Es muy posible
que la mayoría considere que sabe perfectamente qué clase de
persona es el individuo autori¬tario. El prototipo es el
individuo dominante, normalmen¬te varón, que espera que le
obedezca ciegamente todo aquel al que pueda obligar a
aceptar su autoridad; un tipo agresivo, impaciente,
arrogante, porfiado, de mentalidad estrecha, irracional.
Podríamos pensar en alguien como Hitler en tanto que
personaje autoritario arquetípico.
Este prototipo tiene algo de verdad, pero es sólo la
superficie y una pequeña parte de la historia. La definición
que da el diccionario de "autoritario" es la siguiente: 1)
relacionado con o favorable a la sumisión riega a la
autoridad; 2) relativo a o partidario de una concentración
del poder en un caudillo o una élite no constitucionalmente
responsable ante el pueblo.
De esto se deduce claramente que el tipo "padre-autoritario"
anteriormente descrito es sólo un verdadero autoritario si
toma sus propios valores, opiniones y "direc¬trices" de una
autoridad que él a su vez acepta como superior a sí mismo y
a la que él presta obediencia ciega; sea esta autoridad el
presidente, el general, la iglesia, el jefe o sólo las
normas rectoras de la sociedad. Así pues, por mucho que
vocifere el "padre-autoritario" sobre la veracidad evidente
e innegable de sus opiniones, por mucho que
pretenda ser dueño de sí mismo, dueño de la casa o de
cualquier otra cosa, su identidad descansa en el fondo fuera
de sí mismo, en esa Gran Autoridad Indiscutible a la que
rinde fidelidad absoluta.
Este falso dominio puede ser relativamente inocuo o resultar
sumamente peligroso. En la Alemania de Hitler, el
autoritario no era Hitler, ni mucho menos: los autoritarios
eran aquellos alemanes que le seguían ciegamente y que
hicieron, en primer término, posible el autoritarismo. Así
pues, el tipo "padre-autoritario" es exactamente lo
contra¬rio, de lo que parece; es un individuo que en
realidad no confía en sí mismo, que tiene una personalidad
débil, y quizás un asomo de paranoia, y que se aferra a su
imagen autoritaria como un niño desvalido se aferra a su
madre.
Y el "padre-autoritario" o el "autoritario activo" es,
evidentemente, la mitad sólo (o menos de la mitad) del
cuadro. Él no es nada sin los que le siguen ciegamente: la
contrapartida pasiva, sumisa y (hasta fechas recientes, al
menos) prototípicamente femenina, los que aceptan todas sus
órdenes y jamás ponen en entredicho lo que él "pien¬sa", los
niños o los empleados o los conocidos cuyos pensamientos
puede controlar. La "madre autoritaria", la "esposa
tradicional", la que en la mayoría de las socieda¬des
autoritarias puede incluso parecer propiedad de su marido,
puede parecer en su sumisión exactamente lo opuesto al padre
autoritario, y no hacerla eso menos autoritaria en ningún
sentido. Para bailar un tango hace falta una pareja, y para
construir una cadena autoritaria son necesarios varios
eslabones.
Debería quedar claro, con lo dicho, que el individuo
"autoritario" no es necesariamente el que tiene autoridad.
De hecho, un individuo puede ser autoritario justamente
porque no tiene ninguna autoridad real sobre sí mismo,
porque acepta los límites artificiales que le marca la
sociedad y desahoga en otros sus frustraciones. Se rechaza
normalmente la consideración de "autoritario" porque el
término supone limitación, rigidez, dominio de los demás.
Pero es menos frecuente que se advierta que el autoritarismo
produce los mismos efectos en "el autoritario original y que
todos los que participan en las restricciones; la rigidez y
el dominio son igualmente autoritarios.
Ya he dicho antes que considero el autoritarismo
predominante la barrera más firme para llegar a la vida Sin
Limites en nuestra sociedad. Todo el que sea un observa¬dor
despierto de la sociedad puede ver que pocos indivi¬duos
piensan por sí mismos, pero algunos científicos so¬ciales
han calculado que el setenta y cinco por ciento de los
miem¬bros de nuestra cultura (la civilización occidental)
muestran más elementos autoritarios que no autoritarios en
su vida diaria.
No debe sorprendernos, si consideramos que estadísticas
paralelas nos indican generalmente estados de salud men¬tal
abismales. Creo que el espectacular aumento de los casos de
depresión crónica, de "crisis nerviosa", rupturas
familiares, suicidios, alcoholismo, dependencias químicas,
úlceras, hipertensión, angustia y otras enfermedades de este
tipo se debe, en gran parte, a la frustración interior y al
aburrimiento que engendra el autoritarismo. Como ser humano,
fue usted creado para pensar por sí mismo. Su inteligencia
tiene que rebelarse contra la angustia, sus emociones
estarán regidas por el peso de cadenas mentales; si usted no
se permite la libertad de pensar con su capacidad plena e
ilimitada, acabará acusando a otros cuando las cosas van
mal. Por una ironía del destino, que nos hace identificar
con más rapidez nuestros propios defectos en otros, culpará
usted al autoritarismo de otras personas (fidelidad a
diversas Grandes Autoridades Indis¬cutibles) de los
problemas del mundo y no sabrá usted relacionarse con una
persona que piense de verdad libre¬mente si se encuentra con
ella.
En realidad, será al pensador libre y serio al que condene
usted más de prisa como autoritario, por tener la audacia,
el orgullo, o lo que sea, de apoyar su posición en la vida
básicamente en su propio juicio. (¿En base a qué autoridad
piensa usted eso? ¿Sólo en la suya propia? ¡Bah, eso
significa muy poco!)
Si el autoritarismo es una zona social errónea tan inmensa
como creo, no tendremos más remedio que trascenderla para
poder modelar una sociedad SZE, para poder empezar, incluso,
a desarrollar plenamente nuestras máximas capacidades como
seres humanos en gran escala. Pero la solución empieza, como
siempre, por usted, por el individuo, y para poder valorar
su propio nivel de autori¬dad creo que merecerá la pena
analizar con algo más de profundidad la psicología de los
autoritarios de todo género.
Allá por los años cuarenta, un grupo de siete sociólogos
dirigidos por T. W. Adorno realizaron un estudio monu¬mental
sobre la psicología del autoritarismo. Los resultados se
publicaron en 1950 en dos volúmenes titulados La
personalidad autoritaria, casi mil páginas de investigación,
cuestionarios y cuadros estadísticos y abundantes
conclu¬siones técnicas que describían características
personales que los investigadores habían descubierto que
estaban relacionadas con el autoritarismo, que definían de
modo muy similar a como las he definido yo antes. La lectura
de este gran volumen de información queda limitada en
general a los cursos universitarios de sociología, pero el
contenido es tan importante que creo que debería estar más
al alcance de todos nosotros, la generalidad, así que lo
resumiré e interpretaré aquí.
Lo importante cuando lea usted algo sobre autoritaris¬mo es
que se dé cuenta de lo a menudo que despliega usted rasgos
autoritarios, y que se pregunte si el autoritarismo es, en
realidad, el elemento predominante de su carácter. Puede que
también le resulte instructivo utilizar las siguientes
descripciones de la personalidad autoritaria a modo de guía
que le ayude a definir lo que hay en usted mismo que le
gustaría cambiar, y lo que realmente ha de cambiar si quiere
usted convertirse en una persona Sin Límites.
CARACTERÍSTICAS DEL CARÁCTER AUTORITARIO
Resumiendo más de mil páginas de investigaciones en
profundidad sobre personalidades autoritarias, obra deT. W.
Adorno y otros autores, y al combinar sus descubri¬mientos
con mis propias observaciones he llegado a la conclusión de
que las características más significativas de la
personalidad autoritaria son las siguientes:
Intolerancia ante la ambigüedad
Uno de los rasgos clave de los autoritarios es que para
sentirse cómodos necesitan que las cosas se definan
específi¬camente. Si no hay un sí o un no como respuesta a
cada pregunta, por muy compleja que la pregunta pueda ser,
dan muestras de ansiedad. En consecuencia, el autoritario es
poco tolerante con los individuos que trabajan en áreas
intrínsecamente "ambiguas": filósofos, artistas, pensadores
sociales o políticos. Insiste en saber exactamente adonde va
en la vida y cuándo, y lo misterioso, lo desconocido e
incognoscible resulta amenazador para él. Suele aferrarse a
la seguridad del hábito, y suele tener miedo a abandonar un
trabajo o a poner fin a una relación, no porque se lo dictan
sus mejores intereses, sino porque hacerlo le dejaría en un
estado de inseguridad demasiado amenazador, imposible de
soportar.
Como la intolerancia Hacia la ambigüedad supone una
abrumadora necesidad de certeza, sea o no falsa, conduce a
los individuos a súper organizar su vida y a exigir a los
demás que estructuren su vida del mismo modo. Los
autoritarios tienden a considerarse perfeccionistas, pero
esto es cierto sólo en el sentido trivial de que necesitan
que las cosas se hagan de una sola forma, y no en el sentido
más amplio de que ayudan a crear un medio más apropiado para
que todos vivan mejor. En consecuencia, los autorita¬rios se
alteran fácilmente; de hecho, suelen quedar parali¬zados
cuando las cosas no van exactamente "a su manera", que es la
manera según la cual "su autoridad" (sea lo que sea) dice
que han de ir. Una de las frases favoritas de los
autoritarios suele ser: "Un lugar para cada cosa y cada cosa
en su lugar". No pueden adaptarse a la idea de que en esta
vida pocas cosas o personas van a permanecer mucho tiempo
donde ellos quieren que estén. Esta intolerancia frente a la
ambigüedad se manifiesta en la familia cuando el autoritario
activo, que suele ser el padre, insiste en que todos
obedezcan siempre sus normas. Si la familia está jugando a
un juego "solo por divertirse", el autoritario suele
interrumpir para denunciar las más nimias violaciones de las
normas según su propia interpre¬tación de las mismas, y la
mayor parte del "tiempo de juego" se dedica a revisar el
código de normas.
En las relaciones padre/hijo, los padres que no pueden
soportar la ambigüedad suelen imponer a sus hijos
expec¬tativas irreales, preguntándoles: "¿Qué vas a ser de
ma¬yor?" cuando los hijos tienen cinco años. Surgen
innume¬rables conflictos sobre el cuidado de la casa, el
mantenerla limpia (y sobre todo "tu habitación"), porque
todo lo que está revuelto o fuera de su sitio constituye una
ambigüedad intolerable. En realidad, la casa sólo puede
estar de un modo, y cuando no es así, constituye un motivo
de hosti¬lidad.
Los padres con tendencias autoritarias suelen exigir de sus
hijos "perfección" en los estudios, y sus hijos suelen
aprender a exigírselas a sí mismos. Pero "perfección" sólo
significa obedecer a los profesores al pie de la letra y
sacar sobresalientes en todos los exámenes sin formular
pregun¬tas difíciles ni delicadas, no leer novelas bajo la
mesa cuando la clase resulta demasiado aburrida o monótona,
y no preguntar por qué hay tantas cosas en la escuela que
han de ser aburridas por necesidad, en primer término. Esos
mismos niños aprenden a imponerse luego exigencias
igualmente irracionales a sí mismos, a sus padres y a otros
miembros de la familia, y con el tiempo a sus propios hijos.
Los que son especialmente sensibles a esta intolerancia a la
ambigüedad se ven muchas veces obligados a planearlo todo,
incluidas las vacaciones, los presupuestos económicos hasta
el último céntimo, y hasta la colocación de la ropa interior
en el cajón del armario. Unas vacaciones sin reserva, o sin
un itinerario bien detallado, crean un desbarajuste interno
que si no se resuelve puede desembo¬car en una úlcera. El
autoritario ha de saber de antemano qué va a hacer, y esto
ha de confirmarlo cueste lo que cueste. Además, pronto
impone esta necesidad de seguri¬dad a todos los que le
rodean, y está constantemente encima de los que son más
tolerantes a la ambigüedad diciéndoles cosas como "¿Por qué
no planeas mejor tu vida? Si colocas cada cosa en su sitio,
podrás saber dónde encontrar cada cosa concreta cuando
quieras. Si no te organizas mejor, sufrirás las
consecuencias".
Desde el vestirse y arreglarse según el estilo "perfeccio¬nista"
hasta la casa organizada meticulosamente en todas sus
facetas, desde las normas de "orden" impuestas a todos los
demás hasta la necesidad perenne de tener un plan, casi
todos los autoritarios tienen una mentalidad de "conta¬bles-tenedores
de libros", que se aplica a la vida cotidiana. Para ellos,
el "libro de registro" de la vida no es un diario en el que
se anoten recuerdos de ricas experiencias, sino un libro
contable con columnas bien definidas donde se anotan deudas
y créditos. £1 objetivo de la vida es acumu¬lar las
anotaciones en la columna de valores, en términos de valores
sociales convencionales, y evitar los errores que puedan
hacer aumentar la otra columna, la de las deudas. Si bien el
autoritario procura que impere el orden en su hogar, en sus
vacaciones, en la escuela, en su vida y en su trabajo, deja
muy poco espacio para disfrutar de las cosas que tiene
mientras las tiene realmente. Rechaza también la
espontaneidad y el saludable espíritu de aventura y de
investigación.
La sexualidad es un buen ejemplo: para el autoritario se
trata de un acto programado con un guión preciso a seguir, y
no de un medio de expresar amor. Interesa muy poco el juego
previo y los abrazos afectuosos una vez concluido "el acto".
Suelen centrarse exclusivamente en el orgasmo (sobre todo
los varones), y tienden a una "limpieza" melindrosa que les
lleva a veces a ducharse antes y después. No suelen ver
razón alguna para dar a la sexualidad un valor distinto al
de "la función que tiene": un medio de reproducirse la
especie, o quizá de liberar energía sexual "sobrante".
En el trabajo, la intolerancia a la ambigüedad se manifiesta
cuando el autoritario se encuentra con otros que tienen
menos necesidad que el de una "certeza" constante. El
autoritario exige saber exactamente lo que están hacien¬do
sus compañeros de trabajo, cuáles son sus objetivos y cómo
se proponen alcanzarlos. Suelen ser muy chismosos y muy
inflexibles en sus "consejos" a los demás. Los autorita¬rios
más extremados pueden tener planificados sus objeti¬vos
personales en intervalos de cinco a diez años. Se sienten
forzados a pretender o intentar estar seguros de dónde se
hallarán a los veinticinco, a los treinta y cinco a los
cuarenta y cinco, etc. Se descomponen, literalmente, cuando
no pueden ajustarse a sus horarios, y la idea de
despreocuparse sencillamente de lo que pueda ser de ellos en
el futuro les resulta absolutamente inconcebible.
Recuerdo que una tarde caminaba yo por la playa y un hombre
que pasaba me reconoció debido a una de mis apariciones en
televisión. Me saludó y me preguntó adon¬de iba. Le dije que
no iba a ninguna parte, que paseaba por la playa.
— ¿Pero, hasta dónde piensa usted llegar? —me pre¬guntó.
—No lo sé —le dije—. Pasearé hasta que ya no tenga ganas de
caminar.
—Pero tendrá usted una idea de hacia dónde va, si va al
puerto o a algún otro sitio —insistió.
—No, no tengo ni idea —dije.
Aquel hombre estaba perplejo, como si la idea de un paseo
sin objeto por la playa no tuviese sentido y estuviera
tomándole el pelo ¿Cómo podía dar un paseo sin tener idea
clara del itinerario, de cuánto me llevaría recorrerlo?
Aquel individuo pensaba realmente que me estaba burlan¬do de
él, que estaba intentando fastidiarle en vez de explicarle
francamente lo que estaba haciendo. Se negaba a entender que
a veces limitarse a hacer algo por el simple gozo de hacerlo
es mucho más saludable que planearlo todo hasta el último
detalle y llevar cuenta de cada paso que uno "avanza" en el
camino, y comparar incesante¬mente los resultados de
tentativas anteriores en campos como pasear por la playa,
leer, nadar o tener relaciones sexuales.
Pensamiento dicotómico
Una dicotomía es, en esencia, una división de cierto grupo
de cosas en dos partes que se excluyen entre sí: la división
de una clase entre chicos y chicas, de un grupo de animales
entre ovejas y cabras, o de un grupo de números enteros en
pares e impares, etc. Es evidente que el uso adecuado de las
dicotomías constituye un elemento básico del pensamiento y
del idioma: Sin ellas seríamos totalmente incapaces de
razonar. Lo que es menos evidente es el hecho de que el
abuso o el uso impropio de las dicotomías, que es elemento
característico de los autoritarios, constituye uno de los
mayores peligros para el verdadero pensamiento, la
comu¬nicación significativa y el mutuo entendimiento en
nuestra cultura.
Lo que he denominado "pensamiento dicotómico" es este abuso
sistemático, la compulsión que fuerza a dividirlo todo y a
todos en grupos que se excluyen mutuamente (bueno/malo,
correcto /incorrecto, amigo /enemigo) y "dejar así las
cosas", sin tener en cuenta las sutilezas, las matizaciones
e incluso los errores patentes que esta actitud puede
suponer.
Quiero decir con esto que el autoritario deja que la
necesidad de dicotomizar a toda costa rija su pensamiento,
en vez de utilizar la dicotomía como un instrumento de la
inteligencia que es sólo adecuado para ciertas tareas
específicas.
El "pensamiento dicotómico" puede considerarse una
derivación de la intolerancia a la ambigüedad. Cuando se
trata de personas y de problemas humanos complejos, el
pensamiento dicotómico constituye una "urgencia del juicio"
que elimina inmediatamente las posibilidades que tiene el
autoritario de acrecentar su sabiduría y sus conocimientos y
le separa de todos aquellos a los que ha emplazado en
oposición a sí mismo.
Un ejemplo de pensamiento dicotómico sería: si usted cree
que la homosexualidad es un estilo de vida perfecta¬mente
legítimo para los adultos que consientan libremente en ello
y que decidan practicarlo, es muy probable que el
autoritario saque de ello la conclusión de que pretende
usted promover la homosexualidad como sistema general de
vida. Ha de estar usted a favor o en contra; el autorita¬rio
suele reservarse el derecho a explicarle a usted en términos
nada ambiguos lo que "piensa usted realmente o lo que
defiende"; nada de lo que usted pueda decir alterará su
decisión de emplazarle en un campo u otro.
Los autoritarios suelen ser más duros con los más allegados
a ellos. Si alguien de la familia se plantease las ventajas
derivadas de una legislación más liberal respecto al aborto,
o la suavización de ciertas normas relacionadas con las
drogas, por ejemplo, es muy probable que el autoritario
reaccionara diciendo: "O está usted a favor del aborto o
está en contra de él", o bien: "Si quiere usted que
legalicen la marihuana, deberá apoyar también la
legali¬zación de la heroína y de todas las drogas duras".
El problema básico es que los autoritarios no tienen espacio
en su circuito interno para posiciones intermedias, para
operar en las zonas grises en las que se desarrollan casi
todas las actividades humanas.
También oirá a los autoritarios decir cosas como éstas:
Todos los judíos son buenos comerciantes; todos los negros
tienen sentido del ritmo; todos los asiáticos son listos;
todos los adolescentes son pendencieros; esta generación
está destruyéndose; todas las mujeres son ladinas; a los
hombres sólo les interesa el sexo.
Es en realidad absurdo etiquetar a "todas" las personas en
cualquier agrupación y considerar que se alinean a un lado o
a otro. Si suele usted entregarse al pensamiento dicotómico
e intentar imponerlo a los demás, sería mejor que vigilase
usted el autoritarismo "en su propia casa".
Pensamiento rígido
Los autoritarios no sólo son incapaces de tolerar la
am¬bigüedad y suelen ser dicotómicos en su pensamiento, sino
que también son sumamente rígidos en su percepción del mundo
y, por ello, en sus perspectivas respecto a sí mismos y a
los demás. En este sentido, los autoritarios mantienen
resistencias muy fuertes al cambio, y se sienten amenazados
por cualquier alteración que se produzca en la forma en la
que están acostumbrados a experimentar las cosas.
"Pensamiento rígido" tiene varios significados, pero, para
el autoritario, suele suponer la resistencia a considerar
cualquier idea que choque con sus propias ideas
preconce¬bidas. Si alguien se acerca al autoritario (sobre
todo el tipo "padre-autoritario" masculino típico, el tipo
"activo"), con un punto de vista que choque con el suyo, lo
más probable es que responda escandalizado, indignado,
incré¬dulo y burlón. Puede gritar e intentar intimidar. Lo
que jamás hará será escuchar, valorar y mostrarse dispuesto
a cambiar su postura. Le resulta prácticamente imposible
admitir que ha estado equivocado o que pueda aprender algo
de otro; eso sería admitir que tiene una personalidad débil
y que no tiene una auténtica confianza en sí mismo. Jamás
oirá decir al tipo "padre-autoritario": "Bueno, en eso quizá
tengas razón". Pasará inmediatamente a la defensiva
diciendo, por ejemplo: "No puedo creer que de verdad pienses
así. Una persona inteligente como tú..."
La rigidez de pensamiento puede llevar al autoritario a
recurrir al insulto personal, a la burla e incluso a la
violencia física. La discusión racional y constructiva es
prácticamente imposible con los autoritarios, sean del tipo
que sean. £1 diálogo nunca es una posibilidad agradable y
estimulante para aprender algo nuevo o aprender a ver las
cosas de un modo distinto. Nunca es un esfuerzo cooperativo
para llegar a un acuerdo, que se inicia con el respeto mutuo
por ambas partes. Suele ser tan protocolario y brusco como
el "sexo autoritario": en resumen, un enfoque unilateral que
usted, si es inteligente, deberá rechazar.
Para el individuo SZE lo más decepcionante de los
autoritarios es su inaccesibilidad: prácticamente no hay un
medio de llegar a ellos casi nunca. Conozco innumerables
familias en las que los hijos dicen: "Mi papá es un gran
tipo, a su manera, pero no puedo hablar con él de polí¬tica".
O bien "Mi mamá es una mujer magnífica, pero me resulta
imposible hablar con ella de cuestiones sexuales".
Tratándose de un autoritario, hay zonas enteras del
pensamiento que se convierten en tabú. Al individuo racional
basta que le ofendan, le intimiden o se burlen una vez de el
para que diga: "Esto se acabó. No quiero saber nada". Así,
la única manera de "llegar" a los autoritarios, es
reconociendo sus propios problemas y tomando las medi¬das
necesarias para corregirlos.
Hace algún tiempo vino a verme una chica joven completamente
histérica porque su padre le había llamado prostituta. Pedí
al padre que acudiese a analizar el asunto conmigo y con su
hija. Llegó, lleno de resentimiento, ante la idea de que
hubiera algo que analizar, y me fue imposible razonar con él
delante de su hija. Al parecer, la chica había recibido una
llamada telefónica dé un joven al que su padre había
calificado de "terrorista". Insistía, implacable, en que su
hija no debía relacionarse con individuos "de esa calaña",
aunque él no había visto nunca a aquel joven y por lo tanto
no había podido formarse un juicio propio. No pude
determinar entonces si se basaba en rumores respecto al
muchacho, o si era sólo paranoia por la "pureza" de su hija,
o si el arrebato se debía a alguna otra razón, porque se
mostraba tan obstina¬do que cualquiera que se atreviese a
poner en entredicho siquiera su actitud era un defensor de
la prostitución juvenil, el abuso sexual de las niñas, la
pornografía, las enfermedades venéreas y muchos otros males
parecidos.
Yo me había dado cuenta ya de que su hija estaba tan lejos
de ser una prostituta como yo; me di cuenta también de que
la idea que tenía el padre de con quién podía salir su hija
era tan rígida que no sentía el menor remordimien¬to por
llamarla prostituta y hacerla llorar sólo porque el muchacho
no se ajustaba exactamente a la imagen precon¬cebida que él
tenía. Por último, le pedí a la chica que nos dejara solos.
El padre se tranquilizó un poco, pero su pensamiento rígido
era tan predominante y abrumador que no logré ningún
progreso con él. Llegué a la conclu¬sión de que era incapaz
de escuchar las opiniones de su hija y de cualquiera sobre
cualquier cosa; de que era un "sordo selectivo", un
archiautoritario, y de que el único modo de ayudar a la hija
era enseñarle a no alterarse por las desagradables etiquetas
que otros pudieran aplicarle, aunque se tratase de una
persona tan importante para ella como su propio padre.
Lo irónico del caso fue que tres años después la chica se
fue de casa, a los diecinueve años, y se casó con el
"terrorista", que se había licenciado por entonces con
excelentes notas y se disponía a ingresar en la Escuela de
posgraduados. Resultó que el padre había excomulgado al
muchacho basándose únicamente en prejuicios religiosos y
étnicos. La familia de la chica era "cristiana" y el chico
era judío. El padre sigue negándose a hablar con su yerno y
con su hija.
La rigidez suele ser contagiosa en la mayoría de los
autoritarios y pasa del "pensamiento" a impregnar todos los
hábitos y todas las formas de conducta. Es típico en ellos
que sólo lean un tipo de editorial de un periódico, el que
exprese opiniones con las que ya estén de acuerdo. Se
suscriben a las mismas revistas año tras año, sin considerar
siquiera la idea de leer publicaciones que expongan puntos
de vista opuestos a los suyos. Suelen volver una y otra vez
al mismo restaurante, y piden la misma comida en la misma
mesa noche tras noche. Pueden no haber probado nunca la
cocina griega, china o cualquier otra que les resulte
extraña por el hecho de ser "extranjera", razón por la que
saben que no puede gustarles.
La rutina rígida suele impregnar también la vida sexual de
los autoritarios: suelen tener relaciones sexuales a la
misma hora y siempre del mismo modo, o hasta que resulta tan
aburrido que simplemente pasan a prescindir de ellas.
La rigidez del autoritario se ve amenazada por cualquier
tipo de cambio. El autoritario casi siempre vota por
titulares, y se convierte a su vez, en su propia vida, en
"titular". Vacila ante la idea de trasladarse a otra ciudad
porque "no sabe lo que podría pasar". Suele seguir en el
mismo puesto de trabajo, aunque su tarea se haya convertido
en poco más que una rutina diaria, porque teme los cambios
inherentes a un ascenso, un traslado geográfico e incluso
una elección vocacional completamente nueva. Suele odiar su
trabajo, y en vez de mirar hacia su interior y analizar sus
propias actitudes acusa al jefe, a otros trabajadores, a la
empresa, a la nueva generación o a cualquier chivo
expiatorio conve¬niente. Es tan susceptible al aburrimiento
como todo el mundo, pero, de todos modos, aguanta, esperando
el reloj de oro y acariciando la esperanza de que la
jubilación le proporcionará cierto alivio.
Y, por supuesto, los "autoritarios jubilados" pueden ser aún
más insoportables que los que trabajan, porque suelen
enfurecerse con todos los que, según su opinión, son
responsables de que él no tenga dinero, ni ilusiones, ni
proyectos, ni emociones. Pueden enfadarse con los hijos
porque no quieren visitarles, sin darse cuenta de que para
los hijos una visita resulta como pasar varías semanas en
una tumba con un vendedor de enciclopedias agresivo. Se
enfurecen con las jóvenes generaciones por ignorarles,
cuando su propia rigidez aparta de su lado a todos, jóvenes
y viejos. Y parecen no darse cuenta nunca de que su propia
rigidez mental es el origen de su aflicción. Es muy
frecuen¬te que les encante gruñir y protestar y que en el
fondo se abracen a sus propias frustraciones. Y que busquen
moti¬vos de queja, que se sientan felices cuando acaece un
desastre o estalle una crisis energética que les da más
combustible para sus amadas diatribas.
La rigidez de los autoritarios es una enfermedad que se
inicia en el pensamiento y se extiende a todos los aspectos
de la vida. Infecta al propio autoritario y a cuantos le
rodean de aburrimiento, angustia y depresión. Los
autori¬tarios deben vivir de acuerdo con una rutina, y, sin
embargo, en el fondo odian la monotonía de esa rutina. No se
arriesgan a romper esa monotonía porque temen un cambio, y,
sin embargo, acusan al mundo de no cambiar para adaptarse a
sus viejas y rancias ideas de lo que debería ser el mundo.
Antiintelectualismo
De acuerdo con su típica intolerancia ante la ambigüedad, su
pensamiento dicotómico y su rigidez, el autoritario suele
desconfiar de los "intelectuales", sobre todo de los que se
ganan la vida realmente como pensadores. Los autoritarios
suelen mirar con escepticismo cualquier cosa que no pue¬dan
"ver por sus propios ojos", y se sienten intimados por
filósofos, psicólogos, artistas, profesores y otros que se
ganan la vida trabajando generalmente con el intelecto.
Los autoritarios suelen menospreciar enseguida a los
individuos que leen revistas especializadas, acuden a
conferencias, obras de teatro u óperas, o disfrutan con
programas de debate en la televisión. El autoritario típico
comenta: "Ah, esos profesores son todos una pandilla de
rojos (liberales sensibleros, cabezas cuadradas, ratas de
biblioteca). Lo que dicen no tiene nada que ver con el mundo
real".
Cuando los autoritarios son sinceros con los demás, cuando
no se sienten amenazados (por ejemplo, en entre¬vistas),
suelen admitir una admiración secreta hacia los que tienen
"sabiduría libresca". Los padres autoritarios casi siempre
desean que sus hijos vayan a la universidad, pero casi nunca
quieren que lleguen a casa y empiecen a actuar como si
supieran más que ellos de algún tema (aunque ése es
teóricamente el motivo de que los padres les enviaran a la
universidad, en principio). Es muy frecuente que los padres
autoritarios se ufanen de los triunfos académicos e
intelectuales de sus hijos, pero sólo cuando tales triunfos
suponen "éxito" convencional en el sistema competitivo
establecido ("mi hija será la primera en la clase de
Derecho") y jamás cuando se rebelan contra el orden
establecido.
Dado que las empresas artísticas se consideran "arries¬gadas"
desde un punto de vista profesional y práctico, y el arte
entraña una elevada dosis de ambigüedad, pocas veces se oirá
decir a un padre autoritario: "Estoy muy satisfecho, mi hija
ha decidido ser pintora (escritora, escultora, directora de
cine, cantante de rock, etc.)".
Prescindiendo por un instante del riesgo que entraña toda
carrera artística, examinemos algo más detenidamen¬te la
relación entre la intolerancia del autoritario ante la
ambigüedad que antes analizamos, su antiintelectualismo y la
inquietud que le producen los objetivos del arte y las
carreras artísticas.
La intolerancia del autoritario a la ambigüedad significa
que el autoritario desea compulsivamente que cada ele¬mento
del lenguaje que oye o lee signifique sólo una cosa que sea
clara y fácilmente identificable. Si recordamos lo de la
mentalidad de tenedor de libros, "doce mil quinientos
dólares en la cuenta de ahorros" significan sólo una cosa.
Pero pensemos en la belleza de un verso como el de
Shakespeare: "Ser o no ser, he ahí el dilema...", o el de
Keats: "Belleza es verdad, verdad es belleza, eso es todo
cuanto sabemos en la tierra, y todo cuanto necesitamos
saber".
La verdad y la belleza de este lenguaje estriban
precisamente en el hecho de que esos versos ¡significan algo
distinto cada vez que se leen!
Contienen tantas verdades universales, o tanta "sabiduría
concentrada", que son verdad en un número infinito de
sentidos. Un número infinito de individuos distintos a lo
largo de innumerables generaciones y en las situaciones más
distintas que pueda concebirse pueden sentirse iluminados
por estos versos. Un solo individuo puede leer estas simples
palabras una y otra vez y obtener nueva inspiración, nuevas
ideas que ilumi¬nen su vida. Compare lo que significa leer
los poemas más inspirados del mundo una y otra vez con la
idea de leer una y otra vez la anotación de un libro de
contabilidad, y comprenderá lo que quiero decir.
En realidad, el uso artístico del idioma se- basa en la
fertilidad de su ambigüedad: es decir, su capacidad de
revelar cierta verdad, mostrar cierta belleza, de muchos
modos distintos para todo género de personas distintas.
Podemos decir lo mismo de un gran cuadro, de una gran
fotografía, de una sinfonía, una obra arquitectónica, o
cualquier otra obra de arte, y también, al menos según
muchos pensadores, de las grandes obras de la filosofía y de
otras disciplinas intelectuales. El filósofo Martin
Heidegger, por ejemplo, dice:
La multiplicidad de significados es el elemento en que debe
moverse todo pensamiento para ser pensamiento estricto.
Utilice¬mos una imagen: para un pez, la profundidad y la
amplitud de las aguas en que vive, las corrientes y los
tranquilos remansos, las capas frías y calientes, son los
elementos de su movilidad múltiple. Si el pez se ve privado
de la plenitud de su elemento, si se ve arrastrado a la
arena seca, sólo puede debatirse, agitarse y morir. En
consecuencia, hemos de procurar siempre pensar, y captar la
carga de pensamiento de ese pensar, en el elemento de sus
significados múltiples, pues de otro modo, todo lo veríamos
bloqueado. (1)
Pero si el arte y el pensamiento se basan en la fertilidad
de la ambigüedad, tal como hemos dicho, y el autoritario
rígido y mentalmente dicotómico es intolerable con la
ambigüedad de forma compulsiva, no es extraño que no sepa
qué hacer con el pensamiento original o con el arte. En
suma, como el autoritario duda de su propio juicio, suele
desconfiar de cualquiera que se aventure en la fertilidad
sutil y compleja del arte y de las tareas intelectuales.
La reacción típica del autoritario frente a todo el que
tenga una educación superior o una formación intelectual
sólida es eludirle. Puede haber, sin duda, razones muy
legítimas para eludir a ciertos "intelectuales": hay muchos
autoritarios entre los académicos y entre otros, que
presu¬men de diplomas y títulos. Los autoritarios de este
género no sólo destacan pocas veces en su campo (suelen ser
devotos seguidores de alguna "escuela de pensamiento" y
siguen ciegamente al "gran hombre" que les haya enseña¬do)
sino que además suelen padecer una de las enfermeda¬des más
detestables del autoritarismo: la pretenciosidad
intelectual. Los intelectuales pretenciosos en realidad
están tan seguros de su mérito personal que han de ocultarse
detrás de diplomas y títulos, y pretender que los
licencia¬dos, los "académicos", los intelectuales
"librescos" son más inteligentes que los que se ganan la
vida por otros medios.
Esto es absurdo, claro. El individuo que es capaz de
arreglar una radio o arreglar un motor o cultivar la tierra
o cuidar ganado o realizar miles de tareas diversas puede
ser tan inteligente como el que se dedica a resolver
ecuaciones de segundo grado o a recitar a los clásicos. La
sabiduría "libresca" procede de cultivar sólo un tipo de
inteligencia, y los mejores "intelectuales", según mi
opinión, han sido los que han aprendido primordialmente
haciendo.
Es evidente que tuvieron que abordar la literatura de sus
campos respectivos para poder "apoyarse en los hombros" de
las generaciones anteriores y hacer "progresar el arte" en
su campo, pero los individuos Sin Límites, como Ralph Waldo
Emerson, Henry David Thoreau, Albert Einstein y George
Bernard Shaw, superaron a todos los que les había precedido
saliendo al mundo y probando sus ideas. Eran trabajadores
además de pensadores, y triunfaron como tales porque habían
superado el pensamiento dicotómico según el cual un
individuo ha de ser un trabajador o un intelectual. Sea cual
sea su trabajo, puede hacerlo de un modo brillante si piensa
usted en él, pero tener un título académico no demuestra que
uno sea capaz de pensar como es debido, ni la falta de una
formación académica impide a nadie pensar
"inteligentemente".
Visto desde esta perspectiva, el autoritario con tres
títulos académicos es tan antiintelectual como el
autorita¬rio que nunca pasó de tercer grado.
Antiintrospección
Los autoritarios, además de ser antiintelectuales, suelen
ser antiintrospectivos: se resisten a mirar hacia su
interior y buscar allí las motivaciones de su conducta. No
creen que deban preguntarse a sí mismos por qué hacen algo,
en realidad, y es habitual que menosprecien cualquier tipo
de desarrollo personal que les lleve a saber más de sí
mismos. Suelen considerar la psicoterapia, la meditación, el
yoga y otras formas de acercarse a uno mismo y afrontar sus
problemas no sólo como una pérdida de tiempo, sino incluso
como una especie de conspiración destinada a lavar el
cerebro a todo el país. Se sienten tan inseguros de sí
mismos que no osan correr el riesgo de exponerse a las
influencias del psiquiatra "comecocos", el profesor de yoga
o cualquiera de esos otros "tipos raros".
Lo que en realidad temen es cambiar su mentalidad, admitir
que no siempre han tenido razón en todo (o, más que ellos,
esa Gran Autoridad Indiscutible que eligieron). En el fondo
saben que se sometieron una vez y no confían en no someterse
de nuevo.
La antiintrospección es otro de esos "puntos ciegos" del
autoritario: en este caso, supone la negativa a mirarse al
espejo, psicológicamente hablando. El autoritario se niega a
mirar hacia el interior porque tiene que basarse muy
firmemente en sistemas de apoyo externo que le confirmen su
valor como ser humano. En realidad, cree que su mérito
procede de sus logros y acumulaciones, y que la única manera
de aumentar su mérito es conseguir y acumular más. Aunque
afirme a menudo que desea apartarse del mundo de la
competencia continua, de la carrera competi¬tiva en que se
ha convertido su vida, se niega a creer que la única puerta
de salida se abre hacia dentro, que el primer paso para
poder salir es afrontar el torbellino interno y el miedo que
le impide correr los riesgos que inevitablemente hay que
correr para salir de las rutinas que tanto desprecia. Sabe
que no es feliz haciendo lo que hace, que vivir con
relaciones basadas en arranques emotivos y en la ausencia de
afecto es desagradable, pero es incapaz de emprender el
camino interior para modificar esta situación. Sigue
depo¬sitando todas sus esperanzas en elementos externos y
acusando de todo el exterior; utiliza cualquier cosa y a
cualquier persona como excusa para justificar su sensación
de estar atrapado. Mientras el autoritario no empiece a
preguntarse a sí mismo y a mirar qué es lo que hay en él que
le mantiene encerrado en un estilo de vida autoritario, no
tendrá posibilidad de cambiar.
Conformidad y sumisión
Resulta especialmente irónico que los individuos que
muestran la clásica conducta autoritaria destaquen
inva¬riablemente en los campos de la sumisión y la
conformi¬dad. Según Adorno, "la conformidad es uno de los
princi¬pales indicios de ausencia de un foco interno".
Quiere decir con esto que el individuo autoritario se halla
motiva¬do, prácticamente gobernado, por opiniones y fuerzas
sociales externas a sí mismo. £1 autoritario es débil en lo
que respecta a su propia serie independiente de valores,
creencias e instintos. Le resulta más fácil y más cómodo
ajustarse a normas impuestas que buscar en su interior
claves para orientar su vida. Parece lógico, por tanto, que
el autoritario sea sumiso frente a la autoridad establecida
y a las formas de conducta convencionales. Aunque el
autoritario pueda vociferar mucho por diversas cuestiones,
es raro que se aparte de las "normas" establecidas y
prefabricadas en cualquier tema, y suele utilizar la
tradi¬ción y "el modo en que siempre hemos hecho las cosas"
como base de su conformidad. "Bueno —razona—, si pretende
usted crear un estilo de vida propio, no sólo correrá un
riesgo al experimentar lo que nunca se ha probado hasta
ahora (lo desconocido), sino que tendrá en su contra a toda
la sociedad convencional." Parte de la excusa que el
autoritario utiliza para obligar a los demás a adaptarse a
la "tradición" es con demasiada frecuencia que hay tanta
gente autoritaria que al innovador le resultaría la vida tan
insoportable que lamentará haber intentado alterar el
sistema. Pero en lo que respecta a la acción, o, como dicen
los psicólogos, "conducta", el autoritario suele ser muy
sumiso a la autoridad y muy sugestionable e influenciable,
sobre todo a través de la propaganda, frente al individuo
más autónomo que desafía la autoridad y se niega a aceptar
las cosas como son sólo porque una institución o una figura
autoritaria decrete que hayan de ser así.
La conformidad y la sumisión se manifiestan, en primer
término, en la actitud del autoritario con sus propios
padres. La idea del padre como figura de autoridad absoluta
es algo sagrado para el autoritario. Por eso les resulta
difícil criticar o atacar a sus propios padres en cualquier
sentido que pueda conducir a un saludable reajuste de las
relaciones entre padres e hijos, y son igualmente incapaces
de recibir esta influencia positiva de sus propios hijos. La
autoridad del padre se enfoca como si fuese un camino de
dirección única, en el que el padre merece respeto sólo por
ser una imagen de autoridad, y la imagen de autoridad ha de
ser indiscutible, pues oponerse a una autoridad equivale a
desafiar toda autoridad, todo orden y toda "civilización".
La relación autoritaria entre, hijos y padres nunca llega a
madurar en amistad, respeto y tolerancia mutuos, sino que
sigue siendo siempre una lucha constante entre el posible
subordinado y el dictador.
Esta visión totalitaria de la paternidad se prolonga mucho
más allá de la infancia. Adultos claramente madu¬ros y
plenamente desarrollados, suelen tener, dificultades para
expresar sinceramente los sentimientos que sus padres les
inspiran. En los individuos autoritarios la escisión se
mantiene toda la vida porque, para ellos, la relación entre
padres e hijos ha de tener como base la sumisión. La
cuestión irresoluble es, por supuesto: "¿A qué serie de
valores debemos someternos?"
Los autoritarios tienden a citar mucho los símbolos de la
autoridad en discusiones y en explicaciones de por qué
"piensan" como lo hacen, y suelen mostrarse sumisos frente a
las imágenes de autoridad en todas sus relaciones con ellas.
Por ejemplo, el conserje autoritario aceptará lo que le diga
el médico sobre medicinas (lo crea o entienda o no) por lo
mismo que espera que todos acepten lo que él diga respecto a
su trabajó, créanlo, entiéndanlo o no.
He trabajado con muchos clientes para quienes la conformidad
y la sumisión son formas de vida dominantes. A muchas
mujeres, sus padres autoritarios les han enseña¬do que su
única forma posible de comportarse es someterse a los
dictados del sector masculino de la población, en especial
del padre y el marido. Las mujeres que se oponen a este
estereotipo suelen ser tachadas de neuróticas (reac¬cionarias
feministas agresivas, "marimachos" o "castrado¬ras") por los
autoritarios del sexo masculino. Cuando una i mujer se
contenta con "seguir la corriente" y ser sumisa, se lleva
bien con los varones autoritarios. Siempre me ha parecido
importante en mis sesiones de asesoramiento ayudar a las
personas a oponerse a la sumisión automática a cualquier
cosa, porque eso menoscaba gravemente la dignidad humana
esencial del individuo al poner otra autoridad por encima de
la propia. Esto es aplicable a niños, esposas y maridos y a
los empleados dominados; y a cualquier otro individuo
dominado: Si uno no puede pensar por sí mismo, si no es
capaz de ser más que dócil y sumiso, siempre le dominarán,
siempre será un esclavo de lo que dicte cualquier imagen de
autoridad.
No puede defenderse el principio de que debe obedecerse
siempre la ley. Si las leyes son inmorales, deben desafiarse
y desobedecerse. Del mismo modo, si una imagen de autori¬dad
abusa de usted, no está obligado a seguir sus dictados. Si
alguien insiste en que debe ser usted exactamente como los
demás para ser un buen miembro de su familia o de su
sociedad, es absolutamente vital que se niegue a someterse y
que se afirme como un individuo que tiene dignidad propia y
se respeta a sí mismo.
En una ocasión discutí con un oficial de policía de Nuevo
México cuya tarea era poner multas por exceso de velocidad a
conductores que superaban en pocos kilóme¬tros por hora la
velocidad límite en medio del desierto, donde no vivía nadie
en cien kilómetros a la redonda y se podía ver otro coche
cada quince minutos. El oficial de policía admitió que el
exceso de velocidad de ocho o diez kilómetros hora por el
que multaba no ponía en peligro la vida de nadie y que era
una ley estúpida, que estaba castigando a la gente más que
imponiendo normas de seguridad en carretera, y que se
trataba de una práctica ruin: el estado le empleaba en el
control de una "trampa de velocidad" en la que se explotaba
a los "visitantes" imponiéndoles un límite de velocidad
ridículamente bajo. Aun así, él "iba a trabajar" todos los
días, y esperaba al pie de una colina, donde la mayoría de
los conductores ni se molestaban en pisar los frenos sólo
para cumplir con la pequeña señal que aparecía súbitamente y
que decía "Velocidad limite: 90 kilómetros por hora".
Cuando le propuse que se negara a aceptar aquella misión, o
que intentara que sus superiores cambiasen aquella ley, o
que se quejase a sus superiores, sonrió y dijo que él se
limitaba a hacer su trabajo y que no le correspondía a él
elaborar las leyes o decidir cómo debían ponerse en
práctica. Se sometía a una ley injusta y lo sabía, pero ni
siquiera concebía la posibilidad de ponerla en entredicho,
oponerse a ella o negarse a aplicarla a otros.
Usted puede ser hombre o mujer, niño o adulto, blanco o
negro, rico o pobre o cualquier cosa intermedia, y caer
fácilmente en la conformidad o en la sumisión a la autoridad
como elección vital. Nadie tiene el monopolio de
desperdiciar su libertad humana básica. De hecho, en un
momento u otro de nuestras vidas todos hacemos elecciones
que suponen conformidad y sumisión. Lo importante es que las
identifique usted cuando las realiza, que se pregun¬te si es
eso lo que realmente desea y, en caso contrario, que adopte
nuevas estrategias que le liberen del hábito de conformarse
y someterse, que es quizás el distintivo básico del
autoritario.
Christian Bovee, escritor norteamericano del siglo XIX,
escribió: "No hay tirano como la costumbre, ni libertad
donde nada se opone a su dictado". Si depende usted de la
conformidad y la sumisión como fuente primaria de
estabilidad, no es sino el esclavo de un tirano que habita
en su interior, y reprimirá usted la libertad de aquellos a
quienes afirma querer y aplastará todas sus posibilidades de
independen¬cia personal.
Represión sexual
Es característico de los autoritarios que se sientan
incómo¬dos respecto a su propia sexualidad. Precisamente
porque les pone tan tensos, ven "sexualidad sucia" casi por
todas partes. Como ya he indicado, adoptan actitudes
superficia¬les respecto a la sexualidad: actitudes prácticas
u orienta-das al orgasmo que les llevan a desear "hacerlo"
lo más de-prisa posible para "concluir el asunto". Tienen la
constan-9 te sensación de que hay demasiada sexualidad en el
mundo actual, de que se insiste demasiado/ en el tema. Quizá
sean sumamente críticos respecto a los programas escolares
de educación sexual, pero de modo encubierto hablan
cons¬tantemente de ello. Suelen perseguir "desahogos"
sexuales de modo muy egoísta, utilizando a la "compañera"
como instrumento o víctima.
Existen profundas contradicciones en las actitudes se¬xuales
y en la conducta sexual de los autoritarios. Aunque el
"padre autoritario", siempre se siente amenazado si su hija
se ve "sometida" a propuestas sexuales, y se muestra
sumamente "protector" respecto a ella, es probable que crea
que su hijo debe "salir y tener un plan de vez en cuando",
porque eso le ayudará a hacerse un hombre. Los varones
autoritarios suelen tener numerosas aventuras
extramaritales, pero en ellas suele haber tan poco afecto
hacia la "otra mujer" como el que muestran en sus propios
matrimonios... y jamás concederían a sus esposas la misma
"libertad" que fraudulentamente se conceden a sí mismos (de
ahí el término "engañar a tu mujer /marido"), en primer
término, creo yo, porque secretamente tienen una conciencia
clara de la insatisfacción de sus esposas con sus
"prácticas" sexuales y temen que les abandonen con el primer
hombre que pueda comportarse en la cama mejor que ellos.
El varón autoritario puede cultivar una imagen muy machista,
y estar preocupado sobre todo por la opinión que los otros
tienen de él en la escala tradicional de la masculinidad
basada en su capacidad sexual, sobre la cual puede presumir
incesantemente. Pero todas sus baladrona¬das tratan de
conquistas sexuales, marcas en el tablero donde lleva la
lista de las mujeres que ha conquistado-todo para encubrir
el hecho de que no obtiene verdadero gozo de sus actividades
sexuales.
El tema de la sexualidad pocas veces está ausente del
pensamiento del autoritario. Sea varón o hembra, le oirá
usted infinitas referencias, frases de doble sentido y
estúpi¬das alusiones sexuales en sus conversaciones
cotidianas. Luego, percibirá las contradicciones: se sienten
heridos, por ejemplo, por la infiltración de la sexualidad
en la televisión, en la publicidad, en las películas, en los
libros y en todo lo demás.
Los autoritarios suelen ver sexualidad donde no la hay. Si
un individuo del sexo opuesto al suyo se muestra cordial con
ellos, rápidamente sacan la conclusión de que están
"insinuándoseles". Ellos siempre conocen las "razones
ocultas" de las acciones del prójimo, que siempre son, claro
está, sexuales. Suponen que cualquiera que se muestre
cordial con un individuo del sexo opuesto está acostándose
con él, está a punto de hacerlo, o lo desea.
Los "padre autoritario" son los más predispuestos a
discursear sobre la inmoralidad de la pornografía, pero
también son los que primero ven furtivamente las películas
pornográficas, o tienen películas de ese tipo en casa para
las reuniones de hombres solos.
Los efectos extremos de la represión sexual del "padre
autoritario" aparecen ejemplificados en la película Joe,
hecha a principios de los años setenta, cuando la llamada
Generación de Woodstock (es decir, la juventud) mantenía aún
una actitud rebelde. Joe estaba obsesionado con las
perversiones de los "drogadictos de esa generación", más
jóvenes, especialmente con sus orgías y sus desenfrenadas
experiencias sexuales. Como suele pasarles con mucha
frecuencia a los padres autoritarios reprimidos y
represo¬res, el destino le otorga una hija adolescente que
escapa de casa para unirse a "la oposición". Pero según se
ve por el desarrollo de la película, resulta que Joe estaba
básicamen¬te obsesionado con el disfrute de la libertad
sexual prohibi¬da. Su cólera en realidad no era contra esa
generación más joven por su promiscuidad sexual, sino contra
sí mismo porque se estaba perdiendo lo que a ellos les
parecía placentero y gozoso. E1 sexismo autoritario y
machista típico de Joe le lleva primero a una "orgía
prohibida" con los compañeros de su hija. Luego, enloquecido
por el remordimiento de haber transgredido las líneas
sagradas de la moralidad sexual "normal", y decidido a
barrer "aquella cultura extranjera y amenazadora" de la faz
de la tierra para siempre, se arma e irrumpe en una comuna
hippie próxima. Entre los cadáveres encuentra por fin el de
su propia hija.-Es una historia tan vieja como la humani¬dad:
El hombre mataba a su amada por celos, el general tenia que
destruir la aldea para salvarla. Pero cada vez que una hija
ha de ser "liquidada" para preservar su "pureza", puede
usted estar seguro de que hay un autori¬tario (del género
masculino o del femenino) empuñando el arma, y de que quien
aprieta el gatillo es su propia represión sexual y /o su
remordimiento, combinados con su habilidad para
responsabilizar a todo menos a sí mismo de la "desquiciada
inmoralidad sexual" del mundo.
Etnocentrismo
Este fantástico término sociológico significa estar
centra¬do en prejuicios respecto al grupo étnico propio o a
la propia cultura, e incluye una fuerte tendencia a valorar
y etiquetar a otros en función de los valores del propio
grupo, en vez de concederles el derecho que tienen a ser
única¬mente ellos mismos o a tener sus propios valores
éticos o culturales. Todas las investigaciones realizadas
sobre la personalidad autoritaria señalan el etnocentrismo
como la característica más común de los que más destacan en
la escala del autoritarismo, y es también, en varios
sentidos el rasgo autoritario más peligroso, porque es el
que más fácilmente lleva a la violencia entre individuos,
entre grupos étnicos, culturales o raciales, o entre
naciones enteras.
En la vida diaria, oirá usted constantemente a los
autoritarios denostar a otros no por cómo se comporten o se
desenvuelvan en determinadas áreas, sino sólo porque "no son
como nosotros". Los autoritarios están cargados de
prejuicios etnocéntricos respecto a casi todos y a casi todo
lo que no pertenece a "su grupo". Existen tantas categorías
peyorativas como grupos distintos a los que juzgar; la lista
es interminable. Se juzga a los individuos que tienen la
piel de un color distinto, a los que tienen creencias
religiosas diferentes, o diferentes gustos alimenticios, o
distinta forma de vestir o cualquier otro elemento
diferenciador, no por su conducta y sus costumbres, sino en
términos estrictamente comparativos, y el resultado es
siempre el mismo: "Esas otras gentes" son inmorales,
estúpidas, perezosas, egoístas, raras, inferiores. Y también
se cumple lo contrario: cual¬quier individuo que pertenezca
al grupo del autoritario es automáticamente perfecto, ha de
aceptarse y defenderse a toda costa, ha de ser el primero al
que se contrate, el último al que se despida, etc.,
independientemente de sus méritos personales.
Cuando prejuzgamos otras culturas comparándolas con la
nuestra, nos proclamamos abanderados de la civiliza¬ción,
tendemos a enviar "misioneros" para que hagan a los infieles
más parecidos a nosotros... o para utilizar su
"inferioridad" como excusa para dominarles, explotarles, e
incluso conquistarles, que fue lo que pasó con los indios
norteamericanos. Los autoritarios dicen cosas como esta:
"Los pueblos de África están sin civilizar y no tienen
estímulo para mejorar su situación. ¡Basta considerar su
cultura! No tienen ni industria ni tecnología ¡Viven en el
siglo XV!". Este tipo de autoritario nunca es capaz de
considerar los beneficios de que disfrutan naciones que no
están industrializadas, nunca consideraría qué quizás esa
gente disfrute estando en contacto directo con la tierra, o
considere que la esquizofrenia, la angustia, la
contamina¬ción, el cáncer, los accidentes en las autopistas
y otros muchos aspectos destructivos de nuestra "gran
cultura industrializada" no afectan la vida de esas
personas. En su lugar, el autoritario llega a la conclusión
de que esos salvajes atrasados no son capaces de apreciar lo
suficiente sus diamantes, su aluminio, sus avestruces ni sus
árboles y que lo que necesitan en realidad es una empresa
norteame¬ricana que se haga cargo de sus riquezas y "les
enseñe lo que hay que hacer": es decir, que extraiga sus
diamantes o su aluminio, mate todas sus avestruces para
vender las plumas, y tale los árboles para fabricar muebles.
En la familia, las formas más patentes de etnocentrismo se
producen cuando los padres intentan que sus hijos se adapten
a "hacer las cosas tal como las ha hecho siempre nuestra
familia", o a hacerlas tal como se hacían en la madre
patria, o como deben hacerlas los católicos, los
protestantes, los judíos, los musulmanes, etc., o como las
hacen los italianos, los lituanos, los irlandeses, los
japone¬ses, etc. No tiene nada de malo un cierto orgullo
étnico, que nuestra herencia familiar nos parezca fascinante
y deseemos estudiarla y conservar lo que nos parezca bueno
de ella. Pero hay demasiados casos que nos muestran lo que
puede significar para un niño o una familia el etnocentrismo
rígido de los padres, cuyas consecuencias suelen ser
demasiado graves para que las menospreciemos. Un caso típico
apareció en los periódicos hace siete años: tina adolescente
y su novio se suicidaron arrojándose desde la terraza de un
rascacielos neoyorquino porque los padres de la chica, por
atenerse rígidamente á la tradición (he olvidado cuál, pero
no importa), se negaban a dejarla salir con chicos (pese a
que todas sus amigas lo hacían) porque ésa no era la
costumbre de la madre patria. Sus padres la mantenían
prácticamente encarcelada en su habitación, hasta que acabó
enloqueciendo.
Los efectos del etnocentrismo de los padres no suelen ser
tan terribles, pero todos conocemos familias en las que una
hija ha decidido que quiere casarse con alguien de un medio
étnico, religioso o a veces incluso geográfico o político
distinto, y sus autoritarios padres la han repudia¬do, se
han negado a volver a hablar con su "amada hija". O se han
mostrado tan escandalosos y amenazadores, y ella -era tan
vulnerable, que han conseguido obligarla a recha¬zar a su
verdadero amor y a casarse con alguien "de su propio grupo".
Lo que se percibe con menos frecuencia es que los niños, los
adolescentes y los adultos jóvenes son también muy capaces
de mostrarse sumamente etnocentristas a su modo. Si una
adolescente, por ejemplo, considera que sus padres deben
"modernizarse" y "estar al día" entendiendo por ello "actuar
más como la gente de mi subcultura" (escu¬char música rock,
aprender a bailar a su estilo, comprarse unos vaqueros,
etc.) y se burla de sus padres por sus valores, creencias y
estilos de vida "anticuados", puede crear tanta alienación y
tantos problemas como si el etnocentrismo procediera de los
padres. Los jóvenes pue¬den ser increíblemente autoritarios,
séanlo o no sus pa¬dres... cosa que no debe sorprendernos,
porque, con el predominio del autoritarismo en nuestra
sociedad, pueden "aprenderlo" en cualquier parte. Y, como
todos los autoritarios, pueden llegar al extremo de que sea
imposible llegar a ellos o razonar con ellos, sobre todo
tratándose de sus propios padres. Puede que con la edad lo
superen, pero no parece demasiado probable... salvo que haya
más adultos que lo superen y sobre todo que salgan de su
etnocentrismo, y den a los hijos de lodos ejemplos más
tolerantes a seguir.
Es evidente que en el conjunto de la sociedad
norteame¬ricana —y no sólo en ella, por supuesto— el racismo
ha sido la forma más destructiva, duradera y extendida de
etnocentrismo; creo que sus consecuencias, desde los días de
la esclavitud hasta el presente, son bien conocidas por
todos y no es necesario que entre aquí en detalles
enume¬rándolas. Sí desearía extenderme un momento en la
forma en que el etnocentrismo en general y el racismo en
particular se relacionan con un fenómeno más amplio, el del
pensamiento y la conducta antiminorías, una enfermedad de
nuestra cultura que fomenta la incomprensión entre todos los
tipos de "minorías" y "mayorías". No se trata, ni mucho
menos, de un problema racial. Las minorías políti¬cas, por
ejemplo, tropiezan con grandes dificultades en Norteamérica.
Si uno no es demócrata o republicano o uno de los llamados
independientes (no comprometidos), si pertenece a un pequeño
partido o está intentando crear un "tercer partido" nuevo,
los autoritarios, cuyo grupo cultural primario no es racial
o étnico sino la Gran Mayoría (Silenciosa) norteamericana,
reacciona en su contra de forma típicamente etnocéntrica: le
tacharán de excéntrico, comunista, reaccionario o cualquier
otra cosa que se les ocurra. La forma más común de desechar
las opiniones políticas de las minorías es etiquetarlas como
"archiconservadoras" o "raciales", de "extrema derecha" o de
"extrema izquierda" y calificar a los que piensan así de
"nuevos nazis", con lo que se proporciona de inmediato a la
mayoría autoritaria no sólo excusa para ignorar los posibles
valores positivos de la opinión minoritaria y para excluir a
la minoría del proceso político, sino también para atacar
personalmente a los pensadores minoritarios, hasta el
extremo del acoso o de la violencia directa. Éste es sólo un
ejemplo; en casi todos los sectores de la experiencia humana
se pueden observar actitudes antimi¬noritarias de los
autoritarios. Y aunque todas y cada una de las ideas que
apoya hoy la Gran Mayoría tuvieron su origen en el seno de
una minoría (por ejemplo, la idea de que Estados Unidos se
declarara independiente de Gran Bretaña y redactara su
propia constitución), los autorita¬rios jamás se colocan del
lado de una minoría hasta que gran número de individuos les
preceden.
A principios y mediados de la década de 1960, la opinión de
la mayoría en Norteamérica estaba claramente en favor de la
Guerra de Vietnam. Era opinión de los autoritarios que todo
buen norteamericano debía apoyar ciegamente la acción del
Gobierno. Pero a medida que los sesenta se aproximaban a los
setenta, y los prolongados y agotadores esfuerzos de una
minoría antibelicista empeza¬ban a dar resultados, se puso
de moda estar en contra de la guerra y comprender lo
insensato que era en realidad que una nación occidental
intentara imponerse en un país tan absolutamente distinto al
suyo. Entonces, los autoritarios se unieron a la corriente
general e incluso aplaudieron las obras y películas
antibelicistas que mostraban la cruda realidad de aquella
demente intervención etnocéntrica. Actualmente es difícil
conocer a alguien que no proclame que fue siempre contrario
a la guerra, igual que resulta difícil, encontrar a alguien
en Francia que viviera durante la ocupación alemana en la
Segunda Guerra Mundial y no perteneciera a la Resistencia
(pese al hecho de que una gran cantidad de ciudadanos
franceses colaboraron con los invasores). Y ésa es otra
característica de los autoritarios para quienes la Gran
Mayoría norteamericana ha reem¬plazado al grupo
estrictamente étnico como foco de etnocentrismo: son
propensos a fabricarse recuerdos útiles. Ello se da, en
parte, en función de otro rasgo autoritario: la incapacidad
de admitir que estaban equivocados o la habilidad para
ocultar el hecho de que no son perfectos.
Es fácil defender algo cuando lo defiende todo el mundo,
excepto un insignificante grupo marginal o minoría. Y los
autoritarios toman siempre el camino más fácil, incluso
cuando se trata de cosas triviales. Por ejemplo, cuando m la
década de los sesenta algunos jóvenes empezaron a llevar el
pelo largo, los autoritarios se mostraron unánimes en
ridiculizarles calificándoles de afeminados. Pasados diez
años, cuando empezó a estar de moda que los hombres llevaran
el pelo largo, aquellos mismos autoritarios empe¬zaron a
dejarse el pelo largo y a pagar quince dólares al peluquero
para conseguir aquel estilo "afeminado", exi¬giendo la misma
perfección que si de sus propias .esposas se tratara.
La tendencia de los autoritarios a estar siempre en todo con
la mayoría es una clara prueba de la poca estima en que se
tienen a sí mismos. En términos prácticos, sin duda es
arriesgado desafiar las normas sociales establecidas y
seguir una dirección nueva y todo el que carece de confianza
en sí mismo se rezagará y esperará a ver qué dirección toma
el grueso del rebaño, poniendo sumo cuidado en permanecer en
el centro, donde la visión no será tan amplia y donde le
empujarán y pisotearán regular¬mente, pero estará en el
lugar más seguro posible. A menos, claro, que el rebaño se
espante y se vea en su inmensa mayoría arrojado "al
precipicio" por "las ma¬sas", en cuyo caso es probable que
sólo los que están en los márgenes sobrevivan... y se
conviertan en los jefes de la generación siguiente.
Consideremos los grandes acontecimientos de la reciente
historia norteamericana: el movimiento de derechos civi¬les,
el movimiento antibelicista, el movimiento por los derechos
de la mujer o cualquier otro movimiento de lucha socia del
que se burlase en sus primeras etapas la mayoría. Los
prejuicios antiminorías de los autoritarios, y las
consiguientes compulsiones pro-mayoría expresan la
men¬talidad de sus "seguidores". Están contra el aborto, si
lo está la mayoría; no apoyarán la reforma política local, a
menos que lo hagan sus vecinos; quieren saber qué es lo que
piensa todo el mundo antes de pronunciarse sobre la reforma
fiscal, la energía nuclear, la enmienda de la Igualdad de
Derechos o cualquier otra cosa.
Con lo dicho hasta ahora sobre las características
personales del autoritario, no ha de sorprendernos el hecho
de que el etnocentrismo, sea del tipo tradicional (en el que
los blancos expulsan a todos los negros del núcleo sagrado
de la sociedad, o viceversa, según la raza que esté en el
poder), sea del tipo moderno (en el que "la mayoría"
constituye para muchos el grupo étnico central, con el
consiguiente rechazo social de todas las opiniones de las
minorías), tiene sus raíces en las costumbres de la sociedad
con la que la persona etnocéntrica elija identificarse. De
hecho, la raíz griega de la palabra es etnos, uno de cuyos
significados es: "grupo de allegados en una organización
tribal o clan... contrariamente a demos". La palabra demos,
es la raíz de "democracia", a la que los autoritarios se
adhieren hipócritamente; significa "la gente común, el
pueblo" y supone el extraño ideal de que toda persona es
creada igual y de que no debe juzgarse a nadie con criterios
etnocéntricos superficiales.
Es indudable que en un país libre tiene uno el derecho
constitucional de negarse a pensar si lo desea. Puede uno
ajustarse y mantenerse a "salvo" con la mayoría, puede tener
incluso la satisfacción de atacar a los que defienden ideas
minoritarias impopulares. Pero el mundo sólo mejo¬rará
gracias a los que están dispuestos a seguir los dictados de
su propia conciencia, aun cuando hacerlo no sea popular.
A finales del siglo XX, ya es hora de que nos liberemos del
dominio autoritario de los etnos (el dominio tribal social
que dice que haya un jefe con veinte rangos o clases
sociales bajo él) y establecer el demos como centro de la
sociedad Sin Límites; aceptar la idea de que todas las
personas corrientes pueden hallar un modo de vivir unidas en
paz y prosperidad en la tierra y que la única forma de
lograrlo es que permitamos todos que los velos
etnocéntri¬cos caigan de nuestros ojos.
Recordemos que las quemas de "brujas", la esclavitud, los
gladiadores, las ejecuciones de enfermos mentales, los
sacrificios humanos y muchas otras prácticas hoy abolidas,
se practicaron en tiempos porque la mayoría las aceptó y las
aprobó. Y no fueron los autoritarios del mundo quienes nos
liberaron de semejantes males. Caminamos hoy por sendas
humanitarias gracias a las personas Sin Límites que
adoptaron sin vacilar actitudes mal consideradas y crearon
grupos minoritarios que consiguieron mejorar el mundo.
Paranoia
Los autoritarios suelen ser paranoides: padecen manía
persecutoria; tal vez debido a que abrigan muchas ilusio¬nes
de superioridad sobre los demás y porqué creen en su
interior que los demás también les consideran superiores.
Les cuesta mucho confiar en otras personas y es típico de su
carácter el desprecio a la humanidad en general, la idea de
que todos intentan quitar de en medio a los demás, que "uno
siempre tiene que mirar por su interés y dominar al otro
antes de que él te domine a ti".
La desconfianza del autoritario respecto a sí mismo y a los
demás le hace recelar de toda relación humana, temer que
todo aquel con quien se tropieza intente influenciarle. Su
primera pregunta siempre es: "¿Qué pretende conse¬guir con
eso esta persona?" Pero su paranoia, que se basa en su
fantasía hiperactiva y no en la realidad, y que genera
angustia inútil, no les ayuda en absoluto a proteger con
mayor eficacia sus intereses. De hecho, puede llevarles a
ser más crédulos de lo normal en determinadas situaciones,
ya que el que quiera realmente quitarles de en medio y
perciba la poca estima personal que se tienen, suele idear
formas de explotarles y martirizarles... por ejemplo,
fo¬mentando su caída con lisonjas. Cuando se dan cuenta de
que les han vuelto a "fastidiar" (aunque sin comprobar por
qué), su paranoia aumenta... círculo vicioso que, en casos
extremos, puede acabar en pánico, alucinaciones e incluso
psicosis clínica.
No obstante, es más frecuente que, cuando la paranoia acaba
en psicosis, tal hecho se deba a que los autoritarios no
pueden admitir que sean "culpables" o responsables de que
algo no funciona o de que algo en su vida les haya salido
mal, y, en consecuencia, tienen que encontrar otro culpable.
La lección que aprenden en cada caso es que hay que ser
menos confiado en el futuro, lo cual significa: más
sospechas, más paranoias; y la cosa puede seguir así hasta
acabar en el manicomio.
Pero incluso para, cimentar esa paranoia relativamente leve,
la mayoría de los autoritarios necesitan imaginar multitud
de enemigos a su alrededor, conspiraciones de todo tipo. Los
grupos sociales de protesta están secretamen¬te financiados
por los rusos; hay espías por todas partes; las grandes
compañías petroleras están conspirando con los jeques árabes
para expoliarnos; la familia negra o de clase social baja
que quiere mudarse a nuestra calle está al servicio de una
gran empresa inmobiliaria que quiere devaluar los precios;
etcétera. Y los sentimientos de perse¬cución del autoritario
no le llevan, por supuesto, a sentir una mayor simpatía
hacia otros que están perseguidos de verdad, ni le lleva a
apoyarles, ni le lleva a erradicar del todo cualquier
persecución; les lleva sólo a retirarse y hundirse cada vez
más en espirales progresivamente tensas de paranoia.
Los autoritarios muy paranoicos advertirán constante¬mente a
sus amigos y familiares que deben "tener cuida¬do", es
decir, que no deben ser espontáneos ni naturales. Enseñan a
sus hijos a desconfiar de todo el mundo, e inoculan la
paranoia en su familia explicando las cosas terribles que
pueden pasar si eres abierto o confías en quien no conoces.
La imagen paranoica del mundo no nos ayudará a convertirlo
en un lugar mejor para vivir. Es indudable que todos podemos
tener mejores cerraduras en la puerta, que podemos procurar
no hablar con nadie a quien no conoz¬camos bien y que quizás
así nos protejamos en cierto modo del desastre... pero si
aceptamos como filosofía de la vida la consigna "mejores
cerraduras", no haremos en definitiva sino alimentar aún más
la desconfianza mutua.
Si considera usted que todos los demás son enemigos
potenciales, se aparta sin duda de la inmensa mayoría de la
gente que es sincera, digna de confianza e interesante. Si
aprende usted a localizar y afrontar con eficacia a los que
son de verdad posibles verdugos, podrá confiar y mantener
relaciones abiertas con nuevas personas y nuevas ideas.
Puedo decir, por experiencia propia, que cuando uno actúa
con dignidad y se niega en redondo a dejarse engañar por los
pocos embaucadores que se cruzan en su vida y trata
claramente, sin rodeos, a este tipo de gentes, suelen
desaparecer y buscar víctimas más fáciles.
Pero la inmensa mayoría de las personas con quienes tropiezo
no tienen el menor interés en expoliarme ni en abusar de mí
en ningún sentido, y esto es también válido sin duda para la
inmensa mayoría de las personas con quienes se tropieza
usted. Por tanto, si ve que siempre recela de las
motivaciones ajenas, si está usted convencido de que hay
"gérmenes patógenos por doquier" y que el mundo es un lugar
desapacible y hostil, usted mismo asegura que se confirmen
casi siempre sus peores previsiones, y lo único que
conseguirá con su paranoia será más reacciones hostiles del
prójimo, más sentimientos paranoicos propios y toda una vida
de escepticismo y miedo irracional. Como siempre, la
elección le corresponde a usted.
Antidebilidad
Como hemos dicho ya en el último apartado, los autori¬tarios
asumen raras veces la responsabilidad de sus propios
errores... pero, por una extraña ironía psicológica, serán
siempre de los primeros que atribuyan a otros la
responsa¬bilidad de cuanto les sucede a ellos, sin que les
importe que los otros sean o no responsables.
Tomando Jesús la palabra, dijo:
"Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó y cayó en poder de
unos ladrones, que le despojaron de todo, le azotaron y se
fueron, dejándole medio muerto. Por casualidad, bajaba un
sacerdote por el mismo camino y, aun viéndole, pasó de
largo. Asimismo, un levita, pasando por aquel lugar, le vio
también y siguió adelante. Pero un samaritano que iba de
paso llegó a él y, al verle, sintió compasión; acercóse,
vendóle las heridas, y derramó en ellas aceite y vino..."
(Lucas 10:30-34)
Según esta parábola, el autoritario es el sacerdote o el
levita, que piensa: "Este tipo está fingiendo; si me
acercase, probablemente se arrojaría sobre mí para robarme"
(para¬noia), o "¿Se pararía él a ayudarme si fuera yo el
herido?" o bien: "No soy médico; puedo hacer algo mal y
luego puede demandarme y sacarme mucho dinero", o cualquier
otra de una larga serie de posibles excusas para no
detenerse. Esta actitud se deriva de la filosofía del "cada
uno a lo suyo": la "supervivencia del más apto", llamada
darwinismo social, que básicamente dice: "A los que no
pueden salir adelante solos en este mundo en lucha, no hay
que protegerlos ni mimarlos; sus fracasos son un método de
la naturaleza para deshacerse de los eslabones más débiles
de la cadena evolutiva de los seres humanos".
Los autoritarios suelen oponerse a todo género de ayuda
social; suelen indignarse contra el que vive del auxilio
social, sólo porque está impedido o no puede, por cual¬quier
otra razón, trabajar ni encontrar trabajo. Aunque se les
diga que estamos en una "recesión", que el desempleo ha
crecido, no admitirán que un ocho, un diez o un doce por
ciento de la fuerza laboral no puede encontrar empleo debido
a circunstancias que quedan fuera del control del individuo
e incluso del Gobierno.
Lo que permite al autoritario condenar a todos los
desempleados, decir que no quieren trabajar y hasta que los
que no pueden encontrar trabajo prefieren, en realidad,
vivir de la seguridad social, en vez de contribuir de un
modo significativo a la prosperidad social y poder sentir
que realizan una tarea positiva, es sólo su mentalidad "antidebilidad"
compulsiva. Repito: entre nosotros hay quienes viven "a
costa" de la seguridad social, de modo fraudulento, lo mismo
que hay ejecutivos de grandes empresas que son sinvergüenzas
de guante blanco. Pero el noventa y nueve por ciento de las
veces, ese individuo aporreado y machacado, es en parte una
víctima y merece que le echemos una mano.
Sin embargo, el autoritario favorable a la antidebilidad
insiste en atribuir la inflación, los muchos impuestos, los
precios de la gasolina, la suciedad de las calles y todos
los males imaginables de nuestra sociedad a un sistema de
seguridad social que le parece algo omnipresente en nuestra
cultura. "No debería darse a la gente algo por nada a costa'
del contribuyente; a los que no pueden trabajar, tendrían
que mantenerles sus familias o tendrían que encontrar algún
medio de ganarse la vida..." Éstos son típicos comentarios "antidebilidad"
del autoritario.
Y los autoritarios, extremando esta tendencia, pueden
mostrarse muy contrarios a que se utilicen fondos
destina¬dos a educación para subvencionar programas
destinados a los retrasados o enfermos mentales; los
autoritarios suelen considerar la educación especial, la
rehabilitación vocacional de los gravemente incapacitados, o
cualquier tipo de auxilio social, como un derroche inútil
que ellos no tienen por qué pagar. Pueden oponerse a que se
utilicen fondos del Estado para ayudar a los ancianos,
aunque puedan haber sido toda su vida trabajadores
ejemplares que sirvieron al conjunto social.
Los autoritarios no suelen apoyar la ayuda a los débiles
porque equiparan debilidad y maldad; los marginados de la
sociedad son responsables de su situación (de no haber
conseguido llegar al centro del rebaño) y son peligrosos
porque pueden estar desesperados (pudo arrastrarles a la
desesperación el solo hecho de estar marginados).
La tendencia antidebilidad afecta también a los propios
hogares de los autoritarios, donde el hijo "débil" que no es
un atleta, que estudia demasiado o escribe poemas, o que
tiene intereses poco viriles, se ve despreciado por el padre
autoritario. £1 hijo debe "plantar cara y luchar",
reafir¬mando su imagen de macho; debe demostrar que es todo
un hombre en el campo de batalla de la vida. Los "deportes
de contacto", como el fútbol americano o el hockey, se
valoran más que otros deportes más suaves, como el tenis,
aunque en los primeros sean mucho más probables las lesiones
que podrían tener graves consecuen¬cias en la vida futura
del individuo; y el padre autoritario sude estar "pidiendo
sangre" desde las gradas, o, si su hijo de nueve años es
víctima de una dolorosa lesión en un partido de béisbol y se
pone a llorar, se preocupará más de que deje de hacerlo que
de la gravedad de la lesión. Por supuesto, el autoritario
espera que las chicas sean "fuer¬tes", a su modo especial,
pero, dado que tiende a aferrarse a los estereotipos"
sexuales de siempre, casi todas las presiones antidebilidad
suelen recaer sobre los chicos.
Uno de los aspectos más dañinos de este culto a la fuerza es
la actitud de los padres autoritarios hacia los deportes de
los hijos, pues el autoritario no sólo los utiliza para
reglamentar la vida, sino también para imponer su propia
mentalidad antidebilidad a los jóvenes participantes.
En otros tiempos, antes de que se impusieran tantos
programas deportivos reglamentados, los niños se reunían en
el patio de la escuela o en un solar vacío, se repartían el
terreno y empezaban el partido. Se daba por supuesto que
todo el que llegara podía jugar. Nadie decía: "No, tú no, tú
juegas muy mal. Tú no juegas". Si llegaban "demasiados"
chicos, se modificaban "las normas" y se incluían más en
cada equipo, o se hacían turnos rotatorios para que pudieran
jugar todos. Había muchas discusiones en el juego, por
supuesto. Y luego discutían si iban a estar discutiendo todo
el día o iban a jugar, pero los niños resolvían estos
problemas por sí solos y aprendían cosas interesantes,
aprendían a establecer acuerdos entre ellos, sin necesidad
de que llegaran los adultos a resolverles sus problemas.
Cuando el partido terminaba, se iban todos a casa y
olvidaban el asunto. Al día siguiente, volvían y empezaban
un partido completamente nuevo, sin la supervisión de nadie,
con la mayor igualdad entre los equipos y la alegría del
juego aseguradas por el proceso habitual de elección
elaborado por ellos. A los jugadores más flojos les elegían,
naturalmente, los últimos, pero si mejoraban lo suficiente
podían subir en la escala a la siguiente vez (lo que
resultaba muy emocionante), y siempre les incluían. Nunca
les decían que eran inferiores, sólo por no ser tan diestros
como otros, o por crecer más despacio, o por lo que fuera.
Luego llegaron los padres autoritarios y lo estropearon
todo. Los niños ya no seleccionan equipos a su gusto como
antes. Son los adultos quienes les destinan permanentemente
a un equipo, con costosos uniformes y elegante equipo. Les
someten a entrenamiento (o les adoctrinan) implacablemente.
Ya no hay discusiones entre los chicos: todo lo decide el
instructor o el entrenador o el árbitro, y si un muchacho
discute con él, se le expulsa del campo. Los adultos llevan
relación de triunfos y derrotas, y se les recuerda a los
chicos que ya han perdido catorce veces en la temporada, y
que van los últimos, que ganar es lo único que importa, etc.
Tienen datos precisos para recordarles su situación respecto
a todos los demás, y lo que se deduce de todo ello es que si
formas parte de un "equipo débil", debes avergonzarte.
Hoy en día, los jugadores a los que los entrenadores adultos
consideran más flojos, ya no juegan. Se les puede permitir
usar el uniforme del equipo como consuelo en los
entrenamientos, y quizá les permitan jugar un poco en uno o
dos partidos, si hay seguridad de ganar (o si no hay ninguna
posibilidad de ello), pero, o bien se pasan el tiempo en el
banco y se sienten constantemente inferiores, o llegan a ser
"masajistas" u otra cosa por el estilo o no forman parte de
ningún equipo y quedan totalmente marginados del deporte y
de la sociedad de sus amigos. Si se atreven a asomar la
nariz en un partido, se exponen a tener que soportar el
espectáculo de los padres autoritarios (que se han dado
mutuamente toda clase de premios por lo mucho que hicieron
por mejorar deportivamente a sus hijos) mostrando su
verdadero carácter, gritando a los adversarios, lanzando
obscenidades, presionando a sus pequeñas "estrellas" para
que "lo den todo" o "se esfuer¬cen al máximo para que yo
pueda sentirme orgulloso".
Una persona a quien entrevisté hace poco con motivo de este
libro, me explicaba: «El día que me convencí de que no podía
entrar en ningún equipo de béisbol de la liga juvenil fue
uno de los días más tristes de mi infancia. No tenía la
pretensión de convertirme en un gran jugador de béisbol.
Tuve un desarrollo, lento y a los diez años no era
precisamente un atleta, pero me gustaba jugar, y era lo que
hacían todos mis amigos. Fue el año en que empezó en nuestro
pueblo la Liga Juvenil, y, en fin, no me hice cargo del
asunto hasta que todos los seleccionadores leyeron las
listas y mi nombre no figuraba en ninguna. Me fui a casa
desconcertado, dejando atrás a todos los chicos que esta¬ban
incluidos y que reían y se daban palmadas, sabiendo que mi
verano estaba condenado, que ellos habían logrado entrar y
yo me quedaba fuera.
»Pasé horas llorando. Mis padres, por suerte, compren¬dieron
lo que me pasaba, y se indignaron de que pudieran marginar
así a un niño de las actividades deportivas. (¡Y mi padre
era entrenador de lucha libre y había jugado al fútbol en la
universidad!) Me dijeron: "Mira, si se han hecho cargo de
todo los mayores y es ésta su forma de llevar las cosas, es
mejor que te mantengas al margen del asunto". Yo pensé que
querían consolarme; no comprendí hasta años después que
tenían toda la razón.»
Creo que es muy interesante añadir que este chico fue ocho
años después un gran nadador, capitán del equipo de lacross
en la escuela preparatoria y guardameta del equipo de
fútbol. "Pero —dice—, después de aquello, odié el béisbol
durante muchos años".
La verdad es que antes era todo mucho más razonable, cuando
dejábamos a los niños controlar sus juegos. Ellos eran lo
bastante listos para incluirlos a todos, para no preocuparse
por los partidos perdidos en el pasado, para jugar con ganas
y olvidarlo luego, una vez terminado el partido, y para no
juzgar a sus compañeros sólo por lo bien que jugasen. La
chica a la que elegías la última para el equipo de kickball
podía contar chistes mejor que nadie, o ser la más
habilidosa para zanjar una discusión. ("¡Vamos, dejadlo ya!
No merece la pena discutir por eso".) Fue también la que más
vivas dio el día en que consiguió por fin lanzar la pelota
al terreno contrario con una gran volea.
Los niños parecen saber instintivamente que no hay problema
en ser "débil" en uno u otro sentido, y que si se deja a
alguien jugar, trabajar e intentar mejorar, consegui¬rá
naturalmente nuevas habilidades y adquirir confianza, pues
ambas cosas van unidas. Saben (hasta que les conven¬cen a la
fuerza de lo contrario) que nadie tiene por qué estar en el
banco, que no hace falta tanto entrenamiento ni tanto
uniforme rimbombante ni tanto equipo para pasarlo bien.
Saben todo esto, y usted puede dejarles demostrar que es
cierto abandonando su mentalidad antidebilidad y poniendo
las cosas en su sitio, es decir, poniéndolas "fuera de
juego"... de su juego y del de ellos.
La mejor medida de la conciencia de un país es el trato que
da a los que son menos afortunados que "la mayoría", a los
que no pueden "entrar en el equipo" sin cierta ayuda
suplementaria. Si adoptamos una mentalidad autoritaria
antidebilidad absoluta, toda nuestra capacidad de grande¬za
como país se tira por la ventana.
Es sin duda mucho más útil y más aconsejable ayudar a la
gente a aprender a ayudarse a sí misma que los programas
destinados a fomentar una dependencia perenne de un dinero
que no se gana, aunque sólo sea porque en mi opinión hacer
un trabajo importante, ser miembro activo de la cultura, es
una necesidad humana básica; no hay ningún individuo
mentalmente sano que pueda ser de veras feliz si no forma
parte del "equipo" y, por la misma razón, expulsar a un
individuo de "la liga" es una magnífica forma de fomentar la
enfermedad mental.
Todos podemos hacer algo, y aunque cuidar y pertrechar a un
individuo gravemente incapacitado para que haga lo que puede
hacer pueda costar decenas de miles de dólares, aunque pueda
costado apoyar a una madre soltera para que eduque a sus
hijos (quizá subvencionando parvularios para que la madre
pueda irse a trabajar en el momento adecuado... si consigue
trabajo), es importante estar seguros de que no nos hemos
limitado a "pasar de largo".
El
culto al poder
La otra cara de la moneda antidebilidad es el típico cul¬to
al poder del autoritario, independientemente del uso que se
haga de dicho poder. Algunos autoritarios, por ejemplo,
probablemente tengan (o deseen) coches grandes y poten¬tes,
aunque legalmente no puedan sobrepasar los cien kilómetros
por hora y el motor devore gasolina. O si sienten más
inclinación (como parecen sentir la mayoría) por el culto al
dinero como medida fundamental de poder en nuestra sociedad
(quizá lo sea) quieren un coche que sea el símbolo de
estatus más caro y lujoso, para indicar que ellos tienen
muchísimo dinero. Si no pueden comprar un Rolls Royce o un
Cadillac, se dedicarán a explicar cuánto cuesta el coche que
tienen, lo bien que les va con él, lo cómodo que es, la poca
gasolina que gasta o cualquier otra cosa que a nadie le
importa.
El autoritario que visite por ejemplo, un gran embalse, se
interesará más por la cantidad de hormigón que se gastó en
su construcción, su solidez y altura, las toneladas de agua
que retiene y los kilovatios de electricidad que produce que
por las hermosas formas del agua al pasar por día, las
flores que crecen debajo o los peces que nadan en el lago
que hay detrás. Le impresionará más que un político haya
obtenido el 87 por ciento de los votos en unas elecciones
que lo que este político pueda significar o defender; le
impresionará más que su cuñado tenga más de dos millones de
dólares que el hecho de que acaben de procesarle por evasión
de impuestos.
No debe sorprendernos que los autoritarios centren su
pensamiento en el dinero como poder, si tenemos en cuenta
que son lo que he llamado individuos de "motivación
exterior", que buscan compulsivamente normas fuera de sí
mismos para valorar sus propios méritos... ¿y qué artículo
más visible y cuantificable podría haber para medir el valor
que el dinero?
"Este cuadro cuesta cuatrocientos dólares", dirá el
autoritario antes de que se lo pregunten. "Esa alfombra vale
una fortuna, pero la conseguí a buen precio. Gastamos dos
mil dólares en las vacaciones, pero mereció la pena, porque
los vecinos gastaron cuatro mil... ¡y ni siquiera tenían
guía! Fíjate en nuestra hija Jenny. Sus estudios nos cuestan
veinte mil dólares, pero lo recuperará en el primer año en
cuanto salga de la universidad".
Estas referencias al valor en dólares —o en cualquier otra
moneda— pueden aplicarse prácticamente a casi todo o casi
nada, pero el estimar en mucho los dólares y las riquezas es
seguro indicio de que el que lo hace es un autoritario que
concede poco valor a la satisfacción interna y máximo valor
al oro, los dólares o cualquier otra cosa cuyo mérito nazca
de fuerzas originadas fuera de él.
El culto al poder del autoritario suele llevarle a idolatrar
a personajes históricos fuertes, "militares" con frecuencia.
Alejandro Magno, Napoleón Bonaparte, George Patton y, a
veces, el propio Adolf Hitler figuran entre los personajes
más admirados por los "archiautoritarios". Los autorita¬rios
suelen considerar a los militares y a la policía las piezas
básicas de la sociedad, y es muy frecuente que te digan que
la policía está "con las manos atadas" y que los militares
se ven demasiado coartados por los organismos civiles del
Gobierno. Esta insistencia en la santidad del poder se
amplía incluso a los dirigentes políticos elegidos. Los
autoritarios creen que un buen ciudadano debe respetar
siempre el poder de quienes desempeñan un cargo: el
gober¬nador, el presidente, quien sea. Esto refleja la
tendencia general a la conformidad y la sumisión del
autori¬tario.
Aunque el autoritario tienda a divinizar el papel de la
policía y de los militares en la sociedad, el verdadero
centro del culto del autoritario es el espacio de poder que
encarnan los militares. El autoritario adora el poder de las
armas de fuego y de las municiones, y, dada su paranoia,
apoya firmemente el derecho de todo ciudadano a armarse por
su cuenta. Como consecuencia, suelen oponerse al control
estatal de armas y municiones. Apoyan el uso de todas las
armas en la guerra, sean del tipo que sean. Son los primeros
en pedir que se utilicen armas nucleares y los primeros en
clamar en pro del aumento de los presupuestos militares a
costa de otras prioridades nacionales. Suelen disfrutar
contando historias de guerra, procedan de libros o películas
o de su propia experiencia, si han participado como
combatientes en alguna guerra, o de cualquier otro modo.
Para el autoritario es más importante glorificar la guerra
como prueba del poder de un país que denunciarla como
demostración de que la humanidad ha alcanzado el nivel más
bajo posible en su tentativa de resolver sus disputas. El
autoritario siente también gran respeto por figuras
históricas como Andrew Carnegie y John D. Rockefeller, que
se hicieron famosos por haber acumulado mucho dinero y mucho
poder, y lograron ascender hasta la misma cúspide de la
pirámide social e imponer su voluntad a muchos. Se muestran
raras veces dispuestos, por su parte, a correr los riesgos
necesarios para acumular una gran influencia o un gran
poder, pero fantasean sobre los que son ricos y poderosos, y
ésta es una de sus características más universales.
No debe considerarse a un ser humano mejor que otro sólo por
haber acumulado riqueza o autoridad. La historia del mundo
ha demostrado repetidas veces que es peligroso para una
sociedad que haya en ella individuos con dema¬siado poder.
Yo estoy seguro de que la razón esencial de que ningún
dictador o militarista haya podido hacerse con el poder en
Estados Unidos es que tenemos tradiciones tan vigorosas como
pueblo que nos negamos a adorar el poder por el poder, y
porque nuestra Constitución prevé además la separación y el
equilibrio de poderes como garantía frente a cualquier
individuo o sector del Gobierno que intenta acumular
demasiado poder. Pero no olvidemos nunca que nuestra
libertad depende de que conservemos a toda costa tales
tradiciones; que esas tradiciones se ven amenazadas en cada
generación; y que si las perdemos sólo nosotros tendremos la
culpa. Si, como creo, está produ¬ciéndose un incremento del
autoritarismo en nuestra sociedad, así como un creciente
culto ciego al poder, la mayor amenaza que pesa hoy sobre
nuestra libertad no procede de potencias exteriores o de
minorías políticas interiores, sino de los peligros que
entraña el hecho de que una mayoría del país adore
excesivamente el poder.
¡Todos somos humanos! Nadie de este planeta posee un poder
sobrenatural por el que haya de ser más importante que usted
u otro cualquiera... Ni el general de cuatro estrellas ni el
presidente ni el financiero rico ni la superes¬trella del
mundo del espectáculo.
En los últimos años he conocido, por mis apariciones en
numerosos programas de televisan y de la radio nacional, a
cientos de personas de esas que llamamos "superestrellas",
de todos los campos, en especial del mundo del espectácu¬lo.
Aunque siempre he creído que nadie es mejor que otro, el
contacto directo con estas superestrellas me lo confirmó de
modo espectacular. Toda superestrella tiene su dosis de
obsesiones, tics, granos, inseguridades, temores, angustias,
preocupaciones, problemas, y todas las demás cosas con que
hemos de vérnoslas a diario los seres humanos. Las pantallas
de la televisión o del cine, así como las am¬plias pantallas
de la historia y de todos los medios de difusión, colaboran
para que las "superestrellas" parezcan algo sobrenatural y
extraordinario, pero, en persona, los más ricos y poderosos
no son distintos de usted y de mí, ni en su aspecto ni en lo
que piensan ni en lo que dicen ni en cómo reaccionan en la
vida. Aunque algunos se engañan convenciéndose de que son
mejores que los otros porque llevan ropas caras, coches de
lujo, viven en mansiones, pueden contratar y despedir a
cientos de personas a voluntad, controlan una cadena de
periódicos o deciden la política exterior norteamericana, no
pueden ocultar su humanidad, que es muy real. En el trato
personal, sin maquillaje ni focos cuidadosamente emplazados,
fuera del escenario de la historia o del de la televisión o
del cine, sin lentes especiales ni otros artificios, son
individuos simples y corrientes, como el resto. Algunos son
más autoritarios, otros menos..., depende de los días y de
la situación. No olvide usted esto y podrá empezar a
liberarse de todas las tendencias de culto al poder que
hayan ido acumulándose insidiosamente en su interior.
Totalitarismo súper patriótico
Todo lo que se ha dicho en este capítulo nos indica de un
modo u otro que el totalitarismo es el mal social más grave
que puede engendrar el autoritario.
En realidad, si no hay autoritarios suficientes entre la
población, no es posible el totalitarismo. Para que sea
posible, han de crearse los suficientes lazos de dominio
("cadenas de autoritarismo y sumisión") desde un dirigente
político (o un grupo) al pueblo que permite que tal
dirigente o grupo controle la nación.
En el caso concreto del totalitarismo político clásico, que
representan en los tiempos modernos las dictaduras
fascis¬tas y en los tiempos antiguos las monarquías
absolutas, el dirigente totalitario se proclama
representante de algún dios o del "espíritu nacional", o
incluso encarnación de una de las dos cosas, o de ambas. Se
proclama, en fin, identificado con algo que es superior a él
mismo. Prescin¬diendo de que el dirigente totalitario se
crea sus propios mitos o no, la idea de este dirigente o
este grupo —al que los autoritarios adjudican la categoría
de Gran Autoridad Indiscutible— representen algo mucho mayor
que los "simples mortales" es algo que atrae y conmueve
profun¬damente a los autoritarios. Para ellos, no basta ser
plena¬mente humano; la "desorganización" que significa el
hecho de no tener una autoridad central y un lugar claro
para cada uno en la jerarquía social resulta inquietante,
mientras que la idea de que, aunque sea en pequeña escala,
estás ligado a un ser "sobrehumano" o "inmortal" por tu
relativa proximidad a la "autoridad central" es algo que
resulta confortante.
En los tiempos modernos, y en nuestra cultura, el
superpatriotismo ha sido a un tiempo rasgo dominante de
individuos que acusan firmes características autoritarias y,
en mi opinión, el puente por el que han pasado y pasan
muchos individuos, cada vez más, del autoritarismo
indivi¬dual al totalitarismo político. Por eso el
superpatriotismo puede ser el peligro más grave que se
cierne sobre nuestra libertad en este momento y en los años
futuros. Puede fácilmente deificarse al posible déspota como
encarnación de la democracia, de los intereses nacionales o
de la defensa del país, lo mismo que puede pretendérsele
vástago del dios Sol. Pero lo cierto es que hoy en día la
mayoría de los archiautoritarios (los que manifiestan más
rasgos autorita¬rios en la mayoría de los sectores de su
vida) tienden a ser los más firmes partidarios de la
consigna "lo primero la patria, con razón o sin ella", que
es la esencia del super¬patriotismo. Aunque este concepto es
peligroso, y ha llevado a muchos a la muerte en guerras
injustas en el mundo desde el principio de los tiempos, el
autoritario que no cree que pueda poner en entredicho la
autoridad del Gobierno (sobre todo en momentos de "crisis
nacional") calificará de subversivo y antipatriótico a todo
aquel que discrepe del Gobierno, dirá que no le preocupa la
suerte del país o que es contrario a los intereses de la
patria. La gente que desafía la autoridad ejerciendo sus
derechos constitucionales en manifestaciones públicas (los
estudian¬tes que se manifiestan en Washington para protestar
contra la guerra o el reclutamiento forzoso, las mujeres que
desean igualdad de derechos, las minorías que no saben
"mantenerse en su sitio"), nunca se considera que se
preocupen lo suficiente por su patria como para participar
en su mejora ni que se esfuercen por intentarlo. Cualquier
tentativa de cambiar el país, es para los autoritarios
intentar destruirlo, y el deber de todo ciudadano es
obedecer a la imagen de autoridad, sin preguntar nunca si
los representantes de la autoridad están mintiendo, roban¬do,
pisoteando los derechos de los ciudadanos o abusando de
cualquier otro modo de su cargo. Uno no debe oponerse nunca
a quienes tienen más autoridad, no porque no haya necesidad
de oponerse a veces a ellos para que hagan lo que tienen que
hacer, sino porque el autoritario no está "programado" para
salir de su circuito interno de confor¬mismo y sumisión. Lo
mismo que el "marido autoritario" no creerá que su esposa le
ama de veras salvo que le permita ser el monarca absoluto de
la casa, el autoritario no cree que nadie ame de verdad a su
patria si no sigue ciegamente los dictados de sus
dirigentes. El amor real a la patria se muestra cantando el
himno nacional lo más fuerte, posible, alzando al máximo la
bandera, menospreciando a los países "extranjeros" y estando
siempre dispuesto a acudir a la guerra de inmediato para
defender a la bandera y defender a la república, para
defender "la patria de los libres y la nación de los
valientes".
Pero pensemos que el himno nacional que cantan los
autoritarios a voz en grito termina con un interrogante. No
dice: "Esta bandera estrellada aún ondea sobre la patria de
los libres y la nación de los valientes". Formula, en
realidad, dos interrogantes filosóficos preñados de
esperan¬za, a todas las futuras generaciones de auténticos
patrio-tras. Unas preguntas que, como "buenos ciudadanos",
deberíamos formularnos todos: ¿Qué es la libertad? ¿Qué es
el valor?
En la Alemania nazi, a la que se atribuye el carácter de
ciudadela de la civilización avanzada y de la cultura
superior, una nación entera se embriagó con la idea de que
el Führer era el nexo divino para convertirse en una
súper-raza. Los alemanes deberían haber sido capaces de
decirse (quizás algunos lo hicieran): "Hacemos esto en
beneficio personal de Adolf Hitler (ya sabes, ese tío que
antes era pintor de brocha gorda) porque decidimos todos que
era el único individuo del país al que queríamos hacer
poderoso y famoso. Así que le hemos dado a él todo los
derechos y acabaremos haciéndole omnipotente". Pero se
lanzaron a gritar delirantemente que hacían todos aquello
por la Patria, por su gloría y su grandeza, por unas razones
patrióticas que casualmente encarnaba el Führer.
Y, por eso, poner en entredicho la autoridad de Adolf el
pintor equivalía a traición, y cientos de miles de personas
muy civilizadas acabaron obrando del modo más abomi¬nable e
inmoral que la historia registra. Y cuando se celebraron los
juicios de Nuremberg, se oyó repetir una y otra vez la misma
vieja excusa para justificar los crímenes: "Yo sólo cumplía
órdenes".
En Estados Unidos, a principios de los años ochenta, hay al
parecer pocos nazis o fascistas declarados, y parece haber
un legado democrático lo bastante vigoroso para que haya
pocas posibilidades de que caigamos en un totalitarismo
directo, por lo menos en un futuro inmediato. Pero lo
insidioso del totalitarismo es que puede resultar muy
difícil identificarlo, sobre todo en el propio país y, por
supuesto, puede estar presente en mayor o menor grado, y de
modos muy distintos. Pero si su aparición depende, tal como
yo creo, del aumento del autoritarismo en los individuos (de
que haya más individuos que muestren los rasgos autoritarios
que enumeramos antes), usted debe aportar su esfuerzo para
combatirlo eliminando el autoritaris¬mo en usted mismo.
El error que ha de cometer la mayoría de la población para
que una sociedad totalitaria "sustituya" a una sociedad
democrática es el de ver continuamente amenazas de
totalitarismo procedentes del exterior, el peligro de que lo
imponga una potencia extranjera o un "grupo minorita¬rio".
Por una característica de la psicología autoritaria que
debería resultarnos ya familiar, el archiautoritario será el
primero que vea en todas partes, salvo en sí mismo, indicios
y actitudes que califica de "autoritarios", será el primero
que muestre una paranoia patriótica o etnocéntrica, del tipo
que sea, y acuse a los rusos, a los cubanos, a los chinos
(antes de que pasaran a ser "nuestros aliados"), al Ayatolá
o a cualquier otro a que pueda calificarse oportunamente de
"la mayor (o la única) amenaza a nuestra libertad en este
momento".
Es fácil explicar cómo puede llevar esto en concreto al
crecimiento interno del totalitarismo. Si las amenazas
exteriores no son reales, o son exageradas, lo cual es
directa consecuencia de la paranoia, tienen que empezar a
decirlo algunas personas. Los autoritarios calificarán
entonces a estos individuos de antipatrióticos, subversivos,
etc. Si hay suficiente autorización en el conjunto social
como para desacreditar o reprimir la crítica (lo que ha, de
significar el rechazo o la erosión de los derechos
individuales de los críticos), el totalitarismo habrá dado
"un gran salto adelante".
En Norteamérica —y ello es aplicable a otros muchos países—,
este síndrome se manifestó claramente en el período en que
estuvo más cerca del totalitarismo directo, cuando surgió el
maccarthismo en los años cincuenta. La paranoia del senador
Joe McCarthy (que incluía, como suele incluir la paranoia,
delirios de grandeza personal) llevó a éste a ver espías
comunistas por todas partes, y cualquiera que pusiera en
entredicho sus venenosos ata¬ques a individuos inocentes
pasaba de inmediato, claro está, a ser también sospechoso.
Se pisotearon a diestro y siniestro los derechos
constitucionales de los ciudadanos; se violó su intimidad;
se llevó a individuos ante los tribunales como en una caza
de brujas y hubieron de enfrentarse allí a testigos que
mentían o forzaban la verdad porque les habían intimidado
amenazándoles que irían ellos después si no colaboraban.
Muchos buenos y grandes norteameri¬canos, inocentes de las
acusaciones que se les hacían, perdieron sus puestos de
trabajo, fueron marginados e incluidos en listas negras
dentro de su grupo profesional. El, poder personal del
senador McCarthy llegó a adquirir dimensiones inquietantes.
Por suerte, la burbuja acabó estallando. La paranoia de
McCarthy acabó hundiéndole. Empezó a formular acusa¬ciones
tan ridículas contra individuos que estaban tan
evidentemente exentos de toda sospecha que casi nadie pudo
dejar de ver ya lo que estaba pasando: todo aquel que
desafiase el poder personal de Joe McCarthy era un espía
comunista. Los valerosos ciudadanos que habían intentado
oponerse a él, se vieron vindicados en principio cuando el
Congreso censuró al senador y se desvaneció el "período del
terror", aunque muchos habían sufrido daños ya irreparables.
No habría sido posible el maccarthismo si hubiera habi¬do
suficientes norteamericanos menos dispuestos a creer la
amenaza de que el totalitarismo iba a serles impuesto por
medio mundo, y más dispuestos a identificar los síntomas de
su propia sumisión ciega a la voz del superpatriotismo y al
dominio de un hombre que pretendía encarnarlo.
Por la misma razón, es muchísimo menos probable que se nos
imponga nunca el totalitarismo desde/aira si somos fuertes
democráticamente dentro, por la simple razón de que hasta la
mayoría de los dictadores tienen el suficiente sentido común
como para no conquistar naciones que saben que no pueden
gobernar, y para darse cuenta de que no habrá individuos más
difíciles de gobernar que los que tengan más firme respeto a
la democracia y sean menos "autoritaristas".
Para un país que sea muy autoritario ya para empezar, puede
ser suficiente derrocar el Gobierno, tomar "el palacio" (la
capital) y convencer a un número suficiente
de representantes de la autoridad jerárquica para que
colaboren. Pero en la nación en la que haya pocas cadenas
interiores de autoritarismo y sumisión, el conquistador se
enfrentaría a una resistencia generalizada: huelgas
genera¬les, motines, sabotaje industrial, ataques incesantes
a las "fuerzas de ocupación" y, en términos globales, una
conquista que traería más problemas que beneficios.
Si un posible conquistador considerase la posibilidad de
apoderarse de los Estados Unidos, se encontraría con un país
inmenso habitado por más de doscientos millones de ',
individuos y con una economía sumamente compleja en la que
la alteración de uno o más sectores (agricultura, industria,
minería, transporte, comunicaciones, suministro energético,
etc.) descontrolaría el funcionamiento de todo el conjunto,
y... ¿qué otra nación podría llegar a gobernar ésta si todos
nos negásemos en redondo a dejarnos gobernar salvo por
nosotros mismos?
La respuesta evidente es "ninguna", y si mantenemos tal
actitud y decidimos todos eliminar el autoritarismo de
nuestro propio pensamiento y de nuestra propia conducta y
adoptar la filosofía de que el cielo es el límite de una
libertad que podemos compartir todos, haremos mucho más por
asegurar nuestra seguridad nacional y nuestra indepen¬dencia
de lo que podamos hacer nunca fabricando bombas más grandes
y mejores.
Si podemos dar ejemplo al mundo de lo que puede llegar a
conseguir un país democrático consagrado a "la vida, la
libertad y la búsqueda de la felicidad", si de verdad
mostramos a los otros pueblos cómo se puede conseguir esto
(mientras aprendemos todo lo posible de los intentos por
lograr lo mismo que hagan otras naciones), haremos muchísimo
más por la paz del mundo y por la prosperidad de la especié
de lo que podamos hacer nunca mandandu tropas al extranjero.
Pero para hacerlo no debemos dormirnos en la inercia
suponiendo, como supone el superpatriota autoritario, que
los Estados Unidos de Norteamérica son, en la situación en
que hoy se hallan, por definición, "la nación más libre del
mundo", que representaba la mayor libertad que pueda
alcanzar un pueblo, y que nuestra única tarea es defender
este bastión de todos esos "extranjeros", "comunistas",
etcétera, a los que automáticamente atribuimos la inten¬ción
de destrozar nuestra organización social.
Hemos de tener en cuenta, que, aunque queramos considerar a
nuestro país "perfecto ya", en el sentido que esbocé en el
capítulo primero, un país es como un ser vivo y, por
naturaleza, há de cambiar, evolucionar, crecer si es posible
hasta cultivar la capacidad humana máxima de , todos sus
habitantes. Si insistimos en ver el país como una roca o
como cualquier otro objeto inanimado que deba permanecer
inmutable e inmóvil salvo que le "ataquen" fuerzas externas,
acabaremos reaccionando con paranoia autoritaria siempre que
haya una "amenaza" de cambio, y caeremos muy probablemente
en las garras del totalita¬rismo.
Supongo que al leer este capítulo se habrá preguntado usted
alguna vez qué dosis de autoritarismo hay en su conducta y
en su forma de pensar. Quizás haya intentado usted juzgarse
según las pautas de autoritarismo que he mencionado. Si es
así, probablemente haya identificado con claridad algunas de
esas características en su propia persona, quizá muestre
parcialmente otras, quizás otras aparezcan pocas veces o
ninguna; quizá surjan algunas en determinadas situaciones y
relaciones y no en otras, etc. Al leer, probablemente haya
identificado usted retratos o instantáneas de personas a
quienes conoce y se haya dicho: "Jane y John son exactamente
así, pero Mary y Sam son más de este otro modo", etc.
Si cree ahora que su tarea primordial es eliminar el
autoritarismo én usted mismo y está dispuesto a volver atrás
y repasar todo este capítulo si es necesario para ver qué
nivel ocupa usted en la escala autoritaria, habrá captado mi
mensaje. Si se contenta con decir: "Sí, esas otras personas
son así exactamente, pero yo no lo soy en absoluto", no
habrá captado usted mi mensaje o lo habrá rechazado, y en lo
que respecta a su intento personal de transformarse en un
individuo Sin Límites, es poco proba¬ble que inicie siquiera
el proceso.
ARCHIE
BUNKER: EL MODELO AUTORITARIO
¿Hasta qué punto están preparados los norteamericanos —o, en
general, cualquier pueblo— para identificar y condenar el
autoritarismo cuando surge en otros o en ellos mismos? Por
suerte, la respuesta parece ser: hay una mayoría notable que
está en condiciones de hacerlo, si se le expone como el
peligro que realmente es.
En esta era de la comunicación masiva, la cualidad
democrática de nuestro "arte para las masas" o de los
productos de carácter artístico que llegan a la mayoría a
través de los medios de comunicación (televisión, radio,
cine, revistas y libros del mercado mayoritario) es un buen
indicio de nuestra situación en la escala del equilibrio
dcmocrático-totalitario.
Es probable que pueda usted identificar en las "progra¬maciones"
de los medios de difusión muchos elementos que estimulan el
totalitarismo en diversos sentidos. Pero hay algunos puntos
luminosos, y entre ellos figuran los espectá¬culos de
televisión que procuran combatir el autoritarismo, mostrando
a los autoritarios tal como son, a menudo por el
procedimiento de reflejar extremos ridículos del
autorita¬rismo en situaciones cómicas.
El personaje más popular de la historia de la televisión
norteamericana hasta la fecha puede que sea Archie Bunker.
Los escritores de programas como "Todo en familia" y "La
casa de Archie Bunker" nos muestran la capacidad constante
del norteamericano para reírse de una caricatura del
archiautorítario ("Archie") creando un personaje cómico que
encarna prácticamente todos los rasgos de la personalidad
autoritaria que antes describi¬mos. Como el autoritarismo es
un fenómeno tan extendido en nuestra cultura, y como la
mayoría de los norteamerica¬nos aún pueden identificarlo
cuando se refleja en un personaje "de ficción", utilizar a
Archie Bunker con el objeto de satirizar el autoritarismo
norteamericano con¬temporáneo fue un rasgo de genio tan
notable como la sátira que hizo Charlie Chaplin de Hitler.
Archie Bunker es el autoritario personificado. Ha aparecido
en muchas pantallas de televisión de Norteamérica durante
una década o más, y la gente, en números sin precedentes,
sintonizaba el programa para reírse en núme¬ro sin
precedentes, .debido a que fray muchos que o son exactamente
igual que él o viven con gente que muestra sus mismas
actitudes. Aunque Archie el autoritario resulte divertido y
el programa se proponga dar una versión satírica, su
popularidad'nace primordialmente del hecho de que hay mucho
de verdad en lo que muestra el programa.
Hay cientos de episodios de Archie Bunker que mues¬tran a la
gente los rasgos de la personalidad autoritaria. En un
programa aparece volcando su racismo o su etnocen-trismo
contra los judíos, los negros, los italianos o cualquier
otra minoría. A la semana siguiente, ataca a la seguridad
social o a "esos comunistas" que intentan fastidiarnos a
todos. A la semana siguiente, aparece adoctrinando a su hija
respecto a los artistas, que son todos "maricas", c agitando
la bandera delante de su yerno. No confia en nadie, y menos
en los intelectuales. Le encantan las películas de guerra,
convierte en estereotipos a todas las personas que conoce, y
es más inflexible y ciego que nadie respecto a sus propios
defectos. Adora el poder, sobre todo el militar. Anda
siempre elaborando planes para hacerse rico, y acaban
siempre birlándole el dinero por su codicia.
Se retrata a Archie Bunker como la persona más intole¬rante,
más dicotómica y rígida en la forma de pensar, más
etnocentrista y reprimida sexualmente, paranoica y super-patriótica
que pueda concebirse. Siempre menosprecia las otras culturas
y valora a la gente de acuerdo con sus normas autoritarias y
personales. Los que no están de acuerdo con él son
automáticamente torpes, tontos y cretinos. Su mujer es un
ser insulso, una cabeza de chorlito que siempre anda
intentando complacer a Archie, pero cuando llega la hora de
la verdad (si algo amenaza su sentido humanitario de la
justicia y su honradez simple y elemental), Edith siempre
logra imponerse a las locuras del pobre y buen Archie.
Tal como se presenta a Archie Bunker, todo el mundo
puede reírse de él, de su ignorancia, de su estupidez
elemental, de sus incorrecciones idiomáticas, de sus
prejui¬cios ridículos. Pero podemos permitirnos seguir
riendo porque Edith-, Michael, Gloria, Louise Jefferson o
cual¬quier otro al que el "pobre y buen Archie" esté
intentando manipular y explotar en el momento, ganan al
final en todos los programas... porque podemos seguir viendo
el autoritarismo como una ridicula parodia. El mensaje de
fondo del programa de Archie Bunker es un interrogante para
todos los espectadores: ¿Cuántos autoritarios, del tipo de
Archie o de otros tipos, dejan de reírse al ver el programa
lo suficiente para preguntarse si no serán exacta¬mente
iguales que él, igual de ridículos en determinados aspectos
de sus vidas o en determinadas situaciones? ¿Cuántos
autoritarios del tipo de Archie se mueren de risa delante
del televisor y le dicen a su mujer o a su marido,
"Exactamente igual que Fulano"? ¿Cuántos entienden que en
realidad uno se está riendo de sí mismo, de que se ve a sí
mismo en ese programa?
Los programas de televisión del tipo de "Todo en familia"
tienen efectos sociales antiautoritarios, sin duda, aunque
sólo sea por el hecho de que transmiten la impre¬sión de que
el racismo, por ejemplo, no está ya de moda entre las
autoridades, en este caso los guionistas, directores,
actores y la red de televisión que produjo el programa. La
mayoría de los autoritarios, al oír esa risa unánime de
públicos vivos o enlatados ante los excesos ridículos de los
personajes, empiezan a captar el mensaje de que si bien
antes era muy propio lo de ridiculizar a los negros en casi
todos los círculos sociales, ahora es impropio, y no lo
hacen ya en público, por miedo a hacer el ridículo.
Pero sólo si todos nos proponemos seriamente ir más allá de
la simple reacción ante las presiones sociales y adopta¬mos
una actitud independiente y personal contra el
autori¬tarismo basada en nuestra Jilosqfi'a personal de la
vida, habremos captado plenamente el mensaje de "Todo en
familia" y otras obras de verdadero arte democrático.
Recordemos, por último, que precisamente debido a que el
personaje de Archie Bunker nos resulta divertido y porque se
retrata al propio Archie como a un individuo siempre
distraído, satisfecho de sí mismo y "feliz como un cerdo en
el charco", y porque no tenemos que pensar en ninguna
amenaza real de un totalitarismo del estilo del suyo (ya que
es ridiculamente ineficaz), es muy probable que pasemos por
alto el fondo serio del programa de Archie y que no nos lo
apliquemos a nosotros mismos como individuos. Es muy posible
que menospreciemos el hecho de que Archie sigue siendo una
destilación seria de las actitudes o tendencias autoritarias
que tantos parecen haber adoptado como filosofía práctica de
la vida. Es también probable que olvidemos, por el mismo
motivo, que los autoritarios, pese a todas sus pretensiones
de control y dominio, tienden, en el fondo, a la depresión
crónica y son gentes desdichadas que padecen una falta casi
absoluta de plenitud humana auténtica, que se dan cuenta en
el fondo de que van dando tumbos por la vida, persiguiendo
algo desconocido e inhumano, y que los demás les toleran,
pero nunca les respetan realmente, y sufren una aceptación
ciega, e inerte de su propio destino. No creo que nadie
tenga que sufrir en la sumisión ciega del autoritarismo.
Creo que si alguien adopta una filosofía autoritaria es
porque, de alguna manera, así lo ha querido. Si bien alabo a
Abraham Maslow por su obra revoluciona¬ria sobre la grandeza
humana, discrepo de él cuando supone que el autoritario
tiene verdaderamente muy pocas esperanzas o pocas
posibilidades de elección, que el autori¬tario está
prácticamente condenado a seguir siendo como es. En Los
últimos logros de la naturaleza humana, Maslow escribe:
Esas personas obsesivas y autoritarias tienen que ser de
este modo. No tienen elección. No tienen otro modo de lograr
seguridad, orden, de no sentirse amenazadas ni angustiadas,
que a través del orden, la previsión, el control y el
dominio... Lo nuevo es una amenaza para un individuó así,
pero no puede pasarle nada nuevo si puede remitirlo todo a
sus experiencias anteriores, si puede congelar el fluir del
mundo, es decir, si puede hacer creer que nada cambia.