres hermanos que arrastrados por la corriente de vanidad y ambición devastadora del viejo santuario, estaban allí a dos pasos de él, esperando ser nuevamente acogidos, o para siempre rechazados.

Antes de comenzar la concentración, y mientras el Maestro Melki­sedec encendía los cirios y ponía resinas perfumadas en los pebeteros, uno de los tres cautivos, cuyo nombre era Judas de Saba, dijo en voz baja a Jhasua:

— ¡Por piedad! Tú que eres el Enviado de Jehová para salvar a Israel, intercede por nosotros para que seamos acogidos de nuevo en el Santuario.

El alma del joven Maestro pareció salir a sus ojos claros y envol­viéndolos a los tres en una mirada suya indefinible, les dijo en su voz de musical:

—Porque quería salvaros, he venido, y estad seguros que mi esfuer­zo no se perderá en vano. Cuando el Altísimo ha querido reteneros atán­doos con cadenas al Santuario ¿quién será el que se atreva a rechazaros?

—Que Dios os bendiga —dijeron en voz baja los tres.

El maestro Melkisedec por su jerarquía espiritual debía hacer de superior entre ellos, y fue quien evocó a la Divinidad recitando el Salmo que ellos llamaban de la misericordia y que hoy llamamos Miserere.

Una onda potente de amor inundó el recinto y saturó las almas has­ta causar la tierna conmoción que produce el llanto.

Los tres ex-cautivos se sumergieron en una suave y profunda hipno­sis, que en lenguaje ocultista se llama desdoblamiento, y los tres, tomando personalidades de una existencia anterior, dialogaron dándose así a conocer en un lejano pasado.

Por el intercambio de palabras sostenido entre ellos, Melkisedec y Jhasua comprendieron que los Terapeutas Nar y Joab, eran una nueva encarnación de los dos hijos adoptivos del Profeta Samuel, que los reco­gió moribundos abandonados por su madre a los dos años de edad: Joel y Abia.

El otro Terapeuta o sea Judas de Saba era la reencarnación de Jonathan hijo del Rey Saúl, según lo relata el Libro del Profeta Samuel.

Los tres espíritus conservaban a través de los siglos sus caracterís­ticas bien marcadas. Sin ser de malos sentimientos, y amando el bien y la justicia, los tres unidos habían cometido errores en aquel remoto pa­sado, causando tristeza al noble corazón de Samuel, Profeta de Dios. Y unidos entonces se habían inclinado a los causantes de la ruina del San­tuario Esenio, y cooperando con ellos, pareciéndoles que era mayor bien la edificación de un templo a la altura de Jerusalén, que vivir como obre­ros del pensamiento y del amor ocultos entre las grutas.

Judas, Nar y Joab samaritanos los tres, quedaron desde entonces fuertemente unidos a Jhasua y el primero de los tres formó parte de los discípulos íntimos que después de la muerte del Cristo, le llamaron Judas el bueno, para distinguirlo de Judas de Iscariot, y del apóstol Judas hijo de Tadeo.

Cuando se despertaron de la hipnosis, los tres lloraban silenciosa­mente.

La decisión de recibirlos nuevamente en la Fraternidad Esenia, de­bía tomarse cuando el Servidor y sus tres compañeros vinieran del Car­melo, pero Jhasua y Melkisedec la habían tomado ya, y no dudaban de que sería definitiva.

Judas de Saba, cayó nuevamente en hipnosis, el Profeta Samuel hizo desbordar la suavidad tiernísima de su espíritu en aquel ambiente de piedad, de amor y de tristeza, propio de los momentos en que no se sabe, si al final sería un abrazo de acogida, o- un adiós para siempre.

"—Es la hora del amor, del perdón y de la piedad infinita —elijo por medio del sensitivo—. Por eso estás aquí Ungido de Dios, porque toda la humanidad ha delinquido.

"Los justos conquistan por sí solos su gloria y su felicidad. Son fuertes como estas rocas que os cobijan. Son fuertes como los cedros del Líbano.

"Vuelan alto como las águilas por encima de los montes, y nin­guna fuerza les arroja a tierra. Pero los pequeños y débiles van cayendo a cada paso y necesitan ser levantados como levanta con amor la madre al parvulito, que cae a su lado muchas veces cada día.

"Y vosotros que habéis caído en el desvarío de las muchedumbres ambiciosas de grandezas humanas, como lo hicierais siglos ha, en el largo día de la eternidad de las almas, levantad de nuevo el corazón ante el Ungido del Señor, que vino a la tierra para levantar los caídos, recons­truir lo que fue devastado, abrir nuevos surcos en los campos estériles, y transformarlos en trigales dorados y en hermosos huertos llenos de flores y de frutos.

"¡Paz, consuelo y esperanza a los que cayeron! ¡Amor y Luz de Dios a los fuertes que conquistaron la gloria de perdonar y de amar!

Melkisedec había ido anotando todas las manifestaciones en el gran libro que ellos llamaban "Crónicas", que servían de documento perenne de la íntima relación de la Fraternidad con el mundo espiritual, bajo cuya égida se había fundado a la luz del genio de Moisés, y continuaba su senda inconfundible a través de quince siglos.

Terminada la concentración con el himno de acción de gracias, los únicos cinco habitantes del Santuario por esa noche, se refugiaron en la gran cocina, donde el fuego del hogar les esperaba con las marmitas que hervían y donde los estrados de piedra mullidos de heno, les brin­daban el descanso.

   

 

Los tres Terapeutas samaritanos se veían ya más animados y la conversación recayó sobre un tema buscado por Jhasua:

Si había en Samaria refugios para los desamparados y huérfanos.

Judas de Saba que era el mayor de los tres, contestó que los había antes de la devastación del Santuario que era quien los sostenía. Segu­ramente se encontrarían en una situación muy precaria, y se habrían dis­persado los refugiados a mendigar por las calles de pueblos y ciudades.

—Si os parece —añadió Judas— apenas claree el día, recorreremos nosotros tres, las montañas de la costa del Jordán llenas de grutas don­de antes teníamos varios albergues, algunos de leprosos, otros de mu­jeres con niños contrahechos y otros de ancianos. Volveremos al ano­checer trayendo buenas o malas noticias.

El rostro de Jhasua pareció iluminarse ante la proposición de Ju­das, en el cual vio ya resucitado el amor al prójimo y el deseo de borrar su falta con obras de misericordia y de piedad fraterna.

Los otros dos menos expansivos y vehementes que Judas, aceptaron con alegría la misión que se les encomendaba. Volvían a ser los Terapeu­tas peregrinos en busca del dolor para aliviarlo.

A la madrugada siguiente, cuando Jhasua se despertó vio a Judas, Ner y Joab trabajando activamente en poner leños al fuego, otro ha­ciendo el pan y el tercero llenando los cántaros del agua.

—Nos dormimos como obreros de} pensamiento y nos despertamos como servidores de la materia —dijo Jhasua riendo al ver los afanes de los tres Terapeutas.

— ¡Qué hemos de hacer si tenemos el jumentillo de este cuerpo que es necesario alimentar —contestaba Judas, colgando del trípode sobre el fuego la marmita de hervir castañas.

Mientras el pan se cocía bajo el rescoldo, y las castañas hervían, los cinco entraron al Santuario para cantar el salmo del amanecer y leer un capítulo del Profeta que tenían en turno.

Era Isaías, y correspondía el capítulo 55 entre cuyos 13 versículos aparecen estos que eran como hechos para los tres Terapeutas redimidos.

"Todos los sedientos, venid a mis aguas, dice Jehová. Inclinad vues­tros oídos y venid a Mí. Oíd y vivirá vuestra alma y haré con vosotros pacto eterno, como hice misericordias a David después de su pecado.

"Buscad a Jehová mientras puede ser hallado. Llamadle en tanto que está cercano.

"Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Jehová que tendrá de él misericordia y será amplio en per­donar.

"Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vues­tros caminos, mis caminos, dijo Jehová".

El vibrar dulcísimo del laúd del maestro Melkisedec acompañaba en sus vuelos al pensamiento de los que oraban; y la honda conmisera­ción de Jhasua hacia los tres Terapeutas, formó una bóveda psíquica de inefable ternura y amor divino.

En aquel piélago sutil donde todo era claridad, el alma de Judas se unió tanto con la de Jhasua, que mentalmente hicieron el pacto definitivo.

"Te seguiré a todas las tierras donde pongas tu planta", decía el alma vehemente del Terapeuta.

"Te llevaré conmigo siempre que haya de levantar a los caídos", decía el alma del Cristo encarnado, respondiendo al sentir profundo del que años después sería uno de aquellos íntimos amados de su corazón.

Judas el bueno, cuando empezó sus actividades en cooperación del Verbo encarnado, se consagró con preferencia a redimir delincuentes y mujeres de vida desordenada, come si su espíritu consciente hubiese querido hacer con sus semejantes lo que el Cristo hizo con él.

Al mismo tiempo que los tres Terapeutas registraban las grutas de la margen occidental del Jordán, en Sevthópolis, la ciudad-plaza de las caravanas, el tío Jaime con los hijos de Tobías y Felipe buscaban a Parmenas el griego, como le llamaban en la bulliciosa colmena de mer­cados y tiendas.

Les señalaron cuál era su lugar de venta, que se encontraba al final de un vetusto corredor con pretensiones de columnata.

La apariencia era de ser aquello un bazar con toda clase de objetos artísticos traídos de Persia, como cofres, ánforas, tapices, etc. Pero de­trás de las colgaduras en exposición, se realizaban los negocios de un orden muy diferente.

Si bien demostró alegrarse Par menas de abrazar a su hijo y a sus dos sobrinos, al tío Jaime no le pasó desapercibida la inquietud que esta visita le producía.

— Id a esperarme en la tienda del viejo Isaac, donde se comen los mejores cabritos guisados —les dijo—, quiero obsequiaros a todos con una comida de lo mejor que aquí puede pedirse.

Pero el tío Jaime y los hijos de Tobías comprendieron que el deseo de Parmenas era alejarlos de allí.

—No tenemos ninguna prisa —contestaron—, y tu hijo no gusta apartarse tan pronto de ti. Iremos todos juntos.

En ese momento llegaron dos hombres por cuyos ropajes se com­prendía que eran de Sidón.

—Venimos por nuestro negocio —dijeron—. Parmenas se despren­dió como pudo del pequeño Felipe, y se entró con los recién llegados de­trás de las colgaduras.

Poco después se oyeron sollozos de mujeres y algún grito ahogado. Jaime y los hijos de Tobías se precipitaron hacia aquel sitio.

Y habiendo pasado un corredor, se encontraron con una obscura covacha, donde tres jovencitas lloraban amargamente.

— ¿Qué es esto Parmenas? ¿Has hecho de tu tienda una casa de cri­men? —preguntó el tío Jaime.

— ¡Salvadnos! ¡Nos llevan a Sidón vendidas a una casa de vicio! —gritaron las tres muchachas a la vez.

— ¡Mentira! —Gritó Parmenas—. Son escapadas del hogar y estos hombres las vuelven a su familia.

El tío Jaime miró a Aarón y éste que ya estaba aleccionado, salió rápidamente simulando hacer una denuncia.

—Vendremos luego —dijeron los hombres y se hundieron -por la covacha que debía tener salida hacia otra parte. Parmenas hizo lo mis­mo, pues sospecharon que la salida de Aarón significaba un peligro. Sim­plemente fue para desbaratar el turbio negocio con el temor de la inter­vención de la justicia.

La ley romana sólo consideraba esclavos legalmente adquiridos, los misioneros de guerra que eran repartidos como botín entre los guerreros vencedores.

Las jovencitas estaban con los pies y las manos sujetas con cordones fuertes tejidos de lana y seda. Cuando fueron desatadas y llevadas al exterior en la tienda, declararon haber sido sacadas de su casa con en­gaño. Parmenas el griego, que recorría las aldeas montañosas de Sama­ría, había llegado a Emon, en la falta del Monte Ebat, donde ellas vivían. Su padre había muerto de una caída a un precipicio y eran nueve hijos, ellas tres las mayores. Amenazadas de la miseria que venía sobre el ho­gar, la madre accedió, a que fueran a servir como criadas a Sevthópolis para ayudar a la familia, mas nunca para ser vendidas como esclavas destinadas al harem de algún príncipe extranjero.

Bien —les dijo el tío Jaime—, alabad a Dios que hemos llegado

a tiempo. Al mediodía saldrá la caravana del sur que pasa por Emon. Contrataremos tres asnos y os volveréis con vuestra madre.

¡Qué dolor será para ella que volvamos sin esperanzas de socorro para la familia! Tenemos cinco hermanos pequeños —dilo la que parecía ser mayor que apenas tendría 17 años.

No os aflijáis. Cuando Jehová hace las cosas, las hace bien hechas.

"Venid con nosotros,

Aarón quedó con Felipe guardando la tienda de Parmenas y el tío Jaime con Seth se acercaron a la plaza de las caravanas donde los al­quiladores de asnos ofrecían bestias en todos los tonos. Contrataron tres con sus aparejos y sacos de carga que fueron llenados de cereales, le­gumbres y frutas secas.

—Llevad estas monedas a vuestra madre —les dijo el tío Jaime, entregándoles un pequeño bolsillo con monedas de plata— y dadme vues­tro nombre y las señas de vuestra casa para tener noticias vuestras en todas las caravanas.

Las jovencitas no sabían si reír o llorar. ¡Tan inesperado había sido el cambio de su situación! Fueron puestas bajo la tutela del jefe de la caravana, para quien era conocido el padre de las niñas, que alguna vez le prestó servicios al pasar por su pueblo natal.

—No os arriesguéis a salir de vuestro pueblo —les recomendó el tío Jaime—. Y decid a vuestra madre que un Terapeuta irá pronto a salvar su situación. A más tardar en la luna próxima.

De vuelta a la tienda de Parmenas, lo encontraron con Aarón y Felipe, aunque un tanto hosco y retraído.

—Dios fue misericordioso contigo Parmenas —le dijo el tío Jaime— y en vez de estar en la cárcel por tu delito, estás bajo tu tienda tranqui­lamente. Debes, pues, recoger este aviso y guardarlo para toda tu vida.

"Dime ¿no puedes conformarte con las ganancias que te da esta tien­da, que te enredas en negocios de mala índole?

Parmenas callaba pero se advertía en él una lucha interior tremen­da. De pronto, Felipe que estaba junto a él mohíno y triste, dio un grito de alegría y corrió hacia la sombra formada por una colgadura de da­masco.

— ¡Jhasua... cómo has venido, Jhasua! Y se abrazó del cortinado no encontrando otra cosa al alcance de sus brazos.

Todos miraron hacia ese sitio y no veían nada sino al niño que ha­blaba con Jhasua abrazado al cortinaje.

Parmenas interrogaba con la mirada al tío Jaime como preguntán­dole si su hijo se había vuelto loco.

Pero Jaime comprendió que en el Santuario estarían en la concentración de mediodía, y el pensamiento luz del Verbo encarnado, había venido hasta ellos en cooperación a la obra de redención que realizaban. El niño que ya había dado indicios de la facultad clarividente que se des­arrolló ampliamente más tarde, lo vio y no siendo aún capaz de analizar si era visión espiritual o realidad física, se entregó espontáneamente a las manifestaciones de su amor por Jhasua.

Y cuando la visión se esfumó, Felipe sacudía el cortinado, removía cuanto objeto se hallaba cerca creyendo en su ingenuidad infantil que Jhasua jugaba a la escondida con él.

— ¿Quién es Jhasua? —preguntó Parmenas, saliendo de su abs­tracción.

—Es un joven Profeta de Dios a quien tu hijo quiere mucho y el cual está interesado en arrancarte de tu camino que te llevará más tarde o más temprano a un desdichado fin. Está de aquí a medio día de viaje. ¿Quieres venir a verle, Parmenas? El te espera.

—Está bien, iré. Pero esperad a la primera hora de la noche en que levanto la tienda según las ordenanzas. Y mañana a la madrugada par­timos, si os parece bien.

—De acuerdo —contestó Jaime—. Pero ¿dónde dejarás todo esto?

—Tengo un socio que lo tomaría todo dándome lo que me corres­ponde en dineros. En verdad que estoy cansado de esta forma de vida.

—La alegría de nuestra madre —dijo Aarón— cuando esto sepa, te compensará tío Parmenas, de cuanto puedas perder.

—No volváis sin él, nos decía nuestra madre al salir de la cabaña —añadió Seth, presionando más al pobre griego, que ya se daba por vencido.

—Sabes cuánto te quiere ella, desde que en su calidad de hermana mayor, te entregó su hermana de 16 años para esposa, a la cual hiciste muy feliz en diez años, que vivió a tu lado—. Y Aarón al decir esto daba el golpe de gracia a Parmenas por cuyo rostro corrieron dos gruesas lágrimas.

—Y ¿qué haré yo entre vosotros allá? Porque yo necesito trabajar para vivir. Ya veis que tengo un hijo, y tan parecido a mi muerta que a veces creo que es ella misma que me habla y me mira.

—Eso se arreglará allá —intervino e] tío Jaime—. Dispón tus cosas aquí con equidad y justicia, y no te preocupes del mañana.

"El trabajo honesto no te faltará en Galilea, donde somos todos como una sola familia.

Cuando llegó la noche, Sevthópolis no parecía la misma bullanguera y turbulenta ciudad del día anterior.

Un anciano matrimonio, originario de Chipre tenía el más tran­quilo hospedaje que podía ofrecer la ciudad de las caravanas a los via­jeros que desearan paz y sosiego, y allí pasaron la noche.

Y poco después del mediodía siguiente se encontraban en el Santuario, sólo habitado por Jhasua y Melkisedec, pues los tres Terapeutas no habían regresado aún de su búsqueda por las grutas ribereñas del
Jordán.

Felipe, que estaba como ahogado aún por el incidente de la tienda, así que vio Jhasua, lo soltó todo, como un borbotón de agua largo tiempo contenido:

—Te escondiste detrás del cortinado y no pude hallarte más, Jha­sua. ¿Por qué me hiciste esa mala jugada? Así no se juega a la escon­dida. Cuando se termina, hay que darse la mano el vencedor con el ven­cido, y tú escapaste y no te vi más.

Jhasua y Melkisedec sonreían comprendiendo lo que había pasado, pues que ambos eran conscientes del desdoblamiento espiritual realizado para lograr la redención de Parmenas.

—Padre —decía el niño—. Este es Jhasua que estuvo en tu tienda ayer al mediodía.

—Ya entenderás más adelante amigo mío, el significado de las pala­bras de tu hijo —díjole Jhasua, viendo el asombro de Parmenas.

—Debéis estar cansados, y la comida ya nos espera —añadió Mel­kisedec, llevándolos a la gran gruta-cocina.

Allí encontraron al tío Jaime que con los hijos de Tobías, descarga­ban los asnos de los grandes sacos de provisiones que habían traído nuevamente.

—Por fin comemos con un blanco mantel —decía Seth extendiendo uno flamante sobre la gran mesa de encina.

—Y con vasos de cobre que brillan como el sol —decía Felipe mi­rándose en uno de ellos como en un espejo.

—Celebramos la llegada de tu padre, Felipe, que ya quedará entre nosotros —decía Jhasua feliz y dichoso como siempre que se había conse­guido la redención de un semejante.

En estos preparativos estaban cuando llegaron los tres Terapeutas que habían salido en exploración.

—El festín será completo —decía e] tío Jaime, viendo las grandes cestas de uvas frescas y doradas que traían los Terapeutas de las orillas del Jordán.

Más cargados venían aún de noticias recogidas de viejos conocidos y amigos, que felices de ver nuevamente a los desaparecidos Terapeutas, les habían colmado de atenciones y de regalos.

Algunos refugiados vivían aun en las grutas, otros se habían ido a los pueblos vecinos a mendigar por las calles, y la mayoría murieron de hambre y frío.

Los paralíticos que no podían andar por sí mismos, y los leprosos que tenían prohibido presentarse en" las calles, habían perecido cuando sus compañeros de refugio dejaron de socorrerlos por una causa o por otra.

Los Terapeutas volvían con el corazón deshecho, más deshecho aún que las obras de misericordia fundadas en las grutas hacía tantos años, y de las cuales no existían ya ni los vestigios.

En la gruta de las mujeres enfermas y con niños contrahechos donde tenían puestos telares y calderas para teñir los tejidos, no encontraron más que dos niñas ciegas de nacimiento y que tendrían de ocho a diez años.

Judas de Saba, recordaba haber conducido él mismo a esa mujer con sus dos niñitas mellizas que tenían pocos meses. Una cabra doméstica llevada por él mismo criaba las dos criaturas. La madre murió y fue sepultada por las compañeras en un hueco de las montañas.

La cabra siguió amamantando a las niñas y guiándolas por las grutas a buscar agua y frutas silvestres.

Y Judas con inmensa amargura y remordimiento, decía a todos y lo repetía en los profundo de su conciencia:

—Este noble animal ha cumplido mejor que yo. ¿De qué sirve poner piedra sobre piedra para levantar un templo a Jehová, si dejamos perecer de miseria las obras vivas de Jehová, que son sus criaturas con alma in­mortal?

—Así es Judas, así es —le contestó Jhasua profundamente conmo­vido—. Pero dime ¿qué habéis hecho de esas niñas?

—Las hemos traído en brazos y la fiel cabra madre nos ha seguido hasta aquí. Están en la gruta de entrada.

Y Jhasua con Judas fueron allá. Las dos niñas recostadas juntas sobre el estrado con sus ojos cerrados en eterno sueño, permanecían quietas como si durmieran. La cabra de largo pelo blanco había trepado también al estrado y dormía a los pies de las niñas.

Con los brazos cruzados sobre el pecho, observó Jhasua unos mo­mentos aquel cuadro, símbolo del abandono de los hombres y de la fide­lidad de un animal.

Luego se acercó, e inclinándose sobre el estrado acarició suavemente aquellas cabecitas de cabellos negro y enmarañado.

Estaban vestidas a medias con los mantos de los Terapeutas.

— ¿Quién es? —preguntaron ambas—. ¿Eres tú, Judas?

—Soy Jhasua, un hermano vuestro que os quiere mucho.

—No conozco esa voz —dijo una de ellas—. ¿Eres tú que nos man­daste buscar?

—Sí, yo; y si vosotros queréis, Jehová me ha dado el poder de abrir vuestros ojos.

Y en voz baja dijo a Judas que llamase al maestro Melkisedec.

—Nunca tuvimos ojos —dijo la otra niña— pero nuestra madre lloraba mucho por esa causa. Ella nos explicaba todas las cosas que se ven, teniendo ojos.

—Nosotros vemos con las manos, con el olfato, con los pies y sobre todo con nuestra segunda madre, la cabrita buena que nos alimenta y nos guía.

Jhasua observaba minuciosamente los ojos de las dos niñas, a tra­vés de cuya piel muy transparente y fina se percibía el movimiento de las pupilas y hasta el color oscuro de ellas.

Cuando llegó Melkisedec, observaron entre ambos que aquellas cria­turas habían nacido con los párpados cerrados, pero que abriéndolos podían ver perfectamente.

—Pensad —les dijo Jhasua— que Jehová abra vuestros ojos.

Se concentró profundamente mientras ponía sus manos sobre los ojos de las criaturas.

— ¡Me quemáis, me quemáis! —gritaron ambas a la vez.

—Melkisedec las hizo callar y un profundo silencio se estableció en la gruta.

Las manos líricas de Jhasua temblaban por la poderosa vibración que corría por ellas como un fuego vivo, y de los ojos de las niñas se iba desprendiendo gota a gota una sustancia lechosa como si fueran lágrimas blancas.

Después, esas gotas se tornaron cristalinas y por fin los ojos se abrieron. Melkisedec y Jhasua puestos ante ellas, atenuaban la luz que podía causarles daño en el primer momento.

Cuando terminó la vibración de las manos de Jhasua, se sentó en el estrado porque había perdido fuerzas.

Como si el noble animal que estaba a su lado hubiera comprendido que aquellas manos habían curado sus niñas, las empezó a lamer sua­vemente.

—La naturaleza se sirve de ti criatura de Dios, para restaurar el magnetismo gastado en otras criaturas de Dios.

¡Qué hermosa es la armonía universal!

Melkisedec limpiaba con un lienzo blanco mojado en agua, los ojos de las niñas que continuaban abriéndose hasta su estado normal.

— ¡Qué hermosa es nuestra cabrita y qué lindos son sus ojos! Igual que los tuyos, se decía la una a la otra.

Esta exclamación de ambas criaturas, hizo comprender a todos, que ellas veían con bastante claridad.

Se sucedieron unas en pos de otras las escenas de sorpresa, asombro y miedo de aquellas dos niñas abriendo de pronto sus ojos a la vida, que habían percibido desde la triste oscuridad de sus ojos cerrados.

Eran desconfiadas de todo, y sólo seguían sin temor al fiel animal que les había servido de madre. Vieron a la cabra que entraba al arroyo a beber, y ellas bebieron también.

El fuego del hogar les llamaba grandemente la atención, sobre todo que de él salían cocidos los alimentos y asado el pan. La capacidad de ra­zonamiento surgió en ellas enseguida, y un día preguntaron a Felipe con quien estrecharon amistad "si en aquel fuego que se veía en lo alto también se cocinaban castañas y asaban el pan-". Aquel fuego alto era el sol, cuyo vivo resplandor hería dolorosamente sus ojos.

—He aquí los cimientos sobre los cuales fundamentamos de nuevo el devastado Santuario —decía Jhasua, acariciando aquellas cabecitas de obscuros cabellos. Pero se hace necesario traer madres para estas niñas.

—O llevarlas donde ellas encuentren el amor de una madre —ob­servó el tío Jaime.

—Será eso más fácil que encontrar por el momento madres que quieran vivir aquí después de los ocurrido en el Santuario. Todos le tie­nen pavor a causa de los bandidos que lo habitaron varios años —añadió Judas de Saba.

—Más adelante se podría establecer aquí "la cabaña de las abuelas" como la hay en el Carmelo y en el Hermón —dijo suavemente Jhasua, recordando lo dichoso que fue en aquella temporada que pasó con su madre en el Monte Carmelo entre los cariños y mimos de la abuela Sabá, y las otras ancianas que vivían en grutas al pie de la montaña en que se hallaba el' Santuario.

En su ardiente imaginación se dibujó nítidamente aquel asnillo blanco enjaezado de azul que la abuela Sabá tenía escondido entre una gruta para darle una sorpresa, y que él, como inquieta ardilla, había descubierto antes de tiempo.

— ¡Cuántos huerfanitos —dijo— serían dichosos si hubiera aquí una cabaña de las abuelas!

—Todo vendrá con el tiempo —respondió Melkisedec. Habrá an­cianas, huérfanas de cariño, viudas sin hijos que esperan sin duda un rayito de luz para sus vidas sombrías. Y ellas formarán otra cabaña de las abuelas como la del monte Carmelo y el monte Hermón.

La idea había surgido como una mariposa blanca entre las sombras y estaba como un principio en todas las mentes. Una circunstancia, no buscaba, acaso produjera el hecho que se deseaba.

En la aldea de Cana, vecina de Nazareth, Jaime tenía una parienta viuda que vivía en gran soledad, y a ella enviaron las niñas cuando un día después emprendían viaje de regreso al Tabor, los hijos de Tobías con Felipe y su padre.

Melkisedec, Jhasua, Jaime y los Terapeutas quedaban en el viejo Santuario de Samaría, esperando a los que debían llegar del Carmelo para reorganizarlo.

Los cuatro Esenios esperados, llegaron dos días más tarde con un asno cargado de los papiros y cartapacios que habían llevado antes al Carmelo para salvarlos de la destrucción.

Los solitarios samaritanos conocieron a Jhasua en sus primeros años y más tarde en su adolescencia en visitas aisladas que habían hecho a Nazareth.

Ahora le veían ya joven, entrado a los 20 años, con una plenitud de vida espiritual y física que les causaba indecible felicidad.

—Reconstruir nuestro Santuario teniéndoos entre nosotros, es una gloria que nunca pude soñar —decía el anciano Servidor.

— ¡Hermoso número formáis! —decía Melkisedec. Sois siete para reconstruir vuestro Santuario. Las siete lámparas del candelabro de Moisés.

—Y yo seré vuestro cirio de la piedad —añadió dulcemente Jhasua dando a sus palabras el acento de una promesa.

“Vendré muchas veces a visitaros.

Después de esta introducción, el lector bien comprenderá que las confidencias fueron largas en tres días más que permanecieron Jhasua, Melkisedec y el Terapeuta que les sirvió de guía. El tío Jaime, conse­cuente con su promesa a Joseph, no quiso separarse de su gran sobrino hasta volverle de nuevo a su hogar.

“Este no es un Esenio de las grutas —decía Jhasua cuando presen­taba a su tío a los recién llegados.

Este un esenio de la bodega y de la cocina. Es el esenio providencia que todo lo ve y todo lo remedia.

—Es el hortelano que cuida el huerto —decía el Servidor encantado del tío Jaime, cuya solicitud para disponerlo todo, era la cualidad más destacada de aquella hermosa vida de nobleza y quietud.

Los cuatro Esenios salvados de la gran hecatombe, estaban como ahogados de llanto al verse de nuevo entre sus grutas que abandonaron diez años antes sin esperanza de retornar a ellas.

Y volvían traídos como de la mano por el Ungido Divino que les había allanado todas las dificultades.

Cuando los avisos espirituales del viejecito Ismael les hablaban de restauración del viejo Santuario, ellos lloraban en silencio, porque una duda tenaz les borraba del alma aquellas promesas.

—Yo os tengo preparado un portero excelente que no puede pedirse nada mejor —decíales el tío Jaime en la cena de esa noche—. Esto, si vosotros lo aceptáis.

—Cuando vos que sois un esenio del grado tercero, lo decís, es por­que debe ser como lo decís, y desde luego está aceptado —contestaba e! Servidor.

— ¿Quién es, tío Jaime? ¿Lo conozco yo? —preguntaba Jhasua.

—Por referencias conoces parte de la familia de mi portero. La mayor de las tres niñas salvadas últimamente en la tienda de Parmenas, se une en matrimonio en esta luna con mi excelente portero, que es pastor con una gran majada de ovejas y cabras, y con una madre que es un tesoro de discreción y de prudencia. Tiene su cabaña en las cer­canías de Sebaste y hace mucho tiempo que les conozco. El marido era esenio de grado primero, y ella es de segundo, pues nació de padres Esenios. El muchacho, un fuerte y hermoso zagal de 20 años, me confió que deseaba tomar esposa, pero no la encontraba a su gusto. Yo le pro­metí encontrársela, y creo haberla encontrado en la mayor de las tres doncellas que he mencionado y con la cual he hablado al respecto.

Con el jefe de la caravana en que ellas iban, be mandado una epís­tola al muchacho y a la madre proponiéndoles a más su traslado hacia aquí, cosa que ellos necesitan de inmediato, pues en la luna próxima, se vence el plazo acordado por las autoridades de Sebaste para que todos los rebaños sean alejados a cuarenta estadios de la ciudad.

—Esto quiere decir que tenéis la habilidad en grado sumo de arre­glar varias situaciones a la vez —decía el Servidor entusiasmado.

—Ya os decía yo que mi tío Jaime es el esenio providencia —contes­taba Jhasua.

—A ver, a ver ¿cómo es ese asunto tan complicado? —inquirió Melkisedec que aunque conocía el caso de las jovencitas salvadas, no había comprendido del todo bien.

—Pues está bien claro —decía Jhasua—. El muchacho pastor, quiere una esposa. El tío Jaime se la pone delante. La familia de la; novia está amenazada de la miseria en Enón, porque murió el padre y hay criaturas de pocos años. El tío Jaime les remedia casando la mayor de las hijas con un pastor que tiene una gran majada de cabras y ovejas, lo cual significa que habrá alimentos en abundancia para toda la familia.

"El pastor debe retirar en breve plazo su ganado de las cercanías de Sebaste. El tío Jaime le ofrece estos fértiles montes y valles que son praderas, con un hermoso "arroyo de las gaviotas" para abrevarlo.

"Y por fin, el Santuario necesita un portero de toda confianza con una abuela Sabá que es una maravilla de discreción y prudencia, y el tío Jaime se lo pone a su disposición.

¿Puede darse en la tierra otra providencia más oportuna?

—En verdad que sois un prodigio en las combinaciones hermosas, nobles y útiles —decían en general los Esenios.

El tío Jaime sonreía con esa habitual bondad suya, mientras conti­nuaba partiendo nueces para todos, pues aun en eso, encontraba el modo de ser útil a los demás.

¡He aquí una hermosa vida que olvidaron los biógrafos de Cristo, como tantas otras, que al igual que ésta, estuvieron estrechamente ligadas a la vida excelsa del Hombre-Luz! Y ésta es una de las causas inspirado­ras de este libro, encargado de descubrir, no sólo la grandeza divina de la vida íntima del Verbo encarnado, sino también la actuación importan­tísima para la historia y para la ciencia espiritual, de la pequeña porción de humanidad que lo secundó en su infatigable tarea, en pro de la frater­nidad y del amor entre los hombres.

Jaime de Jericó, era viudo y de su matrimonio le había quedado un hijito que creció en Cana de Galilea con la abuela materna. En la época que vamos narrando, el niño tenía 9 años, y a su regreso de Samaría, el tío Jaime se encentró con la noticia de la grave enfermedad de su suegra, que murió al poco tiempo dejando al nietito huérfano por segunda vez.

Myriam, cuya alma se desbordaba de piedad hacia el dolor de los demás, acudió a Cana a los últimos momentos de la madre política de su hermano, y se llevó consigo a Nazareth al pequeño Jaime que pasó a ser de inmediato, otro hijo de su corazón lleno de misericordia.

La vieja casita solariega donde el tío Jaime se casó y donde le nació su único hijito, pasó a ser propiedad exclusiva suya, en la cual se instaló al poco tiempo una Refugio-taller para mujeres viudas, doncellas y niños sin familia y sin medios de vida.

Y al frente, en calidad de hermana mayor, fue puesta aquella parienta de Jaime, a la cual habían encomendado las dos niñitas curadas de la ceguera y encontradas en una gruta de las orillas del Jordán.

Esta mujer se llamaba María Cleofás.

Y era hermana menor de la suegra de Jaime recientemente fallecida.

Aparece aquí por primera vez, pues su protección a las niñas Simi y Fatmé, la vinculó estrechamente al gran Misionero, del amor fraterno, al cual siguió incansable en las correrías de su vida pública, y lo siguió hasta el sepulcro, pues María Cleofás fue una de aquellas mujeres que como la Magdalena acudieron a la sepultura de Jesús para embalsamar su cuerpo en la madrugada del domingo y encontraron el sepulcro vacío.

Hemos hecho esta referencia, no por adelanto de acontecimiento que a su debido tiempo relataremos con amplios detalles, sino para poner al nuevo personaje en contacto espiritual con el lector, que si es obser­vador y analítico, gustará estudiar las características propias de cada personaje, que es uno de los más puros deleites del lector.

María Cleofás, tenía su casita anexa a la de su hermana, la suegra de Jaime, razón por la cual pudo hacerse de ambas casas una sola con la amplitud necesaria para refugio y taller de tejidos.

¡Otra hermosa combinación del ingenio del tío Jaime... del tío providencia según le llamaba Jhasua!

Con esta digresión hecha para ti lector amigo, mientras el tío Jaime parte nueces en la gran cocina del Santuario samaritano, que­dan enterados de la forma y modo como en el silencio y la modestia, aquellos verdaderos hijos de Moisés realizaban sus obras de ayuda mu­tua con escasos bienes de fortuna, pero con un gran corazón lleno de amor y de piedad hacia sus semejantes desamparados.

Y así con pequeñas obras silenciosas se iba ampliando más y más el horizonte en el cual debía brillar con luz meridiana años más tarde, la estrella magnífica del Cristo, marcando rumbos de luz y de amor a la humanidad.

En silencio se había restaurado el Santuario Esenio de Samaría; en silencio se había salvado de su ruina moral a Parmenas el griego, se había remediado a la familia desamparada de las tres niñas de Enón que iban a ser vendidas como esclavas; en silencio también se abrió el Refugio-taller de Cana donde María Cleofás con Simi y Fatmé fueron las primeras plantas de ese huerto espiritual, de donde salieron las mujeres cristianas de la primera hora, las que pudieron los medios materiales para que el gran Misionero del amor, fundamentara su obra.

María Cleofás era la menor de toda aquella familia, dispersa ya en Galilea y Judea, debido a los matrimonios realizados; pero que en momentos dados se unían todos en la vieja casa solariega, donde solo había quedado ella, casada también y viuda al poco tiempo.

María Cleofás era la menor de toda aquella familia, dispersa ya en Galilea y Judea, debido a los matrimonios realizados; pero que en momentos dados se unían todos en la vieja casa solariega, donde solo había quedado ella, casada también y viuda al poco tiempo.

 
 
 
 
 
 

 
 

 
         
         
       
       
       
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